Martes, 18 de febrero, 15:31 horas
Una vez hubieron sacado el coche del ferry en Port Townsend, Bosch y McPherson siguieron las indicaciones del GPS del vehículo de alquiler hasta la dirección que constaba en el carné de conducir de Sarah Ann Gleason. El rastro los condujo por un pueblecito pesquero de aspecto victoriano y, a continuación, una zona más rural salpicada de casas grandes y aisladas. El hogar de Gleason era una casa fabricada con tablillas que desentonaba con el estilo victoriano de la localidad vecina. El detective y la fiscal se acercaron hasta el porche y llamaron a la puerta. No obtuvieron respuesta.
—Tal vez esté trabajando o haciendo algo —aventuró McPherson.
—Es posible.
—Podríamos regresar al pueblo para conseguir alojamiento y volver después de las cinco.
Bosch miró su reloj. La jornada escolar debía de estar recién acabada, y lo más probable era que Maddie se encontrara de camino a casa con Sue Bambrough. Se imaginó a su hija ofreciéndole a la subdirectora el más inexpugnable de sus silencios.
Bajó del porche y comenzó a caminar hacia un extremo de la casa.
—¿Adónde vas?
—A comprobar la parte trasera. Espérame.
En cuanto hubo doblado la esquina vio otra estructura que se erigía a unos cien metros de la casa. Era un granero, o tal vez un garaje. No tenía ventanas, pero destacaba la presencia de una chimenea. Pudo distinguir oleadas de calor, pero nada de humo, que se alzaban desde las dos tuberías negras fijadas al techo. Frente a las puertas cerradas había dos coches y una furgoneta aparcados.
Bosch se quedó mirando durante tanto rato que McPherson acabó por ir a su encuentro.
—¿Por qué tardas…?
Bosch levantó la mano para indicarle que se callara, y señaló en dirección al edificio.
—¿Qué es? —susurró McPherson.
Antes de que Bosch pudiera contestar, una de las puertas del garaje se abrió unos pocos metros y una figura salió al exterior. A juzgar por su apariencia, debía de ser o bien un hombre joven o bien un adolescente. Encima de la ropa llevaba un delantal negro de pies a cabeza. Se quitó unos pesados guantes que le llegaban hasta los codos y se encendió un cigarrillo.
—Mierda —susurró McPherson, como si respondiera a su propia pregunta.
Bosch dio la vuelta hasta una esquina de la casa con el fin de ocultarse. Agarró a McPherson para que lo acompañara.
—Casi en todas las ocasiones en que la detuvieron por asuntos de drogas había anfetaminas de por medio —dijo en voz baja.
—Estupendo —murmuró McPherson a modo de respuesta—. Nuestro testigo principal se dedica a cocinar anfetaminas.
El joven fumador se volvió. Al parecer, reaccionaba a algo que le acababan de decir desde el interior del edificio. Tiró el cigarrillo al suelo, lo pisó y regresó adentro. Cerró la puerta de un tirón, y dejó abierta una ranura de unos quince centímetros.
—Vamos —apremió Bosch.
Empezó a moverse, pero McPherson le puso una mano sobre el brazo.
—Espera, ¿de qué demonios estás hablando? Deberíamos llamar a la policía de Townsend para pedir refuerzos, ¿no crees?
Bosch se la quedó mirando un momento sin responder.
—Vi la comisaría mientras atravesábamos el pueblo —dijo McPherson, como si intentara convencerla de que los refuerzos estaban en posición y tan solo aguardaban una orden.
—Si pedimos refuerzos no van a mostrarse muy colaboradores con nosotros. Para empezar, nos dejamos caer por el pueblo y ni nos hemos tomado la molestia de visitarlos. La detendrán, y nos encontraremos con nuestra testigo principal a la espera de un juicio por asuntos de drogas. ¿Cómo crees que se lo tomará el jurado encargado del caso de Jessup?
No respondió.
—¿Sabes qué? —dijo Bosch—. Espérame aquí mientras voy a echar un vistazo. Hay tres vehículos, así que tal vez haya tres cocineros. Si veo que no puedo hacer frente a la situación, pediremos refuerzos.
—Lo más probable es que vayan armados, Harry. Tú…
—Lo más probable es que no vayan armados. Lo comprobaré y, si juzgo que existe peligro, llamaremos a Port Townsend.
—Esto no me gusta nada.
—Puede que nos beneficie.
—¿Qué dices? ¿Cómo?
