Esa noche, había empezado a correr la voz. No los detalles secretos, pero sí la historia pública. La historia de que había ganado el caso, que había conseguido que la fiscalía retirara los cargos sin posibilidad de recurso, y todo sólo para que mi cliente fuera detenido por asesinato en el pasillo del mismo tribunal. Recibí llamadas de todos los profesionales de la defensa que conocía. Recibí llamada tras llamada en mi teléfono móvil hasta que finalmente se agotó la batería. Todos mis colegas me felicitaban. Desde su punto de vista no había lado malo. Roulet era el cliente filón por excelencia. Había cobrado tarifas A por un juicio y cobraría tarifas A por el siguiente. Era como untar dos veces el mismo trozo de pan en la salsa, algo con lo que la mayoría de los profesionales de la defensa no podían ni siquiera soñar. Y, por supuesto, cuando les dije que no iba a ocuparme de la defensa del nuevo caso, cada uno de ellos me preguntó si podía recomendarles a Roulet.
Fue la única llamada que recibí en el teléfono fijo la que más esperaba. Era de Maggie McPherson.
—He estado toda la noche esperando tu llamada —dije.
Estaba paseando en la cocina, amarrado por el cable del teléfono. Había examinado mis teléfonos al llegar a casa y no había encontrado pruebas de dispositivos de escucha.
—Lo siento, he estado en la sala de conferencias —dijo ella.
—Oí que te han metido en el caso Roulet.
—Sí, por eso llamaba. Van a soltarlo.
—¿De qué estás hablando? ¿Van a soltarlo?
—Sí. Lo han tenido nueve horas en una sala y no se ha quebrado. Quizá le enseñaste demasiado bien a no hablar, porque es una roca y no le han sacado nada, y eso significa que no tienen suficiente.
—Te equivocas. Hay suficiente. Tienen la multa de aparcamiento, y hay testigos que pueden situarlo en The Cobra Room. Incluso Menéndez puede identificarlo allí.
—Sabes tan bien como yo que Menéndez no sirve. Identificaría a cualquiera con tal de salir. Y si hay más testigos de The Cobra Room, entonces vamos a tardar un tiempo en investigarlos. La multa de aparcamiento lo sitúa en el barrio, pero no lo sitúa en el interior del apartamento.
—¿Y la navaja?
—Están trabajando en eso, pero también llevará tiempo. Mira, queremos hacerlo bien. Era responsabilidad de Smithson y, créeme, él también quería quedárselo. Eso haría que el fiasco que has creado hoy fuera un poco más aceptable. Pero no hay con qué. Todavía no. Van a soltarlo y estudiarán las pruebas forenses y buscarán testigos. Si fue Roulet, entonces lo encontraremos, y tu otro cliente saldrá. No has de preocuparte. Pero hemos de hacerlo bien.
Lancé un puñetazo de impotencia en el aire.
—Han hecho saltar la liebre. Maldita sea, no tendrían que haber actuado hoy.
—Supongo que creyeron que les bastaría con un interrogatorio de nueve horas.
—Han sido estúpidos.
—Nadie es perfecto.
Estaba enfadado por su actitud, pero me mordí la lengua. Necesitaba que me mantuviera informado.
—¿Cuándo van a soltarlo exactamente? —pregunté.
—No lo sé. Todo acaba de saberse. Kurlen y Booker han venido aquí a presentar el material, y Smithson los ha enviado otra vez a comisaría. Cuando vuelvan, supongo que lo soltarán.
—Escúchame, Maggie. Roulet sabe de Hayley.
Hubo un horrible y largo momento de silencio antes de que ella respondiera.
—¿Qué estás diciendo, Haller? ¿Has dejado que nuestra hija…?
—Yo no he dejado que pase nada. Se coló en mi casa y vio su foto. No significa que sepa dónde vive ni siquiera que conozca su nombre. Pero sabe que existe y quiere vengarse de mí. Así que has de volver a casa ahora mismo. Quiero que estés con Hayley. Cógela y sal del apartamento. No corras riesgos.
Algo me retuvo de contarle todo, que sentía que Roulet había amenazado específicamente a mi familia en el tribunal. «No puede proteger a todo el mundo». Sólo utilizaría esa información si Maggie se negaba a hacer lo que quería que hiciera con Hayley.
—Me voy ahora —dijo—. Iremos a tu casa.
Sabía que diría eso.
—No, no vengáis aquí.
—¿Por qué no?
—Porque él podría venir aquí.
