Roulet y su cohorte estaban esperándome en el pasillo. Miré a ambos lados y vi a Sobel junto a los ascensores. Estaba hablando por el móvil y aparentaba estar esperando un ascensor, pero no vi que el botón de bajar estuviera encendido.
—Michael, ¿puede unirse a nosotros en el almuerzo? —dijo Dobbs después de verme—. ¡Vamos a celebrarlo!
Me fijé en que ahora me llamaba por el nombre de pila. La victoria hace que todo el mundo sea amistoso.
—Eh… —dije, todavía mirando a Sobel—. Creo que no tengo tiempo.
—¿Por qué no? Obviamente no tiene un juicio por la tarde.
Finalmente miré a Dobbs. Tenía ganas de decirle que no podía comer con ellos porque no quería volver a verlos, ni a él ni a Mary Windsor ni a Louis Roulet.
—Creo que voy a quedarme por aquí y a hablar con los miembros del jurado cuando vuelvan a la una.
—¿Por qué? —preguntó Roulet.
—Porque me ayudará a pensar qué estaban pensando y en qué posición estábamos.
Dobbs me dio una palmadita en la parte superior del brazo.
—Siempre aprendiendo, siempre mejorando para el siguiente. No se lo reprocho.
Parecía encantado de que no fuera a acompañarlos. Y por una buena razón. Probablemente me quería lejos para empezar a reparar su relación con Mary Windsor. Quería esa cuenta filón sólo para él otra vez.
Oí el golpe ahogado del ascensor y volví a mirar al pasillo. Sobel estaba delante del ascensor abierto. No iba a subir.
En ese momento, Lankford, Kurlen y Booker salieron del ascensor y se unieron a Sobel. Empezaron a caminar hacia nosotros.
—Entonces le dejaremos con eso —dijo Dobbs, que estaba de espaldas a los detectives que se acercaban—. Tenemos una reserva en Orso y me temo que ya vamos a llegar tarde.
—Muy bien —dije, todavía mirando hacia el pasillo.
Dobbs, Windsor y Roulet se volvieron para alejarse justo al tiempo que los cuatro detectives nos alcanzaban.
—Louis Roulet —anunció Kurlen—, está detenido. Vuélvase, por favor, y ponga las manos a la espalda.
—¡No! —gritó Mary Windsor—. No puede…
—¿Qué es esto? —gritó Dobbs.
Kurlen no respondió ni esperó que Roulet obedeciera. Dio un paso adelante y de manera brusca obligó a Roulet a darse la vuelta. Al hacer el giro forzado, los ojos de Roulet buscaron los míos.
—¿Qué está pasando, Mick? —dijo con voz calmada—. Esto no debería ocurrir.
Mary Windsor avanzó hacia su hijo.
—¡Quítele las manos de encima!
Cogió a Kurlen desde atrás, pero Booker y Lankford intervinieron con presteza y la separaron, manejándola con suavidad pero con fuerza.
—Señora, retroceda —ordenó Booker—. O la meteré en el calabozo.
Kurlen empezó a leerle sus derechos a Roulet. Windsor se quedó atrás, pero no en silencio.
—¿Cómo se atreven? ¡No pueden hacer esto!
Cambiaba constantemente el peso del cuerpo de un pie al otro y daba la sensación de que unas manos invisibles estuvieran impidiendo que cargara otra vez contra Kurlen.
—Madre —dijo Roulet en un tono de voz que llevaba más peso y control que el de ninguno de los detectives.
El cuerpo de Windsor transigió. Se rindió. Pero Dobbs no lo hizo.
—¿Por qué lo está deteniendo? —preguntó.
—Sospechoso de asesinato —dijo Kurlen—. Del asesinato de Martha Rentería.
—¡Eso es imposible! —gritó Dobbs—. Se ha demostrado que todo lo que ese testigo Corliss dijo allí dentro era mentira. ¿Está loco? La jueza ha desestimado el caso por sus mentiras.
Kurlen interrumpió su lectura de los derechos de Roulet y miró a Dobbs.
—Si era mentira, ¿cómo sabe que estaba hablando de Martha Rentería?
Dobbs se dio cuenta de su error y dio un paso atrás para apartarse. Kurlen sonrió.
—Sí, eso creía —dijo.
Cogió a Roulet por el codo y le dio la vuelta.
—Vamos —dijo.
—¿Mick? —dijo Roulet.
—Detective Kurlen —dije—, ¿puedo hablar un momento con mi cliente?
Kurlen me miró, pareció sopesarme de algún modo y asintió.
—Un minuto. Dígale que se comporte y todo será mucho más fácil para él.
Empujó a Roulet hacia mí. Yo lo cogí de un brazo y lo alejé unos pasos de los demás para poder tener intimidad si manteníamos la voz baja. Me acerqué más a él y empecé en un susurro.
—Ya está, Louis. Esto es un adiós. Lo suelto. Ahora va solo. Búsquese otro abogado.
