Miércoles, 31 de marzo, 9:00 horas
Bosch no tenía por qué encontrarse en la sala del tribunal. De hecho, su presencia allí no sería necesaria hasta que se hubiera seleccionado al jurado y hubiera comenzado el juicio propiamente dicho. Sin embargo, quería observar de cerca al hombre a quien había estado vigilando desde las sombras con la SIE. Quería comprobar cómo reaccionaba Jessup al verlo. Había transcurrido un mes y medio desde aquel día interminable que habían pasado en una furgoneta procedente de la cárcel de San Quintín. A Bosch lo apremiaba la necesidad de acercarse más de lo que el equipo de vigilancia le permitía. De ese modo mantendría su fuego interior ardiendo.
El motivo de la sesión era una puesta al día. La jueza deseaba debatir las últimas mociones y las cuestiones generales antes de proceder a la selección del jurado, que debía conducir hasta el juicio sin solución de continuidad. Tenían que tratar asuntos relativos a los horarios y los miembros que conformarían el jurado. Asimismo, cada una de las partes debía entregar sus listados de pruebas.
El equipo de la fiscalía estaba preparado para plantar la batalla. Haller y McPherson habían dedicado las últimas dos semanas a pulir y afilar el caso, a repasar los testimonios de los testigos menos creíbles y examinar de manera minuciosa todas y cada una de las pruebas. Habían coreografiado con mimo el modo en que iban a presentar las que se remontaban a hacía veinticuatro años. Estaban preparados. El arco estaba tensado, y la flecha solo aguardaba a salir disparada.
Incluso habían tomado una decisión con respecto a la pena de muerte y procedido a anunciarla. Haller la había retirado de manera oficial. A Bosch siempre le había parecido una mera pose. Haller era un abogado defensor de raza, y aquella era una línea que no pensaba cruzar. Si encontraban a Jessup culpable de los cargos que se le imputaban, le caería la cadena perpetua sin posibilidad de acceder a la libertad condicional. Eso ya le hacía justicia a Melissa Landy.
Bosch también estaba preparado. Había vuelto a investigar a fondo el caso y localizado a las personas a quienes se iba a llamar para testificar. Durante el proceso, no había dejado de acompañar a los de la SIE tanto como había podido, en aquellas noches en las que se las había apañado para dejar a su hija en casas de amigas o con la subdirectora Sue Bambrough, su principal ayuda. Había cumplido con su parte y había ayudado a Haller y McPherson con la suya. Rebosaba confianza, un factor que contribuía a su presencia en la sala. Ansiaba que las cosas se pusieran en marcha.
Apenas pasaban unos minutos de las nueve cuando la jueza Breitman entró en el tribunal y se llamó al orden en la sala. Bosch se sentaba en una silla con la barandilla a su espalda, justo detrás de la mesa de la fiscalía en la que se encontraban Haller y McPherson. Le habían indicado que acercara su silla adonde estaban ellos, pero él había preferido retirarse unos pasos. Quería observar a Jessup desde atrás, y además los dos fiscales transmitían demasiada ansiedad. La jueza iba a anunciar su fallo con respecto a si se autorizaba o no la presencia de Sarah Ann Gleason como testigo contra Jessup. Tal y como Haller había afirmado la noche anterior, era lo único que importaba. Si perdían a Sarah como testigo, tenían todas las papeletas para perder el caso.
—Retomamos el caso California contra Jessup —dijo la jueza mientras tomaba asiento—. Buenos días a todos.
Tras recibir un coro de «buenos días» a modo de respuesta, la jueza se puso manos a la obra.
—Mañana comenzará la selección de los miembros del jurado de este caso y, a continuación, procederemos al juicio. Por consiguiente, hoy es el día en que, por decirlo de manera metafórica, hay que despejar el garaje para meter el coche. Este es el momento para discutir cualquier moción pendiente o de última hora, cualquier cuestión relacionada con las pruebas o los documentos y cualquier otro asunto en general. Pero, en primer lugar, abordaremos una serie de mociones que todavía estaban pendientes. Se deniega la petición de la fiscalía de no autorizar el empleo de maquillaje por parte del acusado para cubrir algunos de sus tatuajes corporales. Ya hemos discutido esta cuestión largo y tendido, y no veo necesidad de alargarla más.
Bosch miró a Jessup. El ángulo esquinado le impedía verle la cara, pero captó su gesto de asentimiento después de escuchar el primer fallo de la sesión.
