Lunes, 5 de abril, 16:45 horas
Bosch llamó a la puerta de la habitación 804 y fijó la vista en la mirilla. McPherson abrió al instante, comprobando su reloj al tiempo que se retiraba para dejarlo pasar.
—¿Por qué no estás en la sala, Mickey?
Bosch entró. La habitación era una suite con unas vistas razonables de Grand Avenue y a la parte trasera del Biltmore. Había un sofá y dos sillas, a una de las cuales estaba sentada Sarah Ann Gleason. Bosch la saludó con un cabeceo.
—Porque ahí no se me necesita y aquí sí.
—¿Qué ocurre?
—Royce ha revelado la estrategia de la defensa. Necesito hablar con Sarah al respecto.
Comenzó a dirigirse al sofá, pero Sarah lo detuvo colocándole una mano sobre el brazo.
—Aguarda un momento. Antes de hablar con ella, hazlo conmigo. ¿Qué está pasando?
Bosch asintió. Llevaba razón. Barrió la habitación con la mirada. La suite no contaba con ningún rincón donde pudieran hablar en privado.
—Demos un paseo.
McPherson cogió la llave magnética de la habitación de la mesita del café.
—Enseguida volvemos, Sarah. ¿Necesitas algo?
—No, estoy bien. Os espero aquí.
Bosch y McPherson abandonaron la habitación y bajaron en ascensor al recibidor. El bar estaba abarrotado de bebedores que disfrutaban de la hora feliz, pero encontraron un lugar tranquilo junto a la entrada.
—De acuerdo, ¿qué cartas ha mostrado Royce?
—Cuando estaba interrogando a Eisenbach, ha vuelto sobre un asunto que estaba planteando Mickey: si el asesino podría haber utilizado solo la mano derecha para estrangularla.
—Sí, mientras conducía. Le dio un ataque de pánico al oír la llamada por radio de la policía y la mató.
—Exacto, esa es la teoría de la acusación. Ahora bien, Royce ya ha empezado a plantear la alternativa de la defensa. Durante su turno ha preguntado si cabía la posibilidad de que el asesino la hubiera estrangulado con una mano mientras se masturbaba con la otra.
McPherson guardó silencio mientras procesaba la información. Luego habló.
—Esa fue la teoría que adujo la fiscalía durante el primer juicio. Que había sido un asesinato cometido durante un acto sexual. Mickey y yo ya suponíamos que, una vez Royce dispusiera de todas las pruebas y supiera que el ADN pertenecía al padrastro, la defensa se aferraría a ese argumento. Pretenden convertir al padrastro en un subterfugio. Dirán que él la mató y que su ADN lo demuestra.
McPherson cruzó los brazos mientras desarrollaba un poco más sus elucubraciones.
—Está bien, pero tiene un par de fallos. Sarah y la prueba del cabello. Por lo tanto, hay algo que se nos escapa. Royce debe de contar con algo o con alguien capaz de desacreditar la identificación que realizó Sarah.
—Por eso estoy aquí. He traído la lista de testigos de Royce. Esta gente ha estado jugando al escondite conmigo y no he podido localizarlos a todos. Sarah debe echarle un vistazo y decirme en cuál de ellos debo centrar mis esfuerzos.
—¿Cómo diablos va a saberlo?
—Lo hará. Esta es su gente. Novios, maridos y compañeros de correrías con las drogas. Todos ellos tienen antecedentes. Son las personas con las que se relacionaba antes de enderezar su vida. Cada una de las direcciones consta como previa y no sirve de nada. Royce ha debido de estar ocultándolas.
McPherson asintió.
—Por eso lo llaman Clive «el Astuto». De acuerdo, hablemos con ella.
—Déjame que empiece yo, ¿te parece?
Ya se había levantado cuando Bosch reaccionó.
—Espera un momento.
—¿Qué pasa?
—¿Y si la teoría de la defensa es la correcta?
—¿Me tomas el pelo?
No respondió. McPherson no tardó en dirigirse de vuelta al ascensor. Bosch se incorporó y la siguió.
Regresaron a la habitación. Bosch vio que, durante su ausencia, Gleason había esbozado un tulipán en su cuaderno. Tomó asiento en el sofá de cara a ella y McPherson hizo lo propio en la silla que tenía al lado.
—Sarah —dijo McPherson—, tenemos que hablar. Pensamos que alguien a quien conociste durante aquellos años echados a perder de los que hemos estado hablando va a intentar ayudar a la defensa. Necesitamos averiguar quién es y qué pretende contar.
—No lo entiendo. Yo tenía trece años cuando nos sucedió todo aquello. ¿Qué importan los amigos que pudiera hacer después?
—Importan porque pueden testificar sobre cosas que pudiste haber hecho. O dicho.
—¿Qué cosas?
McPherson sacudió la cabeza.
—Por eso nos resulta tan frustrante. No lo sabemos a ciencia cierta. Lo único que sabemos es que hoy la defensa ha dejado claro en el tribunal que le van a echar la culpa a tu padrastro del asesinato de tu hermana.
Sarah levantó las manos como si intentara esquivar un golpe.
—Eso es una locura. Yo estaba ahí. ¡Vi cómo ese hombre se la llevaba!
—Lo sabemos, Sarah, pero el asunto es lo que se le inculca al jurado, y qué y a quién creen sus miembros. El detective Bosch cuenta con una lista de los testigos de la defensa. Quiero que la mires y nos cuentes qué significan esos nombres para ti.
Bosch sacó la lista de su maletín. Se la entregó a McPherson y esta a Sarah.