—Es una locura. ¿Qué vas a hacer?
—Todavía no estoy seguro. Sólo coge a Hayley y ponte a salvo. Luego llámame desde el móvil, pero no me digas dónde estás. Será mejor que yo ni siquiera lo sepa.
—Haller, llama a la policía. Pueden…
—¿Y decirles qué?
—No lo sé. Diles que has sido amenazado.
—Un abogado defensor diciéndole a la policía que se siente amenazado…, sí, vendrán corriendo. Probablemente manden a un equipo del SWAT.
—Bueno, has de hacer algo.
—Pensaba que lo había hecho. Pensaba que iba a quedarse en prisión el resto de su vida. Pero habéis actuado demasiado deprisa y ahora tenéis que soltarlo.
—Te he dicho que no bastaba. Incluso sabiendo ahora de la posible amenaza a Hayley, todavía no hay suficiente.
—Entonces ve a buscar a nuestra hija y ocúpate de ella. Déjame a mí el resto.
—Ya voy.
Pero no colgó. Era como si me estuviera dando la oportunidad de decir más.
—Te quiero, Mags —dije—. Os quiero a las dos. Ten cuidado.
Colgué el teléfono antes de que pudiera responder. Casi inmediatamente lo descolgué y llamé al móvil de Fernando Valenzuela. Contestó después de cinco tonos.
—Val, soy yo, Mick.
—Mierda. Si hubiera sabido que eras tú no habría contestado.
—Mira, necesito tu ayuda.
—¿Mi ayuda? ¿Me estás pidiendo ayuda después de lo que me preguntaste la otra noche? ¿Después de acusarme?
—Mira, Val, es una emergencia. Lo que dije la otra noche no venía a cuento y me disculpo. Te pagaré la tele, haré lo que quieras, pero necesito que me ayudes ahora mismo.
Esperé. Después de una pausa respondió.
—¿Qué quieres que haga?
—Roulet todavía lleva el brazalete en el tobillo, ¿no?
—Sí. Ya sé lo que ha pasado en el tribunal, pero no he tenido noticias del tipo. Uno de mis contactos del tribunal me dijo que los polis lo volvieron a detener, así que no sé qué está pasando.
—Lo detuvieron, pero están a punto de soltarlo. Probablemente te llamará para poder quitarse el brazalete.
—Yo ya estoy en casa, tío. Puede encontrarme por la mañana.
—Eso es lo que quiero. Hazlo esperar.
—Eso no es ningún favor, tío.
—El favor viene ahora. Quiero que abras el portátil y lo controles. Cuando salga de comisaría quiero saber adónde va. ¿Puedes hacer eso por mí?
—¿Te refieres a ahora mismo?
—Sí, ahora mismo. ¿Hay algún problema con eso?
—Más o menos.
Me preparé para otra discusión. Pero me sorprendió.
—Te hablé de la alarma de la batería en el brazalete, ¿no? —dijo Valenzuela.
—Sí, lo recuerdo.
—Bueno, hace una hora he recibido la alarma del veinte por ciento.
—Entonces ¿cuánto tiempo puedes seguirlo hasta que se agote la batería?
—Probablemente entre seis y ocho horas de búsqueda activa hasta que se ponga en pulso bajo. Luego aparecerá cada quince minutos durante otras cinco horas.
Pensé en todo ello. Sólo necesitaba una noche y saber que Maggie y Hayley estaban a salvo.
—La cuestión es que cuando está en pulso bajo pita —dijo Valenzuela—. Lo oirás venir. O se cansará del ruido y cargará la batería.
O quizás hará otra vez su número de Houdini, pensé.
—Vale —dije—. Me dijiste que había otras alarmas que podías poner en el programa de seguimiento.
—Sí.
—¿Puedes ponerlo para tener una alarma si se acerca a un objetivo fijado?
—Sí, si la lleva un pedófilo puedes poner una alarma si se acerca a una escuela. Cosas así. Ha de ser un objetivo fijo.
—Entendido.
Le di la dirección del apartamento de Dickens, en Sherman Oaks, donde vivían Maggie y mi hija.
—Si se acerca a diez manzanas del sitio, llámame. No importa a qué hora, llámame. Ése es el favor.
—¿Qué sitio es éste?
—Es donde vive mi hija.
Hubo un largo silencio antes de que respondiera Valenzuela.
—¿Con Maggie? ¿Crees que este tipo va a ir allí?
