Martes, 18 de febrero, 7:18 horas
El desayuno transcurrió en silencio. Madeline Bosch removía los cereales con la cuchara, pero apenas se la llevaba a la boca. Bosch sabía que su hija no estaba enfadada porque él se dispusiera a pasar la noche lejos de casa. Ni tampoco porque no fuera a acompañarlo. Estaba convencido de que ella disfrutaba de los descansos que suponían sus escasos viajes. El motivo de su enfado eran las medidas que él había adoptado para cuidar de la niña en su ausencia. Su hija tenía catorce años, pero se comportaba como si tuviera veinticuatro. Si de ella hubiera dependido, la habrían dejado sola y ella cuidaría de sí misma. De no haber sido posible, habría preferido quedarse con su mejor amiga, que vivía calle arriba. Lo que menos le habría gustado es tener que alojar en casa a la señora Bambrough, una maestra del colegio.
Bosch sabía que era perfectamente capaz de cuidar de sí misma, pero aún no había llegado el momento. Solo llevaban unos pocos meses viviendo juntos, los mismos que habían transcurrido desde que ella perdiera a su madre. Él no estaba preparado para dejar sola a su hija, por mucho que ella insistiera con todas sus fuerzas en que sí lo estaba.
Bosch dejó de comer y la interpeló.
—Mira, Maddie, al día siguiente tienes colegio, y la última vez que te quedaste en casa de Rory os pasasteis la noche despiertas, y luego os quedasteis dormidas en la mayoría de las clases, para desesperación de todos vuestros profesores.
—Te dije que no lo volveríamos a hacer.
—Creo que debemos esperar un poco a averiguarlo. Le diré a la señora Bambrough que está bien que Rory venga a verte, pero que no se quede hasta la medianoche. Podéis hacer los deberes juntas, o algo.
—Como que va a querer venir sabiendo que me está vigilando la subdirectora. Muchas gracias, papá.
Bosch tuvo que concentrarse para no echarse a reír. Aquel asunto parecía muy sencillo, comparado con lo que ella había tenido que afrontar desde el pasado octubre, cuando empezó a vivir con él. Aún acudía de forma regular a sesiones de terapia, que parecían estar yéndole muy bien para sobrellevar la muerte de su madre. A Bosch le encantaba que sus discusiones versaran sobre quién iba a cuidar de ella. Mejor eso que pelearse por asuntos mucho más serios.
Miró el reloj. Era hora de irse.
—Si ya has concluido de jugar con la comida, puedes llevar el tazón al fregadero. Tenemos que ponernos en marcha.
—«Terminado», papá. Deberías usar la palabra correcta.
—Lo siento. ¿Has terminado de jugar con tus cereales?
—Sí.
—Bien. Pues vámonos.
Bosch se levantó de la mesa y se dirigió a su habitación para recoger la bolsa de viaje que yacía sobre la cama. Viajaba ligero de equipaje, pues confiaba en no pasar más de una noche fuera. Con algo de suerte, incluso era posible que pudieran coger algún vuelo de regreso esa misma noche.
Maddie le esperaba junto a la puerta con una mochila al hombro.
—¿Lista?
—No, solo estoy aquí de pie porque es bueno para la salud.
Bosch se acercó a ella y, antes de que pudiera reaccionar, le dio un beso en la coronilla. De todas formas, su hija trató de resistirse.
—Te pillé.
—¡Papáaaa!
Cerró la puerta detrás de ellos y colocó la bolsa de viaje en el asiento trasero del Mustang.
—Tienes tu llave, ¿verdad?
—Sí.
—Solo me aseguraba.
—¿Podemos irnos? No quiero llegar tarde.
Condujeron colina abajo en silencio. Al llegar al colegio, Bosch vio a Sue Bambrough poniendo orden en el carril en el que desembocaban los escolares al descender de los vehículos. Conseguía que los niños más lentos se apearan y se dirigieran sin demora hacia las aulas. Lo mantenía todo en orden.
—Pues ya sabes lo que toca, Mads. Llámame, o envíame un sms, o un vídeo, pero hazme saber que estás bien.
—Me bajo aquí.
