Lunes, 5 de abril, 9:00 horas
Observé a los miembros del jurado entrar en la sala y ocupar los asientos asignados en el banco. Lo hice con detenimiento, mirándolos a los ojos. Quería comprobar cómo miraban al acusado. Se puede aprender mucho de un vistazo furtivo o de una mirada intensa y condenatoria.
La selección del jurado había transcurrido con arreglo a lo planeado. Repasamos la primera tanda de noventa candidatos en un día pero, al final de la jornada, nos quedamos solo con once, y descartamos al resto debido a los conocimientos previos del caso que tenían por los medios de comunicación. La segunda tanda planteó idénticos problemas, y tuvimos que esperar hasta las 17:40 del viernes para quedarnos con la cifra definitiva de dieciocho.
Tenía el listado frente a mí, y mis ojos saltaban de las caras en el banco a los nombres que tenía apuntados en los post-it. Me esforzaba por memorizar quién era quién. Ya estaba familiarizado con la mayoría, pero quería que esos nombres me salieran con absoluta naturalidad, para poder dirigirme a sus dueños como si se tratara de amigos o vecinos.
A las nueve en punto, la juez ya estaba en su asiento, lista para comenzar. En primer lugar les preguntó a los abogados si había algún asunto nuevo o pendiente de debate. Como la respuesta fuera negativa, hizo entrar al jurado.
—Bien, ya estamos todos. Quisiera agradecerles su puntualidad a todos los miembros del jurado y al resto de los aquí presentes. Empezaremos el juicio con las declaraciones iniciales de los abogados. Estas no deben tomarse como pruebas, sino meramente…
La jueza se detuvo con la mirada fija en la fila trasera del banco del jurado. Una mujer había alzado tímidamente la mano. La jueza la observó durante un buen rato y comprobó su propio listado antes de hablar.
—Señora Tucci, ¿tiene alguna pregunta?
Miré el listado. Número diez. Carla Tucci. Era uno de los miembros que aún no había memorizado. Una apocada mujer de pelo castaño, procedente de East Hollywood. Treinta y dos años de edad, soltera, y empleada como recepcionista en una clínica. De acuerdo al código de colores de mi tabla, era susceptible de que otros miembros del jurado con personalidades más fuertes influyeran sobre ella. Lo cual no tenía por qué ser negativo. Todo dependería de si estos estaban a favor de un veredicto de culpabilidad o no.
—Creo que he visto algo que no debería haber visto —dijo con voz temblorosa.
La jueza Breitman dejó caer la cabeza por un instante, y entendí el motivo. Las ruedas se habían quedado atrapadas en el barro. Ya estábamos listos para empezar, y ahora el juicio se vería retrasado incluso antes de que constaran en acta las declaraciones iniciales.
—De acuerdo, vamos a intentar solucionar esto lo más rápido posible. Quiero que los miembros del jurado permanezcan en sus asientos. La señora Tucci, los abogados y yo nos retiraremos un momento a mi despacho para comprobar de qué se trata. El resto, que no se mueva de aquí.
Mientras nos levantábamos, miré de nuevo la lista. Había seis suplentes. A tres de ellos los tenía fichados como favorables a la fiscalía, dos parecían imparciales, y uno proclive a la defensa. Si se descartaba a Tucci por el motivo que fuera, y que seguro que estaba a punto de revelarnos, habría que escoger a su sustituto de forma aleatoria. Esto significaba que tenía muchas posibilidades de conseguir que ocupara su sitio alguien favorable a mis intereses, y solo una entre seis de que sucediera lo contrario. Sumándome a la comitiva que se encaminaba hacia el despacho, decidí que ese margen favorable se me antojaba tan satisfactorio que haría cuanto estuviese en mi mano por conseguir que Tucci se largara.
Una vez en el despacho, la jueza ni siquiera tomó asiento, quizá con la esperanza de que nos enfrentáramos a un problema y un retraso carentes de importancia. Permanecimos de pie en el centro de la habitación. Todos excepto la mecanógrafa de la sala, quien se acomodó en una silla de un rincón dispuesta a tomar nota.
—Bien, que conste en acta —dijo la jueza—. Señora Tucci, cuéntenos, por favor, qué vio y qué le preocupa.
