Martes, 18 de febrero, 13:30 horas
Los Angeles Times publicaba un extenso reportaje sobre el primer día en libertad de Jason Jessup después de veinticuatro años. El periodista y el fotógrafo se habían citado con él al amanecer en Venice Beach. Una vez allí, el protagonista de la noticia, que tenía cuarenta y ocho años, había probado suerte con su afición de juventud: el surf. Durante los primeros intentos, se había mostrado titubeante sobre la tabla que le habían prestado, pero no tardó en enderezarse y cabalgar sobre las olas. Una foto de Jessup bien erguido en la tabla mientras completaba un tirabuzón con los brazos extendidos y la mirada en el cielo destacaba sobre el resto en la primera página del periódico. La instantánea mostraba los resultados de las dos décadas que se había pasado levantando pesas en la cárcel. El cuerpo de Jessup era todo músculo. Tenía un aspecto esbelto y malvado.
Después de la playa, la siguiente parada había sido un restaurante de la franquicia In-N-Out en Westwood para tomarse una hamburguesa y unas patatas fritas con todo el ketchup que había querido. Una vez finalizado el almuerzo, Jessup acudió al despacho que Clive Royce tenía en el centro de la ciudad, donde mantuvo una reunión de dos horas con la batería de letrados que lo representaban, tanto en las causas civiles como en las penales. Se había vetado la presencia del Los Angeles Times en esa cita.
Jessup se pasó el resto de la tarde en el Chinese Theater de Hollywood, viendo una película titulada Shutter Island. Se compró un tanque de palomitas con mantequilla capaz de alimentar a una familia de cuatro miembros. No dejó ni un grano de maíz hinchado. Luego regresó a Venice, donde un colega surfista de los tiempos del instituto le había prestado una habitación en su apartamento, que estaba al lado de la playa. El día llegó a su fin con una barbacoa en la playa, acompañado de una cohorte de simpatizantes que nunca había dudado de su inocencia.
Permanecí en mi mesa de trabajo estudiando las fotos a todo color de Jessup que adornaban dos de las páginas interiores más destacadas del diario. Como de costumbre, este se había volcado con la historia. Mascaban los honores periodísticos que les supondría el hecho de ser testigos de excepción de la recta final de la carrera de Jessup hacia la libertad total. Había pocas historias periodísticas tan golosas como la de un hombre inocente que sale de la cárcel, y Los Angeles Times intentaba hasta la desesperación atribuirse parte del mérito de su puesta en libertad.
La foto más grande mostraba sin tapujos cómo disfrutaba Jessup frente a una bandeja roja de plástico en una de las mesas del In-N-Out. Esta contenía una hamburguesa doble completamente equipada, con patatas fritas dobles bañadas en ketchup y queso fundido. El pie de foto decía lo siguiente:
¿Por qué sonríe este hombre? 12:05 — Jessup se come su primera doble-doble en veinticuatro años. «Llevo una eternidad esperando esto».
Los demás pies no le andaban a la zaga, debajo de las imágenes que mostraban a Jessup en el cine con su tanque de palomitas, empuñando una cerveza en la barbacoa, abrazando a su amiguete del instituto o cruzando la puerta de cristal en la que se leía «Royce y Asociados, Abogados». A juzgar por el tono del artículo y de las fotos, nada hacía indicar que Jason Jessup todavía estaba acusado de haber asesinado a una niña de doce años.
La historia se centraba en la manera en que Jessup paladeaba la libertad, incapaz de hacer planes sobre su futuro hasta que se resolvieran sus «asuntos legales». Pensé que aquella era bonita forma de darle la vuelta a las cosas: convertir unos cargos por secuestro y asesinato, así como un juicio pendiente, en unos meros «asuntos legales».
Tenía el periódico desplegado sobre la mesa del escritorio que Lorna había alquilado para mi nueva oficina en Broadway. Estábamos en un segundo piso del edificio Bradbury, a solo tres manzanas del Tribunal Penal.
—Creo que deberías colgar algo de las paredes.
Alcé la vista. Era Clive Royce. Había franqueado la recepción sin anunciarse porque yo había enviado a Lorna a Philippe’s a comprar el almuerzo para los dos. Royce señaló hacia las paredes desnudas de mi despacho provisional. Cerré el periódico y lo apunté con la portada.
—Acabo de encargar una copia de 20 × 20 de la foto de Jessup sobre la tabla de surf. La colgaré en la pared.
Royce se acercó hasta mi mesa y cogió el periódico. Estudió la imagen como si la viera por primera vez, algo que ambos sabíamos que no era cierto. Royce se había comprometido a fondo a darle forma a la historia, y había obtenido una recompensa: la foto de la puerta de su despacho, con el nombre de su bufete estampado en el cristal.
—Sí, han hecho un gran trabajo, ¿no crees?
Me lo devolvió.
—Supongo que tienes razón… siempre que te guste que tus asesinos correteen bien contentos.
Royce no me respondió, de modo que proseguí.
