Martes, 6 de abril, 15:05 horas
Durante el receso, comprobé que mi siguiente testigo estuviera preparado. Me quedaban unos minutos libres, así que rastreé a Bosch hasta dar con él en la cola del puesto de los cafés que había en la planta inferior. El miembro del jurado número seis estaba dos sitios por delante de él. Lo agarré por el codo y lo alejé de ahí.
—Puedes conseguir un café más tarde. De todas maneras, no hay tiempo para bebérselo. Quiero que sepas que he almorzado con tu novia de la agencia.
—¿Qué? ¿Quién?
—La agente Walling.
—No es mi novia. ¿Por qué ha almorzado contigo?
Lo conduje hasta la escalera y, mientras hablábamos, subimos de regreso a la sala del tribunal.
—Bueno, pienso que con quien de verdad deseaba almorzar era contigo, pero saliste tan disparado que tuvo que contentarse conmigo. Quería ponernos sobre aviso. Me ha dicho que ha estado leyendo los informes sobre el juicio y que cree que si Jessup tiene intención de actuar, va a ser pronto. Sostiene que reacciona al hallarse bajo presión y que probablemente nunca la haya sentido con mayor intensidad que en estos momentos.
Bosch asintió.
—Esto es más o menos de lo que quería decirte antes.
Miró alrededor para cerciorarse de que nadie podía oírnos.
—La SIE asegura que los movimientos nocturnos de Jessup han aumentado desde que empezó el juicio. Ahora sale todas las noches.
—¿Ha vuelto por tu calle?
—No, y la semana pasada tampoco acudió a ninguno de los otros puntos de Mulholland. En las últimas dos semanas ha hecho cosas nuevas.
—¿Cómo qué, Harry?
—Por ejemplo, el domingo lo siguieron por la playa de Venice hasta un viejo almacén situado bajo el muelle de Santa Mónica.
—¿Qué almacén? ¿Qué significa eso?
—Es un antiguo almacén municipal que se inundó a consecuencia del oleaje, por lo que suele estar cerrado y abandonado. Jessup cavó bajo uno de los viejos revestimientos de madera y reptó dentro.
—¿Por qué?
—Quién sabe. El peligro de verse expuesto le impidió entrar al equipo de vigilancia. Las auténticas noticias, sin embargo, son otras. Anoche se citó con unos tipos en la casa de Venice, y juntos se dirigieron a un coche en uno de los aparcamientos de la playa. Uno de los individuos sacó del maletero algo que iba envuelto en una toalla y se lo entregó.
—¿Una pistola?
Bosch se encogió de hombros.
—Fuera lo que fuera, no pudieron verlo pero, gracias a la matrícula del coche, pudieron identificar a uno de los dos hombres. Marshall Daniels. Estuvo en San Quintín en la década de 1990, por la misma época que Jessup.
Ahora podía percibir algo de la tensión y la urgencia en el tono de Bosch.
—Puede que se conocieran de ahí dentro. ¿Qué condena cumplía Daniels?
—Posesión de drogas y armas.
Miré el reloj. Necesitaba regresar a la sala.
—En ese caso, debemos dar por hecho que Jessup posee un arma. Podríamos impugnar su régimen de libertad bajo palabra por asociación con un convicto. ¿Tienen fotos de Jessup y Daniels juntos?
—Las tienen, pero no estoy seguro de que queramos hacer eso.
—Si posee un arma… ¿Confías en que la SIE lo detendrá antes de que dé un paso o cause algún daño?
—Sí, aunque ayudaría saber en qué va a consistir ese paso.
Llegamos al vestíbulo, donde no había ni rastro de los miembros del jurado ni de nadie relacionado con el caso. Todos habían regresado, excepto yo.
—Ya hablaremos de esto más tarde. Si no regreso, la jueza irá a por mí. No soy como Royce. No puedo permitirme una vista por desacato solo para lanzarle un mensaje al jurado. Ve a buscar a Atwater y tráemela.
Me apresuré a la sala número 113 y aparté con algo de rudeza a un par de moscones que remoloneaban en la puerta. La jueza Breitman no me había esperado. Todo el mundo se encontraba en posición y el jurado tomaba asiento. Crucé el pasillo, traspasé la cancela y me escurrí en la silla junto a Maggie.
—Has estado cerca —me susurró—. Creo que la jueza albergaba la esperanza de nivelar las cosas acusándote a ti de desacato.
