Llegó el turno de Raul Levin en la sala de reuniones. Habíamos hablado cuando yo iba de camino a Century City y mientras daba mordiscos al sándwich de rosbif. Había conectado mi móvil al altavoz del teléfono del coche y le pedí a mi chófer que se pusiera los auriculares. Le había comprado un iPod en su primera semana en el trabajo. Levin me había explicado lo fundamental del caso, justo lo suficiente para llevar a cabo el interrogatorio inicial de mi cliente. A partir de ese momento, él llevaría la iniciativa en la sala y revisaría el caso, usando a la policía y los informes de pruebas para hacer añicos la versión de los hechos proporcionada por Roulet, para mostrarnos lo que la fiscalía tendría de su lado. Quería que se encargara Levin, al menos inicialmente, porque si iba a haber un aspecto chico bueno, chico malo en la defensa, yo quería ser aquel al que Roulet apreciara y en el que confiara. Quería ser el chico bueno.
Levin tenía sus propias notas además de las copias de los informes policiales que había obtenido de su fuente. Todo era material al que sin duda la defensa tenía derecho a acceder y que recibiría en el proceso de hallazgos, pero normalmente requiere semanas de bucear a través de los canales del tribunal en lugar de las horas que había tardado Levin. Mientras hablaba, mi investigador mantuvo la vista en estos documentos.
—Anoche a las diez y once minutos, por medio del número de emergencias novecientos once, el centro de comunicaciones del Departamento de Policía de Los Ángeles recibió una llamada de Regina Campo, desde el setenta y seis de White Oak Boulevard, apartamento doscientos once. Ella declaró que un intruso había entrado en su casa y la había atacado. Los agentes de patrulla respondieron y llegaron al lugar de los hechos a las diez y diecisiete. Era una noche tranquila, supongo, porque llegaron enseguida. Mucho más deprisa que el promedio de respuesta. En cualquier caso, los agentes de patrulla fueron recibidos en el aparcamiento por la señorita Campo, quien declaró que había huido del apartamento después del ataque. Ella informó a los agentes que dos vecinos llamados Edward Turner y Ronald Atkins estaban en su apartamento, reteniendo al intruso. El agente Santos se dirigió al apartamento, donde encontró al sospechoso de agresión, después identificado como el señor Roulet, tumbado en el suelo y controlado por Turner y Atkins.
—Ésos eran los dos moñas que estaban sentados encima de mí —dijo Roulet.
Miré a Roulet y vi que el destello de rabia remitió con rapidez.
—Los agentes pusieron al sospechoso bajo custodia —continuó Levin como si no le hubieran interrumpido—. El señor Atkins…
—Espera un momento —dije—. ¿Dónde lo encontraron en el suelo? ¿En qué habitación?
—No lo dice.
Miré a Roulet.
—Era en la sala de estar. No estaba lejos de la puerta. Yo nunca llegué tan lejos.
Levin tomó una nota antes de continuar.
—El señor Atkins sacó una navaja plegable con la hoja desplegada, que dijo que había sido encontrada en el suelo junto al intruso. Los agentes esposaron al sospechoso y llamaron a una ambulancia para que el personal médico tratara a Campo y Roulet, que tenía una laceración en la cabeza y una ligera conmoción. Campo fue transportada al Holy Cross Medical Center para ser atendida y fotografiada por un técnico en pruebas. Roulet fue puesto bajo custodia e ingresó en la prisión de Van Nuys. El apartamento de la señorita Campo fue precintado para procesar la escena del crimen y el caso se asignó a Martin Booker, detective del Valle de San Fernando.
Levin extendió sobre la mesa más fotocopias de fotos policiales de las lesiones de Regina Campo. Eran imágenes de frente y perfil de la cara y dos primeros planos de los hematomas en torno al cuello y un pequeño pinchazo bajo la mandíbula. La calidad de la copia era pobre y me di cuenta de que las fotocopias no merecían un examen serio. No obstante, me fijé en que todas las heridas faciales estaban en el lado derecho del rostro de Campo. Roulet tenía razón al respecto. O bien alguien la había golpeado repetidamente con la mano izquierda, o las heridas las había causado la propia mano derecha de Campo.