—Sé lo que estás haciendo, Clive, porque yo en tu lugar haría lo mismo. Pero, tan pronto como nos hayan asignado un juez, le pediré que te pare los pies. No pienso permitir que siembres la confusión entre los miembros del jurado.
Royce frunció el ceño, como si lo que le sugería fuese completamente descabellado.
—Hay libertad de prensa, Mick. No puedes controlar a los medios de comunicación. El tipo acaba de salir de la cárcel y, te guste o no, eso es noticia.
—De acuerdo. Y también puedes conceder exclusivas a cambio de presencia mediática. Una presencia capaz de plantar una semilla en la cabeza de un posible miembro del jurado. ¿Qué tienes planeado para hoy? ¿Jessup ayudando a presentar el programa de las mañanas del Canal Cinco? ¿O tal vez colocarlo de jurado en el concurso de chili de la feria gastronómica estatal?
—Ya que lo mencionas, la Radio Pública Nacional quería hacerle un seguimiento durante el día de hoy, pero tenía mis reservas. He dicho que no. Asegúrate de contarle eso también al juez.
—Guau, ¿de verdad que les has dicho que no a los de la Radio Pública Nacional? ¿No se deberá a que la audiencia no encaja en el perfil que se le suele exigir a los jurados? ¿O acaso tienes algún plan mejor en marcha?
Royce volvió a fruncir el ceño. Me miraba como si lo hubiera empalado con mi lanza de integridad. Miró a su alrededor, agarró una silla del escritorio de Maggie y la acercó para colocarse frente a mí. Se sentó con las piernas cruzadas, se alisó el traje y procedió a hablar.
—A ver, Mick, dime. ¿Tu jefe piensa de verdad que, si te coloca en un edificio aparte, la gente pensará que no trabajas a sus órdenes? Nos tomas el pelo, ¿verdad?
Le sonreí. Se iba a quedar con las ganas de sacarme de mis casillas.
—Una vez más, Clive, déjame decirte, para que conste en acta, que en este asunto no tengo jefe. Soy independiente. No trabajo para Gabriel Williams.
Hice un gesto que abarcaba la habitación.
—Me encuentro aquí, y no en el tribunal, y todas mis decisiones relativas a este caso se tomarán desde este escritorio. Sin embargo, mis decisiones no son tan importantes ahora mismo. Eres tú quien tiene una decisión que tomar, Clive.
—¿Y de qué tipo de decisión me hablas? ¿Una resolución?
—Exacto. El plato especial del día. Solo se sirve hasta las cinco de la tarde. Tu hombre se declara culpable, yo retiro la petición de pena de muerte, y ambos llegamos a un acuerdo con el juez sobre la sentencia. Nunca se sabe, quizá Jessup salga libre si se computa el tiempo que ya ha cumplido en prisión.
Royce esbozó una sonrisa cordial y sacudió la cabeza.
—No me cabe la menor duda de que eso haría felices a las fuerzas vivas de esta ciudad. Sin embargo, temo tener que decepcionarte, Mick. Mi cliente sigue sin mostrar el menor interés por pactar un acuerdo. Y eso no va a cambiar. Lo cierto es que confiaba en que, a estas alturas, te hubieras dado cuenta de lo inútil que es ir a juicio, y que hubieras retirado los cargos. No puedes ganar, Mick. El estado debe ceder en esta ocasión y, por desgracia, tú eres el pringado que se presentó voluntario para que le dieran por el culo.
—Bueno, supongo que eso ya se verá, ¿no?
—Por supuesto que se verá.
Abrí el cajón central del escritorio y extraje un cedé metido en una funda verde de plástico. Lo deslicé por encima de la mesa y se lo acerqué.
—No pensaba que vendrías en persona a buscarlo, Clive. Supuse que enviarías a un detective o a un recadero. Tienes unos cuantos trabajando para ti, ¿no? Junto con un publicista a tiempo completo.
Royce cogió el cedé con parsimonia. En la funda de plástico podía leerse:
PRUEBA DE LA DEFENSA 1.
—Vaya, parece que hoy nos hemos levantado sarcásticos, ¿eh? Habría jurado que hace apenas dos semanas eras uno de los nuestros, Mick. Un humilde miembro del colegio de abogados defensores.
Asentí, contrito. Me había dado donde más dolía.
—Lo siento, Clive. Quizá se me esté subiendo a la cabeza el poder de la institución a la que represento.
—Acepto tus disculpas.
—Y siento haberte hecho perder el tiempo viniendo hasta aquí. Tal y como te adelanté por teléfono, ese cedé contiene toda la información de que disponemos hasta el momento. Se trata, sobre todo, de viejos expedientes e informes. No voy a jugar al escondite contigo, Clive. Me he encontrado en esa situación más veces de las que se pueden contar. De modo que cuando yo tenga algo, tú también lo tendrás. Pero, por ahora, esto es lo que hay.
Royce dio unos golpecitos en el borde de la mesa con la funda del cedé.
—¿Ninguna lista de testigos?
—La hay pero, por el momento, es básicamente igual que la del juicio de 1986. He añadido a mi detective y quitado algunos nombres, como los padres y otras personas ya fallecidas.