Abrió la puerta de forma apresurada, antes de llegar al lugar donde se encontraba la subdirectora. Maddie salió del coche y se giró para agarrar su mochila. Bosch aguardó a que llegara la señal que le indicaría que todo estaba bien.
—Ándate con cuidado, papá.
Ahí estaba.
—Y tú también, cariño.
Maddie cerró la puerta. Bosch bajó el cristal y avanzó hasta llegar a la altura de Sue Bambrough. Esta se inclinó para asomar la cabeza por la ventanilla.
—Hola, Sue. Ahora está un poco enfurruñada, pero al final del día ya se le habrá pasado. Le he dicho que Aurora Smith puede venir a casa, siempre que no se quede hasta muy tarde. Quién sabe, quizás incluso hagan juntas parte de los deberes.
—No te preocupes por ella, Harry.
—He dejado el cheque en la mesa de la cocina, y hay algo de dinero suelto por si necesitáis cualquier cosa.
—Gracias, Harry. Si crees que la cosa se va a alargar más de una noche, házmelo saber. Por mi parte no hay ningún problema.
Bosch miró por el retrovisor. Quería hacerle una pregunta sin causar un atasco.
—¿Qué ocurre, Harry?
—Esto… Decir que has concluido de hacer algo, ¿es incorrecto? Ya sabes, ¿un mal uso del idioma?
Sue trató de disimular una sonrisa.
—Si te está corrigiendo es que los acontecimientos están siguiendo su curso. No te lo tomes como algo personal. Los machacamos con estas cosas y, cuando llegan a casa, lo que buscan es machacar a su vez a alguien. Lo correcto sería decir que has terminado de hacer algo. Pero se te entiende perfectamente.
Bosch asintió. Un conductor que había detrás de él hizo sonar el claxon. Dio por hecho que se trataba de alguien que tenía prisa por dejar a su hijo y no quería llegar tarde al trabajo. Saludó a Sue con la mano a modo de agradecimiento y se fue de allí.
Maggie «la Fiera» lo había llamado la noche anterior para contarle que no había ningún vuelo desde Burbank, por lo que debían tomar uno directo desde el aeropuerto de Los Ángeles. Ello significaba que tendrían que enfrentarse al brutal tráfico matinal. Bosch vivía en unas colinas que quedaban por encima de la autovía de Hollywood, la única autovía que no llevaba al aeropuerto. En su lugar bajó por Highland hasta Hollywood y luego se pasó a La Cienega. Se formó un embotellamiento a la altura de las refinerías de Baldwin Hills y se le agotó el margen de tiempo de que disponía. Luego tomó por La Tijera y, al llegar al aeropuerto, se vio forzado a estacionar el coche en uno de los caros aparcamientos colindantes, ya que no tenía tiempo de coger un autobús lanzadera desde los más baratos.
Rellenó en el mostrador los formularios que lo acreditaban como un agente del orden. A continuación, un agente del aeropuerto lo escoltó por los controles de seguridad. Por fin pudo llegar a la puerta de embarque, que estaba a punto de cerrarse. Buscó a McPherson con la mirada, pero no la vio. Dio por hecho que se encontraría en el interior del avión.
Embarcó y pasó por el ritual de presentarse y saludar. Entró en la cabina para mostrar su placa y repartir apretones de manos entre la tripulación. Acto seguido, se dirigió al fondo del aparato. McPherson y él se sentaban junto a sendas salidas de emergencia. Tan solo los separaba el pasillo. Ella ya había tomado asiento y empuñaba un vaso grande de Starbucks. Era evidente que había llegado con tiempo de sobra para coger el vuelo.
—Estaba convencida de que no te iba a dar tiempo —le dijo a Bosch.
—Me ha faltado el canto de un duro. ¿Cómo te las has arreglado para llegar tan temprano? Tú también tienes una hija.
—La dejé con Mickey anoche.
Bosch asintió.
—Salidas de emergencia. Eso está bien. ¿Con qué agencia de viajes trabajas?
—Con una buena. Por eso quería encargarme del asunto. Le mandaremos la factura al Departamento de Policía de Los Ángeles. Irá a tu nombre.