—Las tomaron en el hospital donde la señorita Campo presentó asimismo una declaración ante el detective Booker. En resumen, dijo que llegó a casa el domingo por la noche alrededor de las ocho y media y que estaba sola en su domicilio cuando llamaron a la puerta alrededor de las diez en punto. El señor Roulet se hizo pasar por alguien a quien Campo conocía y por eso ella abrió la puerta. Después de abrir la puerta, recibió inmediatamente un puñetazo del intruso y fue empujada hacia el interior del apartamento. El intruso entró y cerró la puerta. La señorita Campo intentó defenderse, pero fue golpeada al menos dos veces más y cayó al suelo.
—¡Eso es mentira! —gritó Roulet.
Dio un puñetazo en la mesa y se levantó, su silla rodó hacia atrás y golpeó sonoramente en el cristal del ventanal que había tras él.
—Eh, calma —le advirtió Dobbs—. Si rompes la ventana, esto es como un avión. Nos chuparía a todos y caeríamos al vacío.
Nadie sonrió a su intento de frivolidad.
—Louis, siéntese —dije con calma—. Esto son informes policiales, ni más ni menos. No se supone que sean la verdad. Son el punto de vista de la verdad que tiene una persona. Lo único que estamos haciendo es echar un primer vistazo al caso para saber con qué nos enfrentamos.
Roulet hizo rodar su silla otra vez hasta la mesa y se sentó sin volver a protestar. Hice una señal con la cabeza a Levin y éste continuó. Me fijé en que Roulet hacía mucho que había dejado de actuar como la presa dócil que había visto ese mismo día en el calabozo.
—La señorita Campo declaró que el hombre que la había atacado tenía el puño envuelto en un trapo blanco cuando le golpeó.
Miré las manos de Roulet al otro lado de la mesa y no vi hinchazón ni hematomas en los nudillos ni en los dedos. Envolverse el puño podría haberle permitido evitar esas heridas reveladoras.
—¿Lo guardaron como prueba? —pregunté.
—Sí —dijo Levin—. En el informe de pruebas se describe como una servilleta manchada de sangre. La sangre y el tejido se están analizando.
Asentí con la cabeza y miré a Roulet.
—¿La policía le miró o le fotografió las manos?
Roulet asintió.
—El detective me miró las manos, pero nadie hizo ninguna foto.
Repetí el gesto de asentimiento y le pedí a Levin que continuara.
—El intruso se sentó a horcajadas sobre la señorita Campo en el suelo y la agarró por el cuello —dijo—. El intruso le dijo a la señorita Campo que iba a violarla y que no le importaba que estuviera viva o muerta cuando lo hiciera. Ella no pudo responder porque el sospechoso la estaba estrangulando. Cuando él alivió la presión ella le dijo que cooperaría.
Levin colocó otra fotocopia en la mesa. Era una foto de una navaja de mango negro muy afilada. Explicaba la herida en la parte inferior del cuello de la víctima en la primera foto.
Roulet se acercó la fotocopia para examinarla más de cerca. Lentamente negó con la cabeza.
—No es mi navaja —dijo.
Yo no respondí y Levin continuó.
—El sospechoso y la víctima se levantaron y él le dijo que lo llevara al dormitorio. El sospechoso mantuvo su posición detrás de la víctima y apretó la punta de la navaja contra el lado izquierdo de la garganta. Cuando entraron en un corto pasillo que conducía a las dos habitaciones del apartamento, la señorita Campo se volvió en el espacio cerrado y empujó a su agresor contra un gran jarrón de pie. Mientras él trastabillaba sobre el jarrón, ella corrió hacia la puerta. Al darse cuenta de que su agresor se recuperaría y la alcanzaría en la entrada, se metió en la cocina y cogió una botella de vodka de la encimera. Cuando el intruso pasó junto a la cocina de camino a la puerta de la calle para atraparla, la señorita Campo salió desde el punto ciego y le golpeó en la nuca, haciéndole caer al suelo. Entonces la señorita Campo pasó por encima del hombre caído y abrió la puerta de entrada. Ella echó a correr y llamó a la policía desde el apartamento del primer piso, compartido por Turner y Atkins. Turner y Atkins volvieron al apartamento, donde encontraron al intruso inconsciente en el suelo. Mantuvieron su control sobre él mientras empezaba a recuperar la consciencia y permanecieron en el apartamento hasta que llegó la policía.
