El tráfico en dirección al centro se embotelló en el paso de Cahuenga. Ocupé el tiempo al teléfono y tratando de no pensar en la conversación que había mantenido con Maggie McPherson acerca de mis cualidades como padre. Mi exmujer tenía razón conmigo y eso dolía. Durante mucho tiempo había puesto la práctica legal por encima de la práctica paterna. Era algo que me prometí cambiar. Sólo necesitaba el tiempo y el dinero para frenar. Pensé que tal vez Louis Roulet me proporcionaría ambos.
Desde la parte de atrás del Lincoln, llamé en primer lugar a Raul Levin, mi investigador, para avisarle de la posible cita con Roulet.
Le pedí que llevara a cabo una investigación preliminar del caso para ver qué podía descubrir. Levin se había jubilado anticipadamente del Departamento de Policía de Los Ángeles y todavía conservaba contactos y amigos que le hacían favores de vez en cuando. Probablemente tenía su propia lista de Navidad. Le dije que no dedicara mucho tiempo hasta que yo estuviera seguro de que tenía a Roulet atado como cliente de pago. No importaba lo que C. C. Dobbs me había dicho cara a cara en el pasillo del tribunal. No creería que tenía el caso hasta que recibiera el primer pago.
Después, comprobé la situación de varios casos y volví a llamar a Lorna Taylor. Sabía que el correo se entregaba en su casa la mayoría de los días justo antes de mediodía. Ella había dicho que no había llegado nada importante. Ni cheques ni correspondencia a la que tuviera que prestar atención inmediata de los tribunales.
—¿Has averiguado cuándo es la comparecencia de Gloria Dayton? —le pregunté.
—Sí. Parece que se la van a quedar hasta mañana por razones médicas.
Gruñí. La fiscalía disponía de cuarenta y ocho horas para acusar a un individuo después de una detención y llevarlo ante el juez. Posponer la comparecencia de Gloria Dayton hasta el día siguiente por causas médicas probablemente significaba que estaba con el mono. Eso ayudaría a explicar por qué llevaba cocaína en el momento de su detención. No la había visto ni había hablado con ella en al menos siete meses. Su caída debía de haber sido vertiginosa. La estrecha línea entre controlar las drogas y que las drogas te controlen a ti había sido cruzada.
—¿Has descubierto quién presentó los cargos? —pregunté.
—Leslie Paire —dijo.
Gruñí otra vez.
—Genial. Bueno, vale, voy a acercarme y veré qué puedo hacer. No tengo nada en marcha hasta que tenga noticias de Roulet.
Leslie Faire era una fiscal con fama de dura, cuya idea de dar al acusado una segunda oportunidad o el beneficio de la duda consistía en ofrecer un periodo de libertad vigilada, después de cumplir condena en prisión.
—Mick, ¿cuándo vas a aprender con esta mujer? —dijo Lorna, refiriéndose a Gloria Dayton.
—¿Aprender qué? —pregunté, aunque sabía exactamente lo que diría Lorna.
—Te arrastra cada vez que has de tratar con ella. Nunca va a dejar esa vida, y ahora puedes apostar que cada vez que te llame será un dos por uno. Eso estaría bien, si no fuera porque nunca le cobras.
Lo que Lorna quería decir con dos por uno era que los casos de Gloria Dayton a partir de ahora serían más complicados y requerirían que les dedicara más tiempo, porque era probable que los cargos relacionados con las drogas acompañaran a los de prostitución. Lo que preocupaba a Lorna era que eso significaba más trabajo para mí, pero sin incrementar mis ingresos.
—Bueno, la judicatura exige que todos los abogados hagan un poco de trabajo pro bono, Lorna. Sabes…
—No me escuchas, Mick —dijo de manera desdeñosa—. Por eso precisamente no pudimos seguir casados.
Cerré los ojos. Menudo día. Había conseguido enfadar a mis dos exesposas.
—¿Qué tiene esa mujer contigo? —preguntó—. ¿Por qué no le cobras ni siquiera una tarifa básica?
—Mira, no tiene nada conmigo, ¿vale? —dije—. ¿Podemos cambiar de tema?
No le dije que años antes, cuando había revisado los viejos y mohosos libros de registro de la práctica legal de mi padre, había descubierto que tenía un punto débil por las llamadas mujeres de la noche. Defendió a muchas y cobró a pocas. Puede que yo simplemente estuviera prolongando una tradición familiar.
—Perfecto —dijo Lorna—. ¿Cómo ha ido con Roulet?
—¿Te refieres a si conseguí el trabajo? Creo que sí. Probablemente, Val lo estará sacando ahora mismo. Prepararemos una reunión después. Ya le he pedido a Raul que eche un vistazo.
—¿Has conseguido un cheque?
—Todavía no.