La miembro del jurado miró al suelo con las manos entrelazadas.
—Esta mañana viajaba en el metro y el hombre que tenía delante iba leyendo el periódico. Lo tenía levantado y pude ver la portada. No tenía la menor intención de mirar, pero me encontré con una foto del acusado y un titular.
La jueza asintió.
—Se refiere a Jason Jessup, ¿verdad?
—Sí.
—¿Qué periódico?
—Creo que era el Times.
—¿Qué decía el titular, señora Tucci?
—«Nuevo juicio, viejas pruebas para Jessup».
No había hojeado el Times de esa mañana, pero sí que había leído la noticia en su página web. Citando una fuente anónima y cercana a la fiscalía, decía que se esperaba que el caso contra Jason Jessup se sostuviera por completo en pruebas del primer juicio, pero ello dependía en gran medida del testimonio de la hermana de la víctima. Lo firmaba Kate Salters.
—¿Ha leído la noticia, señora Tucci? —preguntó Breitman.
—No, jueza. Solo miré durante un segundo y, al ver su foto, aparté la vista de inmediato. Usted nos indicó que no leyéramos nada relacionado con el caso. Me saltó a la vista, por así decirlo.
La juez asintió con gesto pensativo.
—Bien, señora Tucci, ¿podría retirarse al pasillo un momento?
Así lo hizo y la jueza cerró la puerta.
—El titular resume la historia, ¿no es cierto? —nos dijo.
Nos miró a Royce y a mí, a la espera de algún movimiento o sugerencia. Royce guardó silencio. Me daba la impresión de que había metido a la miembro número diez en la misma categoría que yo. Sin embargo, cabía la posibilidad de que aún no hubiera pensado en las posibles inclinaciones de los seis sustitutos.
—Creo, jueza, que el daño ya está hecho —dije—. Sabe que ya había habido un juicio. Cualquiera que tenga unos mínimos conocimientos acerca de cómo funciona el sistema judicial sabe que a nadie lo vuelven a juzgar si fue exonerado. Y entonces sabrá que Jessup fue condenado. Pese a que esto genera unos prejuicios que favorecen a la fiscalía, opino que lo más justo es que se vaya.
Breitman asintió.
—¿Señor Royce?
—Estoy de acuerdo con el señor Haller en su apreciación del prejuicio, mas no en su deseo de actuar con justicia. Lo único que le mueve es el deseo de expulsarla del jurado para que ocupe su lugar uno de esos suplentes que nunca faltan a misa.
Sonreí y sacudí la cabeza.
—No me dignaré en responder a eso. Si no quieres librarte de ella, por mí de acuerdo.
—No es algo que deba decidir un abogado —señaló la jueza.
Abrió la puerta e invitó a la jurado a entrar de nuevo.
—Señora Tucci, gracias por su honradez. Ahora puede volver a la sala del jurado a recoger sus cosas. Queda excluida. Acuda a la mesa de registro para notificar su situación.
Tucci titubeó.
—¿Y esto significa…?
—Sí, por desgracia queda apartada del juicio. Ese titular le ha otorgado unos conocimientos sobre el caso que no debería tener. Su conocimiento del hecho de que Jessup ya había sido condenado por estos crímenes puede generar prejuicios por su parte. Por consiguiente, no puedo mantenerla en el jurado. Puede retirarse.
—Lo siento, jueza.
—Sí, yo también.
Tucci abandonó el despacho con los hombros caídos y con los andares vacilantes de alguien a quien han condenado por un crimen. Una vez se hubo cerrado la puerta, la jueza volvió la vista hacia nosotros.
—Por lo menos, les enviaremos el mensaje adecuado al resto de los miembros del jurado. Esto nos deja con seis suplentes, y ni siquiera hemos empezado. Resulta evidente el impacto que los medios de comunicación pueden tener en nuestro caso. No he leído esa noticia, pero voy a hacerlo. Si encuentro alguna cita atribuida a alguno de los presentes en esta habitación, me llevaré una gran decepción. Y, por lo general, quienes me decepcionan deben atenerse a las consecuencias.
—Jueza —intervino Royce—. Esta mañana he leído la historia y no se cita el nombre de ninguno de los aquí presentes, pero se le atribuye la información a una fuente cercana a la fiscalía. Tenía intención de poner esto en su conocimiento.