—Oh, qué detalle.
Bosch había guardado su bolsa de viaje en uno de los compartimentos superiores: quería disponer de espacio para estirar las piernas. Una vez se hubo sentado y abrochado el cinturón, vio que McPherson había embutido dos gruesos expedientes en la red del asiento delantero. Él no tenía nada con lo que mantenerse ocupado. Sus expedientes estaban dentro de la bolsa, pero no le apetecía levantarse para sacarlos. Extrajo el cuaderno de notas del bolsillo trasero del pantalón. Se disponía a girarse para preguntarle algo a McPherson, pero una azafata se acercó por el pasillo y se detuvo para susurrarle.
—Usted es el detective, ¿verdad?
—Esto… Sí. ¿Hay algún…?
Antes de que pudiera pronunciar la frase de Harry el Sucio, la azafata le informó de que lo habían ascendido a un asiento en primera clase que acababa de quedarse libre.
—Oh, es un gesto muy amable por su parte y por la del capitán, pero me temo que no puedo aceptarlo.
—No hay sobrecoste alguno. Es…
—No, no es eso. Verá, estoy aquí con esta dama, que es mi jefa, y yo…, quiero decir, nosotros… necesitamos hablar y trabajar en nuestro caso. De hecho, ella es fiscal.
La azafata apenas tardó un momento en comprender la explicación. Acto seguido, asintió con un gesto y le dijo que iba a regresar a la parte delantera del avión para informar a sus superiores.
—Y yo que creía que la caballerosidad había muerto —dijo McPherson—. Acabas de renunciar a un asiento en primera clase para estar conmigo.
—Ahora que caigo, debería haberle pedido que te lo ofreciera a ti. Eso sí que habría sido auténtica caballerosidad.
Bosch miró hacia el pasillo. La misma azafata sonriente se volvía hacia ellos.
—Estamos recolocando a algunos pasajeros y hemos encontrado espacio para ustedes dos. Acompáñenme.
Se levantaron y la siguieron pasillo arriba. Bosch, que marchaba detrás de McPherson, sacó la bolsa del compartimento. Ella se volvió y le sonrió.
—Aquí está mi caballero de reluciente armadura.
—Sí, claro —respondió Bosch.
Los asientos estaban el uno junto al otro en primera fila. McPherson se quedó con el de ventana. Al poco de haberse reubicado, el avión despegó para afrontar un vuelo de tres horas con destino a Seattle.
—Bueno —dijo McPherson—, Mickey me ha comentado que nuestra hija no conoce a la tuya.
Bosch asintió con un gesto.
—Sí, ya va siendo hora de que eso cambie.
—Sin duda. He oído que son de la misma edad, y que cuando comparasteis fotos resultó que incluso se parecen.
—Su madre y tú os dabais un aire. Tenía tu mismo color de piel.
«Y era tan ardorosa como tú», pensó Bosch. Sacó el teléfono y lo encendió para mostrarle una foto de Maddie.
—¡Es asombroso! —Exclamó McPherson—. Podrían ser hermanas.
Bosch no dejó de mirar la foto mientras hablaba.
—Este año ha sido muy duro para ella. Perdió a su madre y cruzó el océano. Dejó atrás a todos sus amigos. He intentado que llevara las cosas a su ritmo.
—Motivo de más para que conozca a la familia que tiene aquí.
Bosch se limitó a asentir. En el último año había dado largas a las numerosas llamadas en las que su hermanastro le pedía que sus hijas se conocieran. No tenía claro qué posibles relaciones lo hacían ser tan reticente, si las que pudieran establecerse entre las dos primas o las relativas a los dos hermanastros.
Consciente de que la conversación había llegado a su fin, McPherson desplegó la mesilla y extrajo los expedientes. Bosch apagó el móvil y lo guardó.
—Así pues, ¿nos ponemos a trabajar? —preguntó Bosch.
—Un poco. Quiero estar preparada.
—¿Hasta dónde deberíamos contarle? Pensaba que podríamos limitarnos a hablarle de la identificación. Confirmarlo y ver si está dispuesta a testificar de nuevo.
