Martes, 4 de marzo, 10:40 horas
Bosch salió del ascensor y casi se da de bruces con Haller y McPherson.
—¿Ya ha terminado? —les preguntó.
—Te lo has perdido —dijo Haller.
Bosch se dio la vuelta a toda prisa y apretó uno de los botones del ascensor antes de que se cerraran las puertas.
—¿Bajáis?
—Esa era la idea —dijo Haller en un tono que no ocultaba su irritación con Bosch—. Creía que no ibas a acudir a la vista.
—Y no iba a hacerlo. He venido a buscaros a los dos.
Descendieron en el ascensor y Bosch les convenció de que lo acompañaran a pie hasta la Central de la Policía de Los Ángeles, que se hallaba a una calle de distancia. Los registró como visitantes y subieron hasta la quinta planta, donde se hallaba el Departamento de Robos y Homicidios.
—Esta es la primera vez que vengo aquí —apuntó McPherson—. Este sitio es tan silencioso como una compañía de seguros.
—Sí, supongo que al trasladarnos aquí perdimos buena parte de nuestro encanto —le respondió Bosch.
La nueva sede central de la policía apenas llevaba seis meses funcionando. Irradiaba calma y esterilidad. La mayoría de los moradores del edificio, incluyendo Bosch, echaban de menos la vieja sede, Parker Center, aunque estuviera más que decrépita.
—Dispongo de un despacho privado —les indicó, y señaló con el dedo una puerta alejada de las dependencias de la brigada.
Abrió con llave y entraron en una espaciosa habitación dotada de la típica mesa de sala de juntas en el centro. Una de las paredes era de cristal y daba a las oficinas, pero Bosch había bajado las cortinas para contar con cierta intimidad. En la pared de enfrente había una gran pizarra de color blanco, de cuya parte superior colgaba una serie de fotos, cada una de las cuales tenía escritas al pie numerosas notas. Las fotografías eran de niñas.
—Llevo una semana trabajando en esto sin descanso. Probablemente os hayáis preguntado dónde me había metido. Pero creo que ya es hora de enseñaros lo que he encontrado.
McPherson se detuvo a unos pocos pasos de la puerta y entornó los ojos para ver mejor. A Bosch se le hizo evidente su coquetería. Necesitaba gafas, pero nunca se las había visto puestas.
Haller se acercó hasta la mesa, donde se amontonaban varias cajas con expedientes. Se tomó su tiempo en retirar una silla para poder sentarse.
—Maggie —la apremió Bosch—. ¿Por qué no tomas asiento?
McPherson salió de su encantamiento y se agenció una silla situada a uno de los extremos de la mesa.
—¿Es esto lo que creo que es? —preguntó—. Todas se parecen a Melissa Landy.
—Bueno. Déjame que os explique, y así podréis tomar vuestras propias conclusiones.
Bosch permaneció de pie. Rodeó la mesa y se situó cerca de la pizarra. Empezó a contar su historia, aunque les daba la espalda.
—De acuerdo. Tengo una amiga. Una antigua especialista en perfiles psicológicos. Nunca he…
—¿Para quién trabaja? —preguntó Haller.
—Para el FBI. ¿Acaso importa? Lo que quería deciros es que nunca he visto a nadie que haga mejor su trabajo. Por lo tanto, al poco tiempo de incorporarme al caso le pedí, de modo informal, que le echara un vistazo a los expedientes. Llegó a la conclusión de que en 1986 no dieron ni una. Lo interpretaron todo al revés. Ahí donde los detectives vieron un crimen producto de un impulso y de una oportunidad, ella vio algo completamente distinto. Por expresarlo con pocas palabras, encontró indicios de que la persona que asesinó a Melissa Landy podría haber asesinado con anterioridad.
—Allá vamos —dijo Haller.
—Mira, tío, no se a qué viene tu actitud. Me incorporaste como detective, y eso es lo que estoy haciendo. ¿Por qué no te limitas a dejarme contarte todo lo que sé? Luego puedes hacer con ello lo que te venga en gana. ¿Que crees que viene a cuento? Utilízalo. ¿Que no te lo parece? Pues mételo en un puto agujero. Sea como fuere, yo habré cumplido con mi trabajo.
—No te estoy mostrando ninguna actitud, Harry. Solo estoy pensando en voz alta. En todo aquello que puede complicar un juicio. Complicar las pruebas. ¿Te das cuenta de que, en estos momentos, todo lo que nos estás contando se lo tendremos que entregar a Royce?
—Solo si tienes intención de emplearlo.
—¿Qué?
—Supuse que conocerías mejor que yo las normas relativas a las pruebas.
