Minton se levantó de su asiento como un boxeador que sale de su rincón hacia un rival que está sangrando.
—¿Contrarréplica, señor Minton? —preguntó Fullbright.
Pero él ya estaba en el estrado.
—Por supuesto, señoría.
Miró al jurado como para subrayar la importancia de la siguiente intervención y luego a Corliss.
—Ha dicho que estaba alardeando, señor Corliss. ¿Cómo es eso?
—Bueno, me habló de esa vez en que mató a una chica y quedó impune. Me levanté.
—Señoría, esto no tiene nada que ver con el presente caso y no es refutación de ninguna prueba que haya sido ofrecida antes a la defensa. El testigo no puede…
—Señoría —me interrumpió Minton—, esto es información que ha surgido a instancias del abogado defensor. La acusación tiene derecho a seguirla.
—Lo autorizaré —dijo Fullbright.
Me senté y me mostré decepcionado. Minton siguió adelante. Estaba yendo justo adonde yo quería que fuera.
—Señor Corliss, ¿el señor Roulet le ofreció alguno de los detalles de su incidente previo en el cual dijo que quedó impune después de matar a una mujer?
—Dijo que la mujer era una bailarina de serpientes. Bailaba en algún antro en el cual estaba como en un pozo de serpientes.
Noté que Roulet colocaba los dedos en torno a mi bíceps y me apretaba. Sentí su aliento cálido en mi oreja.
—¿Qué coño es esto? —susurró.
Me volví hacia él.
—No lo sé. ¿Qué diablos le dijo a este tipo?
Me susurró a través de los dientes apretados.
—No le dije nada. Esto es una trampa. ¡Usted me ha tendido una trampa!
—¿Yo? ¿De qué está hablando? Le dije que no pude acceder a este tipo en el calabozo. Si usted no le dijo esta mierda, alguien lo hizo. Empiece a pensar. ¿Quién?
Me volví y vi a Minton en el estrado y continuando su interrogatorio a Corliss.
—¿El señor Roulet dijo algo más acerca de la bailarina que dijo haber asesinado? —preguntó.
—No, es lo único que dijo.
Minton comprobó sus notas para ver si había algo más, luego asintió para sí.
—Nada más, señoría.
La jueza me miró. Casi pude ver compasión en su rostro.
—¿Alguna nueva intervención de la defensa con este testigo?
Antes de que pudiera responder hubo ruido desde el fondo de la sala y me volví para ver a Lorna Taylor entrando. Recorrió apresuradamente el pasillo hacia la portezuela.
—Señoría, ¿puedo disponer de un momento para hablar con mi equipo?
—Dese prisa, señor Haller.
Me reuní con Lorna en la portezuela y cogí una cinta de vídeo con un trozo de papel fijado a su alrededor con una goma elástica. Como le había explicado antes, ella me susurró al oído.
—Aquí es donde hago ver que te susurro algo muy importante al oído —dijo—. ¿Cómo va?
Asentí al tiempo que sacaba la goma elástica de la cinta y miraba el trozo de papel.
—Sincronización perfecta —le susurré—. Estoy listo para atacar.
—¿Puedo quedarme a mirar?
—No, quiero que salgas de aquí. No quiero que nadie hable contigo después de esto.
Asentí con la cabeza y ella repitió el gesto y se fue. Volví al estrado.
—No hay segundo contrainterrogatorio, señoría.
Me senté y esperé. Roulet me cogió del brazo.
—¿Qué está haciendo?
Lo aparté.
—Deje de tocarme. Tenemos nueva información que no podemos sacar en un contrainterrogatorio. —Me concentré en la jueza.
—¿Algún otro testigo, señor Minton? —preguntó.
—No, señoría. No hay más refutaciones.
La jueza asintió.
—El testigo puede retirarse.
Meehan empezó a cruzar la sala en dirección a Corliss. La jueza me miró y yo empecé a levantarme.
—Señor Haller, ¿contrarrefutación?
—Sí, señoría, la defensa quiere llamar al estrado a D. J. Corliss como contrarrefutación.
Meehan se quedó quieto y todas las miradas se centraron en mí. Levanté la cinta y el papel que Lorna acababa de traerme.