Meneé la cabeza.
—Y ese es el truco más viejo en el librillo de la defensa. Llegar a un acuerdo con un periodista para poder esconderse detrás de la historia. ¿«Una fuente cercana a la fiscalía»? Se encuentra sentada al otro lado del pasillo, a un metro y medio de mí. Supongo que para el periodista eso ya contaba como suficientemente cerca.
—¡¡Su señoría!! —Bramó Royce—. Yo no tuve nada que…
—Estamos retrasando el juicio —lo cortó Breitman—. Regresemos a la sala.
Regresamos con andares cansinos. De nuevo en la sala, barrí el auditorio con la mirada y vi a Salters, la periodista, en la segunda fila. Aparté enseguida la vista con la esperanza de que mi fugaz contacto visual no hubiera revelado nada. Yo había sido su fuente. Mi objetivo era manipular la historia —el «escenario de partida», como lo había calificado la reportera— para otorgarle a la defensa una sensación de falsa confianza. En ningún momento había tenido intención de cambiar la composición del jurado.
De vuelta a su asiento, la juez apuntó algo en su cuaderno de notas y se giró para hablarle al jurado. Volvió a advertir a los miembros de los peligros que entrañaba el hecho de leer la prensa o de ver los telediarios. Después se dirigió a la secretaria de la sala.
—Audrey, el cuenco de los caramelos, por favor.
La secretaria agarró el cuenco con los caramelos amargos que reposaba en una encimera delante de su mesa, vertió los dulces en un cajón, y se lo llevó a la juez. Esta arrancó una página de su cuaderno, la dividió en seis pedazos y escribió algo sobre cada uno de ellos.
—En estos pedacitos de papel he escrito números del uno al seis. A continuación, seleccionaré al azar al sustituto del miembro número diez del jurado.
Dobló los pedazos y los lanzó al cuenco. Con una mano lo agitó por encima de su cabeza y con la otra extrajo uno de ellos, lo desdobló y leyó en voz alta.
—Suplente número seis. ¿Sería tan amable de recoger todas sus pertenencias y ocupar el asiento número diez en el banco del jurado? Gracias.
No podía hacer otra cosa que quedarme de brazos cruzados. El nuevo miembro del jurado era un extra de cine y televisión, de treinta y seis años, llamado Philip Kirns. Esto tal vez quería decir que era un actor a quien el éxito todavía no le había sonreído. Aceptaba trabajos como extra para poder llegar a fin de mes, lo que significaba que acudía todos los días al trabajo y se paseaba entre los que sí lo habían conseguido, y se dedicaba a observarlos. Eso lo situaba del agrio lado de los perdedores en ese golfo que separaba a los triunfadores de los fracasados. En consecuencia, iba a ser un activo para la defensa: el débil que le plantaba cara al poderoso. Lo tenía en mi lista negra, y ahora debía tragármelo.
Mientras observábamos cómo Kirns procedía a ocupar su lugar, Maggie se acercó para susurrarme unas palabras al oído.
—Confío en que no hayas tenido nada que ver con ese artículo, Haller, porque sospecho que acabamos de perder un voto.
Alcé las manos en un gesto que quería decir «A mí no me mires», aunque me dio la impresión de que no colaba.
La jueza se giró por completo en su asiento para estar de cara al jurado.
—Por fin creo que estamos en disposición de empezar. Arrancaremos con las declaraciones iniciales de los abogados. Estas son una mera oportunidad para que la acusación y la defensa le expongan al jurado lo que esperan que demuestren las pruebas. Un resumen de lo que puede que escuchen y vean durante el juicio. A continuación es imperativo que los letrados presenten pruebas y testimonios que ustedes deberán tener en cuenta en sus deliberaciones. Empezaremos con la declaración de la fiscalía. ¿Señor Haller?
Me incorporé y me dirigí al atril situado entre la mesa de la fiscalía y el banco del jurado. No llevaba cuaderno de notas ni tarjetones. Nada. Creía en la importancia de venderme a mí mismo al jurado y, solo después, vender el caso. Si quería conseguirlo, no debía apartar la vista de él. Necesitaba ser directo, abierto y honesto todo el rato. En mi declaración no cabrían los preámbulos. No requería de apuntes.