—Conozco las normas. ¿Por qué nos has traído a esta feria de segunda si no quieres vendernos tus productos?
—¿Por qué no le dejas que nos cuente la historia? —intervino McPherson—. Quizás así le comprendamos.
—Adelante —accedió Haller—. De todos modos, yo solo había dicho «Allá vamos». Es una expresión bastante frecuente para denotar sorpresa y un cambio de dirección. Eso es todo. Continúa, Harry. Por favor.
Bosch le echó un vistazo a la pizarra durante un instante, se volvió de nuevo hacia su público compuesto por dos personas y retomó el hilo.
—Pues resulta que mi amiga, la encargada de los perfiles psicológicos, piensa que Jason Jessup ya había asesinado antes de Melissa Landy, y que lo más probable es que borrara las huellas que lo incriminaban.
—Y te pusiste a investigar —señaló McPherson.
—Así es. Si os acordáis, nuestro detective original, Kloster, no era ningún holgazán. Su único problema es que estaba utilizando el perfil equivocado. Disponían de semen en el vestido, de un estrangulamiento y de un cadáver arrojado a una localización accesible. Ese era el perfil y, por lo tanto, eso fue lo que buscó. No encontró similitudes ni, al menos, casos relacionados. Fin de la historia, fin de la búsqueda. Pensaron que Jessup había actuado en aquella única ocasión, que había pecado de desorganizado y de chapucero, y que lo habían detenido.
Harry se volvió e hizo un ademán en dirección a la hilera de fotografías que tenía a su espalda.
—Por consiguiente, yo tomé otro rumbo. Me concentré en niñas que habían desaparecido sin dejar rastro. Tanto las que constaban como huidas del hogar como los posibles secuestros. Jessup es del condado de Riverside, por lo que amplié la búsqueda para abarcar los condados de Riverside y Los Ángeles. Puesto que Jessup tenía veinticuatro años cuando lo detuvieron, establecí el arco temporal entre 1980 y 1986. En cuanto al perfil de las víctimas, me decanté por caucasianas de entre doce y dieciocho años.
—¿Por qué llegaste hasta los dieciocho? —preguntó McPherson—. Nuestra víctima tenía doce.
—Rachel, es decir, la especialista en perfiles, me comentó que, en ocasiones, este tipo de personas empieza seleccionando de entre sus pares. Aprende a matar, y solo luego discrimina sus objetivos de acuerdo a sus parafilias. Una parafilia es…
—Sé lo que es —dijo McPherson—. ¿Todo este trabajo lo has hecho por tu cuenta? ¿O te ha ayudado esa tal Rachel?
—No, ella solo me ayudó con el perfil. Mi compañera me echó una mano para reunir el material. Ha resultado difícil, porque no todos los expedientes están completos, y muchos de ellos fueron eliminados; sobre todo, los relativos a casos que no pasaron de la categoría de fugas del hogar. La mayoría de los archivos sobre esta materia ya no existen.
—¿No los digitalizaron? —preguntó McPherson.
Bosch negó con la cabeza.
—No en el condado de Los Ángeles. Cuando se informatizaron los archivos relacionados con crímenes, se establecieron prioridades. No se incluyó a los desaparecidos, a menos que existiera la posibilidad de que implicaran secuestros. Pero en el condado de Riverside las cosas fueron diferentes. Había tan pocos casos que los digitalizaron todos. En cualquier caso, entre esos dos condados obtuvimos veintinueve casos en seis años. Una vez más, casos no resueltos. En cada uno de ellos, la niña desapareció y nadie la volvió a ver. Desenterramos cuantos expedientes pudimos encontrar. La mayoría no encajaban, o bien debido a lo que habían dicho los testigos o bien por otras cuestiones. Sin embargo, no pude descartar estos ocho.
Bosch encaró la pizarra y contempló la foto de ocho niñas muy similares entre sí. Todas ellas, desaparecidas hacía mucho.
—No estoy afirmando que Jessup guardara relación alguna con el hecho de que estas niñas se volatilizaran de la faz de la tierra, pero cabe la posibilidad. Como Maggie ya ha notado, todas ellas se parecen entre sí, y también a Melissa Landy. Por cierto, el parecido se extiende a la complexión física. A ninguna de ellas, incluyendo a nuestra víctima, las separan más de cuatro kilos y medio de peso y cinco centímetros de altura.
Bosch se volvió de nuevo hacia el público y comprobó que McPherson y Haller estaban impresionados por las fotografías.
—Debajo de cada foto he apuntado los datos concretos de cada caso. Descripción física, fecha y lugar de la desaparición. La información básica.
