Lunes, 5 de abril, 13:45 horas
La lectura del testimonio ofrecido por Regina Landy en el primer juicio nos tuvo ocupados hasta la hora del almuerzo. El testimonio había sido necesario para establecer quién había sido la víctima y quién la había identificado. Sin embargo, desprovista de la carga emotiva de una madre, su lectura por parte de Bosch había terminado por parecer muy formal. Mientras el primer testigo del día les había proporcionado motivos para la esperanza, el segundo había resultado tan contraproducente como solo pueden serlo las voces de los muertos. Me imaginé que tener a Bosch recitando las palabras de Regina Lay habría confundido al jurado, que carecería de explicación alguna a su ausencia del juicio al presunto asesino de su hija.
El equipo de la acusación almorzó en Duffy’s, que estaba lo suficientemente cerca del Tribunal Penal de Justicia como para resultar cómodo, pero lo suficientemente lejos como para no preocuparse por la posibilidad de toparse con miembros del jurado. Nadie estaba eufórico por el arranque del juicio, pero era previsible. Yo había planeado la presentación de las pruebas como el desarrollo de Scheherezade, una suite sinfónica que empieza lenta y suave y luego va in crescendo hasta que se produce una embriagadora explosión de sonido, música y emociones.
De lo que se trataba el primer día era de establecer los hechos. Debía mostrar el cadáver. Poner sobre la mesa que había una víctima, la cual había sido secuestrada de su casa y luego había aparecido muerta porque la habían asesinado. Había abarcado los dos primeros puntos con el testigo inaugural. Con el de la tarde, un médico forense, completaría la jugada. A continuación, el caso de la fiscalía se centraría en el acusado y en las pruebas que lo incriminaban. Y solo entonces mi caso tomaría cuerpo de verdad.
Solo Bosch y yo regresamos después del almuerzo. Maggie se dirigió al Hotel Checkers a pasar la tarde con nuestra testigo estrella. Sarah Ann Gleason. Bosch había viajado a Washington el sábado y volado de vuelta con ella el domingo por la mañana. Su intervención no estaba programada hasta el miércoles por la mañana, pero Maggie quería tenerla cerca y prepararla el máximo tiempo posible. Maggie ya la había visitado en un par de ocasiones en Washington, pero yo era de la opinión de que, cuanto más tiempo pasaran juntas, mayor iba a ser el vínculo que deseaba que establecieran y que el jurado podría ver a continuación.
Maggie se marchó a regañadientes. Le preocupaba el que, si ella no estaba ahí vigilándome en calidad de segunda de a bordo, pudiera cometer algún error en la sala. Le aseguré que podía ocuparme perfectamente del interrogatorio del médico forense y que, en el supuesto de que me viese en un aprieto, la llamaría. Apenas era consciente de cuán crucial acabaría siendo el testimonio de aquel testigo.
La sesión vespertina se retrasó porque tuvimos que esperar a que compareciera un miembro del jurado que no había regresado del almuerzo a la hora convenida. Una vez se hubo reunido todo el grupo y entrado de nuevo en la sala, la jueza Breitman les soltó una reprimenda sobre la puntualidad, y les ordenó que, a partir de ese momento y hasta que terminase el juicio, no se separaran a la hora de comer. También le ordenó al auxiliar de sala que los acompañara a almorzar. De ese modo, nadie se apartaría del rebaño y llegaría tarde.
Una vez solventado el asunto del almuerzo, la jueza me impelió bruscamente a que llamara a mi siguiente testigo. Le hice un gesto a Bosch para que se dirigiera a la salita a buscar a David Eisenbach.
Mientras esperábamos, la jueza comenzó a impacientarse. A Eisenbach le llevó unos minutos de más que a la mayoría de testigos entrar en la sala y tomar asiento. Tenía setenta y nueve años y caminaba con la ayuda de un bastón. También acarreaba consigo un cojín provisto de un asa, como si se dirigiera a ver un partido oficial de la liga de fútbol americano en el estadio Coliseum. Después de que se le tomara juramento y antes de sentarse, situó el cojín sobre la dura superficie de madera de la silla reservada a los testigos.
—Doctor Eisenbach —empecé—, ¿podría decirle al jurado cómo se gana la vida?
—Actualmente estoy casi retirado y obtengo algunos ingresos en calidad de especialista en autopsias. Soy un «mercenario», como a ustedes los abogados les gusta llamarnos. Me gano la vida examinando autopsias para indicarles a los abogados y a los jurados en qué acertaron y en qué se equivocaron los médicos forenses.
—Y antes de su casi retiro, ¿qué hacía?
—Era ayudante de forense para el condado de Los Ángeles. Fue mi empleo durante treinta años.
—¿Realizó autopsias en tanto que tal?
—Sí que lo hice, señor. A lo largo de treinta años practiqué más de veinte mil autopsias. Esos son muchos muertos.
—Lo son, señor Eisenbach. ¿Puede recordarlos a todos?
—Claro que no. Solo unos pocos me vienen a la cabeza. Para el resto necesitaría consultar mis notas.