Comencé por presentarme, y luego presenté a Maggie. Acto seguido, señalé a Harry Bosch, que permanecía sentado junto a la barandilla, justo detrás de la mesa de la acusación, e indiqué que era el detective encargado del caso. Dicho esto, entré en materia.
—Nos hemos reunido hoy aquí por un motivo. Para hablar sobre alguien que ya no puede hablar por sí misma. A Melissa Landy, de doce años, la secuestraron en el jardín delantero de su casa en 1986. Encontraron su cuerpo apenas unas horas después, arrojado a un contenedor como si se tratara de una bolsa de basura. La habían estrangulado. El hombre acusado de tan horrible crimen está sentado a la mesa de la defensa.
Señalé a Jessup con mi dedo acusador, al igual que se lo había visto hacer a incontables fiscales con mis clientes a lo largo de los años. Viniendo de mí, hacerle este gesto a alguien se me antojaba de una rectitud impostada, pero eso no me detuvo. Y no lo hice una sola vez. No dejé de hacerlo mientras desgranaba el caso, y le contaba al jurado a qué testigos llamaría a declarar y lo que les contarían y mostrarían. Avancé con brío, asegurándome de mencionar qué testigos habían reconocido al secuestrador de Melissa, y el hallazgo de cabello de la víctima en la grúa de Jessup. Procedí a ejecutar un cierre grandioso.
—Jason Jessup le arrebató la vida de Melissa Landy. La arrancó de aquel jardín, de su familia y de este mundo para siempre. Colocó la mano alrededor del bonito cuello de esa niña y apretó hasta acabar con su vida. Le robó su pasado y su futuro. Se lo robó todo. El Estado se encargará de demostrárselo más allá de cualquier duda razonable.
Asentí una vez para subrayar la promesa y regresé a mi asiento. El día anterior la jueza nos había pedido que fuéramos breves en nuestros discursos, pero incluso ella dio muestras de sorpresa ante lo sucinto que había sido. Le costó un momento entender que ya había terminado. A continuación, le indicó a Royce que había llegado su turno.
Tal y como me esperaba, Royce aplazó su intervención hasta la segunda parte, lo que quería decir que reservaba su declaración inicial para cuando comenzara la defensa del caso. La jueza volvió a concederme la palabra.
—Muy bien, señor Haller, llame a su primer testigo.
Regresé al atril, esta vez portando notas y papeles. Me había pasado la mayor parte de la semana anterior a la selección del jurado preparando las preguntas que les formularía a mis testigos. Como abogado defensor estoy acostumbrado al turno de réplica a los testigos que presenta el Estado y a buscarles los puntos débiles a los testimonios de la acusación. Es una tarea bastante diferente a la de interrogar directamente y sentar las bases de la presentación de pruebas y exposiciones. Soy plenamente consciente de que es más sencillo derribar algo que levantarlo a partir de la nada. Sin embargo, en este caso yo iba a ser el constructor, y me había preparado.
—El Pueblo llama a William Johnson.
Me volví para mirar al fondo de la sala. Mientras me dirigía hacia el atril, Bosch la había abandonado para buscar a Johnson en la salita de espera de los testigos. Ahora regresaba escoltándolo. Johnson era bajo, delgado y de una tez oscura que recordaba a la caoba. Tenía cincuenta y nueve años, pero su mata de pelo completamente blanco le hacía parecer más viejo. Bosch le hizo cruzar la cancela y le señaló el asiento de los testigos. La secretaria de la sala le tomó juramento de inmediato.
Debo admitir que estaba nervioso. Sentía lo que Maggie me había tratado de describir en más de una ocasión durante nuestro matrimonio. Ella lo llamaba «el peso del deber de probar». No el peso legal, sino el psicológico que comporta saber que estás representando al pueblo. Yo siempre había rechazado la idea por considerarla autocomplaciente. El fiscal siempre era el ganador. El Machote. Ahí no había peso alguno o, por lo menos, no era nada en comparación con el que acarreaba el abogado defensor, el cual estaba solo y tenía la libertad de alguien en sus manos. Nunca entendí qué trataba de decirme.
Hasta ese momento.
Por fin lo pillaba. Lo sentía. A punto de interrogar a mi primer testigo delante de un jurado, estaba igual de nervioso que en mi primer juicio, recién licenciado.