—Piensa en ello. Estate atenta a mi señal. Si algo sale mal, súbete al coche y lárgate de aquí.
Alzó las llaves del coche y ella las cogió a regañadientes. Bosch podía notar que estaba pensando en lo que le había dicho. La ventaja. Cazar a su testigo en una situación comprometida podía asegurarles su cooperación y su testimonio.
Bosch la dejó ahí y se dirigió hacia el granero por un caminito de conchas aplastadas. No intentó esconderse, por si había vigilantes. Se puso las manos en los bolsillos para no parecer ninguna amenaza, solo alguien que se había perdido y que necesitaba que lo orientaran.
El suelo de conchas imposibilitaba acercarse en silencio, pero el volumen de la música aumentaba a medida que se acercaba al granero. Era rock and roll, pero no pudo identificar los intérpretes. Guitarras poderosas y un ritmo contundente. La canción desprendía un aroma retro que le hizo pensar si la había escuchado hacía mucho tiempo, quizás en Vietnam.
Bosch se encontraba a tres metros y medio de la puerta medio abierta cuando esta se abrió otros dos metros y de ella salió el mismo joven. Al verlo más cerca le echó unos veintiún años. Desde el momento en que puso un pie fuera, Bosch advirtió que debería haber contado con que regresaría a terminarse el cigarrillo. Ahora era demasiado tarde. El fumador lo había visto.
Sin embargo, ni titubeó ni dio voz de alarma. Miró a Bosch con curiosidad mientras extraía un cigarrillo del paquete. Sudaba a chorros.
—¿Ha aparcado frente a la casa? —preguntó.
Bosch se detuvo a dos metros y medio de él y se sacó las manos de los bolsillos. No se volvió para mirar en dirección a la casa. Prefirió mantener la mirada fija en el chaval.
—Oh, sí. ¿Hay algún problema? —preguntó.
—No, pero casi todo el mundo conduce hasta el granero. Sarah suele indicarles que lo hagan.
—Oh, no lo sabía. ¿Está Sarah?
—Sí, está dentro. Adelante.
—¿Seguro?
—Sí. Casi hemos acabado por hoy.
Bosch comenzaba a entender dónde se estaba metiendo. En algo con lo que no contaba. Le echó un vistazo furtivo a la casa. Vio que McPherson los observaba desde una esquina. Aquella no era la manera más apropiada de obrar, pero volvió a girarse y se dirigió hacia el interior.
Al instante lo golpeó el calor. El interior del granero era un infierno. Y con motivo. Lo primero que vio Bosch fue la puerta abierta de un gigantesco horno del que salía un resplandor anaranjado producto de las llamas.
Otro joven y una mujer estaban de pie a unos siete metros de la fuente de calor. También lucían delantales y guantes gruesos. El hombre sostenía entre las manos un par de tenazas de hierro con las que inmovilizaba un alargado pedazo de vidrio fundido, que estaba unido a la cabeza de una tubería de hierro. La mujer le iba dando forma con un bloque de madera y un par de pinzas.
No cocinaban droga. Eran vidrieros. La mujer se protegía el rostro con una máscara de soldador. Bosch no podía identificarla, pero estaba muy seguro de encontrarse frente a Sarah Ann Gleason.
Volvió a salir por la puerta y le indicó por señas a McPherson que todo estaba en orden, pero no estaba seguro de que pudiera captarla a tanta distancia. Le hizo un gesto para que se acercara.
—¿Pasa algo, amigo? —le preguntó el fumador.
—¿Has dicho que la que está ahí dentro es Sarah Gleason? —le respondió Bosch.
—Sí, es ella.
—Necesito hablar con ella.
—Tendrás que esperar a que haya acabado con la pieza. No puede parar mientras esté blanda. Llevamos casi cuatro horas trabajando en ella.
—¿Cuánto os queda?
—Cosa de una hora. Tal vez pueda hablar con ella mientras trabaja. ¿Desea que le fabriquemos una pieza?
—No hay problema. Creo que podré esperar.
McPherson condujo hasta el granero y salió del vehículo. Bosch le abrió la puerta y le explicó con calma que habían juzgado mal lo que habían visto. Le contó que aquel granero era un taller de fabricación de vidrio. Le expuso cómo quería afrontar la situación. Debían llevar a Gleason a algún sitio donde pudieran hablar en privado. McPherson sacudió la cabeza y sonrió.
—¿Qué habría pasado si hubiéramos irrumpido ahí dentro con refuerzos?
—Supongo que habríamos roto unos cuantos vidrios.