Tras recibir la autorización de la juez, me acerqué al banco del testigo y dejé un documento de cuarenta páginas.
—Querría que le prestara atención al documento que he depositado frente a usted. ¿Puede identificarlo?
—Sí, es el informe de una autopsia fechada el 18 de febrero de 1986. La difunta responde al nombre de Melissa Theresa Landy. Mi nombre consta en él. Es mía.
—¿Se refiere a que condujo la autopsia?
—Sí, eso es lo que he dicho.
A continuación, formulé una serie de preguntas con el fin de aclarar los procedimientos que implicaba una autopsia y el estado de salud que mostraba la víctima antes de su muerte. Royce protestó en diversas ocasiones por lo que calificó de preguntas tendenciosas. La jueza desestimó la mayoría, pero esa no era la cuestión. Royce había adoptado la táctica de interrumpirme de forma constante para cortarme el ritmo, con independencia de si las interrupciones eran pertinentes o no.
Sorteando estos obstáculos, Eisenbach pudo testificar que Melissa Landy gozaba de perfecta salud hasta el momento de su muerte. Dijo que no había sido víctima de ningún tipo de agresión sexual. Dijo que no había señales de que hubiera mantenido relaciones sexuales. Es decir, era virgen. Dijo que murió por asfixia. Dijo que la evidencia de huesos rotos en cuello y garganta demostraba que la habían estrangulado debido a que una mano masculina había ejercido una fuerte presión.
Empleando un puntero láser para señalar partes del cuerpo en fotografías tomadas durante la autopsia, Eisenbach identificó el dibujo de un cardenal en el cuello de la víctima que demostraba que la presión sobre este se había hecho con una sola mano. Con el puntero delineó la marca de un pulgar en el lado derecho del cuello de la niña y las de los otros cuatro dedos en el lado izquierdo.
—Doctor, ¿pudo determinar qué mano utilizó el asesino para asfixiar a su víctima hasta producirle la muerte?
—Sí, fue muy sencillo determinar que el asesino empleó la mano derecha para asfixiar a la niña.
—¿Solo una mano?
—Correcto.
—¿Fue posible establecer el modo en que lo llevó a cabo? ¿Mantuvo a la niña en alto mientras lo hacía?
—No. Las lesiones, especialmente los huesos rotos, indican que el asesino colocó la mano alrededor de su cuello y que ejerció presión sobre ella contra una superficie que ofrecía resistencia.
—¿Podría haberse tratado del asiento de un vehículo?
—Sí.
—¿Y de la pierna de un hombre?
Royce protestó aduciendo que la pregunta conducía hacia la pura especulación. La jueza aceptó su protesta y me pidió que prosiguiera.
—Doctor, ha dicho que ha hecho veinte mil autopsias. Supongo que muchas de ellas correspondieron a homicidios por asfixia. ¿Era infrecuente encontrarse con casos en que a la víctima la habían estrangulado con una sola mano?
Royce volvió a protestar, argumentando esta vez que la pregunta requería una respuesta que estaba fuera del alcance del testigo. La jueza, sin embargo, falló a mi favor.
—El hombre ha practicado veinte mil autopsias —adujo—. Me inclino por pensar que eso le otorga mucha experiencia. Voy a autorizar la pregunta.
—Puede responder, doctor —le indiqué—. ¿Era infrecuente?
—No necesariamente. Muchos homicidios ocurren durante peleas y otras circunstancias. Ya me había encontrado con casos así. Si una mano está ocupada, deberá bastar con la otra. Estamos hablando de una niña de doce años que pesaba poco más de cuarenta kilos. Podría haberla reducido con una mano si el asesino necesitaba la izquierda para otra cosa.
—¿Incluyendo conducir un vehículo?
—Protesto —dijo Royce—. Idéntico argumento.
—Idéntico fallo —respondió Breitman—. Puede responder, doctor.
—Sí. Si estaba utilizando una mano para mantener el control del vehículo, podría haber empleado la otra para asfixiar a la víctima. Es una posibilidad.
Llegados a ese punto, creía haber obtenido todo cuanto podía sacarle a Eisenbach. Acabé con mi interrogatorio y le cedí el turno a Royce. Por desgracia, Eisenbach era uno de esos testigos que tiene algo que ofrecerle a todo el mundo. Y Royce fue a reclamar lo suyo.
—«Una posibilidad». ¿Así es como lo ha llamado, señor Eisenbach?
—¿Disculpe?
—Ha dicho que el escenario descrito por el señor Haller (una mano en el volante y la otra en el cuello) era una posibilidad. ¿Correcto?
—Sí, es una posibilidad.
—Pero usted no se encontraba ahí, de modo que no puede asegurarlo. ¿No es eso cierto, doctor?
—Sí, lo es.
—Ha dicho que era «una posibilidad». ¿Qué otras posibilidades habría?
—Esto… No sabría decirle. Estaba contestando a la pregunta del fiscal.
—¿Un cigarrillo, quizá?
