Había una ventanilla de control para los abogados que me permitió saltarme la larga cola de visitantes que esperaban para entrar a ver a sus seres queridos encarcelados en una de las torres. Cuando le dije al agente de la ventanilla a quién quería ver, éste escribió el nombre en el teclado del ordenador y no me dijo nada de que Gloria estuviera en la enfermería o no disponible. Imprimió un pase de visitante que deslizó en la funda de plástico de una placa con clip y me dijo que me la pusiera y que no me la quitara mientras permaneciera en el recinto penitenciario. Dicho esto, me pidió que me apartara de la ventanilla y esperara a un escolta para abogados.
—Tardará unos minutos —anunció.
Sabía por experiencia previa que mi móvil no tenía cobertura en el interior de la prisión y que si salía para utilizarlo podía perderme a mi escolta, con lo cual tendría que repetir todo el protocolo de entrada. Así que me quedé y observé las caras de la gente que venía a visitar a los encarcelados. La mayoría eran negros o hispanos. La mayoría tenían la expresión de rutina en sus rostros. Probablemente la mayoría conocía el terreno mucho mejor que yo.
Al cabo de veinte minutos, una mujer grande vestida con uniforme de sheriff llegó a la zona de espera y me recogió. Sabía que no había ingresado en el departamento del sheriff con esas dimensiones. Al menos tenía cuarenta kilos de sobrepeso y daba la sensación de que el simple hecho de caminar le costaba un gran esfuerzo. También sabía que una vez que alguien entra en el departamento es difícil echarlo. Lo mejor que ella podría hacer en caso de un intento de fuga sería apoyarse contra una puerta para mantenerla cerrada.
—Lamento haber tardado tanto —me dijo mientras esperábamos entre las dos puertas de acero de la torre de las mujeres—. Tenía que ir a buscarla y asegurarme de que todavía estaba aquí.
Ella hizo una señal a la cámara que había encima de la segunda puerta para indicar que todo iba bien y el cierre se desbloqueó.
—La estaban curando en la enfermería.
—¿Curando?
No sabía que en prisión hubiera un programa de tratamiento de drogas que incluyera «curar» a adictos.
—Sí, está lesionada —dijo la ayudante del sheriff—. Recibió un poco en una refriega. Ella se lo contará.
Decidí no hacer más preguntas. En cierto modo, estaba aliviado de que el retraso médico no se debiera —al menos directamente— al consumo o adicción a las drogas.
La ayudante del sheriff me condujo a la sala de abogados, en la cual había estado muchas veces con anterioridad con clientes diferentes. La inmensa mayoría de mis clientes eran hombres y yo no discriminaba, aunque la verdad es que detestaba representar a mujeres encarceladas. Desde prostitutas a asesinas —y había defendido a todas— había algo que causaba pena en una mujer en prisión. Había descubierto que casi en la totalidad de las ocasiones en el origen de sus delitos se hallaba un hombre. Hombres que se aprovechaban de ellas, que abusaban de ellas, que las abandonaban, que las herían. No es que quiera decir que aquellas mujeres no fueran responsables de sus actos ni que algunas de ellas no merecieran los castigos que recibían. Había depredadoras entre las filas de las mujeres que rivalizaban con facilidad con sus homólogos masculinos, pero, a pesar de todo, las mujeres que vi en prisión parecían muy diferentes de los hombres que ocupaban la otra torre. Los hombres todavía sobrevivían mediante tretas y fuerza. A las mujeres no les quedaba nada una vez que les cerraban la puerta.
La zona de visita era una fila de cabinas en las cuales un abogado podía sentarse en un lado y hablar con una clienta sentada en el otro lado, separados por una lámina transparente de plexiglás de cuarenta y cinco centímetros. Un agente sentado en una cabina de cristal situada al final de la sala observaba la escena, aunque supuestamente no escuchaba. Si había que pasar algún papel a la clienta, el abogado tenía que levantarlo para que el agente lo viera y diera su aprobación.