Sus ojos revelaron la sorpresa. Luego su expresión se nubló con una ira muy concentrada. Era pura rabia y me di cuenta de que era la misma rabia que habrían visto Regina Campo y Martha Rentería.
—No necesitaré un abogado —me dijo—. ¿Cree que pueden presentar cargos con lo que usted de alguna forma le dijo a ese soplón mentiroso? Mejor que se lo vuelva a pensar.
—No necesitarán al soplón, Louis. Créame, descubrirán más. Probablemente ya tienen más.
—¿Y usted, Mick? ¿No se está olvidando de algo? Tengo…
—Lo sé. Pero ya no importa. No necesitan mi pistola. Ya tienen todo lo que necesitan. Pero me ocurra lo que me ocurra, sabré que yo le derribé. Al final, después del juicio y de todas las apelaciones, cuando finalmente le claven la aguja en el brazo, será por mí, Louis. Recuérdelo. —Sonreí sin un ápice de humor y me acerqué todavía más—. Esto es por Raul Levin. Puede que no lo condenen por su muerte, pero, no se equivoque, le van a condenar.
Dejé que lo pensara un momento antes de retirarme y hacerle una seña a Kurlen. Él y Booker se colocaron a ambos lados de Roulet y lo agarraron por la parte superior de ambos brazos.
—Me ha tendido una trampa —dijo Roulet, manteniendo la calma de algún modo—. No es un abogado. Trabaja para ellos.
—Vamos —dijo Kurlen.
Empezaron a llevárselo, pero él se los sacudió momentáneamente y volvió a clavarme su mirada de furia.
—No es el final, Mick —dijo—. Mañana por la mañana estaré fuera. ¿Qué hará entonces? Piénselo. ¿Qué va a hacer entonces? No puede proteger a todo el mundo.
Lo agarraron con más fuerza y sin contemplaciones lo obligaron a volverse hacia los ascensores. Esta vez Roulet no presentó resistencia. A medio camino del pasillo hacia los ascensores, con su madre y Dobbs siguiéndole, volvió la cabeza para mirarme por encima de su hombro. Sonrió y me hizo sentir un escalofrío.
«No puede proteger a todo el mundo».
Una sensación de miedo me perforó el pecho.
Alguien estaba esperando en el ascensor y la puerta se abrió en cuanto la comitiva llegó hasta allí. Lankford le hizo una señal a la persona y cogió el ascensor. Roulet fue empujado al interior. Dobbs y Windsor estaban a punto de seguirlos cuando fueron detenidos por la mano extendida de Lankford en señal de stop. La puerta del ascensor empezó a cerrarse y Dobbs, enfadado e impotente, pulsó el botón que tenía al lado.
Tenía la esperanza de que fuera la última vez que viera a Louis Roulet, pero el miedo permanecía alojado en mi pecho, revoloteando como una polilla atrapada en la luz del porche. Me volví y casi choqué con Sobel. No me había fijado en que se había quedado atrás.
—Tienen suficiente, ¿no? —dije—. Dígame que no habrían actuado tan deprisa si no tuvieran lo suficiente para que no salga.
Ella me miró un largo momento antes de responder.
—Nosotros no decidimos eso. Lo hace la fiscalía. Probablemente depende de lo que saquen en el interrogatorio. Pero hasta ahora ha tenido un abogado muy listo. Probablemente sabe que no le conviene decirnos ni una palabra.
—¿Entonces por qué no han esperado?
—No era mi decisión.
Negué con la cabeza. Quería decirle que habían actuado con precipitación. Eso no formaba parte del plan. Yo sólo quería plantar la semilla. Quería que se movieran con lentitud y sin cometer errores.
La polilla revoloteaba en mi interior y yo miré al suelo. No podía desembarazarme de la idea de que todas mis maquinaciones habían fallado, dejándome a mí y a mi familia expuestos en el punto de mira de un asesino. «No puede proteger a todo el mundo».
Fue como si Sobel hubiera leído mis temores.
—Pero vamos a quedárnoslo —dijo—. Tenemos lo que el soplón dijo en el juicio y la receta. Estamos trabajando en los testigos y las pruebas forenses.
Mis ojos buscaron los suyos.
—¿Qué receta?
Su rostro adoptó una expresión de sospecha.
—Pensaba que lo había adivinado. Lo entendimos en cuanto el soplón mencionó a la bailarina de serpientes.
—Sí. Martha Rentería. Eso ya lo sé. Pero ¿qué receta? ¿De qué está hablando?
Me había acercado demasiado a ella y Sobel dio un paso atrás. No era mi aliento. Era mi desesperación.
—No sé si debería decírselo, Haller. Usted es abogado defensor. Es su abogado.
—Ya no. Acabo de dejarlo.
—No importa. Él…
—Mire, acaban de detener al tipo por mí. Podrían inhabilitarme por eso. Incluso podría ir a la cárcel por un asesinato que no cometí. ¿De qué receta está hablando?
Dudó un momento y yo esperé, pero entonces ella habló por fin.
—Las últimas palabras de Raul Levin. Dijo que encontró la receta para sacar a Jesús.