Breitman repasó acto seguido un conjunto de mociones secundarias presentadas por ambas partes. Parecía querer complacer a ambas partes, que ninguna de ellas diera la impresión de ser una clara favorita. Bosch vio que McPherson tomaba, con suma diligencia, notas en su cuaderno amarillo sobre cada una de las decisiones que se habían anunciado.
Todo ello formaba parte del calentamiento previo al fallo decisivo del día. Dado que Sarah iba a ser uno de los testigos a quienes McPherson iba a interrogar durante el juicio, había sido ella quien, dos días antes, se había encargado de rebatir en una sesión oral los argumentos de la moción que había presentado la defensa. Aunque Bosch no había estado presente en la vista, sabía por Haller que McPherson había dedicado casi una hora a descalificar la moción en una respuesta muy bien preparada. Al acabar, había reforzado su exposición oral con un documento escrito de dieciocho páginas. El equipo de la fiscalía confiaba en la validez de sus argumentos, pero nadie conocía a la jueza Breitman lo suficiente como para aventurar cuál iba a ser su decisión.
—Procedamos ahora —dijo la jueza— con la moción de la defensa para invalidar a Sarah Gleason como testigo de la acusación. Ambas partes han discutido y argumentado ya al respecto, y este tribunal se encuentra ya en disposición de emitir un fallo.
—Señoría, ¿se me permiten unas palabras? —instó Royce mientras se levantaba de la mesa de la defensa.
—Señor Royce —dijo la juez—, no veo la necesidad de añadir nuevas argumentaciones. Elevó la moción y lo autoricé a responder al parecer de la fiscalía. ¿Qué más puede añadir?
—Sí, señoría.
Royce volvió a tomar asiento. Por lo tanto, lo que iba a añadir a su ataque contra Sarah Gleason permaneció en secreto.
—La moción de la defensa queda denegada —sentenció la jueza de inmediato—. Permitiré que la defensa examine con un amplio margen de acción a la testigo de la acusación, así como que presente a sus propios testigos para cuestionar la credibilidad de la señora Gleason frente al jurado. Sin embargo, creo que deben ser los miembros de este quienes decidan acerca de su grado de confianza y de credibilidad.
Un silencio momentáneo cubrió por entero la sala, como si todos los presentes contuvieran la respiración. No llegó réplica alguna, ni de la fiscalía ni de la defensa. Bosch era consciente de que se trataba de otra decisión equilibrada, por lo que ambos lados debían de estar satisfechos. Se permitiría testificar a Gleason, por lo que la fiscalía disponía de caso, pero la jueza autorizaba a Royce a lanzarse contra ella con toda la caballería. Al final, todo dependería de las fuerzas que Sarah tuviera o dejara de tener para soportarlo.
—Ahora desearía continuar —dijo la juez—. Primero hablemos de la elección del jurado y de los horarios. A continuación trataremos los documentos presentados.
La jueza explicó cómo quería que se procediera con el voir dire. Si bien a ambas partes se les permitiría interrogar a los posibles miembros del jurado, tendrían el tiempo estrictamente limitado. Tenía la intención de que ese impulso inicial se plasmara también en el juicio. Solo autorizó doce recusaciones sin causa —rechazos de candidatos sin justificación— a cada parte. También les rogó que dispusieran de seis suplentes, porque acostumbraba a ser expeditiva con aquellos miembros del jurado que no sabían comportarse, llegaban tarde por sistema o incurrían en la audacia de quedase dormidos durante las sesiones.
—Me gusta contar con alternativas, porque solemos necesitarlas.
Tanto la fiscalía como la defensa protestaron por el bajo número de recusaciones sin causa y el alto de suplentes. A regañadientes, la jueza concedió dos recusaciones más, pero advirtió que no toleraría que ello hiciera más lento el voir dire.
—Quiero que la selección del jurado esté completada a última hora del viernes. Si me retrasan, seré yo quien los retrase a ustedes. Si es necesario, retendré al jurado y a todos los abogados aquí presentes hasta el viernes por la noche. Mi deseo es que el lunes a primera hora se produzca la apertura formal del juicio. ¿Alguna objeción?
Ambas partes parecían intimidadas por la jueza. Se lo dictaba el sentido común. No cabía duda de que estaba demostrando quién iba a llevar las riendas de la sala. Acto seguido estableció los horarios del juicio: los testimonios arrancarían a las nueve en punto de la mañana y se prolongarían hasta las cinco de la tarde, con una pausa de hora y media para almorzar y dos recesos, uno por la mañana y otro al mediodía, de quince minutos cada uno.