—Es increíble —dijo Roulet—. Tener que estar aquí sentado y escuchando esto. No puedo creer que me esté pasando a mí. Yo no lo hice. Es como una pesadilla. ¡Está mintiendo! Es…
—Si son todo mentiras, entonces será el caso más sencillo que haya tenido nunca —dije—. La destrozaré y echaré sus entrañas al mar. Pero hemos de saber qué ha declarado antes de construir trampas e ir a por ella. Y si le parece que es duro estar aquí sentado unos minutos, espere a que lleguemos a juicio y se prolongue durante días. Ha de controlarse, Louis. Ha de recordar que llegará su turno. La defensa siempre tiene su turno.
Dobbs se estiró y dio unos golpecitos en el antebrazo de Roulet en un bonito gesto paternal. Roulet le apartó el brazo.
—Y tanto que va a ir a por ella —dijo Roulet, señalándome el pecho con el dedo a través de la mesa—. Quiero que vaya a por ella con todo lo que tengamos.
—Para eso estoy aquí, y tiene mi promesa de que lo haré. Ahora deje que le haga unas preguntas a mi colega antes de terminar con esto.
Esperé para ver si Roulet tenía algo que decir. No. Se reclinó en su silla y juntó las manos.
—¿Has terminado, Raul? —pregunté.
—Por ahora. Todavía estoy trabajando en todos los informes. Debería tener una transcripción de la llamada al novecientos once mañana por la mañana y habrá más material en camino.
—Bien. ¿Y un kit de violación?
—¿Qué es un kit de violación? —preguntó Roulet.
—Es un proceso hospitalario en el que se recogen fluidos corporales, pelo y fibras del cuerpo de una víctima de violación —dijo Levin.
—¡No hubo violación! —exclamó Roulet—. Nunca la toqué…
—Lo sabemos —dije—. No lo he preguntado por eso.
Estoy buscando fisuras en el caso de la fiscalía. La víctima dijo que no fue violada, pero está denunciando lo que es a todas luces un delito sexual. Normalmente, la policía insiste en el kit, incluso cuando la víctima asegura que no hubo agresión. Lo hacen por si acaso la víctima fue realmente violada y está demasiado humillada para decirlo o quiere ocultar el alcance completo de la agresión a un marido o un familiar. Es un procedimiento estándar, y el hecho de que ella consiguiera convencerles para que no se lo hicieran podría ser significativo.
—No quería que le encontraran ADN del primer tipo —dijo Dobbs.
—Quizá —dije—. Podría significar muchas cosas. Pero podría ser una oportunidad. Sigamos. Raul, ¿hay alguna mención de este tipo con el cual la vio Louis?
—No, ninguna. No figura en el expediente.
—¿Y qué encontraron los técnicos de la escena del crimen?
—No tengo el informe, pero me han dicho que no se encontraron pruebas de naturaleza significativa durante la evaluación de la escena del crimen del apartamento.
—Está bien. No hay sorpresas. ¿Y la navaja?
—Sangre y huellas en la navaja. Pero todavía no hay nada en eso. Investigar al propietario será casi imposible. Puede comprarse una de esas navajas en cualquier tienda de pesca o de camping.
—Repito que no es mi navaja —interrumpió Roulet.
—Hemos de suponer que las huellas son del hombre que lo empuñó —dije.
—Atkins —respondió Levin.
—Exacto, Atkins —dije volviéndome hacia Louis—. Pero no me sorprendería encontrar huellas suyas también. No hay forma de saber lo que ocurrió cuando estaba inconsciente. Si puso sangre en su mano, entonces probablemente puso sus huellas en la navaja.
Roulet asintió con la cabeza y estaba a punto de decir algo, pero yo no lo esperé.
—¿Hay alguna declaración de ella en la que diga que estuvo en Morgan’s esa noche? —pregunté a Levin.
Él negó con la cabeza.
—No, la entrevista se realizó en la sala de urgencias y no fue formal. Fue básica y no se remontaron a la primera parte de la tarde. Ella no mencionó al tipo ni mencionó Morgan’s. Sólo dijo que había estado en casa desde las ocho y media. Le preguntaron lo que ocurrió a las diez. No se metieron en lo que había estado haciendo antes. Estoy seguro de que cubrirán todo eso en la investigación de seguimiento.
—Vale, si vuelven a ella para una entrevista formal, quiero la transcripción.