—Consigue el cheque, Mick.
—Estoy en ello.
—¿Qué pinta tiene el caso?
—Sólo he visto fotos, pero tiene mal aspecto. Sabré más cuando vea qué le surge a Raul.
—¿Y Roulet?
Sabía lo que estaba preguntándome. ¿Qué tal era como cliente? ¿Un jurado, si es que Roulet llegaba a situarse ante un jurado, lo vería bien o lo despreciaría? Los casos podían ganarse o perderse en función de la impresión que los miembros del jurado tuvieran del acusado.
—Parece un niño perdido en el bosque.
—¿Es blanco?
—Sí, nunca ha estado detenido.
—Bueno, ¿lo hizo?
Ella siempre planteaba la pregunta irrelevante. No importaba en términos de la estrategia del caso si el acusado «lo hizo» o no. Lo que importaban eran las pruebas acumuladas contra él y si éstas podían neutralizarse o no. Mi trabajo consistía en sepultar las pruebas, en colorearlas de gris. El gris era el color de la duda razonable.
En cambio, a ella siempre parecía importarle si el cliente lo hizo o no.
—Quién sabe, Lorna. Ésa no es la cuestión. La cuestión es si es un cliente que paga o no. La respuesta es que creo que sí.
—Bueno, dime si necesitas alguna…, ah, hay otra cuestión.
—¿Qué?
—Ha llamado Patas y dice que te debe cuatrocientos dólares, que te los pagará cuando te vea.
—Sí, es cierto.
—Estás teniendo un buen día.
—No me quejo.
Nos despedimos de manera amistosa, con la disputa sobre Gloria Dayton aparentemente olvidada por el momento. Quizá la seguridad de saber que iba a llegar dinero y que teníamos el anzuelo echado en un cliente de los buenos hacía que Lorna se sintiera mejor respecto a que trabajara gratis en algunos casos. Me pregunté, no obstante, si se habría molestado tanto si estuviera defendiendo gratis a un traficante de drogas en lugar de a una prostituta. Lorna y yo habíamos compartido un breve y dulce matrimonio, en el que ambos no tardamos en descubrir que nos habíamos precipitado después de salir rebotados de nuestros respectivos divorcios. Le pusimos fin y continuamos siendo amigos, y ella continuó trabajando conmigo, no para mí. Las únicas veces en que me sentía incómodo con la nueva situación era cuando ella actuaba otra vez como una esposa y discutía mis elecciones de clientes o a quién y cuánto quería cobrar o dejar de cobrar. Sintiéndome seguro de la forma en la que había manejado a Lorna, llamé a la oficina del fiscal del distrito en Van Nuys. Pregunté por Margaret McPherson y la encontré comiendo en su mesa.
—Sólo quería disculparme por lo de esta mañana. Sé que querías el caso.
—Bueno, probablemente tú lo necesitas más que yo. Debe de ser un cliente de pago si tiene a C. C. Dobbs llevándoles el rollo.
Se refería al rollo de papel higiénico. Los abogados de familia muy bien remunerados eran vistos normalmente por los fiscales como meros limpiaculos de los ricos y famosos.
—Sí, no me vendrá mal uno de esos… el cliente de pago, no el limpiaculos. Hace mucho que no tengo un filón.
—Bueno, no has tenido tanta suerte hace unos minutos —susurró ella al teléfono—. Han reasignado el caso a Ted Minton.
—Nunca lo he oído nombrar.
—Es uno de los pipiolos de Smithson. Acaba de traérselo del centro, donde se ocupaba de casos simples de posesión. No había visto el interior de una sala hasta que se presentó aquí.
John Smithson era el ambicioso subdirector de la oficina del fiscal y estaba a cargo de la División de Van Nuys. Era mejor político que fiscal y había utilizado su habilidad para conseguir una rápida escalada, pasando por encima de otros ayudantes más experimentados hasta alcanzar el puesto de jefe de la división. Maggie McPherson estaba entre aquellos a los que había pasado por delante. Una vez que ocupó el cargo, Smithson empezó a construir un equipo de jóvenes fiscales que no se sentían desairados y que le eran leales porque él les había brindado una oportunidad.
—¿Ese tipo nunca ha estado en un tribunal? —pregunté, sin entender cómo enfrentarse a un novato podía entenderse como mala suerte, tal y como había indicado Maggie.
—Ha tenido algunos juicios aquí, pero siempre con una niñera. Roulet será su primer vuelo en solitario. Smithson cree que le está dando un caso que es pan comido.
La imaginé sentada en su cubículo, probablemente no muy lejos de donde estaría sentado mi nuevo oponente.
—No lo entiendo, Mags. Si este tipo está verde, ¿cómo es que no he tenido suerte?