—Esto nos deja unas seis horas diarias de testimonios —adujo—. Si ampliáramos el tiempo, los jurados comenzarían a perder el interés. Por ese motivo me mantengo siempre en las seis horas. Ustedes serán responsables de encontrarse todas las mañanas dispuestos a comenzar cuando yo salga por esa puerta a las nueve. ¿Alguna pregunta?
No hubo ninguna. Breitman interrogó a ambas partes acerca del tiempo que calculaban que iban a necesitar para exponer su caso. Haller afirmó que no más de cuatro días, dependiendo de lo que se extendieran los turnos de réplica a sus testigos. Esa fue la primera puya a Royce y sus planes de atacar a Sarah Ann Gleason.
Por su parte, Royce señaló que necesitaba dos días. Al oírlo, la jueza hizo sus propios cálculos matemáticos. Sumó cuatro y dos y le salió cinco.
—Bueno, estoy pensando en dedicarle una hora el lunes por la mañana a cada declaración de apertura. Supongo que esto significa que habremos acabado el viernes al mediodía, y que el lunes siguiente procederemos directamente a los argumentos de cierre.
Ninguna parte objetó su manera de calcular. Sus intenciones estaban claras. No dejen de avanzar. Encuentren maneras de recortar tiempo. Por descontado, un juicio era algo fluido que estaba sometido a muchas incógnitas. Ninguna de las dos partes iba a ser una rehén absoluta de lo que se estaba fijando en aquella vista, pero todos y cada uno de los abogados eran conscientes de que la jueza podría tomar represalias si sus presentaciones no se hacían a la velocidad requerida.
—Por último, llegamos a los documentos y a la electrónica —dijo Breitman—. Confío en que todo el mundo ha repasado las listas de la otra parte. ¿Alguna objeción a ellas?
Tanto Haller como Royce se levantaron. La jueza le hizo un gesto a Royce.
—Usted primero, señor Royce.
—Sí, señoría. La defensa objeta a los planes de la fiscalía de proyectar numerosas imágenes del cuerpo de Melissa Landy en las pantallas que colgarán del techo de la sala del tribunal. Esta práctica no solo es una barbaridad, sino que también favorece todo tipo de prejuicios.
La jueza se volvió en su asiento y miró a Haller, que permanecía de pie.
—Señoría, la fiscalía tiene la responsabilidad de mostrar el cuerpo. Enseñar el crimen que nos ha reunido aquí. Lo último que pretendemos es favorecer cualquier tipo de prejuicio. Le concederé al señor Royce que esa es una línea muy fina, pero no tenemos intención alguna de traspasarla.
Royce volvió a la carga con otro zarpazo.
—Este caso data de hace veinticuatro años. En 1986 no existían este tipo de pantallas, este material digno de Hollywood. Creo que vulnera el derecho de mi cliente a un juicio justo.
Haller estaba preparado para aquella embestida.
—La antigüedad del caso no guarda la menor relación con el asunto, pero la defensa está del todo dispuesta a presentar estas pruebas en la forma en que habrían sido…
McPherson lo agarró de la manga de la camisa para interrumpirle. Haller se agachó para que pudiera susurrarle unas palabras al oído y se irguió de inmediato.
—Disculpe, señoría, he cometido una equivocación. Es la fiscalía la que está del todo dispuesta a presentar estas pruebas al jurado del modo en que se hizo en 1986. Nos complacerá repartirles fotos en color a sus miembros. Sin embargo, el tribunal expresó en anteriores conversaciones su rechazo a esta práctica.
—Sí, encuentro que hacer circular este tipo de fotografías a los miembros del jurado favorece en mayor medida los prejuicios —dijo Breitman—. ¿Es ese su deseo, señor Royce?
Royce se había metido en un callejón sin salida.
—No, señoría, estoy conforme con el tribunal en este punto. La defensa solo quería limitar el alcance y el uso de estas fotografías. En su listado, el señor Haller incluye más de treinta fotografías que desea mostrar en pantalla. Me parece excesivo. Nada más.
—Jueza Breitman, se trata de fotografías del cuerpo en el lugar en que fue hallado, así como en la sala de autopsias. Cada una de ellas…
—Señor Haller —intervino la jueza—, permítame que le detenga en este punto. Las fotografías tomadas en la escena de un crimen son aceptables siempre que se acompañen de fundamentos y de testimonios. Por el contrario, no veo la necesidad de mostrarles a los miembros del jurado las imágenes de la autopsia de esa pobre niña. No lo vamos a hacer.
