Domingo, 2 de marzo, 20:00 horas
Al mencionarle Bosch que una fiscal quería unirse a un turno de vigilancia de la SIE, el teniente Wright se las arregló para trabajar ese sábado por la noche y estar al volante del vehículo que les asignaron. El lugar de recogida era un aparcamiento público situado a seis manzanas de la playa de Venice. Bosch se encontró ahí con McPherson y, acto seguido, se puso en contacto por radio con Wright para decirle que estaban listos y a la espera. Quince minutos después, un todoterreno blanco entró en el recinto y se dirigió hacia ellos. Bosch le cedió el asiento delantero a McPherson y se sentó detrás. No fue un acto de caballerosidad. Así podría estirar las piernas durante las largas horas de vigilancia nocturna.
—Steve Wright —se presentó el teniente, y le tendió la mano a McPherson.
—Maggie McPherson. Gracias por dejarme venir.
—No pasa nada. Siempre es de agradecer que la Fiscalía del Distrito muestre algún interés. Ojalá esta noche le sea de provecho.
—¿Dónde está Jessup en estos momentos?
—Cuando me marché se encontraba en el Brig, en Abbot Kinney. Le gustan los sitios abarrotados, lo que juega a nuestro favor. Cuento con un par de hombres dentro y alguno más en la calle. A estas alturas ya nos hemos acostumbrado a su ritmo. Acude a un sitio, aguarda hasta que lo reconocen y empiezan a invitarlo a unas copas y pone rumbo hacia el siguiente. Lo hace rapidito si no lo reconoce nadie.
—Supongo que me interesan más sus viajecitos a las tantas de la noche que sus hábitos con la bebida.
—Nos va bien que esté bebiendo por ahí —dijo Bosch desde el asiento trasero—. Hay una relación de causa y efecto. Cuando bebe suele acabar en Mulholland.
Wright asintió con un gesto y condujo el todoterreno hacia la salida. Era perfecto para efectuar labores de vigilancia, porque no parecía policía. Tenía cincuenta y tantos años, gafas, unas entradas pronunciadas y dos o tres bolígrafos adheridos de manera permanente a la solapa de la camisa. Parecía, más bien, un contable. Sin embargo, llevaba dos décadas largas en la SIE, y había participado en algunas de las operaciones que habían acabado con víctimas mortales. Cada cinco años el Times publicaba un reportaje sobre la SIE, en el que analizaba sus cifras de muertos. Bosch recordaba haber leído en la última pieza cómo bautizaban a Wright como «el Improbable Pistolero Jefe de la SIE». Aunque los periodistas y los editores del periódico responsables del artículo tal vez lo habían apodado así a modo de crítica, Wright lo lucía como si fuera una condecoración. Se lo había hecho grabar bajo el nombre en sus tarjetas de visita. Entre comillas, por supuesto.
Wright atravesó Abbot Kinney Boulevard y pasó delante del Brig, un edificio de dos pisos que se levantaba en el lado este de la calle. Continuó recto dos manzanas antes de realizar un cambio de sentido. Volvió sobre sus pasos y se detuvo en una curva, frente a una salida de incendios, que quedaba a media manzana del bar.
El letrero luminoso a la entrada del Brig mostraba a un boxeador en un cuadrilátero con unos guantes rojos en alto, a punto de golpear. La imagen no se parecía al velero que le daba nombre al bar, pero Bosch había residido en el barrio muchos antes y se sabía aquella historia. El letrero no lo había colocado el dueño original, sino uno posterior, un boxeador retirado que también había decidido decorar el local con motivos pugilísticos. En un muro lateral aún podía reconocerse el dibujo del boxeador y su mujer, aunque ambos llevaban mucho tiempo muertos.
—Aquí Cinco —dijo Wright—. ¿Cuál es nuestra situación?