—Buenos días, señor Johnson. ¿Cómo se encuentra?
—Bien.
—Eso está bien. ¿Podría indicarme, señor, cómo se gana la vida?
—Sí, señor. Soy coordinar de operaciones en el teatro El Rey de Wilshire Boulevard.
—¿Qué significa «coordinador de operaciones»?
—Me encargo de que todo esté a punto y marche correctamente, desde las luces del escenario a los servicios. Por descontado, tengo una legión de electricistas y fontaneros que se ocupan de los pormenores.
Su respuesta fue recibida con sonrisas de cortesía y alguna risita. Hablaba con un acento ligeramente caribeño, pero sus palabras eran claras e inteligibles.
—¿Cuánto tiempo hace que trabaja en El Rey, señor Johnson?
—Ahora se cumplen treinta y seis años. Empecé en 1974.
—Guau, eso es todo un logro. Mis felicitaciones. ¿Siempre ha sido coordinador de operaciones?
—No, he ido ascendiendo. Empecé como conserje.
—Querría llevarlo de regreso a 1986. Por entonces trabajaba ahí, ¿no es cierto?
—Sí, señor. Era conserje.
—Bien, ¿y recuerda lo que ocurrió el 16 de febrero de ese año en concreto?
—Sí.
—Era un domingo.
—Sí, lo recuerdo.
—¿Podría contarle a la sala por qué?
—Ese fue el día en que encontré el cuerpo de una niña en un contenedor de basura en la parte trasera de El Rey. Un día terrible.
Miré al jurado. Todos los ojos estaban fijos en el testigo. Hasta el momento, la cosa marchaba.
—Puedo imaginarme que aquel fue un día terrible, señor Johnson. ¿Podría decirnos qué lo llevó a descubrir el cuerpo de esa niña?
—Estábamos de obras en el teatro. Colocábamos un panel de yeso en los servicios de mujeres después de haber tenido un problema de goteras. Agarré una carretilla llena de material que habíamos tirado abajo (la vieja pared, trozos de madera podrida y cosas así), y la conduje hasta el contenedor. Abrí la tapa y ahí estaba esa pobre niña.
—¿Estaba encima de los desechos, entre la basura del interior?
—Exacto.
—¿No estaba cubierta de basura ni de escombros?
—No, señor, para nada.
—Como si el que la arrojó ahí hubiera tenido tanta prisa que ni siquiera la pudo cubrir…
—¡Protesto!
Royce se había puesto de pie de un salto. Sabía que iba a protestar, pero yo casi había conseguido completar la frase —y lo que esta sugería— para que la oyera el jurado.
—El señor Haller está guiando al testigo, y pidiéndole que extraiga conclusiones que no está facultado para dar.
Retiré la pregunta antes de que la jueza pudiera considerar la protesta. No tenía sentido que el jurado la viera codo con codo con la defensa.
—Señor Johnson, ¿fue aquel el primer viaje que hizo ese día al contenedor de basura?
—No, señor, ya había ido un par de veces.
—¿Cuándo había sido la última vez antes del viaje en el que descubrió el cuerpo?
—Sobre unos noventa minutos antes.
—¿Vio en aquella ocasión algún cuerpo que yaciera encima de la basura?
—No, entonces no había ningún cuerpo.
—Así pues, tuvieron que haberlo puesto ahí durante los noventa minutos anteriores a su descubrimiento, ¿correcto?
—Correcto.
—De acuerdo, señor Johnson. ¿Sería tan amable de dirigir la atención a la pantalla?
La sala del tribunal estaba equipada con dos pantallas planas de gran tamaño desplegadas en la pared que quedaba enfrente del banco del jurado. Una de ellas estaba ligeramente ladeada hacia la galería, para permitir que el auditorio también pudiera seguir las exposiciones digitales. Maggie controlaba lo que se proyectaba sobre las pantallas a través de una presentación de PowerPoint en su ordenador portátil. Durante las dos últimas semanas, fines de semana incluidos, había estado elaborando la presentación a medida que coreografiábamos el caso de la fiscalía. Habíamos digitalizado todas las viejas fotografías procedentes de los expedientes del caso, y las habíamos cargado en la presentación. En ese momento mostró la primera foto del juicio. Una imagen del contenedor en el que habían hallado el cadáver de Melissa Landy.