—No me cabe duda de que Felix Turner ha sido eliminado.
Sonreí como el gato de Chesire.
—Por suerte, no tendrás ocasión de llevarlo al juicio.
—Sí, es una pena. Me habría encantado metérselo al Estado por el culo.
Asentí. No se me escapó el hecho de que Royce había abandonado el inglés coloquial y ahora me estaba bombardeando con expresiones genuinamente estadounidenses. Era un síntoma de su frustración con respecto a Turner. Un sentimiento que, a tenor de mi larga trayectoria como abogado defensor, podía entender a la perfección. En el nuevo juicio no se realizaría mención alguna al anterior. Ninguno de los nuevos miembros del jurado sabría nada de lo que había ocurrido entonces. Y eso significaba que el hecho de que el Estado se valiera entonces de un recluso que había demostrado ser un chivato poco creíble no afectaría al nuevo equipo de la acusación, pese a la gravedad del pecado que había cometido la fiscalía.
Decidí proseguir.
—Debería tener otro cedé para ti a finales de esta semana.
—Sí. No dormiré pensando en lo que me traes.
Sarcasmo recibido.
—Ten presente una cosa, Clive. Una prueba es algo que va en dos direcciones. Si excedes los treinta días, iremos a ver al juez.
La normativa requería que cada una de las partes intercambiara todas las pruebas que hubiera recopilado. Para ello disponían de un plazo máximo de treinta días antes del inicio del juicio. Quien incumpliera este calendario se exponía a una sanción y le abría la puerta a un posible aplazamiento del juicio, porque en tal caso el juez podía considerar que la parte infractora necesitaba una ampliación de plazo para preparar mejor el caso.
—Sí, bueno. Hazte cargo: no esperábamos el giro de los acontecimientos que se ha producido —apuntó Royce—. En consecuencia, nuestra defensa está en pañales. Pero tampoco pienso jugar contigo, Mick. No tardaremos en pasarte un cedé… siempre y cuando hayamos encontrado alguna prueba que ofrecer.
Yo sabía que, por puro pragmatismo, la defensa no solía compartir muchas pruebas, a menos que su estrategia fuera adoptar una defensa numantina. Sin embargo, le había lanzado la advertencia porque recelaba de Royce. En un caso tan antiguo como el que nos ocupaba, podría intentar desenterrar o bien a algún testigo que aportara una coartada, o bien algún otro elemento que hubiera pasado desapercibido entonces. Y yo quería enterarme antes de que llegara a los tribunales.
—Te lo agradezco.
A sus espaldas, Lorna entraba en el despacho. Llevaba dos bolsas marrones, una de las cuales contenía mi sándwich de rosbif.
—Oh, disculpad. No sabía que…
Royce se dio la vuelta.
—Ah, la adorable Lorna. ¿Cómo estás, querida?
—Hola, Clive. Veo que tienes el cedé.
—Ciertamente. Gracias, Lorna.
Ya me había dado cuenta de que Royce exageraba el acento inglés y el tono formal en determinadas circunstancias; sobre todo, cuando tenía frente a sí a mujeres atractivas. Me preguntaba si aquello era consciente o no.
—Traigo dos sándwiches, Clive. ¿Te apetece uno?
No era el momento de que Lorna se mostrara magnánima.
—Creo que estaba a punto de marcharse —me apresuré a responder.
—Sí, cariño, debo irme. De todos modos, muchas gracias por tan amable oferta.
—Estaré aquí fuera si me necesitas, Mickey.
Lorna cerró la puerta y regresó a la recepción. Royce se giró de nuevo hacia mí y me habló entre susurros.
—Ya sabes que no deberías haber dejado escapar a esa, Mick. Era una joya. Y unir ahora fuerzas con la primera señora Haller para despojar a un hombre inocente de su largamente merecida libertad… Todo este asunto tiene algo de incestuoso, ¿no crees?
Me limité a mirarlo durante un buen rato.
—¿Necesitas algo más, Clive?
Alzó el cedé.
—Creo que con esto me bastará por hoy.
—Bien. Debo volver al trabajo.
Pasamos por delante de la recepción, lo acompañé hasta la salida y cerré la puerta tras él. Me volví para mirar a Lorna.
—Se me hace raro, ¿no crees? —me dijo—. Vernos a este lado, en el de la fiscalía.
—Sí.
Me tendió una de las bolsas del almuerzo.
—¿Puedo preguntarte algo? ¿Cuál de los dos sándwiches le ibas a dar? ¿El tuyo o el mío?
Me miró con gesto serio. A continuación le asomó una sonrisa de culpabilidad.
—Estaba siendo educada, ¿vale? Pensaba que tú y yo podríamos compartir uno.
Meneé la cabeza.
—No vayas por ahí ofreciéndole mi sándwich de rosbif a cualquiera. Y menos a un abogado defensor.
Le arranqué la bolsa de un tirón.
—Gracias, querida —le dije, con mi mejor acento británico.
Ella se rio y yo regresé a mi despacho a almorzar.