Le hablaba al micrófono pinzado a la visera que había sobre su cabeza. Bosch sabía que lo activaba pulsando un botón que tenía en el suelo. El altavoz por el que le llegaba la respuesta se hallaba bajo el salpicadero. Esta instalación radiofónica les permitía a los conductores tener las manos libres y, lo que era más importante, mantener su tapadera. Hablar a través de un dispositivo manual los habría delatado al instante. En la SIE no se habían caído de un guindo.
—Tres —llegó una voz procedente de la radio—. Retro sigue en posición junto a Uno y Dos.
—Recibido.
—¿Retro? —preguntó Maggie.
—Así es como lo llamamos. Nuestras frecuencias se encuentran en la parte baja del ancho de banda y están registradas como canales del Departamento de Agua y Electricidad, pero nunca sabes quién puede estar escuchando. Cuando emitimos no usamos nombres, ni de personas ni de lugares.
—Entiendo.
Todavía no habían dado ni las nueve. Bosch creía que Jessup aún tardaría en abandonar el bar, sobre todo si la gente continuaba invitándolo a bebidas. Una vez en posición, a Wright parecía gustarle McPherson y disfrutaba explicándole procedimientos y el arte de la vigilancia de alto nivel. Si a ella le aburría, desde luego no lo dejaba traslucir.
—Una vez hemos establecido los ritmos y rutinas de un sujeto, podemos reaccionar mucho mejor. Tomemos este lugar, por ejemplo. El Brig es uno de los tres o cuatro sitios que frecuenta Retro. Hemos asignado diferentes hombres a diferentes lugares para que, siempre que Retro se deje caer por ahí, parezcan clientes habituales. Los dos que tengo ahora mismo en el Brig son los que van siempre ahí. Lo mismo ocurre con la pareja que se halla en el Townhouse, y con la del James Beach. Así funciona. Si Retro repara en ellos, pensará que si ya se los ha cruzado es porque son fijos. Si se topara con el mismo tipo en dos bares diferentes, podría sospechar.
—Comprendo, teniente. Se antoja la manera más inteligente de proceder.
—Llámame Steve.
—De acuerdo, Steve. ¿Los que están ahí dentro pueden comunicarse entre ellos?
—Sí, pero permanecen sordos.
—¿Sordos?
—Todos llevamos micrófonos adheridos al cuerpo. A la manera del Servicio Secreto, ¿comprendes? Sin embargo, no nos colocamos auriculares cuando estamos dentro de un bar. Parece demasiado evidente. De modo que, siempre que les resulta posible, indican su posición, pero no pueden oír ninguna respuesta, a menos que extraigan los auriculares enterrados en el cuello de la camisa y se los pongan. Por desgracia, las cosas no son como en la tele, donde se limitan a colocarse el pinganillo en los oídos sin necesidad de cables.
—Ya veo. ¿Y sus hombres beben de verdad mientras están de vigilancia?
—Cualquiera que pidiese una Coca-Cola o un vaso de agua ahí dentro levantaría sospechas de inmediato. Piden alcohol, pero se las arreglan para que les dure. Por suerte, a Retro le van los sitios abarrotados. Esto hace más fácil mantener la tapadera.
Mientras la distendida charla proseguía en el asiento delantero, Bosch sacó el teléfono y comenzó la suya. Le envió un sms a su hija. Aunque era consciente de que había muchos ojos posados en la entrada del Brig, y también en Jessup, cada pocos segundos levantaba la vista y comprobaba la puerta del bar.
¿Cómo te va? ¿Te diviertes?
Madeline iba a pasar la noche en casa de su amiga Aurora Smith. Apenas distaba unas manzanas de la suya, pero Bosch no estaría cerca si ella lo necesitaba. Al cabo de pocos minutos llegó su quejosa respuesta. Tenían un pacto. Si ella no respondía a sus llamadas y mensajes, su libertad —o su correa, como ella la llamaba— se vería recortada.
Todo va bien. No tienes por qué estar encima de mí.