—¿Y no sacar el asunto del ADN?
—Exacto. Eso podría convertir un sí en un no.
—Pero ¿no tendría que saber todo lo que le espera?
—Llegado el momento, sí. Ha transcurrido mucho tiempo. Le he seguido el rastro. Ha pasado por etapas y experiencias muy duras, aunque parece que ha salido bastante bien de ellas. Supongo que, una vez estemos ahí, veremos qué hacer.
—Pues entonces improvisemos. Si llegado el caso nos da la impresión de que es lo correcto, creo que tendríamos que contárselo todo.
—Tú decides.
—Lo mejor del asunto es que solo tendrá que hacerlo una vez. No debemos buscar ni una audiencia preliminar ni un gran jurado. Jessup tuvo que pasar por los tribunales en 1986, pero eso no es lo que el Supremo ha revocado. De modo que vamos directamente a juicio. Solo la necesitaremos una vez, y punto.
—Eso está bien. Y tú velarás por ella.
—Sí.
Bosch asintió. Se daba por sentado que ella era mejor fiscal que Haller. Al fin y al cabo, era el primer caso de Haller. A Harry le alegraba que ella se ocupara de la testigo más importante del juicio.
—¿Y qué pasa conmigo? ¿Con cuál de los dos tengo que coordinarme?
—Todavía no lo hemos decidido. De hecho, Mickey cuenta con que Jessup testifique. Sé que lo está esperando. Pero no hemos hablado de quién se encargará de tu parte. Me imagino que dedicarás mucho tiempo a leerle al jurado las declaraciones juradas que se hicieron durante el primer juicio.
Cerró el expediente, con lo que dio por finalizado el trabajo.
Se pasaron el resto del vuelo conversando desenfadadamente sobre sus respectivas hijas y hojeando las revistas que reposaban delante de sus asientos. El avión aterrizó temprano en el aeropuerto de Seattle. Alquilaron un vehículo y se dirigieron hacia el norte. El coche venía equipado con un GPS, pero la agencia de viajes de la Fiscalía del Distrito le había entregado a McPherson información sumamente detallada acerca de cómo llegar a Port Townsend. Condujeron hasta Seattle y ahí se montaron en un ferry para cruzar el estrecho de Puget. Una vez hubieron aparcado el vehículo, subieron a tomarse un café a la cubierta, donde encontraron una mesa con vistas al exterior junto a unos ventanales. Bosch miraba por la ventana. McPherson lo sorprendió con una observación.
—No eres feliz. ¿Verdad, Harry?
Bosch la miró y se encogió de hombros.
—Este caso es muy extraño. Ya tiene veinticuatro años de antigüedad, el malo está entre rejas y lo primero que hacemos es sacarlo de ahí. No es que me haga infeliz, es que me resulta raro, ¿me comprendes?
Los labios de McPherson dibujaban una media sonrisa.
—No me refería al caso, sino a ti. No eres un hombre feliz.
Bosch bajó la mirada al café que sostenía con ambas manos, y lo sujetó a la mesa. No porque el ferry se moviera, sino porque tenía frío y de ese modo podía calentarse por dentro y por fuera.
—Vaya —respondió.
Un prolongado silencio se cernió entre ellos. No tenía claro qué debía compartir con esa mujer. Apenas hacía una semana que lo conocía, y ya estaba haciéndole comentarios personales.
—La verdad es que ahora no tengo tiempo para ser feliz —dijo a la postre.
—Mickey me contó lo que le pareció procedente sobre Hong Kong y lo que le ocurrió a tu hija.
Bosch asintió, aunque era consciente de que Maggie no conocía toda la historia. Nadie la conocía, a excepción de Madeline y él.
—Sí. Ahí se torcieron muchas cosas. Supongo que ese es el problema. Creo que si consigo hacer feliz a mi hija, entonces yo también lo seré. Sin embargo, no sé cuándo ocurrirá.
Alzó la mirada y encontró comprensión en sus ojos, lo que lo llevó a sonreír.
—Sí, deberíamos hacer que las primas se conozcan —dijo Bosch, y dio el tema por zanjado.
—Por supuesto.