Miércoles, 24 de febrero, 2:15 horas
Mi éxito como abogado defensor se debía invariablemente a mi capacidad para coger a la fiscalía por sorpresa y con la guardia baja. Todo el peso de la maquinaria gubernamental se sostiene en la rutina. Procesar a quienes transgreden las leyes gubernamentales es siempre lo mismo. En mi calidad de fiscal recién designado me tomé esto muy a pecho. Me juré que no sucumbiría a la comodidad y los peligros derivados de la rutina. Me prometí a mí mismo estar muy atento a los hábiles movimientos de Royce. Me anticiparía a ellos. Los conocería antes que el propio Royce. Sería como un francotirador apostado en lo alto de un árbol, aguardando para abatirlos con mano experta desde la distancia, uno a uno.
Llevado por esa promesa comencé a planear reuniones cada vez más frecuentes con Maggie «la Fiera» en mi nueva oficina. Teníamos que elaborar estrategias. Esa tarde en particular, discutíamos acerca del punto clave que nuestro oponente esgrimiría durante la sesión previa al juicio. Sabíamos que Royce presentaría una moción para desestimar el caso. Lo dábamos por hecho. Lo único que debatíamos eran los posibles fundamentos jurídicos de la moción. Quería estar preparado para enfrentarme a todas las posibilidades. Se dice que los francotiradores que le tienden una emboscada a una patrulla enemiga eliminan primero al comandante, al responsable de comunicaciones y al médico. Si abate a estos tres objetivos, el resto de los miembros sucumbe al pánico y se dispersa. Y eso era lo que esperaba hacer en cuanto Royce hubiera presentado la moción. Moverme con rapidez y determinación, recurriendo a argumentos y respuestas que minaran la moral del acusado y lo convencieran de que estaba en apuros. Si a Jessup le daba un ataque de pánico, tal vez ni siquiera tuviera que ir a juicio. Acaso podría conseguir una resolución. Podría aceptar la culpabilidad. Y eso equivalía a una condena. Lo cual le parecería casi tan bueno como una victoria a la parte a la que yo representaba.
—Tal vez alegue que los cargos ya no son válidos sin una vista preliminar —aventuró Maggie—. Esto le permitirá darle dos mordiscos a la manzana. Comenzará por pedirle a la jueza que desestime el caso y a continuación solicitará una vista preliminar.
—Pero si lo que se revocó fue, precisamente, el veredicto del juicio. Si volvemos a cuestionarlo, iremos a juicio de nuevo. No fue la preliminar lo que se cuestionó.
—Bueno, ese será nuestro argumento.
—Bien, tú te encargarás de ello. ¿Qué más?
—No te voy a proponer más escenarios posibles si luego me vas a decir que me ocupe de ellos. Este es el tercero que me encasquetas. Y, con arreglo a mi libro de contabilidad, tú solo has cogido uno.
—De acuerdo, aceptaré el siguiente sin rechistar. ¿Qué tienes?
Maggie sonrió y me di cuenta de que acababa de caer en mi propia trampa. Sin embargo, antes de que pudiera apretar el gatillo, se abrió la puerta del despacho. Era Bosch. Entró sin llamar.
—Salvado por la campana —suspiré—. ¿Qué tal, Harry?
—He conseguido un testigo a quien deberíais escuchar. Creo que nos vendrá bien. Además, no lo utilizaron en el primer juicio.
—¿Quién? —preguntó Maggie.
—Bill Clinton.
No relacioné el nombre con nadie que guardara relación con el caso. Pero Maggie, que lo conocía hasta el último detalle, me lo reveló.
—El conductor de la grúa que trabajaba con Jessup.
Bosch la señaló con el dedo.
—Exacto. Ambos trabajaban para la empresa Aardvark, Remolques. Ahora Clinton es el dueño de un taller mecánico en La Brea, cerca de Olympic, llamado Presidential Motors.
—Bonito nombre —reconocí—. ¿Nos puede ser útil como testigo?
Bosch señaló la puerta con un gesto.
—Lo tengo ahí fuera con Lorna. ¿Por qué no le hago entrar y te lo cuenta él mismo?
Miré a Maggie. Me quedó claro que no ponía protesta alguna, así que le pedí a Bosch que hiciera entrar a Clinton. Antes de abandonar la habitación, Bosch bajó la voz para informarnos de que había introducido su nombre en las bases de datos sobre crímenes y que no había obtenido ningún resultado. Carecía de antecedentes.
—Está limpio. No ha dejado de pagar ni una multa de aparcamiento.
—Bien —dijo Maggie—. Escuchemos lo que tenga que contarnos.