Mi escolta me condujo a una cabina y me dejó allí. Esperé otros diez minutos hasta que la misma agente apareció con Gloria Dayton en el otro lado del plexiglás. Inmediatamente vi que mi clienta presentaba una hinchazón en torno al ojo izquierdo y un punto de sutura sobre una pequeña laceración justo debajo del pico entre las entradas del pelo. Gloria Dayton tenía el cabello negro azabache y piel aceitunada. Había sido muy guapa. La primera vez que la representé, hacía siete u ocho años, era hermosa. Tenía la clase de belleza que te deja pasmado ante el hecho de que la estuviera vendiendo, de que venderse a desconocidos fuera su mejor o única opción. Esta vez me miró con dureza. Los rasgos de su rostro estaban tensos. Había visitado a cirujanos que no eran los mejores, y en cualquier caso, nada se podía hacer con unos ojos que han visto demasiado.
—Mickey Mantle —dijo—. ¿Vas a batear por mí otra vez?
Ella lo dijo en su voz de niña pequeña que supongo que a sus clientes habituales les gustaba o les excitaba. A mí simplemente me sonó extraña, viniendo de aquella boca apretada y aquella cara con ojos que eran tan duros y tenían en ellos tan poca vida como un par de canicas.
Ella siempre me llamaba Mickey Mantle, aunque había nacido después de que el gran bateador se hubiera retirado y probablemente sabía poco de él o del juego al que jugó. Para ella era sólo un nombre. Supongo que la alternativa habría sido llamarme Mickey Mouse y probablemente no me habría gustado demasiado.
—Lo voy a intentar, Gloria —le dije—. ¿Qué te ha pasado en la cara? ¿Cómo te has hecho daño?
Ella hizo un gesto despreciativo con la mano.
—Hubo un pequeño desacuerdo con algunas de las chicas de mi celda.
—¿Sobre qué?
—Cosas de chicas.
—¿Os colocáis ahí?
Ella pareció indignada y trató de hacer un mohín.
—No.
La estudié. Parecía sobria. Quizá no se estaba colocando y quizá la pelea no se había producido por eso.
—No quiero quedarme aquí, Mickey —dijo con su voz real.
—No te culpo. Yo tampoco quiero estar aquí y he de irme.
Inmediatamente lamenté haber dicho esta última parte y recordarle su situación. Ella pareció no advertirlo.
—¿Crees que podrías meterme en uno de esos como-se-llamen prejudiciales donde pueda ponerme bien?
Pensé que era interesante cómo los adictos llamaban tanto a colocarse como a desintoxicarse de la misma manera: ponerme bien.
—El problema, Gloria, es que la última vez ya te puse en un programa de intervención prejudicial, ¿recuerdas? Y obviamente no funcionó. Así que esta vez, no sé. Tienen plazas limitadas y a los jueces y fiscales no les gusta enviar a gente una segunda vez cuando no lo han aprovechado a la primera.
—¿Qué quieres decir? —protestó ella—. Saqué provecho. Estuve todo el tiempo.
—Es verdad. Eso estuvo bien. Pero en cuanto terminó volviste a hacer lo que haces, y aquí estamos otra vez. Ellos no lo calificarían de éxito. No creo que pueda meterte en un programa esta vez. Creo que has de estar preparada para que esta vez sean más duros.
Bajó la mirada.
—No puedo hacerlo —dijo con voz débil.
—Mira, tienen un programa en prisión. Puedes recuperarte y salir con otra oportunidad de empezar de nuevo limpia.
Ella negó con la cabeza; parecía hundida.
—Has recorrido un largo camino, pero no puedes continuar —dije—. Yo en tu lugar pensaría en salir de aquí. Me refiero a Los Ángeles. Vete a algún sitio y empieza de nuevo.
Gloria me miró con rabia en los ojos.
—¿Empezar de nuevo y hacer qué? Mírame. ¿Qué voy a hacer? ¿Casarme, tener hijos y plantar flores?
Yo no tenía respuesta y ella tampoco.
—Hablemos de eso cuando llegue el momento. Por ahora, preocupémonos del caso. Cuéntame lo que pasó.
—Lo que pasa siempre. Revisé al tipo y todo cuadraba. Parecía legal. Pero era un poli y eso fue todo.
—¿Fuiste tú a verlo?
Ella asintió.
—Al Mondrian. Tenía una suite… Ésa es otra, los polis normalmente no tienen suites. No tienen tanto presupuesto.
—¿No te dije lo estúpido que es llevar coca cuando vas a trabajar? Y si un tipo te pide alguna vez que lleves coca, sabrás que es un poli.
—Sé todo eso, y no me pidió que llevara. Lo olvidé, ¿vale? Me la dio un tipo al que fui a ver justo antes que a él. ¿Qué se supone que tenía que hacer, dejarla en el coche para que se la llevaran los aparcacoches del Mondrian?