Sí que debo. Soy tu padre. No te acuestes tarde.
Bsos.
Y eso fue todo. Un mensaje telegráfico propio de una relación telegráfica. Bosch sabía que su hija necesitaba ayuda. Todo lo demás se le escapaba. A veces parecía que les iba bien y que todo fluía a la perfección. Otras estaba convencido de que ella se acabaría fugando de casa. Vivir con su hija había aumentado su amor por ella hasta cotas que le habrían parecido imposibles. No dejaba de asaltarle preocupación por su bienestar y el deseo de que gozara de un futuro feliz. Estaba tan ansioso por conseguir que su vida fuera mejor y pudiera hacer todo lo que se propusiera, que había llegado a tener dolores en el pecho. De todas formas, parecía que aún era incapaz de agarrarle la mano en aquel avión. El aparato seguía estremeciéndose con fuerza y abortando todos sus intentos.
Guardó el teléfono y volvió a dirigir la vista a la entrada del Brig. En ella se había reunido un puñado de fumadores. Justo en ese instante les llegó una voz por la radio, acompañada del entrechocar de unas bolas de billar.
—Está saliendo. Retro está saliendo.
—Pero si todavía es pronto —dijo Wright.
—¿Fuma? —Preguntó McPherson—. Quizá solo pretenda…
—No que hayamos podido ver.
Bosch mantuvo la mirada clavada en la puerta, que no tardó en abrirse. De ella salió un hombre a quien, pese a la lejanía, identificó como Jessup. Comenzó a caminar por la acera. Abbot Kinney cortaba Venice en dirección noroeste. Hacia ahí se encaminaba.
—¿Dónde ha aparcado? —preguntó Bosch.
—No lo ha hecho. Vive a solo cinco manzanas de aquí. Ha venido caminando.
Se quedaron observándolo en silencio. Jessup atravesó dos manzanas de Abbot Kinney. Pasó por delante de restaurantes, cafeterías y galerías. La acera estaba muy concurrida. Casi todos los locales seguían abiertos para hacer caja: era sábado por la noche. Entró en una cafetería llamada Abbot’s Habit. Wright habló por radio con uno de sus hombres para indicarle que entrara en ella pero, antes de poder hacerlo, Jessup ya estaba saliendo con un café en la mano y retomando la marcha.
Wright arrancó el todoterreno y se incorporó al tráfico, aunque en sentido opuesto. Cambió de sentido dos manzanas más adelante, ya lejos del campo visual de Jessup, por si este se giraba de golpe. En todo momento mantuvo el contacto por radio con el resto del equipo. A Jessup lo rodeaba una red invisible. No habría podido desembarazarse de ella ni aunque hubiera sabido de su existencia.
—Se dirige a su casa —informó una voz por radio—. Quizá se recoja temprano.
Abbot Kinney, que se llamaba así en honor al individuo que había erigido Venice un siglo antes, dio paso a Brooks Avenue. Esta, a su vez, cruzó con Main Street. Jessup atravesó Main y enfiló por un paseo peatonal al que no podían acceder los vehículos. Preparado para semejante contingencia, Wright mandó a dos coches de vigilancia a Pacific Avenue con el objetivo de retomar desde ahí el contacto con él cuando hubiera llegado al final del paseo.
Wright se detuvo en Brooks con Main a la espera de que lo informaran de que Jessup ya había alcanzado Pacific. Al cabo de dos minutos, la ansiedad le pudo y habló por la radio.
—Chicos, ¿dónde se encuentra?
No hubo respuesta. Nadie tenía a Jessup. Wright envió de inmediato a alguien al lugar.
—Dos, entra en la calle peatonal. Usa la veintitrés.
—Recibido.
McPherson se volvió para mirar a Bosch y luego hizo lo propio con Wright.
—¿La veintitrés?
—Disponemos de varias tácticas. No las describimos por radio.