Bosch salió a la recepción y regresó con un hombre bajito de unos cincuenta años, que llevaba pantalones de trabajo de color azul y una camisa con un parche ovalado encima de uno de los bolsillos del pecho en la que podía leerse el nombre de Bill. Iba bien peinado y no llevaba gafas. Detecté grasa bajo sus uñas, pero supuse que podría eliminarse antes de que subiera al estrado.
Bosch agarró una silla que estaba contra la pared y la colocó en mitad de la habitación, frente a mi mesa.
—¿Por qué no se sienta aquí, señor Clinton? Así podríamos hacerle unas preguntas.
A continuación, Bosch asintió con un gesto y me pasó el testigo.
—Ante todo, señor Clinton, muchas gracias por acceder a venir hoy a hablar con nosotros.
Clinton asintió.
—No pasa nada. En estos momentos las cosas andan tranquilas en el trabajo.
—¿Qué tipo de tarea desempeña en él? ¿Tienen alguna especialidad?
—Sí, hacemos reparaciones. En su mayoría, de coches británicos. Triumph, MG, Jaguar y piezas de coleccionista.
—Ya veo. ¿En cuánto está valorado hoy en día un Triumph TR 2-50?
Clinton levantó la vista hacia mí, sorprendido por mi aparente conocimiento acerca de uno de los vehículos en los que estaba especializado.
—Depende de su estado de conservación. El año pasado vendí un bellezón por veinticinco mil. Dediqué casi doce mil a su restauración. Eso, y un montón de horas de trabajo.
Asentí.
—Tuve uno cuando iba al instituto. Ojalá no lo hubiese vendido.
—Solo los construyeron durante el año 1968. Por eso es uno de los más apreciados por los coleccionistas.
Asentí de nuevo. Ahí se acababan mis conocimientos sobre el coche. Lo que más me gustaba era su salpicadero de madera y su techo corredizo. Me acercaba con él a Malibu los fines de semana, para pasear por las playas de surfistas… aunque no supiera hacer surf.
—Bueno, saltemos de 1968 a 1986, ¿de acuerdo?
Clinton se encogió de hombros.
—Por mí, bien. Si no tiene inconveniente, la señora McPherson tomará notas.
Otro encogimiento de hombros.
—Empecemos, pues. ¿Con qué claridad recuerda el día en que mataron a Melissa Landy?
Clinton estiró las manos.
—Verá, lo recuerdo muy bien por lo que ocurrió. El asesinato de esa niña, y el hecho de que yo trabajara con el tipo que lo hizo.
—Debió de ser bastante traumático.
—Sí. Me acompañó durante un buen tiempo.
—¿Y después se lo quitó de la cabeza?
—No, no exactamente…, pero dejé de pensar en ello todo el rato. Puse en marcha mi negocio, y todo eso.
Asentí. Clinton me parecía un tipo razonablemente genuino y honrado. Por algo se empezaba. Me constaba que Bosch había encontrado un filón en Clinton, y creía que era de oro. Quería que él tomara las riendas.
—Bill —terció Bosch—. Explícales por encima lo que estaba pasando en Aardvark en aquella época. Lo mal que andaba el negocio.
Clinton lo corroboró.
—Sí, bueno. En aquella época, las cosas no chutaban. Lo que pasó fue que aprobaron una normativa que prohibía aparcar a ambos lados de las calles de Wilshire, a menos que llevara una pegatina de residente. Si no la tenía, debíamos llevarnos el coche con la grúa. Así pues, los domingos por las mañanas recorríamos el barrio y aprovechábamos las misas para agenciarnos vehículos a diestro y siniestro. Al principio, el señor Korish era el dueño del negocio, y el volumen de coches era tan grande que contrató a otro conductor e incluso empezó a pagarnos horas extras. Salir a la caza de vehículos era divertido, porque teníamos que competir con otras empresas contratistas. Era como formar parte de un equipo que buscara más puntos que el rival.
Clinton le echó un vistazo a Bosch para confirmar que estaba contando la historia que nos interesaba. Le hizo un gesto afirmativo con la cabeza, animándolo a continuar.
—De repente, todo se torció. La gente comenzó a entrar en razón y dejó de aparcar ahí. Alguien llegó a decir que la iglesia lanzaba advertencias: «No aparquen al norte de Wilshire». Así que pasamos de hacer demasiado a no hacer suficiente. En consecuencia, el señor Korish anunció que debía reducir costes, por lo que iba a prescindir de uno de nosotros, quizás incluso de dos. Le prestaría atención a nuestro nivel de rendimiento y, en función de eso, decidiría.
—¿Y eso cuándo fue, con respecto al día del asesinato? —preguntó Bosch.
—Justo antes. Todavía éramos tres empleados. Aún no había despedido a nadie.