—¿Conocía Jessup a alguna de ellas? —preguntó Haller—. ¿Guardaba algún tipo de relación?
Ese era un asunto decisivo, y Bosch lo sabía.
—No tengo nada verdaderamente sólido. Al menos, no por el momento. La mejor relación con la que contamos es esta chica.
Se dio la vuelta y señaló a la primera fotografía empezando por la izquierda.
—La primera niña. Valerie Schlicter. En 1981 desapareció del mismo vecindario de Riverside en el que Jessup había crecido. Él tenía por entonces diecinueve años, y ella, diecisiete. Ambos acudieron al instituto de Riverside pero, dado que él no tardó en abandonarlo, no da la impresión de que llegaran a coincidir. De todos modos, se creyó que se había fugado porque tenía problemas en casa. Era un hogar monoparental. Vivía con su madre y con un hermano. Desapareció un buen día, cosa de un mes después de haberse graduado en el instituto. La investigación no pasó de considerarlo un caso de persona desaparecida, en buena parte debido a su edad. Faltaba un mes para que cumpliera los dieciocho años. De hecho, yo ni siquiera lo consideraría una investigación. Más o menos se quedaron sentados esperando a que regresara. No lo hizo.
—¿Nada más?
Bosch se dio la vuelta para mirar a Haller.
—Es todo, por el momento.
—En tal caso, esto no cuenta como prueba. No tenemos nada. No existe relación alguna entre Jessup y estas niñas. La más cercana es esta de Riverside, y era cinco años mayor que Melissa. Todo el asunto se antoja muy endeble.
Bosch creyó detectar una nota de alivio en la voz de Haller.
—Bueno. Es que todavía no lo hemos visto todo.
Se acercó a las cajas que reposaban al final de la mesa y extrajo un expediente. Se lo acercó a McPherson.
—Como sabéis, tenemos a Jessup sometido a vigilancia desde que salió de la cárcel.
McPherson abrió el expediente y contempló un puñado de fotografías de Jessup de tamaño 8 x 10 que habían tomado las cámaras de vigilancia.
—Han constatado que Jessup no sigue rutina o plan alguno. Por eso se han pegado a él las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. Lo que han conseguido documentar es que lleva dos vidas marcadamente diferentes. La pública, de la que dan cuenta los medios de comunicación, bajo la consigna de que está viajando hacia la libertad. Todo esto incluye sonreírle a las cámaras, comer hamburguesas, hacer surf en Venice Beach y acudir a los platós de televisión.
—Sí, todos la conocemos —apostilló Haller—. La mayor parte la ha orquestado su abogado.
—Y luego está su vida privada. Las rondas por los bares, las travesías nocturnas en coche y las visitas en mitad de la noche.
—¿Visitas adónde? —preguntó McPherson.
Bosch fue en busca de su último recurso visual: un mapa de las montañas de Santa Mónica. Lo desplegó sobre la mesa.
—Desde que lo pusieron en libertad, Jessup ha abandonado nueve veces su apartamento de Venice. Conduce Mulholland arriba en mitad de la noche, hasta la cima de las montañas. Cada noche ha visitado uno o dos de los parques que hay en los cañones. Su favorito es Franklin Canyon. Ha estado en él seis veces. También ha acudido en varias ocasiones a Stone Canyon, Runyon Canyon y al mirador de Fryman Canyon.
—¿Y qué hace allí? —preguntó McPherson.
—Bueno, en primer lugar hablamos de parques públicos que cierran al atardecer. Por lo tanto, se cuela en ellos. A las dos o las tres de la madrugada. Entra y se sienta. Comulga. Ha encendido algunas velas, siempre en los mismos lugares de cada parque; por lo general, en algún sendero, o junto a un árbol. Carecemos de fotos porque está muy oscuro y no podemos arriesgarnos a acercarnos en exceso. Esta semana he salido en alguna ocasión con los de la SIE para observarlo. Da la impresión de que se dedica a algo parecido a la meditación.
Bosch trazó un círculo sobre los cuatro parques del mapa. Todos se encontraban en Mulholland, y muy cerca los unos de los otros.
—¿Has hablado sobre esto con tu experta en perfiles? —preguntó Haller.
—Sí, lo he hecho, y opina lo mismo que yo. Se dedica a visitar tumbas. Comulga con los muertos… Con sus víctimas.
—Oh, Dios… —exclamó Haller.
—Sí —le dio la razón Bosch.
Se produjo una larga pausa mientras Haller y McPherson sopesaban todas las posibles implicaciones de la investigación de Bosch.
—¿Se han realizado excavaciones en alguno de estos lugares, Harry? —preguntó McPherson.