—¿Quién te la dio?
—Un tipo en el Travelodge de Santa Mónica. Me lo hice antes con él y me la ofreció en lugar de dinero. Después de irme escuché los mensajes y tenía esa llamada del tipo del Mondrian. Así que lo llamé, quedamos y fui directamente. Me olvidé de lo que llevaba en el bolso.
Asintiendo con la cabeza me incliné hacia delante. Estaba viendo un brillo, una posibilidad.
—¿Quién es ese tipo del Travelodge?
—No lo sé, sólo un tipo que vio mi anuncio en la web.
Ella concertaba sus citas a través de un sitio web en el que aparecían fotografías, números de teléfono y direcciones de correo electrónico de las chicas de compañía.
—¿Dijo de dónde era?
—No. Era mexicano o cubano o algo.
—Cuando te dio la coca, ¿viste si tenía más?
—Sí, tenía más. Confiaba en que volviera a llamarme…, pero no creo que yo fuera lo que él esperaba.
La última vez que miré el anuncio de Gloria Dayton en LA-Darlings.com para comprobar si seguía en el mundillo, las fotos que había colgado tenían al menos cinco años y ella parecía diez años más joven. Supuse que podían llevar a algún desengaño cuando sus clientes abrieran las puertas de sus habitaciones de hotel.
—¿Cuánta coca tenía?
—No lo sé. Sólo sé que tenía que quedarle más, porque si no, no me la habría dado.
Era una buena reflexión. El brillo se estaba haciendo más intenso.
—¿Lo identificaste?
—Claro.
—¿Qué, su carnet de conducir?
—No, su pasaporte. Dijo que no tenía carnet.
—¿Cómo se llamaba?
—Héctor algo.
—Vamos, Gloria. Héctor qué. Trata de re…
—Héctor algo Moya. Eran tres nombres. Pero recuerdo el Moya.
—Vale, está bien.
—¿Crees que es algo que puedes usar para ayudarme?
—Quizá, depende de quién sea el tipo, de si puedo cambiarlo por algo.
—Quiero salir.
—Vale, escucha, Gloria. Voy a ver a la fiscal y a ver qué piensa y qué puedo hacer por ti. Te han pedido una fianza de veinticinco mil dólares.
—¿Qué?
—Es más alta de lo habitual por las drogas. No tienes veinticinco mil, ¿no?
Ella negó con la cabeza. Vi que los músculos de su rostro se contorsionaban. Supe lo que se avecinaba.
—¿Puedes responder por mí, Mickey? Te prometo que…
—No puedo hacerlo, Gloria. Es una regla y puedo meterme en problemas si la rompo. Vas a tener que pasar aquí la noche y te llevarán a la lectura de cargos por la mañana.
—No —dijo ella, casi como un gemido.
—Sé que va a ser duro, pero has de superarlo. Y has de estar bien por la mañana en la comparecencia o no tendré ninguna oportunidad de rebajar la fianza y sacarte de aquí. Así que olvídate de esa mierda que trafican ahí dentro. ¿Entendido?
Ella levantó los brazos por encima de la cabeza, como si se estuviera protegiendo de una caída de escombros. Apretó las manos en puños en un acto reflejo provocado por el miedo. Tenía una larga noche por delante.
—Has de sacarme mañana.
—Haré todo lo posible.
Hice una seña al ayudante del sheriff que estaba en la cabina de observación. Estaba listo para irme.
—Una última cosa —dije—. ¿Te acuerdas de en qué habitación estaba el tipo del Travelodge?
Ella pensó un momento antes de responder.
—Sí, era fácil. La tres treinta y tres.
—Vale, gracias. Veré qué puedo hacer.
Gloria Dayton se quedó sentada cuando yo me levanté. La agente de escolta volvió pronto y me dijo que tendría que esperar, porque primero tenía que llevar a Gloria a su celda. Miré mi reloj. Eran casi las dos. No había comido y me dolía la cabeza. Además sólo disponía de dos horas para ir a ver a Leslie Faire en la oficina del fiscal y hablar de Gloria y después irme a Century City para la reunión del caso con Roulet y Dobbs.
—¿No hay nadie más que pueda sacarme de aquí? —dije con irritabilidad—. Necesito ir al tribunal.
—Lo siento, señor, así funciona.