—Tengo nueva información sobre el señor Corliss, señoría. No podía sacarla en un contrainterrogatorio.
—Muy bien, proceda.
—¿Puedo disponer de un momento, señoría?
—Un momento corto.
Me agaché de nuevo al lado de Roulet.
—Mire, no sé qué está pasando, pero no importa —susurré.
—¿Cómo que no importa? Está…
—Escúcheme. No importa porque todavía puedo destruirlo. No importa que diga que ha matado a veinte mujeres. Si es un mentiroso, es un mentiroso. Si lo destruyo, nada de eso cuenta. ¿Entiende?
Roulet asintió y pareció calmarse al reflexionar al respecto.
—Entonces destrúyalo.
—Lo haré. Pero he de estar informado. ¿Sabe algo más que pueda surgir? ¿Hay algo más de lo que tenga que apartarme?
Roulet susurró lentamente, como si estuviera explicando algo a un niño.
—No lo sé, porque nunca he hablado con él. No soy tan estúpido como para hablar de cigarrillos y asesinatos con un puto desconocido.
—Señor Haller —me instó la jueza.
Me levanté.
—Sí, señoría.
Me levanté con la cinta y el papel que la acompañaba y me acerqué al estrado. Por el camino eché un vistazo rápido a la galería y vi que Kurlen se había ido. No tenía forma de saber cuánto tiempo se había quedado y cuánto había escuchado. Lankford también se había ido. Sólo quedaba Sobel y apartó su mirada de la mía. Centré mi atención en Corliss.
—Señor Corliss, ¿puede decirle al jurado dónde estaba exactamente cuando el señor Roulet supuestamente le hizo estas revelaciones sobre agresiones y asesinatos?
—Cuando estuvimos juntos.
—¿Juntos dónde, señor Corliss?
—Bueno, en el trayecto de autobús no hablamos porque íbamos en asientos separados. Pero cuando llegamos al tribunal estuvimos en el mismo calabozo con otros seis tipos y nos sentamos juntos y hablamos.
—¿Y esos seis tipos también fueron testigos de cómo hablaba usted con el señor Roulet?
—Puede ser. Estaban allí.
—Entonces lo que me está diciendo es que si los traigo aquí uno por uno y les pregunto si les vieron hablar a usted y Roulet, lo confirmarían.
—Bueno, deberían. Pero…
—Pero ¿qué?, señor Corliss.
—Es sólo que probablemente no hablarán, nada más.
—¿Y eso es porque a nadie le gustan los soplones, señor Corliss?
Corliss se encogió de hombros.
—Supongo.
—Muy bien, vamos a asegurarnos de que tenemos todo esto claro. Usted no habló con el señor Roulet en el autobús, pero habló con él cuando estuvieron juntos en el calabozo. ¿En algún sitio más?
—Sí, hablamos cuando nos metieron en la sala. Te tienen en esa área acristalada y esperas a que te llamen. Hablamos un poco allí, también, hasta que se inició la vista de su caso. A él le tocó primero.
—¿Eso fue en la sala de lectura de cargos, donde tuvo su primera comparecencia ante el juez?
—Así es.
—O sea que estaba allí hablando en la sala y allí fue donde Roulet le reveló su participación en esos crímenes que ha descrito.
—Así es.
—¿Recuerda específicamente qué le dijo cuando estuvieron en la sala?
—No, en realidad no. No específicamente. Creo que podría ser entonces cuando me habló de la chica que era una bailarina.
—Muy bien, señor Corliss.
Levanté la cinta de vídeo, expliqué que era de la primera comparecencia de Louis Roulet y solicité presentarla como prueba de la defensa. Minton trató de impedirlo como algo que no había presentado en los hallazgos, pero eso fue fácilmente rebatido por la jueza sin que yo tuviera que discutir ese punto. Acto seguido él protestó otra vez, argumentando que no se había verificado la autenticidad de la cinta.
—Sólo pretendo ahorrar tiempo a este tribunal —dije—. Si es preciso puedo hacer que el hombre que grabó la cinta venga aquí en más o menos una hora para autentificarla. Pero creo que su señoría será capaz de autentificarla por sí misma con un solo vistazo.