Señaló hacia el parabrisas.
Bosch vio a un hombre vestido con una cazadora roja que llevaba una funda para pizzas en la mano acortar por Main y entrar en el paseo Breeze Avenue. Aguardaron hasta que la radio regresó a la vida.
—No lo veo. La he atravesado de arriba abajo y no…
Se cortó la transmisión. Wright no dijo nada. Esperaron un poco más y la voz reapareció con un murmullo.
—Casi me doy de bruces con él. Ha salido de entre dos casas. Se estaba abrochando la bragueta.
—De acuerdo, ¿te ha descubierto? —preguntó Wright.
—Negativo. Le he pedido indicaciones para llegar a Breeze Court y me ha contestado que nos encontrábamos en Breeze Avenue. Todo en orden. Debería aparecer en cualquier momento.
—Aquí Cuatro. Lo tenemos. Se dirige hacia San Juan.
Cuatro era uno de los vehículos que Wright había enviado a Pacific. Jessup vivía en un apartamento en San Juan Avenue, entre Speedway y la playa.
Bosch notó cómo empezaba a destensársele el nudo en el estómago. En ocasiones el trabajo de vigilancia podía ser duro. Jessup se había escabullido entre dos casas para echar una meada y los había conducido a las puertas del pánico.
Wright redirigió a las unidades a la zona que rodeaba San Juan Avenue, entre Pacific y Speedway. Jessup utilizó una llave para acceder al apartamento de la segunda planta en el que se alojaba, y los equipos tomaron posiciones a toda prisa. Tocaba volver a esperar.
Por vigilancias anteriores, Bosch sabía que la mayor virtud que se requería para ser un buen observador consistía en disfrutar del silencio. Mucha gente necesita llenar el vacío. Harry no era de ellas, y dudaba que ninguno de los miembros de la SIE lo fuera. Tenía curiosidad por ver cómo respondería McPherson ahora que el cursillo elemental sobre vigilancia de Wright había llegado a su fin y no quedaba otra que aguardar y observar.
Bosch sacó el teléfono para comprobar si había algún mensaje nuevo de su hija. Negativo. Decidió no incordiarla con uno suyo y se lo volvió a guardar. La genialidad de haberle cedido a McPherson el asiento delantero estaba dando ahora sus frutos. Giró un poco el tronco y estiró las piernas cuan largo era el asiento. Se recostó con la espalda contra la puerta. McPherson le lanzó una mirada y esbozó una sonrisa en medio de la oscuridad que reinaba en el coche.
—Yo convencida de que te estabas portando como un caballero, y resulta que en realidad solo querías estirarte.
Bosch sonrió.
—Me has pillado.
Después de esto, todo el mundo permaneció en silencio. Bosch se puso a pensar en lo que le había comentado McPherson mientras esperaban en el aparcamiento a que Wright pasara a recogerlos. Primero le entregó una copia de la última moción de la defensa. Se la guardó en el maletero del coche. Luego le dijo que debía ponerse a investigar a los testigos y sus declaraciones, buscar maneras de convertir las posibles amenazas para el caso en ventajas para la fiscalía. También le hizo saber que Haller y ella se habían pasado todo el día elaborando la respuesta a la tentativa de vetar a Sarah Ann Gleason como testigo. El fallo de la jueza sobre ese asunto podía determinar el resultado del juicio.
A Bosch siempre le había irritado el modo en que los abogados inteligentes podían manipular la justicia y la ley. Su participación en el proceso era genuina. Arrancaba en la escena del crimen y seguía el hilo de las pruebas hasta llegar al asesino. Existía una reglamentación entre medias, pero, por lo menos, en la mayoría de las ocasiones no había ninguna duda acerca de cómo debía obrar. Sin embargo, una vez las cosas pasaban a manos del tribunal, todo cambiaba. Los letrados discutían acerca de interpretaciones, teorías y procedimientos. Nada parecía avanzar en línea recta. La justicia se transformaba en un laberinto.