—Sí, bueno, todavía está a tiempo.
La jueza desvió su atención del jurado y advirtió mi presencia en la mesa de la fiscalía.
—Bien, gracias por unirse a nosotros esta tarde, señor Haller. ¿La excursión ha sido de su agrado?
Me incorporé.
—Mis disculpas, señoría. Me ha surgido un asunto personal que me ha tenido ocupado más tiempo del esperado.
Abrió la boca para ofrecer una réplica, pero hizo una pausa al ser consciente de que le había devuelto las mismas palabras que ella había empleado esa mañana para justificar su retraso.
—Limítese a llamar a su testigo, abogado —dijo con aspereza.
Convoqué al estrado a Lisa Atwater y miré hacia el fondo de la sala para ver cómo Bosch escoltaba a través del pasillo a la técnica jefe del laboratorio de ADN. Comprobé el reloj que colgaba en la pared trasera. Mi objetivo era consumir lo que quedaba del día con el testimonio de Atwater, apretándole las tuercas hasta llegar al final de la jornada. Esto quizá le otorgaría a Royce la posibilidad de dedicar toda una noche al contrainterrogatorio, pero yo estaba felizmente dispuesto a concederle eso a cambio de mi parte del botín: que todos y cada uno de los miembros del jurado se marcharan a casa con pruebas irrefutables que relacionaban a Jason Jessup con el asesinato de Melissa Landy.
Tal y como le había pedido, Atwater se había dejado puesto el abrigo que llevaba al salir del laboratorio del Departamento de Policía de Los Ángeles. Su color azul pálido era lo único que le confería un aire de competencia y profesionalidad. Atwater era muy joven —treinta y un años— y tenía el pelo rubio con un mechón rosa que le colgaba de uno de los lados, lo que le otorgaba a su look ese toque superguay de las técnicas de laboratorio que aparecían en las series de televisión sobre crímenes. Al verla por primera vez, le pedí que se planteara renunciar a ese detalle de color, pero me contestó que no estaba dispuesta a sacrificar su individualidad. Los miembros del jurado, aseguró, tendrían que aceptarla como era.
Por lo menos, el abrigo del laboratorio no era rosa.
Atwater se identificó y prestó juramento. Después de que ocupara el banco de los testigos, empecé a lanzarle preguntas sobre su curriculum estudiantil y su experiencia laboral. Me demoré diez minutos más de lo habitual en este apartado, pero es que aquel mechón rosa no dejaba de saltarme a la vista. Pensé que debía hacer todo cuanto estuviera en mi mano por convertirlo en un estandarte de profesionalidad y méritos.
Al fin llegué al punto neurálgico de su testimonio. Guiándola con cuidado a través de mis preguntas, testificó que había llevado a cabo el análisis y comparación de dos muestras diferentes de ADN procedentes del caso Landy. Me concentré primero en el análisis más problemático.
—Señorita Atwater, ¿podría describirnos el primer encargo relativo al ADN que recibió del caso Landy?
—Sí, el 4 de febrero me entregaron un trozo de ropa que había sido cortado de un vestido que la víctima había llevado puesto en el momento de su asesinato.
—¿Quién se lo entregó?
—La División de Propiedades del Departamento de Policía de Los Ángeles, donde había estado almacenado en régimen de vigilancia de pruebas.
Sus respuestas habían sido meticulosamente ensayadas. No podía dar ninguna indicación de que había tenido lugar un juicio previo sobre el caso ni de que Jessup había permanecido en prisión durante veinticuatro años. De lo contrario se produciría un prejuicio contra Jessup, de lo que se derivaría un juicio nulo.
—¿Por qué le enviaron esa muestra de ropa?
—Había una mancha en ella que, veinticuatro años antes, el equipo forense del Departamento de Policía de Los Ángeles había determinado que era semen. Mi cometido era extraer ADN e intentar identificarla.
—Al examinar esa muestra, ¿vio si se había producido alguna degradación en el material genético que contenía?
—No, señor. Había sido preservado correctamente.
—De acuerdo, de modo que le entregaron esa muestra del vestido que llevaba Melissa Landy, y usted extrajo ADN de ella. ¿Lo he entendido bien?
—Correcto.
—¿Qué hizo después?
—Convertí el resultado del ADN en un código que luego introduje en la base de datos BAC.
—¿Qué es el BAC?