—Disculpa —dijo Bosch—, todas esas notas son cosas que he ido añadiendo mientras intentaba localizarlos. Limítate a leer los nombres.
Bosch notó cómo sus labios se movían con timidez al empezar a leer. Luego dejaron de hacerlo y se quedó mirando fijamente el papel. Había lágrimas en sus ojos.
—¿Sarah? —intervino McPherson de inmediato.
—Esta gente —dijo Sarah en un murmullo—. Creí que no volvería a verlos.
—Quizá no lo hagas —dijo McPherson—. El que estén en esa lista no significa que los vayan a llamar a declarar. Extraen nombres de los registros y los añaden a la lista para confundirnos, Sarah. Se le llama «aguja en el pajar». Ocultan a los verdaderos testigos, y nuestro detective (el detective Bosch) pierde el tiempo comprobando datos sobre las personas equivocadas. Sin embargo, debe de haber por lo menos un nombre que sea relevante. ¿Quién es, Sarah? Ayúdanos.
Se quedó absorta en la lista, sin responder.
—Alguien que pueda decir que vosotros dos estuvisteis cerca. Alguien con quien pasaras mucho tiempo y a quien le contaras secretos.
—Creía que un marido no podía testificar contra su esposa.
—Un cónyuge no puede verse forzado a testificar contra el otro. ¿De qué estás hablando, Sarah?
—Este.
Señaló un nombre de la lista. Bosch se inclinó para leerlo. Edward Roman. Bosch lo había rastreado hasta un centro de rehabilitación en North Hollywood en el que Sarah había pasado nueve meses después de su última estancia en prisión. Bosch suponía que habían establecido contacto durante las sesiones de grupo. La última dirección que había facilitado Royce era la de un motel en Van Nuys, pero hacía mucho que Roman lo había abandonado. Bosch no había ido más allá, y lo había considerado una aguja más en el pajar que había creado el abogado.
—Roman. Coincidiste con él en rehabilitación, ¿verdad? —le preguntó.
—Sí. Luego nos casamos.
—¿Cuándo? No tenemos constancia de ese matrimonio —dijo McPherson.
—Al salir. Conocíamos a un sacerdote. Nos casamos en la playa. No duró mucho.
—¿Os divorciasteis? —preguntó McPherson.
—No… La verdad es que no me importó. Cuando salí adelante, simplemente no quise volver a abrir esa puerta. Es una de esas cosas que bloqueas. Como si no hubieran ocurrido nunca.
McPherson miró a Bosch.
—Quizá no fuera un matrimonio legal. En los registros del condado no consta nada —dijo Bosch.
—No importa si fue legal o no. Obviamente se trata de un testigo voluntario que puede testificar contra ella. Lo que importa es en qué va a consistir su testimonio. ¿Qué va a decirnos, Sarah?
Sarah meneó la cabeza lentamente.
—No lo sé.
—Bueno, ¿qué le contaste acerca de tu hermana y tu padrastro?
—No lo sé. Esos años… Apenas puedo recordar nada de aquella época.
Se produjo un silencio y, a continuación, McPherson le pidió a Sarah que repasara todos los demás nombres de la lista. Lo hizo y movió la cabeza.
—Algunas de estas personas no sé quiénes son. Por aquel entonces a algunos solo los conocía por sus apodos callejeros.
—Pero a Edward Roman sí que lo conoces, ¿verdad?
—Sí. Estuvimos juntos.
—¿Cuánto tiempo?
Gleason sacudió de nuevo la cabeza, avergonzada.
—No mucho. Dentro del centro de rehabilitación pensamos que estábamos hechos el uno para el otro. Una vez fuera, no funcionó. Quizá duró unos tres meses. Me volvieron a detener y, para cuando salí de la cárcel, él ya había desaparecido.
—¿Cabe la posibilidad de que no fuera un matrimonio legal?
Gleason meditó unos instantes y encogió los hombros con desgana.
—Supongo que todo es posible.
—De acuerdo, Sarah, voy a volver a salir unos minutos con el detective Bosch. Quiero que pienses en Edward Roman. Cualquier cosa que puedas recordar nos será útil. Enseguida regreso.
McPherson le cogió la lista de testigos de la mano y se la devolvió a Bosch. Abandonaron la habitación, pero apenas se alejaron unos metros pasillo abajo, donde se detuvieron a hablar en susurros.
—Supongo que será mejor que des con él —dijo Bosch.
—Dará igual. Si es el testigo estrella de Royce, no va a querer hablar conmigo.
—Entonces averigua todo cuanto puedas sobre él. Así, cuando llegue el momento, podremos destrozarlo.
—Hecho.
Bosch enfiló por el pasillo de camino a los ascensores. McPherson lo llamó. Se detuvo y se dio la vuelta para mirarla.
—¿Lo decías en serio?
—¿El qué?
—Lo que me has dicho en el recibidor. Lo que me has preguntado. ¿Crees que hace veinticuatro años se lo inventó todo?
Bosch se la quedó mirando un rato y encogió los hombros.
—No lo sé.
—Bueno, ¿qué me dices del cabello que encontraron en la grúa? ¿No hace que su historia cuadre?
Bosch alzó una mano.
—Es circunstancial. Y yo no me encontraba ahí cuando lo descubrieron.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que a veces ocurren cosas cuando la víctima es menor. Y que yo no estaba ahí cuando lo descubrieron.
—Chico, quizá deberías trabajar para la defensa.
Bosch bajó la mano a un costado.
—Estoy seguro de que ya han pensado en ello.
Se volvió de nuevo y cruzó el pasillo hasta los ascensores.