—Todavía no. No queríamos volvernos locos con las palas porque Jessup regresa una y otra vez. Descubriría que pasa algo, y no queremos eso.
—De acuerdo. ¿Qué me dices de…?
—¿Utilizar perros para rastrear cadáveres? Sí, ayer los llevamos ahí, encubiertos.
—¿Cómo consigues que un perro vaya encubierto? —preguntó Haller.
Bosch empezó a reír, y disipó parte de la tensión que flotaba por la sala.
—Bueno, lo que quería decir es que los dos perros que utilizaron no llegaron al lugar en coches oficiales ni había tipos uniformados guiándolos con una cadena. Intentamos que pareciera como si los estuvieran paseando sus dueños. Eso fue un problema, de todos modos, ya que el parque no permite que los perros pisen los senderos. Sea como fuere, lo hicimos lo mejor que pudimos, entramos y salimos. Estuve en contacto con la SIE para asegurarme de que Jessup no andaba cerca. Estaba haciendo surf.
—¿Y? —lo apremió McPherson, impaciente.
—Cuando detectan el olor de carne descompuesta, este tipo de perros se echa sobre el lugar del que procede. En teoría son capaces de captarlo a través de la tierra hasta cien años después. En tres o cuatro sitios a los que acude Jessup no mostraron ninguna reacción. Pero uno de los perros sí que lo hizo al llegar a uno de esos sitios.
Bosch vio cómo McPherson se daba la vuelta en su asiento y miraba en dirección a Haller. Él le devolvió la mirada, y entre ellos tuvo lugar una suerte de comunicación silenciosa.
—Asimismo debe constar que este perro en concreto tiene un largo historial de errores; es decir, ha lanzado falsas alarmas en una de cada tres ocasiones. El otro perro no mostró reacción alguna en aquel punto.
—Estupendo —dijo Haller—. ¿Dónde nos deja eso?
—Bien, por eso os he traído hasta aquí. Quizás haya llegado el momento de que empecemos a cavar. Por lo menos, en esa localización. No obstante, si lo hacemos corremos el riesgo de que Jessup nos descubra y sepa que lo hemos estado siguiendo. Y si cavamos y hallamos restos humanos, ¿bastará con eso para incriminar a Jessup?
McPherson se echó hacia delante. Haller lo hizo hacia atrás. Delegaba la iniciativa en su segunda.
—No veo por qué no habría que cavar. Se trata de una propiedad pública y no podrían ponerte trabas legales. No necesitarías una orden judicial. Pero ¿queremos cavar justo ahora basándonos en un perro que arroja un índice muy elevado de errores, o preferimos esperar a que termine el juicio?
—También podría hacerse durante el juicio —apuntó Haller.
—Eso sería más difícil —respondió McPherson—. Imaginémonos que encontramos restos humanos en uno o en todos estos lugares. No cabe duda de que los movimientos de Jessup parecen indicar que sabía lo que yacía bajo tierra en aquellos lugares que visitaba en mitad de la noche. No obstante, ¿le confiere esto alguna responsabilidad? Casi ninguna. Podríamos acusarlo, pero él sería capaz de defenderse sin problemas basándose en lo que ya sabemos. ¿Estás de acuerdo, Michael?
Harry se inclinó y asintió.
—Supongamos que cavas y encuentras los restos de una de estas niñas. Incluso si eres capaz de identificarla (y eso sería mucho pedir), sigues sin contar con pruebas que relacionen a Jessup con su muerte. Todo cuanto tienes es su conocimiento culpable del lugar donde la enterró. Esto es revelador, pero ¿basta para acudir a los tribunales? No lo sé. Creo que, en una situación así, preferiría estar en el lado de la defensa que en el de la fiscalía. Creo que Maggie lleva razón cuando señala que podría recurrir a diversas estrategias defensivas para justificar que conoce los sitios. Podría inventarse un hombre de paja, otro individuo que perpetró los asesinatos y le habló de ellos, o le obligó a ayudarlo en las labores de enterramiento. Jessup se ha pasado veinticuatro años en la cárcel. ¿Con cuántos convictos habrá tenido trato? ¿Miles? ¿Decenas de miles? ¿Cuántos de ellos eran asesinos? Podría atribuírselo a cualquiera de ellos, contar que oyó entre rejas la historia de esas tumbas y que decidió acercarse para rezar por las almas de las víctimas. Podría sacarse cualquier cosa de la manga.
Volvió a sacudir la cabeza.
—En última instancia, la defensa puede aproximarse al asunto desde muchos ángulos. Sin disponer de pruebas físicas que lo relacionen ni de testigos, tendrías un problema.
—Quizás haya pruebas físicas en las sepulturas capaces de incriminarlo —intervino Bosch.