—No lo sé. Espero que mientras tenga el brazalete en el tobillo no sea estúpido.
—Vale, Mick. Entendido.
—Gracias, Val. Y llámame al número de casa. El móvil está muerto.
Le di el número y luego me quedé un momento en silencio, preguntándome qué más podía decir por mi traición de dos noches antes. Finalmente, lo dejé estar. Tenía que concentrarme en la amenaza inmediata.
Salí de la cocina y recorrí el pasillo hasta mi despacho. Revisé el Rolodex de mi escritorio hasta que encontré un número y cogí el teléfono del despacho.
Marqué y esperé. Miré por la ventana de la izquierda del despacho y por primera vez me fijé en que estaba lloviendo. Parecía que iba a llover con fuerza y me pregunté si el tiempo afectaría al satélite que seguía a Roulet. Abandoné la idea cuando mi llamada fue respondida por Teddy Vogel, el líder de los Road Saints.
—Dime.
—Ted, Mickey Haller.
—Abogado, ¿cómo estás?
—No muy bien esta noche.
—Entonces me alegro de que llames. ¿Qué puedo hacer por ti?
Miré la lluvia que caía al otro lado de la ventana antes de responder. Sabía que si continuaba estaría en deuda con una gente con la que nunca había querido estar atado. Pero no había elección.
—¿Tienes a alguien por aquí esta noche? —pregunté.
Hubo vacilación antes de que Vogel respondiera. Sabía que tenía que sentir curiosidad por el hecho de que su abogado le llamara para pedirle ayuda.
Obviamente estaba pidiéndole el tipo de ayuda que proporcionan los músculos y las pistolas.
—Tengo a unos cuantos tipos controlando las cosas en el club. ¿Qué pasa?
El club era el bar de estriptis de Sepulveda, no demasiado lejos de Sherman Oaks. Contaba con esa proximidad.
—Han amenazado a mi familia, Ted. Necesito unos tipos para hacer de barrera, quizá coger a un tipo si hace falta.
—¿Armado y peligroso?
Dudé, pero no demasiado.
—Sí, armado y peligroso.
—Suena a nuestro trabajo. ¿Dónde los quieres?
Estaba inmediatamente preparado para actuar. Conocía bien el valor de que le debiera una. Le di la dirección del apartamento de Dickens. También le di una descripción de Roulet y de la ropa que llevaba ese día en el tribunal.
—Si aparece en el apartamento, quiero que lo detengan —dije—. Y necesito que tu gente vaya ahora.
—Hecho —dijo Vogel.
—Gracias, Ted.
—No, gracias a ti. Estamos encantados de ayudarte, teniendo en cuenta lo mucho que nos has ayudado.
Sí, claro, pensé. Colgué el teléfono, sabiendo que acababa de cruzar una de esas fronteras que esperas no tener que ver nunca y mucho menos tener que cruzar. Miré otra vez por la ventana.
La lluvia caía ahora con fuerza en el tejado. No tenía canaleta en la parte de atrás y caía como una cortina traslúcida que desdibujaban las luces.
Salí de la oficina y volví a la parte delantera de la casa. En la mesa del comedor estaba la pistola que me había dado Earl Briggs. Contemplé el arma y sopesé todas mis acciones. El resumen era que había estado volando a ciegas y al hacerlo había puesto en riesgo a alguien más que a mí mismo.
El pánico empezó a asentarse. Cogí el teléfono de la pared de la cocina y llamé al móvil de Maggie. Ella respondió enseguida. Supe que estaba en el coche.
—¿Dónde estás?
—Estoy llegando a casa. Recogeré unas cosas y saldré.
—Bien.
—¿Qué le digo a Hayley, que su padre ha puesto en peligro su vida?
—No es eso, Maggie. Es él. Es Roulet. No puedo controlarlo. Una noche llegué y estaba sentado en mi casa. Trabaja en inmobiliarias. Sabe cómo encontrar sitios. Vio su foto en mi escritorio. ¿Qué iba…?
—¿Podemos hablar después? He de entrar y sacar a mi hija.
No «nuestra» hija, «mi» hija.
—Claro. Llámame cuando estéis en otro sitio.
Ella desconectó sin decir una palabra más y lentamente colgué el teléfono de la pared. Mi mano estaba todavía en el teléfono. Me incliné hacia delante hasta que mi frente tocó la pared. No me quedaban más movimientos. Sólo podía esperar a que Roulet diera el siguiente paso.