—Voy a aceptarla —dijo la jueza—. Después de que la veamos, la acusación podrá objetar otra vez si lo desea.
La televisión y la unidad de vídeo que ya había utilizado previamente fueron llevadas a la sala y situadas en un ángulo en que fueran visibles para Corliss, el jurado y la jueza. Minton tuvo que colocarse en una silla situada junto a la tribuna del jurado para verlo por completo.
La cinta se reprodujo. Duraba veinte minutos y mostraba a Roulet desde el momento en que entraba en el área de custodia del tribunal hasta que fue sacado después de la vista de la fianza. Roulet en ningún momento habló con nadie salvo conmigo.
Cuando la cinta finalizó, dejé la televisión en su sitio por si era necesaria de nuevo. Me dirigí a Corliss con un tinte de indignación en la voz.
—Señor Corliss, ¿ha visto algún momento en esa cinta en que usted y el señor Roulet estuvieran hablando?
—Eh, no, yo…
—Aun así, ha testificado bajo juramento y bajo pena de perjurio que el acusado le confesó crímenes cuando ambos estuvieron en el tribunal, ¿no es así?
—Sé que he dicho eso, pero debo de haberme equivocado. Debió de contármelo todo cuando estuvimos en el calabozo.
—¿Le ha mentido al jurado?
—No era mi intención. Así era como lo recordaba, pero supongo que me equivoco. Tenía el mono esa mañana. Las cosas se confunden.
—Eso parece. Deje que le pregunte algo, ¿las cosas se confundieron cuando testificó contra Frederic Bentley en mil novecientos ochenta y nueve?
Corliss juntó las cejas en un ademán de concentración, pero no respondió.
—Recuerda a Frederic Bentley, ¿verdad?
Minton se levantó.
—Protesto. ¿Mil novecientos ochenta y nueve? ¿Adónde quiere llegar con esto?
—Señoría —dije—, quiero llegar a la veracidad del testigo. Es una cuestión clave aquí.
—Conecte los puntos, señor Haller —ordenó la jueza—. Deprisa.
—Sí, señoría.
Cogí el trozo de papel y lo usé como atrezo durante mis preguntas finales a Corliss.
—En mil novecientos ochenta y nueve Frederic Bentley fue condenado, con su colaboración, por violar a una chica de dieciséis años en su cama en Phoenix. ¿Lo recuerda?
—Apenas —dijo Corliss—. He tomado muchas drogas desde entonces.
—Testificó en el juicio que le confesó el crimen cuando estuvieron juntos en una comisaría de policía. ¿No es así?
—Ya le he dicho que me cuesta mucho acordarme de entonces.
—La policía le puso en ese calabozo porque sabía que usted quería delatar, aunque se lo tuviera que inventar, ¿no es así?
Mi tono de voz iba aumentando con cada pregunta.
—No lo recuerdo —respondió Corliss—. Pero no me invento las cosas.
—Luego, ocho años después, el hombre del que testificó que le había contado que lo hizo fue exonerado cuando un test de ADN determinó que el semen del agresor de la chica procedía de otro hombre. ¿No es correcto, señor?
—Yo no…, o sea…, fue hace mucho tiempo.
—¿Recuerda haber sido entrevistado por un periodista del Arizona Star después de la puesta en libertad de Frederic Bentley?
—Vagamente. Recuerdo que alguien llamó, pero no dije nada.
—El periodista le dijo que las pruebas de ADN exoneraban a Bentley y le preguntó si había inventado la confesión de éste, ¿verdad?
—No lo sé.
Sostuve el periódico que estaba agarrando hacia la jueza.
—Señoría, tengo un artículo de archivo del Arizona Star aquí. Está fechado el nueve de febrero de mil novecientos noventa y siete. Un miembro de mi equipo lo encontró al buscar el nombre de D. J. Corliss en el ordenador de mi oficina. Pido que se registre como prueba de la defensa y se admita como documento histórico que detalla una admisión por silencio.
Mi solicitud desencadenó un enfrentamiento brutal con Minton acerca de la autenticidad y la fundación adecuada. En última instancia, la jueza dictaminó a mi favor. Fullbright estaba mostrando parte de la misma indignación que yo estaba fingiendo, y Minton no tenía mucha opción.