—Porque todos los que elige este Smithson están cortados por el mismo patrón. Son capullos arrogantes. Creen que no pueden equivocarse y lo que es más… —Bajó la voz todavía más—. No juegan limpio. Y lo que se comenta de Minton es que es un tramposo. Ten cuidado, Haller. Ten cuidado con él.
—Bueno, gracias por la info.
Pero ella no había terminado.
—Muchos de esta nueva hornada no lo entienden. No lo ven como una vocación. Para ellos no se trata de justicia. Es sólo un juego, un promedio de bateo. Les gusta hacer estadísticas y ver lo lejos que llegarán en la fiscalía. De hecho, son todos como Smithson júnior.
Vocación. Era su sentido de la vocación lo que en última instancia nos había costado el matrimonio. En un plano intelectual, ella podía aceptar estar casada con alguien que trabajaba del otro lado del pasillo. Pero cuando se trataba de la realidad de lo que hacíamos, tuvimos suerte de haber durado ocho años. «Cariño, ¿cómo te ha ido el día? Oh, conseguí un acuerdo de siete años para un tipo que mató a su compañero de habitación con un piolet. ¿Y a ti? Oh, he logrado una condena de cinco años para un tipo que robó el equipo de música de un coche para pagarse una dosis…». Sencillamente no funciona. A los cuatro años, nació una hija, pero aunque no fue culpa suya, sólo consiguió mantenernos unidos cuatro años más.
Aun así no me arrepentía de nada. Valoraba a mi hija. Era la única cosa realmente buena de mi vida, lo único de lo que podía sentirme orgulloso. Pienso que la verdadera razón de que no la viera lo suficiente —de que me consagrara a los casos en lugar de a mi hija— era que me sentía indigno de ella. Su madre era una heroína. Ponía a los malos entre rejas. ¿Qué podía contarle yo que fuera bueno y justo cuando hacía mucho que yo mismo había perdido el hilo?
—Eh, Haller, ¿sigues ahí?
—Sí, Mags, estoy aquí. ¿Qué estás comiendo hoy?
—Sólo la ensalada oriental de la planta baja. Nada especial. ¿Dónde estás tú?
—De camino al centro. Escucha, dile a Hayley que la veré este sábado. Haré un plan. Haremos algo especial.
—¿En serio? No quiero que se entusiasme.
Sentí que algo revivía en mi interior por saber que mi hija todavía se entusiasmara ante la idea de verme. La única cosa que Maggie nunca me hizo fue menospreciarme ante Hayley. No era de la clase de mujer que haría eso. Y yo lo admiraba.
—Sí, estoy seguro —dije.
—Perfecto, se lo diré. Dime cuándo vendrás o si quieres que te la deje.
—Vale.
Dudé. Quería seguir hablando con ella, pero no había nada más que hablar. Finalmente le dije adiós y cerré el móvil. Al cabo de unos minutos salimos del cuello de botella. Miré por la ventana y no vi ningún accidente. No vi a nadie con la rueda pinchada ni ninguna patrulla de autopistas aparcada en el arcén. No vi ninguna razón que explicara la caravana. Ocurría eso con frecuencia. El tráfico de las autovías en Los Ángeles era tan misterioso como un matrimonio. Avanzaba y fluía, y de repente se atascaba y se detenía sin ninguna razón que lo explicara.
Provengo de una familia de abogados: mi padre, mi hermanastro, una sobrina y un sobrino. Mi padre fue un famoso abogado en un tiempo en que no había televisión ni existía Court TV. Fue decano de los abogados penalistas en Los Ángeles durante casi tres décadas. Desde Mickey Cohen a las chicas Manson, sus clientes siempre coparon los titulares. Yo sólo fui una ocurrencia de última hora en su vida, un visitante sorpresa de su segundo matrimonio con una actriz de segunda fila, conocida por su exótico aspecto latino pero no por sus cualidades interpretativas. La mezcla me dio ese aspecto de irlandés moreno. Mi padre ya era mayor cuando yo nací y falleció antes de que llegara a conocerlo realmente o a hablar con él acerca de la vocación por el derecho. Sólo me dejó su nombre, Mickey Haller, la leyenda legal. Todavía me abría puertas.
Pero mi hermano mayor —el hermanastro del primer matrimonio de mi padre— me dijo que mi padre solía hablar con él de la práctica legal y la defensa criminal. Acostumbraba a decir que defendería al mismísimo diablo siempre y cuando pudiera cobrarle su minuta. El único caso importante que declinó fue el de Sirhan Sirhan. Le explicó a mi hermano que apreciaba demasiado a Bobby Kennedy para defender a su asesino, por más que creyera en el ideal de que el acusado siempre merecía la mejor y más vigorosa defensa posible.