—La Base de ADN Combinado del FBI. Piense en él como si se tratara de un banco a escala nacional de registros de ADN. Todas las firmas genéticas reunidas por las fuerzas de la ley acaban aquí, y son accesibles para análisis comparativos.
—Por lo tanto, introdujo la firma genética obtenida del semen hallado en el vestido que llevaba Melissa Landy el día en que la asesinaron, ¿correcto?
—Correcto.
—¿Obtuvieron alguna correspondencia?
—Sí. El ADN pertenecía a su padrastro, Kensington Landy.
La sala de un tribunal es un espacio amplio. Siempre fluye una tenue corriente de ruido y energía. Uno puede sentirla aunque sea incapaz de oírla. El patio de butacas murmulla, el alguacil y el secretario reciben llamadas telefónicas, y la taquígrafa teclea en su máquina de escribir. Sin embargo, el sonido y el aire se desvanecieron por completo en el instante en que Atwater pronunció esta última frase. Dejé que flotara en el aire durante unos momentos. Era consciente de que aquel era el aspecto más perjudicial para mis intereses en ese caso. De hecho, con esa respuesta había servido a los intereses de Jason Jessup. A partir de ahí, sin embargo, el caso iba a ser mío. Y de Melissa Landy. No iba a olvidarme de ella.
—¿Por qué constaba el ADN de Kensington Landy en la BAC? —pregunté.
—Porque una ley del estado de California obliga a todos los sospechosos de haber cometido un delito a suministrar una muestra de ADN. En 2004, se detuvo al señor Landy por un atropello con huida que causó lesiones. Aunque más tarde se declaró culpable de cargos menores, en un primer momento se le atribuyó un delito, lo que se tradujo en la aplicación de la mencionada ley en el momento de su detención. Su ADN se introdujo en la base de registros.
—De acuerdo. Volvamos ahora al vestido de la víctima y al semen encontrado en él. ¿Cómo llegó a la conclusión de que el semen había sido depositado el día del asesinato de Melissa Landy?
En un primer momento, Atwater dio la impresión de sentirse confundida ante la pregunta. Era una pantomima.
—No lo hice. Es imposible saber cuándo se produjo exactamente.
—¿Quiere decir que podría haberse encontrado en su vestido una semana antes de su muerte?
—Sí. Es imposible saberlo.
—¿Un mes, quizá?
—Es posible, ya que…
—¿Qué me dice de un año?
—Una vez más, resulta…
—¡Protesto!
Royce se levantó. «Ya era hora», pensé.
—Señoría, ¿cuánto tiempo debe proseguir esto más allá de lo razonable?
—Lo retiro, señoría. El señor Royce tiene razón. Hemos excedido todo límite razonable.
Realicé una pausa para subrayar el hecho de que Atwater y yo nos disponíamos a tomar una nueva dirección.
—Señorita Atwater, usted condujo un segundo análisis de ADN en relación con el caso de Melissa Landy, ¿correcto?
—Sí, lo hice.
—¿Podría describirnos en qué consistió?
Antes de responder, se retiró el mechón rosa tras la oreja.
—Sí. Se trató de una extracción y de una comparación de ADN a partir de muestras de cabello. Cabello de la víctima, Melissa Landy, que se obtuvo en el momento de la autopsia y que estaba dentro de un recipiente, y cabello encontrado en el camión de la grúa que conducía el acusado, Jason Jessup.
—¿De cuántas muestras estamos hablando?
—Básicamente, de una de cada. Nuestro objetivo era extraer ADN nuclear, el cual solo está disponible en la raíz del cabello. De todas las muestras con las que contábamos, solo había una extracción viable a partir de los cabellos hallados en el vehículo. De manera que comparamos el ADN de la raíz de ese cabello con una de las muestras extraídas durante la autopsia.
La orienté a través del proceso, intentando que sus explicaciones fueran lo más sencillas posibles. Lo justo para captar la idea, tal y como ocurre en la televisión. Tenía un ojo puesto en la testigo y otro en el banco del jurado. Me aseguré de que todos estuvieran enganchados y felices.
Conseguimos atravesar de una vez por todas el túnel tecnogenético y desembocamos en las conclusiones de Lisa Atwater. Mostró diversas gráficas de colores en las pantallas y las interpretó con detenimiento. Lo que de verdad contaba, sin embargo, era lo de siempre: para sentir, el jurado debía escuchar. Lo más relevante que un testigo lleva consigo a un tribunal es su voz. Podían desplegarse muchas gráficas, pero lo que al final quedaría serían las palabras de Atwater.