—Bueno, por favor, dese prisa.
—Siempre lo hago.
Al cabo de quince minutos me di cuenta de que mis quejas a la ayudante del sheriff sólo habían logrado que ésta me dejara esperando todavía más que si hubiera mantenido la boca cerrada. Como un cliente de restaurante que se queja porque la sopa está fría y cuando se la vuelven a traer está quemando y con un pronunciado gusto a saliva. Debería haberlo imaginado.
En el rápido trayecto al edificio del tribunal penal llamé a Raul Levin. Había vuelto a su oficina de Glendale y estaba mirando los informes de la policía correspondientes a la investigación y detención de Roulet. Le dije que lo dejara de lado para hacer unas llamadas. Quería ver qué podía averiguar del tipo de la habitación 333 del Travelodge de Santa Mónica. Le expliqué que necesitaba la información ayer. Sabía que tenía fuentes y formas de investigar el nombre de Héctor Moya. Simplemente no quería saber quién o cuál era esa fuente. Sólo me interesaban los resultados.
Cuando Earl se detuvo en un stop delante del edificio del tribunal penal, le dije que mientras yo estuviera dentro podía irse a Philippe’s y comprar unos sándwiches de rosbif. Me comería el mío de camino a Century City. Le pasé un billete de veinte dólares por encima del asiento y salí.
Mientras esperaba el ascensor en el siempre repleto vestíbulo del edificio del tribunal, saqué una pastilla de paracetamol de mi maletín con la esperanza de que frenara la migraña que se me venía encima por la falta de comida. Tardé diez minutos en llegar a la novena planta y pasé otros quince esperando a que Leslie Faire me recibiera. Sin embargo, no me importó la espera porque Raul Levin me llamó justo antes de que me dejaran pasar. Si Faire me hubiera recibido enseguida, yo habría entrado sin la munición adicional.
Levin me explicó que el hombre de la habitación 333 del Travelodge se había registrado con el nombre de Gilberto García. El motel no le pidió identificación porque pagó en efectivo y por adelantado por una semana y dejó un depósito de cincuenta dólares para los gastos de teléfono. Levin también había investigado el nombre que yo le había dado y se encontró con un Héctor Arrande Moya, un colombiano en busca y captura desde que huyó de San Diego cuando un jurado de acusación federal lo había inculpado por tráfico de drogas. En conjunto era un material muy bueno y planeaba utilizarlo con la fiscal.
Faire compartía despacho con otros tres fiscales. Dos se habían ido, probablemente al tribunal, pero había un hombre al que no conocía sentado ante el escritorio de la esquina opuesta a la de Faire. Tendría que hablar con ella con su compañero como testigo. Aborrecía hacerlo porque sabía que el fiscal con quien tenía que tratar en estas situaciones muchas veces actuaba para los presentes en la sala, tratando de sonar duro y astuto, a veces a costa de mi cliente.
Aparté una silla de uno de los escritorios libres y me la llevé para sentarme. Me salté las falsas galanterías y fui al grano porque tenía hambre y poco tiempo.
—Ha presentado cargos contra Gloria Dayton esta mañana —dije—. Soy su abogado y quiero saber qué podemos hacer al respecto.
—Bueno, se puede declarar culpable y cumplir de uno a tres años en Frontera —dijo como si tal cosa y con una sonrisa que no era más que una mueca.
—Estaba pensando en una intervención prejudicial.
—Estaba pensando que ella ya probó un bocado de esa manzana y lo escupió. Ni hablar.
—Mire, ¿cuánta coca llevaba encima, un par de gramos?
—Sigue siendo ilegal, no importa cuánta llevara. Gloria Dayton ha tenido numerosas oportunidades para rehabilitarse y evitar la prisión. Pero se le han terminado. —Se volvió hacia su mesa, abrió una carpeta y miró la hoja superior—. Nueve arrestos sólo en los últimos cinco años —dijo—. Es su tercera acusación por drogas y nunca ha pasado más de tres días en prisión. Olvídese de intervenciones prejudiciales. Alguna vez tiene que aprender y será ésta. No estoy dispuesta a discutir sobre eso. Si se declara culpable, pediré de uno a tres. Si no, iré en busca del veredicto y ella correrá el riesgo con el juez y la sentencia. Pediré la máxima pena.