Recuperé la iniciativa. Le pregunté qué efecto había tenido el anuncio en el rendimiento de los trabajadores.
—Lo hizo todo más difícil, ¿sabe? Éramos amigos y, de repente, dejamos de gustarnos porque queríamos conservar nuestros trabajos.
—¿Cómo era trabajar por entonces con Jason Jessup?
—Bueno, Jason era verdaderamente despiadado.
—¿La presión pudo con él?
—Sí, porque iba en último lugar. El señor Korish colgó una pizarra en la que contabilizaba el número de coches remolcados, y su nombre estaba al final.
—¿Y eso no le hacía ninguna gracia?
—Ninguna. Se convirtió en un compañero de lo más capullo, y perdonen mi lenguaje.
—¿Recuerda cómo se comportó el día del asesinato?
—Un poco. Como ya le he dicho al detective Bosch, empezó a apropiarse de las calles. En plan «Windsor es toda mía. Y Las Palmas, y Lucerne». Tal cual. Derek (el otro conductor) y yo le dijimos que eso iba contra las reglas. A lo que nos contestó: «De acuerdo. Intentad llevaros un coche de una sola de esas calles, y veréis lo que os ocurre».
—Los amenazó.
—Podría decirse que sí. Sin duda.
—¿Recuerda que mencionara específicamente que Windsor era una de sus calles?
—Sí. Se apropió de Windsor.
Toda esa información era valiosa. Afectaría al estado de ánimo del acusado. Supondría todo un desafío conseguir que constara en acta sin que Wilbern o Korish tuvieran que corroborarla, aun en el caso de que siguieran con vida y se prestaran a declarar.
—¿Llegó a cumplir con sus amenazas, de la forma que fuera?
—No, porque las lanzó el mismo día en que murió esa niña. Lo detuvieron, y ahí se acabó el asunto. No puedo decir que me molestara que se lo llevaran. Al final resultó que el señor Korish despidió a Derek, porque había mentido cuando le dijo que carecía de antecedentes. Me quedé solo. Trabajé ahí durante otros cuatro años, hasta que reuní el dinero suficiente para montar mi propio negocio.
La típica historia del éxito a la manera estadounidense. Aguardé para comprobar si Maggie deseaba añadir algo. Como no lo hizo, proseguí.
—Señor Clinton, ¿habló de esto con la policía o la fiscalía hace veinticuatro años?
Clinton negó con la cabeza.
—Lo cierto es que no. Es decir, hablé con el detective que se encargaba del caso. Me hizo algunas preguntas, pero nadie me dijo que testificara, ni nada parecido.
«Porque en aquel momento no te necesitaron —pensé—. Yo, ahora, sí».
—¿Por qué está tan seguro de que aquella amenaza de Jessup se produjo el mismo día del asesinato?
—Tan solo lo sé. Lo recuerdo porque no es nada frecuente que detengan por asesinato a uno de tus compañeros de trabajo.
Afirmó con la cabeza para reforzar su argumento.
—Bill, cuéntales lo que me dijiste acerca de compartir el coche de policía con Jessup de camino a Windsor.
Clinton asintió. Era fácil tratar con él, lo que me pareció otra buena señal.
—Bueno, lo que ocurrió es que se pensaron que el auténtico culpable era Derek. La policía, quiero decir. Tenía antecedentes penales, los había ocultado y lo descubrieron. Eso lo convirtió en el sospechoso número uno. De manera que metieron a Derek en un coche patrulla, y a Jason y a mí en otro.
—¿Les dijeron adónde los conducían?
—Dijeron que tenían más preguntas que hacernos, por lo que creímos que nos llevaban a la comisaría de policía. Nos acompañaban dos agentes en el coche, y les oímos comentar que nos iban a colocar en una rueda de reconocimiento. Jason le preguntó al respecto y le contestaron que no tenía de qué preocuparse, que solo necesitaban a gente vestida con mono de trabajo porque querían comprobar si un testigo era capaz de identificar a Derek.
Clinton se detuvo ahí y paseó la mirada, cargada de expectación, de Bosch a mí, y después a Maggie.
—¿Y qué ocurrió? —le pregunté.
—Bueno, Jason comenzó por decirles a ambos polis que no podían cogernos y meternos en una rueda de reconocimiento así sin más. Le contestaron que ellos se limitaban a cumplir órdenes. De modo que llegamos a Windsor y nos detuvimos delante de una casa. Los polis salen del coche y se ponen a hablar con el detective que se encargaba del asunto, el cual se encuentra de pie junto a otros detectives. Jason y yo miramos por la ventana, pero ahí no hay ningún testigo ni nada. Entonces el detective jefe entra en la casa y se queda allí. No sabemos qué está pasando. Entonces Jason me dice que quiere que le preste mi gorra.