—¿Qué significa eso?
—¿De verdad no lo sabe?
—¿Va a hacer el favor de decírmelo?
Ella transigió.
—Rastreamos los últimos movimientos de Levin. Antes de que fuera asesinado hizo averiguaciones acerca de las multas de aparcamiento. Incluso sacó copias en papel. Inventariamos lo que tenía en la oficina y finalmente lo comparamos con lo que había en el ordenador. Faltaba una multa en papel. Una receta. No sabíamos si su asesino se la llevó ese día o si había olvidado sacarla. Así que fuimos y sacamos una copia nosotros mismos. Fue emitida hace dos años, la noche del ocho de abril. Era una denuncia por aparcar delante de una boca de riego en la manzana de Blythe Street al seiscientos y pico, en Panorama City.
Todo encajó, como el último grano de arena que cae por el hueco del reloj de cristal. Raul Levin verdaderamente había encontrado la salvación de Jesús Menéndez.
—Martha Rentería fue asesinada el ocho de abril de hace dos años —dije—. Vivía en Blythe, en Panorama City.
—Sí, pero eso no lo sabíamos. No vimos la conexión. Nos contó que Levin estaba trabajando para usted en casos separados. Jesús Menéndez y Louis Roulet eran investigaciones separadas. Levin también los tenía archivados por separado.
—Era un problema de hallazgos. Mantenía los casos separados para no tener que entregar a la fiscalía lo que descubriera sobre Roulet que surgiera en la investigación del caso Menéndez.
—Uno de los ángulos de abogado. Bueno, nos impidió entenderlo hasta que ese soplón mencionó a la bailarina de serpientes. Eso lo conectó todo.
Asentí.
—O sea que quien mató a Levin se llevó el papel.
—Creemos.
—¿Comprobaron los teléfonos de Levin por si había escuchas? De alguna manera alguien supo que había encontrado la receta.
—Lo hicimos. No había nada. Los micrófonos podían haber sido sacados en el momento del asesinato. O quizás el teléfono que estaba pinchado era otro.
Es decir, el mío. Eso explicaría cómo Roulet conocía tantos de mis movimientos e incluso estaba esperándome convenientemente en mi casa la noche que había vuelto de ver a Jesús Menéndez.
—Haré que los comprueben —dije—. ¿Todo esto significa que estoy libre del asesinato de Raul?
—No necesariamente —dijo Sobel—. Todavía queremos saber lo que surge de balística. Esperamos algo hoy.
Asentí. No sabía cómo responder. Sobel se entretuvo, aparentando que quería contarme o preguntarme algo.
—¿Qué? —dije.
—No lo sé. ¿Hay algo que quiera contarme?
—No lo sé. No hay nada que contar.
—¿De verdad? En el tribunal parecía que estaba tratando de decirnos mucho.
Me quedé un momento en silencio, tratando de leer entre líneas.
—¿Qué quiere de mí, detective Sobel?
—Sabe lo que quiero. Quiero al asesino de Raul Levin.
—Bueno, yo también. Pero no podría darle a Roulet para el caso Levin por más que quisiera. No sé cómo lo hizo. Y esto es off the record.
—O sea que eso todavía le deja en el punto de mira.
Miró por el pasillo hacia los ascensores en una clara insinuación. Si los resultados de balística coincidían, todavía podía tener problemas por la muerte de Levin. O decía cómo lo hizo Roulet o cargaría yo con la culpa. Cambié de asunto.
—¿Cuánto tiempo cree que pasará hasta que Jesús Menéndez salga? —pregunté.
Ella se encogió de hombros.
—Es difícil de decir. Depende de la acusación que construyan contra Roulet, si es que hay acusación. Pero sé una cosa. No pueden juzgar a Roulet mientras haya otro hombre en prisión por el mismo crimen.
Me volví y caminé hasta la pared acristalada. Puse mi mano libre en la barandilla que recorría el cristal. Sentí una mezcla de euforia y pánico y esa polilla que seguía batiendo las alas en mi pecho.
—Es lo único que me importa —dije con calma—. Sacarlo. Eso y Raul.
Ella se acercó y se quedó a mi lado.
—No sé lo que está haciendo —dijo—, pero déjenos el resto a nosotros.
—Si lo hago, probablemente su compañero me meterá en prisión por un asesinato que no cometí.
—Está jugando a un juego peligroso —dijo ella—. Déjelo.
La miré y luego miré de nuevo a la plaza.
—Claro —dije—. Ahora lo dejaré.
Habiendo oído lo que necesitaba oír, Sobel hizo un movimiento para irse.
—Buena suerte —dijo.
La miré otra vez.
—Lo mismo digo.
Ella se fue y yo me quedé. Me volví hacia la ventana y miré hacia abajo. Vi a Dobbs y Windsor cruzando la plaza de hormigón y dirigiéndose al aparcamiento. Mary Windsor se apoyaba en su abogado. Dudaba que todavía se dirigieran a comer a Orso.