Se preguntaba cómo era posible que a un testigo ocular de un horrible crimen no le permitieran declarar contra un acusado durante un juicio. Pese a que llevaba más de treinta y cinco años ejerciendo de policía, todavía era incapaz de entender cómo funcionaba el sistema.
—Aquí Tres. Retro se pone en movimiento.
Aquello arrancó a Bosch de sus cavilaciones. Transcurrieron unos segundos antes de que otra voz llevara un nuevo informe.
—Está conduciendo.
Wright tomó los mandos.
—De acuerdo, preparémonos para seguir al vehículo. Uno, acude a Main con Rose. Dos, ve a Pacific con Venice. El resto, que no se mueva hasta saber adónde se dirige.
La respuesta llegó apenas unos minutos después.
—Hacia el norte por Main. Como de costumbre.
Wright redirigió a sus unidades y la meticulosamente orquestada vigilancia móvil empezó a desplazarse con Jessup. Tomaron Main Street hasta Pico, y de ahí hasta la entrada de la autovía 10.
Jessup enfiló hacia el este y se incorporó a la 405 en dirección norte. El tráfico era denso pese a lo avanzado de la hora. Como era de esperar, se encaminaba hacia las montañas de Santa Mónica. Componían la comitiva de vehículos de vigilancia el todoterreno de Wright, un Mercedes descapotable de color negro, un monovolumen Volvo con dos bicis atadas a la parte de atrás, y dos sedanes japoneses. Solo les faltaba un vehículo híbrido para completar la misión en Hollywood Hills. El procedimiento empleado por el equipo se llamaba «caja flotante». Dos unidades abrían la marcha, una a cada lado del objetivo, otra por delante de este, y una última por detrás. Todas ellas se movían en una rotación ensayada. El todoterreno de Wright era el flotador, la unidad de refuerzo que corría por detrás de la caja.
Jessup se mantuvo por debajo del límite de velocidad en todo momento, o en el máximo permitido. Cuando la autovía inició el ascenso hacia la cumbre de las montañas, Bosch miró por la ventana y divisó el Museo Getty que se alzaba en la cima, como si fuera un castillo que asomara entre la niebla con el cielo oscuro a sus espaldas.
Convencido de que Jessup se dirigía a sus destinos habituales en Mulholland Drive, les Wright indicó a dos de las unidades que abandonaran la caja y siguieran recto. Quería que se adelantaran a la llegada de Jessup a Mulholland, y que una de ellas se internara en Franklin Canyon Park con prismáticos de visión nocturna.
Con arreglo a lo previsto, Jessup cogió la salida de Mulholland. Justo a continuación enfiló con rumbo hacia el este, serpenteando por los dos carriles de la cadena montañosa. Wright le contó que ese era el momento en que el equipo de vigilancia corría más riesgo de que se descubriera su presencia.
—Necesitas una abeja para subir por aquí en condiciones, pero el presupuesto no lo contempla.
—¿Una abeja? —preguntó McPherson.
—Es una palabra en clave. Un helicóptero. No cabe duda de que nos iría de perlas.
No tardaron ni cinco minutos en llevarse la primera sorpresa de la noche: Jessup no se detuvo en Franklin Canyon Park. Wright sacó de inmediato a la unidad del interior del parque mientras Jessup proseguía hacia el este. No aflojó la marcha al alcanzar Canyon Boulevard. Después cruzó por delante del mirador de Fryman Canyon. Cuando llegó al cruce de Mulholland con Canyon Boulevard metió al equipo de vigilancia en un terreno virgen.
—¿Qué posibilidades hay de que nos haya descubierto? —preguntó Bosch.
—Ninguna. Somos demasiado buenos. Se trae algo nuevo entre manos.