—¿Su gorra? —preguntó Maggie.
—Sí, mi gorra de los Dodgers. La llevaba puesta, como de costumbre, y Jason me dijo que la necesitaba porque había reconocido a uno de los policías que había enfrente de la casa. Me aseguró que se habían enzarzado en una pelea por culpa de un vehículo que él había remolcado y que, si lo veía, iba a haber jaleo. No para de repetirlo, y va y me dice: «Déjame tu gorra».
—¿Y usted qué hizo? —le pregunté.
—Bueno, por mí no había ningún problema. En aquel momento no era consciente de todo lo que vendría después, ¿me entiende? Así que se la doy y se la pone. Cuando los polis regresan para sacarnos del coche, no dan señales de haber advertido el cambio. Nos hacen salir y nos conducen junto a Derek. Estábamos ahí plantados, y entonces uno de los polis recibe una llamada por radio (eso lo recuerdo) y se gira hacia nosotros para indicarle a Jason que se quite la gorra. Lo hace y, al cabo de pocos minutos, se encuentra de repente rodeado de agentes que le colocan las esposas. No era Derek, era él.
Miré a Clinton, luego a Bosch y, por último, a Maggie. Pude ver en la expresión de ella que la historia de la gorra era relevante.
—¿Saben qué es lo más divertido del asunto? —nos preguntó Clinton.
—No, ¿qué? —le pregunté.
—Que no volví a ver esa gorra.
Sonrió. Le devolví la sonrisa.
—De acuerdo, ya le conseguiremos una cuando todo esto se haya acabado. Déjeme que le formule la pregunta decisiva. ¿Estaría dispuesto a repetir todo lo que nos ha contado aquí frente a un jurado durante el juicio a Jason Jessup?
Clinton dio la impresión de pensárselo unos segundos antes de asentir.
—Sí, podría hacerlo.
Me levanté y rodeé la mesa para tenderle la mano.
—En tal caso, parece que hemos conseguido un testigo. Muchas gracias, señor Clinton.
Nos dimos un apretón de manos y me dirigí a Bosch.
—Harry, ya debería habértelo preguntado, pero ¿lo tenemos todo cubierto?
Bosch se incorporó también.
—Creo que sí. Por ahora. Voy a llevar al señor Clinton de regreso a su negocio.
—Excelente. Gracias de nuevo, señor Clinton.
Clinton se levantó.
—Por favor, llámeme Bill.
—Así lo haremos, se lo prometo. Le llamaremos Bill… y le llamaremos como testigo.
Las risas que sobrevinieron a continuación sonaron forzadas, y Bosch acompañó a Clinton fuera del despacho. Regresé a mi mesa y me senté.
—Háblame de la gorra —le pedí a Maggie.
—Establece una relación interesante. Cuando hablamos con Sarah, ella se acordaba de que Kloster había hablado por radio desde el dormitorio con los que estaban en la calle para pedirles que le quitaran la gorra a Jessup. Fue entonces cuando efectuó la identificación. Harry se encargó luego de mirar la lista de efectos personales de Jessup en el momento de la detención, que consta en el expediente del caso. En ella figuraba la gorra de los Dodgers. Todavía estamos rastreando su paradero. Cosa difícil, después de veinticuatro años. Puede que acabara en San Quintín. De todos modos, aunque no tengamos la gorra, contamos con la lista.
Asentí. Eso nos venía bien por varios motivos. Mostraba que al menos dos testigos corroboraban sus versiones con independencia el uno del otro; abría una grieta en cualquier posible muro de contención que quisiera levantar la defensa aduciendo que los recuerdos son poco fiables después de tantos años y, por último pero no por ello menos importante, mostraba el estado de ánimo del acusado. Jessup sabía que, de algún modo, corría el riesgo de que lo identificaran. Alguien lo había visto secuestrar a la niña.
—Muy bien, de acuerdo. ¿Qué opinas de la primera parte de la historia? Lo de que estaban compitiendo entre ellos porque iban a despedir a uno, o puede que a dos.
—De nuevo, es un buen material para establecer el estado de ánimo de Jessup. Se encontraba bajo presión y actuó en consecuencia. Tal vez sea el meollo de todo este asunto. Quizá deberíamos incluir un psicólogo en la lista de testigos.
Asentí.
—¿Fuiste tú quien le pidió a Bosch que encontrara a Clinton y hablara con él?
Negó con un gesto.
—Lo hizo por su cuenta. Esto se le da muy bien.
—Lo sé. Solo desearía que me tuviera más al corriente de los pasos que piensa dar.