—¿Se parece este vertedero a aquel en el que encontró el cuerpo de la niña, señor Johnson?
—Ese es.
—¿Por qué está tan seguro?
—La dirección (55-15) que está pintada con aerosol en un lateral. Yo mismo la pinté. Esa es la dirección. Y también puedo asegurar que esa es la parte trasera de El Rey. Llevo muchos años trabajando ahí.
—De acuerdo, ¿y es esto lo que se encontró cuando abrió la tapa y miró adentro?
Maggie pasó a la siguiente foto. La sala ya había enmudecido, pero habría jurado que el silencio se hizo más intenso cuando apareció en la pantalla la imagen del cuerpo de Melissa Landy dentro del contenedor. Siguiendo lo estipulado en un reglamento reciente del Distrito 9 sobre el uso de pruebas, tenía que encontrar nuevas maneras de reunir antiguas pruebas y documentos para mostrárselos al actual jurado. No podía echar mano de los registros de la investigación original. Debía encontrar a gente que me sirviera de puente con el pasado, y Johnson era el primero.
Johnson no respondió a mi pregunta de inmediato. Al igual que el resto de los presentes en la sala, se quedó absorto con la fotografía. Acto seguido, y de forma inesperada, una lágrima le cayó por la oscura mejilla. Era perfecto. De haberme encontrado en la mesa de la defensa, me la habría tomado con cinismo. Sin embargo, sabía que la reacción de Johnson había sido sincera. Por eso lo había escogido para que fuera mi primer testigo.
—Es ella —dijo al final—. Eso es lo que vi.
Asentí mientras Johnson se santiguaba.
—¿Y qué hizo usted después de encontrarla?
—Por aquel entonces no teníamos teléfonos móviles, ¿sabe? Regresé adentro a toda prisa y llamé a la policía desde el teléfono que hay junto al escenario.
—¿Acudió rápido la policía?
—Muy rápido, como si ya la estuvieran buscando.
—Una última pregunta, señor Johnson. ¿Podía usted ver ese contenedor desde Wilshire Boulevard?
Johnson negó vehemente con la cabeza.
—No, se encontraba detrás del teatro y solo podías verlo si dabas media vuelta por la calle y atravesabas un pequeño callejón.
En este momento dudé. Podía sacarle más cosas a aquel testigo. Información que no había en el primer juicio, sino que había sido recopilada por Bosch durante su investigación. Información sobre la que Royce quizá no estuviera al tanto. Podría limitarme a formular las preguntas que la harían aflorar, o bien tirar los dados y esperar a que la defensa me abriera una puerta durante su turno de réplica. Sea como fuere, los datos iban a ser idénticos, pero tendrían mayor impacto si el jurado creía que la defensa había intentado ocultarlos.
—Gracias, señor Johnson —dije por fin—. No tengo más preguntas.
El jurado pasó a estar en manos de Royce, quien se encaminó hacia el atril mientras yo tomaba asiento.
—Solo tengo unas pocas preguntas. ¿Vio usted a la persona que colocó el cuerpo en el contenedor?
—No la vi.
—Entonces, cuando llamó a la policía, no tenía ni idea de quién había sido, ¿me equivoco?
—Correcto.
—Con anterioridad a aquel día, ¿había visto usted al acusado?
—Creo que no.
—Gracias.
Y eso fue todo. Royce se había limitado al típico contraexamen que le hace la defensa a un testigo que apenas le resulta útil. Johnson no podía identificar al asesino, y eso fue lo que Royce consiguió que constara en acta. No obstante, debería haberse abstenido de preguntarle nada. Al interrogarle acerca de si había visto a Jessup antes de cometerse el asesinato, había abierto una puerta. Me levanté dispuesto a cruzarla.
—¿Desea una réplica, señor Haller? —me preguntó la jueza.
—Muy breve, señoría. Señor Johnson, en la época a la que nos referimos, ¿solía usted trabajar con frecuencia los domingos?
—No, ese era mi día libre, por lo general. Sin embargo, si tenía algún trabajo especial entre manos, me pedían que acudiera.