Al crecer leí todos los libros acerca de mi padre y sus casos. Admiraba su habilidad y vigor, así como las estrategias que llevó a la mesa de la defensa. Era un profesional excelente, y me hizo sentir orgulloso de llevar su nombre. Pero ahora la ley es diferente. Es más gris. Los ideales hace tiempo que han quedado degradados a nociones. Las nociones son opcionales.
Mi teléfono sonó y miré la pantalla antes de contestar.
—¿Qué pasa, Val?
—Vamos a sacarlo. Ya han vuelto a llevarlo a prisión y estamos procesando su puesta en libertad.
—¿Dobbs ha pagado la fianza?
—Tú lo has dicho.
Percibí el regocijo en su voz.
—No te marees. ¿Estás seguro de que no se va a fugar?
—Nunca estoy seguro. Voy a obligarle a llevar un brazalete en el tobillo. Si lo pierdo a él, pierdo mi casa.
Me di cuenta de que lo que había tomado por regocijo ante una fianza de un millón de dólares caída del cielo era en realidad energía nerviosa. Valenzuela estaría tenso como la cuerda de un violín hasta que el caso terminara, de un modo u otro. Aunque el juez no lo había ordenado, Valenzuela iba a poner un dispositivo electrónico de seguimiento en el tobillo de Roulet. No iba a correr riesgos.
—¿Dónde está Dobbs?
—Se ha vuelto a esperar en mi oficina. Le llevaré a Roulet en cuanto salga. No debería tardar mucho.
—¿Está allí Maisy?
—Sí.
—Bueno, voy a llamarla.
Terminé la llamada y pulsé la tecla de marcado rápido de Liberty Bail Bonds. Respondió la recepcionista y ayudante de Valenzuela.
—Maisy, soy Mick. ¿Puedo hablar con el señor Dobbs?
—Claro, Mick.
Al cabo de unos segundos, Dobbs estaba en la línea. Noté que estaba exasperado por algún motivo sólo por la forma en que dijo: «Soy Cecil Dobbs».
—Soy Mickey Haller. ¿Cómo va?
—Bueno, si tiene en cuenta que he abandonado mis obligaciones con otros clientes para estar aquí sentado leyendo revistas de hace un año, no muy bien.
—¿No lleva un móvil para trabajar?
—Sí, pero no se trata de eso. Mis clientes no son gente de teléfono. Son gente de cara a cara.
—Ya veo. En fin, la buena noticia es que he oído que están a punto de soltar a nuestro chico.
—¿Nuestro chico?
—Al señor Roulet. Valenzuela podrá sacarlo antes de una hora. Voy a ir a una reunión con un cliente, pero, como le he dicho antes, estoy libre por la tarde. ¿Quiere que vaya para que tratemos el caso con nuestro cliente mutuo o prefiere que me encargue yo desde ahora?
—No, la señora Windsor ha insistido en que lo supervise de cerca. De hecho, es probable que ella también decida estar allí.
—No me importa conocer y saludar a la señora Windsor, pero cuando se trate de hablar del caso, sólo va a estar el equipo de la defensa. Puede incluirle a usted, pero no a la madre. ¿Entendido?
—Entiendo. Quedemos a las cuatro en punto en mi despacho. Louis estará allí.
—Allí estaré.
—Mi firma cuenta con un buen investigador. Le pediré que se una a nosotros.
—No será necesario, Cecil. Tengo mi propio investigador y ya está trabajando. Nos vemos a las cuatro.
Colgué antes de que Dobbs tuviera oportunidad de iniciar un debate acerca de qué investigador usar. Tenía que procurar que Dobbs no controlara ni la investigación ni la preparación ni la estrategia del caso. Supervisar era una cosa, pero ahora el abogado de Louis Roulet era yo, y no él.
Cuando llamé a Raul Levin a continuación, me dijo que estaba en camino hacia la División de Van Nuys del Departamento de Policía de Los Ángeles para recoger una copia del atestado de la detención.
—¿Así de fácil? —pregunté.
—No, no es así de fácil. En cierto modo podrías decir que he tardado veinte años en conseguir este informe.
Lo comprendí. Los contactos de Levin, conseguidos a través del tiempo y la experiencia, ganados con confianza y favores, le estaban dando frutos. No era de extrañar que cobrara quinientos dólares al día cuando podía conseguirlos. Le hablé de la reunión a las cuatro y dijo que vendría y que estaría preparado para facilitarnos el punto de vista policial sobre el caso.
El Lincoln se detuvo cuando yo cerré el teléfono. Estábamos delante del complejo carcelario de las Torres Gemelas. No tenía ni diez años de antigüedad, pero la contaminación estaba empezando a teñir de manera permanente sus paredes color arena de un espantoso gris. Era un lugar triste y adusto en el que yo pasaba demasiado tiempo. Abrí la puerta del coche y bajé para entrar una vez más en el edificio.