—Y conseguido enfurecer a una testigo.
Bosch alcanzó el expediente que reposaba sobre el salpicadero. Se lo colocó dentro de la chaqueta, bajo uno de los brazos. De ese modo podría llevarlo encima sin que se notara.
Entraron en el taller, donde los esperaba Gleason. Se había quitado los guantes y alzado la máscara para dejar el rostro a la vista. Saltaba a la vista que el fumador le había contado que eran unos posibles clientes. Al principio, Bosch no hizo nada por sacarla de su error. No pensaba revelar el verdadero motivo de su presencia hasta que se hubieran quedado a solas.
—Yo soy Harry y ella es Maggie. Disculpe por irrumpir de esta manera.
—Oh, no pasa nada. Nos gusta que la gente tenga la oportunidad de ver cómo trabajamos. De hecho, ahora nos encontramos en medio de un proyecto al que debo regresar. Los invito a quedarse mirando, y de paso les cuento un poco lo que hacemos.
—Eso estaría muy bien.
—Manténgase apartados. Aquí empleamos materiales extremadamente calientes.
—Por supuesto.
—¿De dónde son? ¿De Seattle?
—No. Venimos de California. Estamos bastante lejos de casa.
Si la mención a su estado natal había activado alguna alarma en Gleason, no se le notó. Bajó la máscara sobre el rostro sonriente, se colocó los guantes y volvió al trabajo. Durante los cuarenta minutos siguientes, Bosch y McPherson observaron cómo Gleason y sus dos ayudantes completaban la pieza de vidrio. Mientras trabajaba, Gleason le iba contando sin descanso sus evoluciones, y les detallaba las funciones de cada uno de ellos. El hombre más joven era soplador, y el otro, bloqueador. En tanto que vidriera, Gleason era la capataza. La pieza que estaban esculpiendo consistía en una hoja de parra de un metro y medio. Su destino era una estructura que colgaría del vestíbulo de una empresa de Seattle llamada Rainier Wine.
Gleason también les habló acerca de su historia reciente. Había inaugurado el taller apenas hacía dos años, después de pasarse tres aprendiendo el oficio junto a un artista vidriero de Seattle. Esa manera de explayarse acerca de sí misma y de verla trabajar el vidrio le proporcionó mucha información útil a Bosch. Para ella, su trabajo consistía en recolectar color. Empleaba herramientas pesadas para manipular algo bello y frágil que, al mismo tiempo, emitía un peligroso brillo compuesto de temperaturas extremas.
El calor que desprendía el horno era sofocante, de modo que tanto Bosch como McPherson se quitaron las chaquetas. Gleason les dijo que el horno podía llegar a los dos mil trescientos grados, y a Bosch le maravilló que los artistas pudieran trabajar tan cerca de allí durante tantas horas. El agujero de la gloria, una pequeña abertura por la que introducían de forma reiterada la escultura con el fin de recalentarla y añadirle capas, resplandecía como la mismísima entrada al Averno.
Cuando dieron por concluida la jornada y depositaron la pieza en el último horno, Gleason les pidió a sus ayudantes que limpiaran el taller antes de marcharse a casa. Acto seguido, invitó a Bosch y a McPherson a que la esperaran en su despacho mientras se limpiaba.
El despacho también hacía las funciones de sala de descanso. La decoración era sobria: una mesa y cuatro sillas, un archivador, un armario para almacenar trastos y una pequeña cocina. Sobre la mesa reposaba una carpeta con fundas de plástico. Allí había fotos de piezas de vidriería elaboradas por el taller. McPherson las estudió y pareció conmoverse con algunas de ellas. Bosch sacó el expediente que llevaba dentro de la chaqueta y lo puso encima de la mesa. Quería ir al grano.
—Debe de ser bonito poder crear algo a partir de la nada —dijo McPherson—. Ojalá yo fuera capaz de hacerlo.
Bosch meditó en una posible respuesta pero, antes de que se le ocurriera algo, se abrió la puerta y entró Sarah Gleason. Desprovista de la aparatosa máscara, el delantal y los guantes, era más pequeña de lo que Bosch se había imaginado. Apenas medía metro y medio, y dudaba que pesara más de cuarenta kilos. Sabía que algunos traumas infantiles detienen el crecimiento. Por eso no le sorprendió que Gleason tuviera el aspecto de una mujer atrapada en un cuerpo de niña.