—Estoy en ello. Será en comisaría y con vídeo cuando lo hagan.
—Y si hay un vídeo de la escena del crimen, también lo quiero. Quiero ver su apartamento.
Levin asintió. Sabía que yo estaba haciendo una representación para el cliente y Dobbs, dándoles la sensación de mando sobre el caso y dejando claro que toda la leña estaba en el fuego. La realidad era que no necesitaba decirle nada de eso a Raul Levin. Ya sabía qué hacer y qué material tenía que conseguirme.
—Vale, ¿qué más? —pregunté—. ¿Tiene alguna pregunta, Cecil?
Dobbs pareció sorprendido de que de repente el foco se moviera a él. Negó rápidamente con la cabeza.
—No, no. Todo esto está bien. Estamos haciendo buenos progresos.
No tenía ni idea de qué quería decir con «progresos», pero lo dejé estar sin formular ninguna pregunta.
—Entonces, ¿qué le parece? —preguntó Roulet.
Lo miré y esperé un largo momento antes de responder.
—Creo que el estado tiene un caso sólido contra usted. Lo tienen en la casa de la víctima, tienen una navaja y tienen las heridas. También tienen lo que supongo que es sangre de la víctima en sus manos. Además de eso, las fotos son impactantes. Y, por supuesto, tendrán su testimonio. Sin haber visto ni hablado con la mujer, no sé lo impresionante que resultará ella.
Me detuve otra vez y exploté todavía más el silencio antes de continuar.
—Pero hay muchas cosas que no tienen: pruebas de una entrada forzada, ADN del sospechoso, un motivo o incluso un sospechoso con antecedentes de un crimen como éste o de cualquier otra índole. Hay muchas razones (razones legítimas) para que usted estuviera en ese apartamento. Además…
Miré más allá de Roulet y Dobbs, por la ventana. El sol estaba cayendo detrás de Anacapa y teñía el cielo de rosa y púrpura. Superaba cualquier cosa que hubiera visto desde las ventanas de mi despacho.
—¿Además qué? —preguntó Roulet, demasiado ansioso para esperarme.
—Además me tiene a mí. He sacado del caso a Maggie McFiera. El nuevo fiscal es bueno, pero es novato y nunca se ha enfrentado antes con alguien como yo.
—Entonces, ¿cuál es nuestro siguiente paso? —preguntó Roulet.
—El siguiente paso es que Raul siga con lo suyo, descubriendo lo que pueda de la supuesta víctima y de por qué mintió al decir que estaba sola. Necesitamos descubrir quién es ella y quién es el hombre misterioso y ver qué papel desempeña en nuestro caso.
—¿Y qué hará usted?
—Trataré con el fiscal. Organizaré algo con él, trataré de ver adónde va y tomaremos nuestra decisión de en qué dirección seguir. No tengo ninguna duda de que podré ir a la oficina del fiscal y podré llegar a un acuerdo. Pero requerirá una concesión. No…
—Le he dicho que no…
—Ya sé lo que ha dicho, pero tiene que escucharme. Podría conseguir un acuerdo nolo contendere, de manera que no tendrá que pronunciar la palabra «culpable», pero no me parece probable que el estado renuncie por completo en este caso. Tendrá que admitir algún tipo de responsabilidad. Es posible que evite la prisión, pero probablemente tendrá que cumplir con algún tipo de servicio a la comunidad. Ya lo he dicho. Es la primera recitación. Habrá más. Como su abogado, estoy obligado a decírselo y a asegurarme de que entiende sus opciones. Sé que no es lo que quiere ni lo que desea hacer, pero es mi obligación educarle en las elecciones. ¿De acuerdo?
—Bien, de acuerdo.
—Por supuesto, como sabe, cualquier concesión por su parte haría que una demanda civil contra usted presentada por la señorita Campo fuera pan comido. Así que, como supondrá, terminar pronto con el caso penal podría acabar costándole mucho más que mi minuta.
Roulet negó con la cabeza. El acuerdo con el fiscal ya no era una opción.
—Entiendo mis opciones —dijo—. Ha cumplido con su obligación, pero no voy a pagar ni un centavo por algo que no he hecho. No voy a declararme culpable de algo que no he hecho. Si vamos a juicio, ¿puede ganar?
Sostuve su mirada por un momento antes de responder.