Asentí con la cabeza. La reunión iba como había previsto que iría con Faire. Una sentencia de uno a tres años probablemente resultaría en una estancia de nueve meses entre rejas. Sabía que Gloria Dayton podía soportarlo y probablemente debía hacerlo. Pero todavía tenía una carta que jugar.
—¿Y si tiene algo con lo que negociar?
Faire resopló como si fuera un chiste.
—¿Como qué?
—El número de una habitación de hotel en la que un traficante importante está haciendo negocios.
—Suena un poco vago.
Era vago, pero supe por el cambio en su tono de voz que estaba interesada. A todos los fiscales les gusta negociar.
—Llame a los chicos de narcóticos. Pídales que comprueben el nombre de Héctor Arrande Moya en el sistema. Es colombiano. Puedo esperar.
Ella vaciló. Claramente no le gustaba ser manipulada por un abogado defensor, especialmente cuando otro fiscal podía oírlo. Pero el anzuelo ya estaba echado.
Faire se volvió otra vez en su escritorio e hizo una llamada. Escuché un lado de la conversación. Ella le dijo a alguien que buscara el historial de Moya. Esperó un rato y escuchó la respuesta. Le dio las gracias a la persona a la que había llamado y colgó. Se tomó su tiempo para volverse hacia mí.
—Vale —dijo—. ¿Qué quiere? Ya lo tenía preparado.
—Quiero una intervención prejudicial y que retiren todos los cargos si termina con éxito el programa. Ella no declara contra el tipo y su nombre no aparece en ningún documento. Simplemente les proporciona el nombre del hotel y el número de la habitación en la que está y su gente hace el resto.
—Han de presentar cargos. Tiene que declarar. Supongo que los dos gramos que tenía se los dio ese tipo. Ha de hablarnos de eso.
—No. La persona con la que ha hablado le habrá dicho que está en busca y captura. Pueden detenerlo por eso.
La fiscal reflexionó durante unos segundos, moviendo la mandíbula adelante y atrás como si probara el gusto del trato y decidiera si quería comer más. Yo sabía cuál era el punto débil. El acuerdo consistía en un intercambio, pero era un intercambio con un caso federal. Eso significaba que detendrían al tipo y los federales se harían cargo. No habría gloria fiscal para Leslie Faire, a no ser que aspirara a dar el salto algún día a la Oficina del Fiscal Federal.
—Los federales la van a adorar por esto —dije, tratando de meterme en su conciencia—. Es un tipo peligroso, y probablemente pronto se irá del hotel y se perderá la oportunidad.
Ella me miró como si yo fuera un insecto.
—No intente eso conmigo, Haller.
—Perdón.
Faire volvió a sus cavilaciones. Lo intenté de nuevo.
—Una vez que tienen su localización siempre pueden preparar una compra.
—Quiere hacer el favor de callarse. No puedo pensar.
Levanté las manos en ademán de rendición y me callé.
—Muy bien —dijo ella finalmente—. Déjeme hablar con mi jefe. Déme su número y le llamaré después. Pero ya le digo ahora mismo que si aceptamos, ella tendrá que ir a un programa cerrado. Algo en el County-USC. No vamos a perder un puesto residencial con ella.
Lo pensé y asentí. El County-USC era un hospital con un ala penitenciaria en la que se trataba a internos heridos, enfermos y adictos. Lo que Leslie Faire estaba ofreciendo era un programa en el que Gloria Dayton podría ser tratada de su adicción y puesta en libertad una vez completado el tratamiento. No se enfrentaría a ningún cargo ni a pasar más tiempo en prisión.
—Por mí está bien. —Miré mi reloj. Tenía que irme—. Nuestra oferta es válida hasta la comparecencia de mañana —añadí—. Después de eso llamaré a la DEA y veré si puedo tratar con ellos directamente. Entonces la retirarán del caso.
Ella me miró con indignación. Sabía que si llegaba a un acuerdo con los federales, la aplastarían. Cara a cara, los federales siempre triunfaban sobre la fiscalía del Estado. Me levanté para irme y le dejé una tarjeta de visita en su mesa.
—No trate de jugármela, Haller —dijo—. Si me la juega, lo pagará su cliente.
No respondí. Empujé la silla que había tomado prestada a su sitio original. Ella retiró la amenaza en su siguiente frase.
—De todos modos, creo que podremos manejar esto en un nivel que nos contente a todos.
La miré al salir del despacho.
—A todos menos a Héctor Moya.