—Quizá, pero ¿y si no las hay? —Le replicó Haller al instante—. Nunca se sabe. También es posible que consiguieras arrancarle una confesión a Jessup, aunque mira que lo dudo.
McPherson tomó la palabra.
—Michael ha señalado la clave: los restos. ¿Podremos identificarlos? ¿Podremos certificar cuánto tiempo permanecieron bajo tierra? No olvidemos que Jessup tiene una coartada inexpugnable para los últimos veinticuatro años. Si desenterramos un puñado de huesos y no somos capaces de asegurar que llevan ahí desde, por lo menos, 1986, Jessup saldrá libre.
Haller se levantó, se acercó a la pizarra y cogió un rotulador de la repisa. Buscó un espacio libre y dibujó dos círculos.
—Esto es lo que tenemos hasta el momento. Uno representa nuestro caso, y el otro lo que Harry ha descubierto. Están separados. Por un lado, el caso con un juicio a las puertas, y por el otro, la nueva investigación. Mientras permanezcan separados, todo irá bien. Tu investigación no tiene nada que ver con nuestro juicio, de modo que podemos mantener ambos círculos alejados el uno del otro. ¿Me entiendes?
—Por supuesto —respondió Bosch.
Haller agarró el borrador de la repisa e hizo desaparecer los dos círculos. A continuación, dibujó otros dos, pero en esta ocasión se solapaban.
—Ahora bien, ¿qué ocurre si sales ahí fuera, empiezas a cavar y encuentras huesos? Los dos círculos quedan conectados. Entonces es cuando tus asuntos comienzan a ser los nuestros, lo que nos obliga a revelárselo a la defensa y al mundo entero.
McPherson asintió con gesto de conformidad.
Así pues, ¿qué hacemos? —Preguntó Bosch—. ¿Nos olvidamos del asunto?
—No nos olvidamos —contestó Haller—. Solo actuamos con cautela y los mantenemos separados. ¿Sabes cuál es la que universalmente se considera la mejor estrategia en un juicio? Simplifica, estúpido. De modo que no compliquemos las cosas. No crucemos los círculos. Vayamos a juicio y cacemos a este tipo por el asesinato de Melissa Landy. Una vez hayamos acabado eso, nos plantamos en Mulholland con palas.
—Acabado con.
—¿Qué?
—Una vez hayamos acabado con eso.
—Como tú digas, profesor.
Bosch trasladó la vista de los círculos conectados en la pizarra a la hilera de rostros. Su instinto le decía que al menos una parte de esas niñas no había conseguido crecer hasta tener otro aspecto que el de las fotos. Estaban bajo tierra. Jessup las había depositado allí. Le repateaba la idea de que se pasaran ahí un solo día más, pero era consciente de que deberían esperar un poco.
—De acuerdo —admitió—. Seguiré trabajando por mi cuenta. Por ahora. Pero la especialista en perfiles me contó otra cosa que debéis saber.
—Y aquí llega la puntilla —comentó McPherson—. ¿De qué se trata?
Haller había regresado a su sitio. Bosch se agenció una silla y se sentó.
—Me comentó que un asesino como Jessup no consigue reformarse en la cárcel. La materia oscura que lleva dentro no se evapora. Permanece. Aguarda. Es como un cáncer. Y reacciona frente a las presiones del exterior.
—Volverá a matar —afirmó McPherson.
Bosch asintió lentamente.
—Puede continuar visitando las sepulturas de sus víctimas del pasado solo hasta el momento en que sienta la necesidad de… refrescarse. Y si siente que lo están presionando, es muy probable que vaya en esa dirección incluso antes.
—Entonces debemos estar preparados —sentenció Haller—. Fui yo quien lo dejó en libertad. Si tienes alguna duda acerca de su seguimiento, quiero que me lo hagas saber.
—No tengo dudas. Si Jessup decide actuar, nos echaremos encima de él.
—¿Cuándo tienes pensado volver a acompañar a los de la SIE? —preguntó McPherson.
—A la primera ocasión que pueda. Como me encargo de cuidar de mi hija, deberé esperar a que duerma en casa de una amiga o consiga a alguien que la vigile.
—Quiero ir contigo, al menos una vez.
—¿Por qué?
—Quiero ver al auténtico Jessup. No al que me encuentro en los periódicos y en la televisión.
—Bueno, es que…
—¿Qué?
—No hay ninguna mujer en el equipo, y estos tipos están en continuo movimiento. No habrá pausas para ir al baño. Mean en una botella.
—No te preocupes. Creo que sabré apañármelas.
—En ese caso, lo dispondré todo.