—Bueno, comprenda que no sé lo que puede surgir desde ahora hasta entonces y que no puedo garantizarle nada… pero, sí, basándome en lo que veo ahora, puedo ganar este caso. Estoy confiado en ello.
Asentí con la cabeza y pensé que vi una expresión de esperanza en los ojos de Roulet. El vio el brillo de esperanza.
—Hay una tercera opción —dijo Dobbs.
Miré de Roulet a Dobbs, preguntándome qué clase de palo iba a poner en las ruedas de la locomotora del cliente filón.
—¿Y cuál es? —pregunté.
—La investigamos a fondo a ella y al caso. Quizás ayudamos al señor Levin con alguna de nuestra gente. La investigamos hasta las bragas y establecemos nuestra propia teoría creíble y pruebas para presentar a la fiscalía. Lo paramos antes de que llegue a juicio. Mostramos a ese fiscal pardillo dónde va a perder definitivamente el caso y le obligamos a que retire todos los cargos antes de que sufra un bochorno profesional. Además de eso, estoy seguro de que ese hombre trabaja para un hombre que dirige la fiscalía y que es vulnerable a, digamos, presiones políticas. Las aplicamos hasta que las cosas se giren de nuestro lado.
Sentí ganas de darle una patada a Dobbs por debajo de la mesa. Su plan no sólo implicaba reducir a menos de la mitad mis mejores honorarios de siempre, no sólo daba la parte del león del dinero del cliente a los investigadores, incluidos los suyos, sino que sólo podía haber salido de un abogado que nunca había defendido un caso penal en toda su carrera.
—Es una idea, pero es muy arriesgada —dije con calma—. Si uno puede dinamitar su caso y acude a ellos antes del juicio para mostrarles cómo, también le está dando una pista de qué hacer y qué evitar en el juicio. No quiero hacer eso.
Roulet asintió con la cabeza y Dobbs pareció un poco desconcertado. Decidí dejarlo así e insistir en ello con Dobbs cuando pudiera hacerlo sin que estuviera presente el cliente.
—¿Y los medios? —preguntó Levin, cambiando de tema, afortunadamente.
—Buena pregunta —dijo Dobbs, también ansioso por cambiar de tema—. Mi secretaria dice que tengo mensajes de dos periódicos y dos televisiones.
—Probablemente yo también —dije.
Lo que no mencioné era que los mensajes que había recibido Dobbs los había dejado Lorna Taylor siguiendo mis instrucciones. El caso todavía no había atraído a los medios, salvo al cámara freelance que se había presentado en la primera comparecencia. Aun así, quería que Dobbs, Roulet y su madre creyeran que podían aparecer en los diarios en cualquier momento.
—No queremos publicidad en esto —dijo Dobbs—. Ésta es la peor publicidad que uno puede conseguir.
Parecía un maestro en afirmar lo obvio.
—Todos los medios deberían ser dirigidos a mí —dije—. Yo me ocuparé de los medios, y la mejor manera de ocuparse es no hacerles caso.
—Pero hemos de decir algo para defenderle —dijo Dobbs.
—No, no hemos de decir nada. Hablar del caso lo legitima. Si entras en un juego de hablar con los medios, mantienes la historia viva. La información es oxígeno. Sin oxígeno se apaga. Por lo que a mí respecta, dejemos que se apague. O al menos esperemos hasta que sea imposible evitarlos. Si eso ocurre, sólo una persona hablará por Louis. Yo.
Dobbs asintió a regañadientes. Yo señalé a Roulet con el dedo.
—Bajo ninguna circunstancia hable con un periodista, ni siquiera para negar las acusaciones. Si contactan con usted, me los envía. ¿Entendido?
—Entendido.
—Bien.
Decidí que habíamos dicho suficiente para una primera reunión. Me levanté.
—Louis, ahora le llevaré a casa.
Pero Dobbs no iba a soltar a su cliente tan fácilmente.
—De hecho, la madre de Louis me ha invitado a cenar —dijo—. Así que lo llevaré yo, porque voy allí.
Di mi aprobación con un asentimiento. Al parecer al defensor penal nunca lo invita nadie a cenar.
—Bien —dije—. Pero nos reuniremos allí. Quiero que Raul vea su casa y Louis ha de darme ese cheque del que hablamos antes.