Royce protestó. Adujo que yo estaba abriendo una línea de interrogatorio que no guardaba relación alguna con su turno de réplica. Le prometí a la jueza que sí que lo estaba, y que no tardaría en quedar de manifiesto. Me permitió proseguir, y denegó la protesta. Volví con el señor Johnson. Había albergado la esperanza de que Royce protestara porque, al cabo de un momento, parecería que había intentado impedir que obtuviera información perjudicial para Jessup.
—Ha mencionado que el contenedor de basura en el que halló el cuerpo estaba al final de un callejón. ¿No hay un aparcamiento detrás del teatro El Rey?
—Sí que lo hay, pero no pertenece al teatro. Nosotros contamos con el callejón que da acceso a las puertas traseras y a los contenedores de basura.
—¿A quién pertenece el aparcamiento?
—A una empresa que posee terrenos por toda la ciudad. Se llama City Park.
—¿Existe algún muro o verja que separe este aparcamiento del callejón?
Royce volvió a ponerse en pie.
—Señoría, esto sigue y sigue sin que guarde la menor relación con lo que le he preguntado al señor Johnson.
—Señoría. Llegaremos a ese punto de aquí a dos preguntas.
—Puede responder a la pregunta, señor Johnson —dijo Breitman.
—Hay una verja.
—De modo que, desde el callejón y la ubicación del contenedor, uno puede ver el aparcamiento, igual que desde el aparcamiento uno puede ver el contenedor, ¿cierto?
—Sí.
—Y con anterioridad al día en que descubrió el cuerpo, ¿tuvo ocasión de encontrarse trabajando un domingo y descubrir que se estaba utilizando el aparcamiento de detrás del teatro?
—Sí, cosa de un mes antes acudí a trabajar y vi cómo había muchos coches en el aparcamiento. Los estaban descargando unas grúas.
No pude contenerme. Tuve que lanzarles una mirada a Royce y Jessup para comprobar si ya habían comenzado a retorcerse en sus asientos. Estaba a punto de provocar el primer derramamiento de sangre que iba a verse en aquel juicio. Se imaginaban que Johnson iba a ser un testigo inofensivo, es decir, que se iba a limitar a contar que había tenido lugar un asesinato e indicar el lugar donde se había producido, y nada más.
Estaban equivocados.
—¿Preguntó qué estaba ocurriendo?
—Sí. Les pregunté qué hacían, y uno de los conductores me contó que estaban remolcando coches del vecindario y depositándolos ahí para que los dueños les pagaran si querían recuperarlos.
—Quiere decir que estaban utilizando ese espacio como depósito temporal, ¿verdad?
—Sí.
—¿Sabría decirme el nombre de la empresa?
—Estaba dibujado en los vehículos. Ponía «Aardvark, Remolques».
—Ha dicho «vehículos». ¿Vio más de uno?
—Sí, había dos o tres.
—¿Qué les dijo una vez que le explicaron lo que estaban haciendo ahí?
—Se lo conté a mi jefe y él llamó a City Park para averiguar si sabían lo que estaba pasando. Le preocupaba que pudiera haber un conflicto con las compañías de seguros; sobre todo, si se tenía en cuenta el enfado monumental que iba a coger la gente cuando descubriera que la grúa se había llevado sus coches. Resultó que Aardvark no debería haber estado ahí. No tenía autorización para ello.
—¿Qué pasó?
—Los obligaron a dejar de usar el aparcamiento, y mi jefe me pidió que, si trabajaba los fines de semana, me mantuviera alerta por si seguían haciéndolo.
—Así pues, ¿dejaron de utilizar el aparcamiento situado en la parte trasera del teatro?
—Eso es.
—Y estamos hablando del mismo aparcamiento desde el que se podía ver el contenedor de basura en el que más tarde usted encontró el cuerpo de Melissa Landy.
—Sí, señor.
—Cuando el señor Royce le preguntó si había visto alguna vez al acusado antes del día del asesinato, usted respondió «creo que no», ¿correcto?
—Correcto.
—¿Cree que no? ¿Por qué no está seguro?
—Porque pienso que él podría haber sido uno de los conductores de Aardvark a quienes vi utilizando aquel aparcamiento. Por esa razón, no puedo estar completamente seguro de no haberlo visto antes.
—Gracias, señor Johnson. No tengo más preguntas.