Durante los siguientes diez minutos el seguimiento continuó en dirección este hacia Cahuenga Pass. El vehículo al mando circulaba muy por detrás del equipo de vigilancia, por lo que Wright y los otros dos ocupantes dependían de los informes por radio para enterarse de lo que iba ocurriendo.
Un coche iba por delante de Jessup, y el resto, por detrás. Estos últimos ejecutaban constantes giros y adelantamientos para que las configuraciones luminosas que le llegaban a Jessup por el retrovisor no dejaran de cambiar. Por último se oyó un mensaje por radio que hizo que Bosch saltara hacia delante, como si al estar más cerca de la fuente de información pudiera oír mejor lo que le estaban contando.
—Aquí arriba hay una señal de stop desde la que Retro ha girado en dirección norte. Está demasiado oscuro como para ver a qué calle conduce, pero he tenido que quedarme en Mulholland. Es demasiado arriesgado. Al siguiente stop, girad a la izquierda.
—Recibido. Cogeremos a la izquierda.
—¡Espera! —gritó Bosch—. Dile que espere.
Wright lo miró por el retrovisor.
—¿Qué pasa?
—Solo hay un stop en Mulholland. En Woodrow Wilson Drive. Lo conozco. Serpentea cuesta abajo hasta que vuelve a enlazar con Mulholland a la altura del semáforo de Highland. El coche que está a la cabeza puede recuperar su rastro ahí. Pero Woodrow Wilson es demasiado estrecho. Si envías un vehículo en esa dirección, puede percatarse de que lo estamos siguiendo.
—¿Estás seguro?
—Sí: vivo en Woodrow Wilson.
Wright meditó un instante y volvió a hablar por radio.
—Giro a la izquierda cancelado. ¿Dónde está el Volvo?
—Detenido hasta nueva orden.
—De acuerdo. Suban en sus bicicletas y giren a la izquierda. Cuidado con los vehículos que van en dirección contraria. Y estén atentos a nuestro objetivo.
—Recibido.
El todoterreno apenas tardó un suspiro en llegar al cruce. Bosch vio el Volvo a un lado de la carretera. Sin bicicletas en la parte posterior. Wright aparcó y comprobó por radio el estado de sus unidades.
—Uno, ¿estáis en posición?
—Recibido. Estamos abajo, en el semáforo. Sin señales de Retro.
—Tres, ¿estás arriba?
No hubo respuesta.
—De acuerdo, nadie se mueve de aquí hasta que obtengamos respuesta.
—¿Qué quieres decir? —Preguntó Bosch—. ¿Qué hay de las bicis?
—Se habrán quedado sin conexión. Sabremos de ellos en cuanto…
—Aquí Tres —susurró una voz—. Lo hemos visto. Cerró los ojos y se echó a dormir.
—Ha apagado las luces y dejado de moverse —les tradujo Wright a sus acompañantes.
Bosch notó cómo se le hacía un nudo en el estómago.
—¿Están seguros de que se encuentra en el coche?
Wright transmitió la pregunta por radio.
—Sí, podemos verlo. Tiene una vela encendida sobre el salpicadero.
—¿Dónde estáis exactamente, Tres?
—A mitad de la cuesta. Oímos a los coches en la autopista.
Bosch se inclinó cuanto pudo entre los dos asientos.
—Pregúntale si puede leer alguno de los números de las casas. Eso me proporcionaría una dirección.
Wright obedeció. El murmullo reapareció casi al cabo de un minuto.
—Está demasiado oscuro como para discernir las fachadas sin la ayuda de una linterna. Pero hay una luz junto a la puerta de la casa frente a la que ha aparcado. Es una de esas construcciones en voladizo cuyo culo cuelga sobre el vacío. Desde aquí parece que pone 7203.
Bosch se echó hacia atrás con fuerza en el asiento. McPherson se giró para observarlo. Wright lo hizo a través del retrovisor.
—¿Conoces esa dirección?
Bosch asintió en la oscuridad.
—Sí: es mi casa.