Si creían que me había olvidado del dinero, no me conocían en absoluto. Dobbs miró a Roulet y obtuvo un gesto de asentimiento. El abogado de la familia me miró mí.
—Parece un plan —dijo—. Nos reuniremos allí.
Al cabo de quince minutos, estaba en la parte de atrás del Lincoln con Levin. Seguíamos a un Mercedes plateado que llevaba a Dobbs y Roulet. Yo estaba hablando por teléfono con Lorna. El único mensaje de importancia era de la fiscal de Gloria Dayton, Leslie Faire. El mensaje era que trato hecho.
—Bien —dijo Levin cuando cerré el teléfono—. ¿Qué opinas?
—Opino que podemos ganar un montón de dinero con este caso y que vamos a cobrar el primer plazo. Lamento arrastrarte hasta ahí. No quería que pareciera que sólo se trataba del cheque.
Levin asintió con la cabeza, pero no dijo nada. Al cabo de unos segundos, continué.
—Todavía no sé qué pensar —dije—. Lo que ocurriera en ese apartamento ocurrió deprisa. Eso es un alivio para nosotros. No hubo violación, no hay ADN. Eso nos da un brillo de esperanza.
—Me recuerda a Jesús Menéndez, sólo que sin ADN. ¿Te acuerdas de él?
—Sí, pero no quiero hacerlo.
Trataba de no pensar en clientes que estaban en prisión sin esperanza de apelación ni ninguna otra cosa que años por delante para volverse locos. Hago lo posible en todos los casos, pero a veces no hay nada que pueda hacer. El caso de Jesús Menéndez fue uno de ellos.
—¿Vas bien de tiempo para esto? —pregunté, volviendo al camino.
—Tengo algunas cosas, pero puedo moverlas.
—Vas a tener que trabajar por las noches. Necesito que vayas a esos bares. Necesito saberlo todo sobre él, y todo sobre ella. Este caso parece simple en este punto. Si cae ella, el caso cae.
Levin asintió. Tenía el maletín en el regazo.
—¿Llevas la cámara?
—Siempre.
—Cuando lleguemos a la casa, saca unas fotos de Roulet. No quiero que enseñes su foto policial en los bares. Distorsionaría las cosas. ¿Puedes conseguir una foto de la mujer sin la cara destrozada?
—Tengo la foto de su carnet de conducir. Es reciente.
—Bien. Hazla correr. Si encontramos algún testigo que la viera en la barra de Morgan’s anoche, estamos salvados.
—Por ahí pensaba empezar. Dame una semana o así. Nos veremos antes de la lectura de cargos.
Asentí. Circulamos en silencio durante unos minutos, pensando en el caso. Estábamos pasando por los llanos de Beverly Hills, dirigiéndonos hacia los barrios donde el dinero de verdad se oculta y espera.
—¿Y sabes qué más creo? —dije—. Dinero y todo lo demás aparte, creo que hay una posibilidad de que no esté mintiendo. Su historia es lo bastante estrafalaria para ser cierta.
Levin silbó suavemente entre dientes.
—¿Crees que podrías haber encontrado al hombre inocente? —dijo.
—Sería la primera vez —dije—. Si lo hubiera sabido esta mañana, le habría cargado el plus del hombre inocente. Si eres inocente pagas más, porque eres mucho más difícil de defender.
—No es verdad.
Pensé en la idea de tener a un inocente como cliente y en los peligros que entrañaba.
—¿Sabes qué decía mi padre de los clientes inocentes?
—Pensé que tu padre había muerto cuando tenías seis años.
—Cinco. Ni siquiera me llevaron al funeral.
—¿Y hablaba contigo de clientes inocentes cuando tenías cinco años?
—No, lo leí en un libro mucho después de que él muriera. Dijo que el cliente más aterrador que un abogado podía tener es un cliente inocente. Porque si la cagas y va a prisión, te atormenta toda la vida.
—¿Lo dijo así?
—Más o menos. Dijo que no hay término medio con un cliente inocente. Ni negociación, ni trato con el fiscal, no hay punto medio. Sólo hay un veredicto. Has de poner un veredicto de inocente en el marcador. No hay ningún otro veredicto que el de inocente.
Levin asintió pensativamente.
—La conclusión es que mi padre era un abogado condenadamente bueno y no le gustaba tener clientes inocentes —dije—. Yo tampoco estoy seguro de que me guste.