Me volví y le eché otro vistazo al reloj. Estaba cumpliendo con el horario previsto. La jueza debía tardar unos veinte minutos en dar la jornada por concluida. Volví a girarme y me dispuse a entrar a matar.
—Señorita Atwater, ¿alberga alguna duda o resquemor acerca de la correspondencia genética sobre la que acaba de prestar testimonio?
—No, ninguno en absoluto.
—¿Cree, pues, más allá de toda duda razonable, que únicamente el cabello de Melissa Landy se corresponde con la muestra de cabello hallada en la grúa que el acusado conducía el 16 de febrero de 1986?
—Lo creo.
—¿Existe algún método cuantificable que pueda ilustrar esta correspondencia?
—Sí. Tal y como he explicado antes, obtuvimos una correspondencia en nueve de los trece indicadores previstos en los protocolos de la BAC. La combinación de estos nueve indicadores genéticos se produce en uno de cada 1,6 billones de individuos.
—¿Está diciendo que solo hay una posibilidad entre 1,6 billones de que el cabello encontrado en el vehículo que conducía el acusado perteneciera a alguien que no fuera Melissa Landy?
—Sí, es una forma de verlo.
—Señorita Atwater. ¿Sabe cuál es la actual población mundial?
—Se acerca a los siete mil millones.
—Gracias, señorita Atwater. No tengo más preguntas por el momento.
Me dirigí a mi sitio y tomé asiento. De inmediato comencé a reunir expedientes y documentos, listo para meterlos en el maletín y marcharme a casa. Este día ya era historia y me aguardaba una larga noche preparando el que le seguiría. La jueza no parecía estar resentida por el hecho de que hubiese terminado diez minutos antes de lo previsto. Ella misma estaba a punto de echar el cierre, y de enviar al jurado a sus hogares.
—Mañana proseguiremos con el contrainterrogatorio de esta testigo. Quisiera agradecerles que hayan prestado tanta atención al testimonio de hoy. La sesión se suspende hasta las nueve horas en punto de mañana. Una vez más, les recuerdo que no deben prestar atención a ningún telediario ni…
—¿Señoría?
Levanté la vista de los expedientes. Royce estaba de pie.
—¿Sí, señor Royce?
—Disculpe por la interrupción, jueza Breitman. Según mi reloj, solo son las 16:50 y me consta que usted prefiere avanzar lo máximo posible cada día con los testimonios. Desearía realizar ahora mismo el contrainterrogatorio a la testigo.
La jueza miró a Atwater, que seguía en el banco de los testigos, y de nuevo a Royce.
—Señor Royce, preferiría que empezara con su contrainterrogatorio mañana por la mañana antes que darle inicio y tener que interrumpirlo al cabo de solo diez minutos. No haré que el jurado se quede más tarde de las cinco. Es una regla que no pienso romper.
—Lo comprendo, señoría. No tengo intención de interrumpirlo. Habré acabado con esta testigo a las cinco en punto, y no hará falta que regrese mañana.
La jueza se quedó mirando a Royce un buen rato con una expresión de incredulidad grabada en el rostro.
—Señor Royce, la señorita Atwater es uno de los testigos decisivos de la acusación. ¿Me está diciendo que le bastan cinco minutos para contrainterrogarla?
—Bueno, por supuesto que eso dependerá de cuánto se extienda en sus respuestas, pero apenas tengo unas pocas preguntas, señoría.
—De acuerdo, pues. Puede proceder. Señorita Atwater, continúa bajo juramento.
Royce se encaminó al atril. Yo estaba igual de confundido que la jueza con aquella maniobra de la defensa. Esperaba que Royce dedicara la mayor parte de la mañana a contrainterrogar. Debía de tratarse de un truco. Él había incluido a su propio experto en ADN en su lista de testigos, pero yo tampoco habría perdido la ocasión de plantarle cara a un testigo de la fiscalía.
—Señorita Atwater —dijo Royce—, ¿todas las pruebas, clasificaciones y extracciones que realizó a partir de la muestra de cabello hallado en la grúa le indicaron cómo había acabado esa muestra en el interior de ese vehículo?
Para ganar tiempo, Atwater solicitó a Royce que le repitiera la pregunta. Ni siquiera entonces respondió. Tuvo que intervenir la jueza para que lo hiciera.
—Señorita Atwater, ¿puede responder a la pregunta?