El alguacil entregó a Corliss el artículo impreso desde el ordenador y la jueza le pidió que lo leyera.
—No leo bien, jueza —dijo.
—Inténtelo, señor Corliss.
Corliss sostuvo el papel e inclinó la cara hacia él al leerlo.
—En voz alta, por favor —bramó Fullbright.
Corliss se aclaró la garganta y leyó con voz entrecortada.
—«Un hombre condenado erróneamente de violación fue puesto en libertad el sábado de la Institución Correccional de Arizona y juró buscar justicia para otros reclusos falsamente acusados. Frederic Bentley, de treinta y cuatro años, pasó casi ocho años en prisión por asaltar a una joven de dieciséis años de Tempe. La víctima del asalto identificó a Bentley, un vecino, y las pruebas sanguíneas coincidían con el semen recogido en la víctima después de la agresión.
»El caso quedó cimentado en el juicio por el testimonio de un informador que declaró que Bentley le había confesado el crimen cuando estaban juntos en un calabozo. Bentley siempre mantuvo su inocencia durante el juicio e incluso después de su sentencia. Una vez que los tests de ADN fueron aceptados como prueba válida por los tribunales del Estado, Bentley contrató abogados para que se analizara el semen recogido en la víctima de la agresión. Un juez ordenó que se realizaran las pruebas este mismo año, y los análisis demostraron que Bentley no era el violador.
»En una conferencia de prensa celebrada ayer en el Arizona Biltmore, el recién puesto en libertad Bentley clamó contra los informantes de prisión y pidió una ley estatal que establezca pautas estrictas a la policía y los fiscales que los utilizan.
»El informante que declaró bajo juramento que Bentley admitió ser el violador fue identificado como D. J. Corliss, un hombre de Mesa que había sido acusado de cargos de drogas. Cuando le hablaron de la excarcelación de Bentley y le preguntaron si había inventado su testimonio contra Bentley, Corliss declinó hacer comentarios el sábado. En su conferencia de prensa, Bentley denunció que Corliss era un soplón bien conocido por la policía y que fue usado en varios casos para acercarse a sospechosos. Bentley aseguró que la práctica de Corliss consistía en inventar confesiones si no conseguía sonsacárselas a los sospechosos. El caso contra Bentley…».
—Bien, señor Corliss —dije—. Creo que es suficiente.
Corliss dejó el papel y me miró como un niño que acaba de abrir la puerta de un armario abarrotado y ve que todo le va a caer encima.
—¿Fue acusado de perjurio en el caso Bentley? —le pregunté.
—No —dijo con energía, como si ese hecho implicara que no había actuado mal.
—¿Eso fue porque la policía era su cómplice en tender la trampa al señor Bentley?
Minton protestó diciendo:
—Estoy seguro de que el señor Corliss no tiene ni idea de qué influyó en la decisión de acusarlo o no de perjurio.
Fullbright la aprobó, pero no me importaba. Llevaba tanta ventaja con ese testigo que no había forma de que me atraparan. Me limité a pasar a la siguiente pregunta.
—¿Algún fiscal o policía le ofreció estar cerca del señor Roulet y conseguir que se confiara a usted?
—No, supongo que sólo fue la suerte del sorteo.
—¿No le dijeron que obtuviera una confesión del señor Roulet?
—No.
Lo miré un buen rato con asco en la mirada.
—No tengo nada más.
Mantuve la pose de rabia hasta mi asiento y dejé caer la caja de la cinta de vídeo con enfado antes de sentarme.
—¿Señor Minton? —preguntó la jueza.
—No tengo más preguntas —respondió con voz débil.
—De acuerdo —dijo Fullbright con rapidez—. Voy a excusar al jurado para que tome un almuerzo temprano. Me gustaría que estuvieran todos de vuelta a la una en punto.
Dirigió una sonrisa tensa a los miembros del jurado y la mantuvo hasta que éstos hubieron abandonado la sala. La sonrisa desapareció en cuanto se cerró la puerta.
—Quiero ver a los abogados en mi despacho —dijo—. Inmediatamente.
No esperó respuesta. Se levantó tan deprisa que su túnica flotó tras ella como la capa negra de la Parca.