El timbrazo del teléfono me sorprendió y salté hacia atrás. El teléfono cayó al suelo y yo lo levanté tirando del cable. Era Valenzuela.
—¿Has recibido mi mensaje? Te acabo de llamar.
—No. Estaba al teléfono. ¿Qué?
—Entonces me alegro de haber vuelto a llamar. Se está moviendo.
—¿Dónde está?
Grité demasiado alto al teléfono. Estaba perdiendo los nervios.
—Se dirige al sur por Van Nuys. Me ha llamado y ha dicho que quería que le quitara el brazalete. Le dije que ya estaba en casa y que lo llamaría al día siguiente. Le dije que sería mejor que cargara la batería para que no empezara a sonar en plena noche.
—Bien pensado. ¿Dónde está ahora?
—Todavía en Van Nuys.
Traté de construir una imagen de Roulet conduciendo. Si iba hacia el sur por Van Nuys significaba que se dirigía directamente a Sherman Oaks y al barrio en el que vivían Maggie y Hayley. Aunque también podía dirigirse hacia su casa por el lado sur de la colina a través de Sherman Oaks. Tenía que esperar para estar seguro.
—¿Cuánto retraso lleva el GPS? —pregunté.
—Es en tiempo real, tío. Es donde está ahora. Acaba de cruzar por debajo de la ciento uno. Puede que vaya a su casa, Mick.
—Lo sé, lo sé. Sólo espera hasta que cruce Ventura. La siguiente calle es Dickens. Si gira allí, entonces no va a su casa.
Me levanté y no sabía qué hacer. Empecé a pasear, con el teléfono fuertemente apretado contra la oreja. Sabía que aunque Teddy Vogel hubiera puesto a sus hombres en movimiento de inmediato, aún estaban a minutos de distancia. No me servían.
—¿Y la lluvia? ¿Afecta al GPS?
—Se supone que no.
—Es un alivio.
—Se ha parado.
—¿Dónde?
—Debe de ser un semáforo. Creo que es Moorpark Avenue.
Eso estaba a una manzana de Ventura y a dos antes de Dickens. Oí un pitido en el teléfono.
—¿Qué es eso?
—La alarma de diez manzanas que me has pedido que pusiera.
El pitido se detuvo.
—Lo he apagado.
—Te llamo ahora mismo.
No esperé su respuesta. Colgué y llamé al móvil de Maggie. Respondió de inmediato.
—¿Dónde estás?
—Me has pedido que no te lo dijera.
—¿Has salido del apartamento?
—No, todavía no. Hayley está eligiendo unos lápices y unos libros para colorear que quiere llevarse.
—Maldita sea. ¡Sal de ahí! ¡Ahora!
—Vamos lo más deprisa que podemos…
—¡Salid! Te volveré a llamar. Asegúrate de que respondes.
Colgué y volví a llamar a Valenzuela.
—¿Dónde está?
—Ahora está en Ventura. Debe de haber pillado otro semáforo en rojo, porque no se mueve.
—¿Estás seguro de que está en la calle y no aparcado?
—No, no estoy seguro. Podría… No importa, se está moviendo. Mierda, ha girado en Ventura.
—¿En qué dirección?
Empecé a caminar, con el teléfono apretado contra mi oreja con tanta fuerza que me dolía.
—A la derecha, eh…, al oeste. Va en dirección oeste.
Estaba circulando en paralelo a Dickens, a una manzana de distancia, en la dirección del apartamento de mi hija.
—Acaba de pararse otra vez —anunció Valenzuela—. No es un cruce. Parece en medio de la manzana. Creo que ha aparcado.
Me pasé la mano libre por el pelo como un hombre desesperado.
—Mierda, he de irme. Mi móvil está muerto. Llama a Maggie y dile que va hacia ella. Dile que se meta en el coche y que se largue de allí.
Grité el número de Maggie y dejé caer el teléfono al salir de la cocina. Sabía que tardaría un mínimo de veinte minutos en llegar a Dickens —y eso tomando las curvas de Mulholland a cien por hora en el Lincoln—, pero no quería quedarme gritando órdenes al teléfono mientras mi familia estaba en peligro. Cogí la pistola de la mesa y me puse en marcha. Me la estaba guardando en el bolsillo lateral de la americana cuando abrí la puerta.
Mary Windsor estaba allí de pie, con el pelo mojado por la lluvia.
—Mary, ¿qué…?
Ella levantó la mano. Yo bajé la mirada y vi el brillo metálico de la pistola justo en el momento en que disparó.