—Hum… Sí, lo siento. Mi respuesta es que no. El trabajo que llevé a cabo en el laboratorio no podría determinar el modo en que la muestra de cabello acabó en el vehículo. Yo no soy responsable de esa tarea.
—Gracias —contestó Royce—. Para que quede bien claro, no puede indicarle al jurado cómo se introdujo en el vehículo aquel cabello (que con tanta competencia ha sido capaz de identificar como perteneciente a la víctima), ni quién lo puso ahí, ¿correcto?
Me levanté del asiento.
—Protesto. Da por ciertos hechos que no han sido probados.
—Se acepta. ¿Desea reformular la pregunta, señor Royce?
—Gracias, señoría. Señorita Atwater, no tiene ni la menor idea (más allá de lo que quizá le contaran) acerca de cómo acabó en el interior de la grúa ese cabello que examinó, ¿correcto?
—Es correcto, sí.
—De manera que puede identificar el cabello como perteneciente a Melissa Landy, pero no puede testificar con idéntica seguridad acerca del modo en que acabó en ese vehículo, ¿correcto?
Volví a ponerme en pie.
—Protesto. La pregunta ya ha sido formulada y respondida.
—Creo que esta vez voy a permitir que la testigo responda a la pregunta. ¿Señorita Atwater?
—Sí, es correcto. No puedo testificar sobre nada que tenga que ver con la forma en que ese cabello acabó en el interior de la grúa.
—En ese caso, no tengo más preguntas. Gracias.
Me volví y miré el reloj. Disponía de dos minutos. Si deseaba que el jurado retomara la senda que me convenía, debía pensar en algo a toda prisa.
—¿Alguna réplica, señor Haller?
—Un momento, señoría.
Me giré para susurrarle unas palabras a Maggie.
—¿Qué puedo hacer?
—Nada —me susurró—. Déjalo estar, o puede que empeores la situación. Has expuesto tus argumentos con claridad. Él ha hecho lo propio. Los tuyos son más determinantes. Has colocado a Melissa en el interior de ese vehículo. No sigas.
Algo en mi interior me gritaba que no dejara las cosas como estaban, pero tenía la mente en blanco. No podía pensar en ningún aspecto del contrainterrogatorio de Royce que pudiera revertir en mi favor delante del jurado.
—¿Señor Haller? —preguntó la jueza con impaciencia.
Me di por vencido.
—No tengo más preguntas por el momento, señoría.
—Bien. En ese caso, aquí acaba la sesión de hoy. La sala volverá a reunirse mañana a las nueve horas, y advierto a los miembros del jurado contra la lectura de artículos de prensa o el visionado de programas de televisión relacionados con el caso. Asimismo, les solicito que se abstengan de discutir al respecto con familiares y amigos. Les deseo a todos una buena noche.
Dicho esto, el jurado se levantó y comenzó a abandonar el banco. Mi vista se posó al azar en la mesa de la defensa, donde Jessup estaba felicitando a Royce. Eran todo sonrisas. Sentí un agujero en el estómago del tamaño de un balón de baloncesto. Era como si hubiera estado jugando un partido perfecto durante casi todo el día —a lo largo de las casi seis horas de testimonio— y luego me hubiera dedicado a regalarle pelotas al rival de la manera más tonta en unos últimos cinco minutos nefastos.
Me quedé sentado y esperé hasta que Royce, Jessup y todos los demás hubieron abandonado la sala.
—¿Vienes? —dijo Maggie a mis espaldas.
—Espera un momento. ¿Qué te parece si nos vemos en la oficina?
—Podemos caminar juntos.
—En estos momentos no soy muy buena compañía, Mags.
—Supéralo, Haller. El día se te ha dado muy bien. El día se nos ha dado bien. Él solo ha estado bien durante cinco minutos, y el jurado lo sabe.
—De acuerdo. Nos vemos ahí en un rato.
Acabó por dar su brazo a torcer, y oí cómo se marchaba. Al cabo de unos minutos, alargué la mano hasta el expediente que coronaba la pila que yacía frente a mí y lo abrí por la mitad. Una foto escolar de Melissa Landy estaba sujeta con un clip a la carpeta. Le sonreía a la cámara. No se parecía en nada a mi hija, pero me hizo pensar en Hayley.
En silencio, me hice la promesa de no dejar que Royce volviera a ser más listo que yo.
Unos minutos después, alguien apagó las luces.