Ya no llevaba el cabello caoba atado con una goma detrás de la cabeza. Se lo había soltado. Enmarcaba un rostro cansado con ojos de un azul oscuro. Vestía pantalones vaqueros azules, zuecos y una camiseta negra en la que se leía DEATH CAB. Se encaminó directamente hasta la nevera.
—¿Puedo ofrecerles algo? No tengo nada de alcohol, pero si necesitan algo frío…
Bosch y McPherson rechazaron la oferta. Harry advirtió que había dejado abierta la puerta del despacho. Le llegaba el sonido de alguien que barría el taller. Se levantó para cerrarla.
Gleason se dio la vuelta con una botella de agua en la mano. Vio a Bosch cerrar la puerta, y el recelo afloró en su cara. Bosch alzó una mano en señal de calma y extrajo la placa con la otra.
—No pasa nada, señora Gleason. Somos de Los Ángeles y solo necesitamos hablar en privado con usted.
Y le mostró la placa.
—¿De qué va esto?
—Me llamo Harry Bosch. Ella es Maggie McPherson. Es letrada y trabaja para la Fiscalía del Distrito del condado de Los Ángeles.
—¿Por qué han mentido? —Estaba enfadada—. Dijeron que querían que les fabricáramos una pieza.
—No. En realidad no lo hicimos. Su ayudante, el bloqueador, lo dio por sentado. Todavía no hemos revelado el motivo de nuestra visita.
No cabía duda de que estaba con la guardia alta. Bosch pensó que habían echado a perder el acercamiento y, con él, la oportunidad de asegurar su testimonio. Entonces Gleason dio un paso al frente y arrancó la cartera de la mano de Bosch. Escudriñó la identificación que figuraba en la placa. Un gesto muy infrecuente. Podían contarse con los dedos de una mano las ocasiones en que le había sucedido a lo largo de su dilatada carrera como detective. Vio su mirada clavada sobre sus datos y advirtió que había reparado en que el nombre que le había dado no se correspondía con el que constaba en la tarjeta identificativa.
—¿Ha dicho que se llama Harry Bosch?
—Harry, para abreviar.
—Hieronymus Bosch. ¿Se lo pusieron por el artista?
Bosch asintió.
—A mi madre le gustaban sus cuadros.
—Bueno, a mí también me gustan. Creo que sabía algo acerca de los demonios interiores. ¿Era este el motivo por el que le gustaba a su madre?
—Eso creo.
Le devolvió la cartera y Bosch notó cómo le invadía cierta sensación de calma. El momento de ansiedad y aprensión había pasado gracias al pintor que le había dado el nombre.
—¿Qué desean de mí? Llevo diez años sin pisar Los Ángeles.
Bosch reparó en que, si estaba siendo sincera, no había regresado a la ciudad cuando su padre se encontraba en el lecho de muerte.
—Solo queremos hablar —la tranquilizó—. ¿Podemos sentarnos?
—¿Hablar de qué?
—De su hermana.
—¿De mi hermana? Yo no… Verán, van a tener que explicarme de qué…
—No lo sabe, ¿verdad?
—¿Saber qué?
—Siéntese y se lo contaremos.
Al final se acercó a la mesa y tomó asiento. Se sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo y se encendió uno.
—Lo siento. Es el último vicio que me queda. Y con ustedes dos presentándose así… Necesito fumar.
Bosch y McPherson dedicaron los diez minutos siguientes a recapitular acerca de la historia y ponerla al corriente de la versión resumida de la puesta en libertad de Jason Jessup. Gleason apenas mostró reacción alguna a la noticia. Nada de lágrimas, nada de rabia. No formuló ninguna pregunta sobre la prueba de ADN que lo había sacado de la prisión. Se limitó a explicar que no mantenía contacto con nadie de California, que ni siquiera tenía televisión y que no leía la prensa. Aseguró que la distraían del trabajo y de sus esfuerzos por curarse de su adicción.
—Vamos a juzgarlo de nuevo, Sarah —le contó McPherson—. Y estamos aquí porque necesitamos que nos ayude.
Bosch notaba cómo Sarah estaba haciendo introspección sobre sí misma. Trataba de procesar el impacto de lo que le estaban contando.
—Ha pasado mucho tiempo —respondió al fin—. ¿No pueden limitarse a utilizar lo que conté en el primer juicio?
McPherson sacudió la cabeza.