—¿Qué?
—¿El asesino podría haber estado sosteniendo un cigarrillo con la mano izquierda mientras estrangulaba a la niña con la derecha?
—Sí, supongo. Sí.
—¿Y qué me dice de su pene?
—Su…
—Su pene, doctor. ¿El asesino podría haber asfixiado a la niña con su mano derecha mientras se agarraba el pene con la izquierda?
—Yo debería… Sí, es otra posibilidad.
—Podría haberse estado masturbando con una mano mientras que la estrangulaba con la otra. ¿Es correcto, doctor?
—Todo es posible, pero no hay indicio alguno en el informe de la autopsia que lo respalde.
—¿Qué me dice de lo que no consta en el informe, doctor?
—No estoy al tanto de ello.
—¿Se refería a esto cuando dijo que era un «mercenario», doctor? ¿Se pone del lado de la fiscalía sean cuales sean los hechos?
—No siempre trabajo para la fiscalía.
—Me alegro por usted.
Me levanté de la silla.
—Señoría, está acosando al testigo con…
—Señor Royce —dijo la juez—, sea civilizado y no se aparte del asunto.
—Sí, señoría. Doctor, ¿cuántas de las veinte mil autopsias que ha practicado fueron de víctimas de violencia sexual?
Eisenbach me buscó con la mirada, pero yo no podía hacer nada por él. Bosch había ocupado el lugar de Maggie en la mesa de la fiscalía. Se inclinó hacia mí para susurrarme algo.
—¿Así es como sirve a los intereses de nuestro caso?
Alcé la mano para que no me distrajera del pulso entre Royce y Eisenbach.
—No, está sirviendo a los de los otros —le respondí con otro murmullo.
Eisenbach seguía sin responder.
—Doctor —intervino la jueza—, haga el favor de responder a la pregunta.
—No llevo la cuenta del número de crímenes por motivos sexuales.
—¿Este lo fue?
—Basándome en los hallazgos de la autopsia, no pude llegar a esa conclusión. Sin embargo, cuando te encuentras con una persona joven, en especial si es del sexo femenino, a la que ha secuestrado un extraño, entonces, la mayoría de las veces…
—Solicitamos que se registre la pregunta como no respondida —interrumpió Royce—. El testigo está dando por sentado hechos que no han sido probados.
La jueza aceptó la protesta. Me incorporé, listo para responder, pero no dije nada.
—Doctor, haga el favor de limitarse a responder a lo que se le pregunta —le pidió la jueza.
—Creía que estaba haciéndolo.
—En ese caso, déjeme ser más específico —continuó Royce—. Usted no encontró indicio alguno de agresiones o abusos sexuales en el cuerpo de Melissa Landy. ¿Correcto, doctor?
—Correcto.
—¿Y en la ropa de la víctima?
—Mi jurisdicción compete al cuerpo. La ropa la analiza el laboratorio forense.
—Claro.
Royce dudó y bajó la vista a sus notas. Yo sabía que estaba intentando decidir hasta dónde debía llegar con un determinado asunto. Se hallaba en ese punto en el que uno se dice a sí mismo: «Todo va bien hasta ahora. ¿Me arriesgo a seguir presionando?».
Al final, se decidió.
—Doctor, hace un momento, cuando he protestado a su respuesta, ha empleado las palabras «secuestrada por un extraño». ¿Qué pruebas encontradas en la autopsia respaldan esa afirmación?
Eisenbach se quedó pensativo durante un buen rato, e incluso miró el informe de la autopsia que tenía frente a sí.
—¿Doctor?
—Eh, no recuerdo que haya nada en la autopsia que lo respalde.
—De hecho, la autopsia respalda una conclusión que apunta más bien a lo contrario, ¿no es así?
Eisenbach dio la impresión de estar realmente confundido.
—Creo que no entiendo lo que quiere decir.
—¿Podría fijarse en la página número ocho del informe de la autopsia? El análisis preliminar del cuerpo.
Royce aguardó un momento hasta que Eisenbach encontró esa página. Yo también, aunque no necesitaba hacerlo. Sabía adónde quería llegar Royce, y era incapaz de detenerlo. Tan solo debía prepararme para protestar en el momento preciso.
—Doctor, el informe señala que los análisis de las uñas de la víctima salieron negativos en sangre y tejidos. ¿Puede verlo en la página ocho?
—Sí. Analicé sus uñas, pero estaban limpias.
—Esto significa que no arañó a su víctima. ¿Correcto?
—Eso lo demostraría, sí.
—Y esto significaría también que conocía a su ataca…
—¡Protesto!
Ya estaba de pie, pero no había actuado lo suficientemente rápido. A Royce le había dado tiempo de arrojar esa sugerencia al jurado.
—Se dan por ciertos datos que no se han probado —aduje—. Señoría, salta a la vista que el abogado defensor está intentando sembrar información inexistente en las mentes del jurado.
—Se acepta. Señor Royce, está avisado.
—Sí, señoría. La defensa no tiene más preguntas para este testigo de la acusación.