—Sí, señoría —accedió Haller.
Permaneció de pie y Royce tomó asiento, saboreando su victoria parcial. Breitman habló mientras apuntaba algo.
—Señor Haller, ¿tiene alguna objeción que hacerle a la lista de pruebas documentales del señor Royce?
—Sí, señoría. En su lista, la defensa incluye una parafernalia de artículos relacionados con las drogas que presuntamente pertenecieron a la señora Gleason. A la fiscalía no se le ha concedido la posibilidad de examinar este material, pero creemos que solo conduce a la admisión de un hecho durante el examen al que será sometida la testigo. Y este hecho es que, en un determinado periodo de su vida, consumió drogas de manera frecuente. No vemos la necesidad de mostrar fotos en las que se la vea consumiendo drogas, ni de las pipas con las que las ingería. Es una provocación y favorece los prejuicios. Amparándonos en las concesiones que ha efectuado la fiscalía, nos parece innecesario.
Royce se puso de nuevo de pie con el arma a punto. La jueza le cedió la palabra.
—Señoría, estas pruebas documentales son de vital importancia para el caso de la defensa. El procesamiento del señor Jessup pende del testimonio de alguien que posee un largo historial de adicción a las drogas, en quien no se puede confiar a la hora de recordar la verdad, y no digamos contarla. Estas pruebas ayudarán al jurado a entender el alcance y la profundidad del consumo de sustancias ilegales que llevó a cabo la testigo durante un periodo de tiempo prolongado.
Royce ya había terminado, pero la jueza aguardaba en silencio mientras estudiaba el listado de pruebas documentales de la defensa.
—De acuerdo —dijo finalmente, y dejó a un lado el papel—. Ambas partes han expuesto argumentos convincentes. Por eso vamos valorar estas pruebas una a una. En el momento en que la defensa desee presentar una de ellas, primero la discutiremos sin el jurado presentes. Y solo entonces decidiré.
Los abogados tomaron asiento. Bosch estuvo a punto de sacudir la cabeza, pero no quiso llamar la atención de la jueza. De todos modos, le sacaba de sus casillas el hecho de no haber podido restregarle por la cara aquella victoria a la defensa. Veinticuatro años después de ver cómo secuestraban a su hermana pequeña en el jardín delantero de su casa, Sarah Ann Gleason estaba dispuesta a testificar sobre la pesadilla de aquel espantoso momento que le cambió la vida para siempre. La jueza iba a recompensar su sacrificio y esfuerzo concediéndole a la defensa la posibilidad de atacarla con las pipas de agua y otras trampas a las que había acudido en su día para escapar de lo que había tenido que soportar. A Bosch no le parecía justo. Aquello no se acercaba ni por asomo a lo que él entendía por justicia.
La vista no tardó en finalizar. Todas las partes recogieron sus bártulos y cruzaron en bloque las puertas de la sala. Bosch se rezagó hasta colocase justo detrás del grupo de Jessup. Se mantuvo callado, pero Jessup no tardó en percibir una presencia a sus espaldas y se volvió.
Al descubrir a Bosch, sonrió con suficiencia.
—Y bien, detective Bosch, ¿acaso me está siguiendo?
—¿Debería hacerlo?
—Oh, nunca se sabe. ¿Cómo anda su investigación?
—No tardarás en averiguarlo.
—Sí, no puedo…
—¡No hables con él!
Era Royce. Los había descubierto al darse la vuelta.
—Y tú no hables con él —añadió, y señaló a Bosch con el dedo—. Si sigues acosándolo, presentaré una queja a la jueza.
Bosch extendió las manos, con un gesto instintivo que quería decir que no le tocara.
—No hay problema, abogado. Solo charlábamos.
—No hay charla que valga cuando se trata de la policía.
Colocó una mano sobre la espalda de Jessup y lo alejó de Bosch.
Una vez en el pasillo, se encaminaron directamente hacia el grupo de expectantes periodistas y cámaras. Bosch cruzó por delante de ellos, pero se giró a tiempo de ver el cambio de expresión en el rostro de Jessup. Sus ojos pasaron de la mirada de acero de un depredador a la mirada herida de una víctima.
Los reporteros se apiñaron rápidamente a su alrededor.