—No podemos, Sarah. Ni siquiera le permitiremos al nuevo jurado que sepa que el caso ya se ha juzgado, porque podría influir en la manera en que valoren las pruebas. Le haría adoptar prejuicios contra el acusado y un veredicto de culpabilidad resultaría insostenible. En aquellas circunstancias en que los testigos de un juicio anterior están muertos o tienen alguna incapacidad mental, leemos sus primeros testimonios durante el juicio para que consten en acta, pero no le revelamos su procedencia al jurado. Cuando no se dan esas circunstancias, necesitamos que la persona convocada se acerque al tribunal a testificar.
No tenía claro si Gleason había reparado siquiera en la respuesta de McPherson. Estaba sentada, con la mirada perdida en el infinito. Sus ojos no se despegaban de aquel remoto foco, ni siquiera cuando hablaba.
—Me he pasado toda la vida intentando olvidarme de aquel día. Lo he intentado todo para conseguirlo. Probé las drogas con el objetivo de crear una gran burbuja dentro de la que poder refugiarme. Hice que… No importa, lo que quiero decir es que no creo que pueda serles de mucha ayuda.
Bosch intervino antes de que McPherson pudiera reaccionar.
—Le diré qué podemos hacer. De momento podemos limitarnos a hablar unos minutos acerca de lo que recuerda, ¿le parece? Y si no funciona, no funciona. Usted fue una víctima, Sarah, y no queremos que siga siéndolo.
Aguardó unos instantes a que Gleason respondiera, pero esta se mantuvo en silencio, la mirada absorta en la botella de agua que reposaba sobre la mesa que tenía enfrente.
—Empecemos por aquel día —arrancó Bosch—. Por ahora no necesito que rememore el terrible momento en que tuvo lugar el secuestro de su hermana, pero ¿recuerda haber identificado a Jason Jessup cuando se lo preguntó la policía?
Asintió lentamente.
—Recuerdo que miré por la ventana. Desde el piso de arriba. Abrieron un poco las cortinas para que pudiera hacerlo. Se suponía que ellos no podían verme. Los hombres. Era el que llevaba un sombrero. Se lo hicieron quitar, y fue entonces cuando lo reconocí. De eso me acuerdo.
El detalle del sombrero animó a Bosch. No recordaba haberse topado con él en los informes del caso, ni habérselo oído comentar a McPherson durante el resumen, pero el hecho de que Gleason lo recordase con tal viveza era una buena señal.
—¿Qué tipo de sombrero llevaba? —preguntó.
—Una gorra de béisbol. Azul.
—¿Una gorra de los Dodgers?
—No estoy segura. Tampoco creo que entonces lo supiera.
Bosch asintió y prosiguió.
—¿Cree que, si le mostrara una fotografía tomada en una rueda de identificación, sería capaz de reconocer al hombre que se llevó a su hermana?
—¿Se refiere al aspecto que tiene ahora? Lo dudo.
—No, el de ahora no —intervino McPherson—. Lo que necesitaríamos es que nos confirmase en el juicio la identificación que realizó entonces. Le mostraríamos fotos de aquella época.
Gleason dudó y, acto seguido, asintió.
—Por supuesto. Por mucho que me haya castigado con los años, no he conseguido olvidar la cara de ese hombre.
—De acuerdo, comprobémoslo.
Mientras Bosch desplegaba el expediente sobre la mesa, Gleason se encendió un nuevo cigarrillo con la colilla del anterior.
El expediente contenía seis fotos en blanco y negro de hombres de la misma edad, constitución y color de piel. Entre ellas, una de Jessup tomada en 1986. Harry sabía que ese era el momento decisivo del caso.
Las fotos se distribuían en dos hileras de tres. La de Jessup se encontraba en la ventana central de la fila inferior. El hoyo número cinco. Un emplazamiento que siempre le había traído suerte a Bosch.
—Tómese su tiempo —le pidió.
Gleason sorbió un poco de agua y dejó la botella a un lado. Se inclinó sobre la mesa, acercando el rostro a treinta centímetros de las fotografías. No le llevó mucho tiempo. Señaló la foto de Jessup sin pensárselo dos veces.
—Ojalá pudiera olvidarlo. Pero no puedo. Siempre está en algún rincón de mi cabeza. Entre las sombras.
—¿Alberga algún tipo de duda con respecto a la foto que ha escogido? —le preguntó Bosch.
—No. Fue él.
Bosch le echó un vistazo a McPherson, quien le devolvió un ligero cabeceo. Era una buena identificación y la habían conducido de la manera apropiada. Tan solo echaba en falta alguna muestra de emoción por parte de Gleason. Quizás esos veinticuatro años la habían vaciado por completo. Harry sacó un bolígrafo y se lo entregó a Gleason.
—¿Podría escribir sus iniciales y la fecha de hoy bajo la foto que acaba de escoger, por favor?
—¿Por qué?
—Para confirmar que la hemos identificado. Simplemente contribuye a darle valor una vez se presente en el juicio.
Bosch reparó en que ella no había preguntado si había escogido la foto correcta. No lo había necesitado, y esa era una nueva muestra de su buena memoria. Otra señal positiva. Después de que le devolvieran el bolígrafo, Bosch cerró el expediente y lo arrojó a un rincón. Le echó otro vistazo a McPherson. Ahora venía la parte difícil. Conforme habían acordado con anterioridad, cuando llegasen a ese punto iba a ser McPherson la encargada de decidir si sacaba a relucir el asunto del ADN o esperaban a contar con más garantías de que Gleason iba a testificar.
McPherson prefirió no esperar.
—Sarah, hay un segundo asunto que debemos discutir ahora. Ya le hemos hablado de la prueba de ADN que le permitió a este hombre obtener un nuevo juicio y, esperemos, una libertad solo temporal.
—Sí.
—Cotejamos el informe del ADN con las bases de datos de California. Obtuvimos una coincidencia. El semen que se encontró en el vestido que llevaba tu hermana pertenecía a tu padrastro.
Bosch miró a Sarah con detenimiento. Ni el menor rastro de sorpresa asomó a su cara ni a sus ojos. Esta información no suponía una novedad para ella.
—El Estado comenzó a tomar muestras de ADN en 2004 a todos los sospechosos de asesinato. Ese mismo año detuvieron a su padre por darse a la fuga tras un atropello con heridos. Se saltó un semáforo y atro…
—Padrastro.
—¿Disculpe?
—Ha dicho «su padre». No era mi padre. Era mi padrastro.
—Cierto. He metido la pata. Lo siento mucho. Sea como fuere, el ADN de Kensington Landy constaba en la base de datos y se corresponde con el hallado en la muestra del vestido. Lo que resultó imposible determinar fue cuánto tiempo llevaba esa muestra en el vestido en el momento en que fue descubierta. Podrían haberla depositado ahí el mismo día del asesinato, la semana anterior o incluso un mes antes.
Sarah empezó a volar en piloto automático. Estaba ahí y no lo estaba. Tenía la mirada clavada en un punto situado muy lejos de la habitación donde se encontraban.
—Tenemos una teoría, Sarah. La autopsia que se le practicó a tu hermana determinó que no había sido víctima de abusos sexuales por parte de su asesino ni de nadie con anterioridad a ese día. También sabemos que el vestido que llevaba te pertenecía y que Melissa te lo pidió prestado aquella mañana porque le gustaba.
McPherson hizo una pausa pero Sarah permaneció callada.
—Cuando vayamos a juicio, tendremos que dar alguna explicación sobre el semen que se halló en tu vestido. Si no lo hacemos, se dará por sentado que procedía del asesino, y que este fue tu padrastro. Perderemos el caso y Jessup, que es el verdadero asesino, saldrá libre. Estoy convencida de que no quieres que pase eso, ¿verdad, Sarah? A alguna gente de ahí fuera le parece que veinticuatro años entre rejas son suficientes para pagar por el asesinato de una niña de doce años. No saben por qué estamos haciendo esto. Pero quiero que sepas que yo no opino lo mismo, Sarah. Ni mucho menos.
Sarah Gleason no contestó de inmediato. Bosch esperaba que vertiera lágrimas pero, en vista de que estas no llegaban, comenzó a preguntarse si los traumas y las depravaciones que habían jalonado su vida le habían cauterizado las emociones. O quizá poseía una fuerza interior que su diminuta estatura conseguía camuflar. Sea como fuere, cuando finalmente respondió, lo hizo con una voz tan neutra y desapasionada que contrastaba con la franqueza de sus palabras.
—¿Saben lo que siempre pensé?
McPherson se inclinó hacia delante.
—¿Qué, Sarah?
—Que ese hombre mató a tres personas aquel día. A mi hermana, luego a mi madre… y, después, a mí. Ninguna de nosotras pudo librarse.
Se produjo un largo silencio. McPherson colocó lentamente una mano sobre uno de los brazos de Gleason. Era un gesto de consuelo allá donde no había consuelo posible.
—Lo siento, Sarah —susurró McPherson.
—De acuerdo —se decidió Gleason—. Se lo contaré todo.