Louis Ross Roulet estaba en un calabozo con otros siete hombres que habían recorrido en autobús el trayecto de media manzana desde la prisión hasta el tribunal de Van Nuys. Sólo había dos hombres blancos en el calabozo, y estaban sentados uno junto al otro en un banco mientras que los seis hombres negros ocuparon el otro lado de la celda. Era una forma de segregación darwiniana. Eran todos desconocidos, pero en el número estaba la fuerza. Puesto que Roulet supuestamente era el rico de Beverly Hills, miré a los dos hombres blancos y me resultó fácil elegir entre ellos. Uno era muy delgado, con los ojos vidriosos y desesperados de un yonqui al que se le ha pasado hace mucho la hora del chute. El otro parecía el proverbial venado ante los faros de un automóvil. Lo elegí.
—¿Señor Roulet? —dije.
El venado asintió con la cabeza. Le hice una seña para que se acercara a los barrotes para poder hablar tranquilamente.
—Me llamo Michael Haller. La gente me llama Mickey. Le representaré durante la primera comparecencia de hoy.
Estábamos en la zona de detención de detrás del tribunal, donde a los abogados rutinariamente se les concede acceso para departir con sus clientes antes de que se ponga en marcha el juicio. Hay una línea azul pintada en el exterior de las celdas. La línea del metro. Tenía que mantener esa distancia de un metro con mi cliente.
Roulet se agarró a los barrotes delante de mí. Como sus compañeros de jaula, llevaba cadenas en tobillos, muñecas y abdomen. No se las quitarían hasta que lo llevaran a la sala. Tendría poco más de treinta años, y aunque medía al menos metro ochenta y pesaba más de ochenta kilos parecía frágil. Eso es lo que te hace la prisión. Tenía ojos azul pálido y me resultó extraño ver la clase de pánico que estaba tan claramente reflejada en ellos.
La mayor parte de las veces mis clientes han estado antes en prisión y tienen la mirada gélida del depredador. Así sobreviven en la cárcel.
Pero Roulet era diferente. Parecía una presa. Estaba asustado y no le importaba quién lo viera o lo supiera.
—Esto es una trampa —dijo con urgencia y en voz alta—. Tiene que sacarme de aquí. Cometí un error con esa mujer, nada más. Ella está tratando de tenderme una trampa y…
Levanté las manos para detenerlo.
—Tenga cuidado con lo que dice aquí —le aconsejé en voz baja—. De hecho, tenga cuidado con lo que dice hasta que pueda sacarlo de aquí y podamos hablar en privado.
Miró a su alrededor, aparentemente sin comprender.
—Nunca se sabe quién puede escuchar —dije—. Y nunca se sabe quién puede decir que le oyó diciendo algo, aunque no dijera nada. Lo mejor es no hablar del caso en absoluto. ¿Entiende? Lo mejor es no hablar de nada con nadie, punto.
Asintió con la cabeza y yo le hice una señal para que se sentara en el banco que había junto a los barrotes.
—De hecho, estoy aquí para reunirme con usted y presentarme —dije—. Hablaremos del caso después de que le saquemos. Ya he hablado con el abogado de su familia, el señor Dobbs, ahí fuera y le diremos al juez que estamos preparados para depositar la fianza. ¿Me equivoco en algo de eso?
Abrí una carpeta de cuero Montblanc y me preparé para tomar notas en un bloc. Roulet asintió. Estaba aprendiendo.
—Bien —dije—. Hábleme de usted. Dígame qué edad tiene, si está casado, qué vínculos tiene con la comunidad.
—Hum, tengo treinta y dos años. He vivido aquí toda mi vida, incluso fui a la universidad aquí, en la UCLA. No estoy casado. No tengo hijos. Trabajo…
—¿Divorciado?
—No, nunca me he casado. Trabajo en el negocio familiar. Windsor Residential Estates. Se llama así por el segundo marido de mi madre. Sector inmobiliario. Vendemos propiedades inmobiliarias.
Estaba tomando notas. Sin levantar la vista para mirarlo, pregunté tranquilamente:
—¿Cuánto dinero ganó el año pasado?
Al ver que Roulet no contestaba levanté la cabeza para mirarlo.
—¿Por qué necesita saber eso? —preguntó.
—Porque voy a sacarle de aquí antes de que se ponga el sol. Para hacerlo necesito saberlo todo sobre su posición en la comunidad. Y eso incluye la situación económica.
—No sé exactamente cuánto gané. Gran parte eran participaciones en la compañía.
—¿No presenta declaración de impuestos?
Roulet miró por encima del hombro a sus compañeros de celda y entonces susurró su respuesta.
—Sí, lo hago. Declaré ingresos de un cuarto de millón.
—Pero lo que está diciendo es que con las participaciones en la compañía en realidad ganó más.
—Exacto.
Uno de los compañeros de celda de Roulet se acercó a los barrotes y se colocó al lado de mi cliente. Era el otro hombre blanco. Estaba nervioso, con las manos en constante movimiento de las caderas a los bolsillos o entrelazándolas con desesperación.
—Eh, tío, yo también necesito un abogado. ¿Tienes una tarjeta?
—Para ti no, socio. Ya te pondrán un abogado.
Miré de nuevo a Roulet y esperé un momento a que el yonqui se alejara. No lo hizo. Volví a mirar al drogadicto.
—Mira, esto es privado. ¿Puedes dejarnos solos?
El yonqui hizo algún tipo de movimiento con las manos y se alejó arrastrando los pies hasta la esquina de la que había venido. Miré otra vez a Roulet.
—¿Y organizaciones caritativas? —pregunté.
—¿Qué quiere decir? —respondió Roulet.
—¿Participa en beneficencia? ¿Hace donaciones?
—Sí, la empresa las hace. Damos a Make, a Wish y a un albergue de jóvenes de Hollywood. Creo que lo llaman My Friend’s Place o algo por el estilo.
—Vale, muy bien.
—¿Va a sacarme de aquí?
—Voy a intentarlo. Las acusaciones son graves (lo he comprobado antes de venir aquí) y me da la sensación de que la fiscalía va a pedir que no se establezca fianza, pero es buen material. Puedo trabajar con esto. —Señalé mis notas.
—¿Sin fianza? —dijo en voz alta y presa del pánico.
Los otros hombres que había en la celda miraron en su dirección, porque lo que había dicho Roulet era la pesadilla colectiva de todos ellos. Sin fianza.
—Cálmese —intervine—. Digo que es lo que va a buscar la acusación. No digo que se vayan a salir con la suya. ¿Cuándo fue la última vez que lo detuvieron?
Siempre lo soltaba de repente, porque así podía ver los ojos del cliente y saber si eso podía ser una sorpresa que me lanzaran a mí en el tribunal.
—Nunca. No me habían detenido nunca. Todo este asunto es…
—Lo sé, lo sé, pero no queremos hablar de eso aquí, ¿recuerda?
Asintió. Miré mi reloj. La vista estaba a punto de empezar y todavía necesitaba hablar con Maggie McFiera.
—Ahora voy a irme —dije—. Lo veré allí dentro de unos minutos y veremos cómo sacarle de aquí. Cuando estemos allí no diga nada hasta que lo coteje conmigo. Si el juez le pregunta cómo está, me lo pregunta a mí. ¿De acuerdo?
—Bueno, ¿no puedo declararme inocente?
—No, ni siquiera se lo van a preguntar. Hoy lo único que hacen es leerle los cargos, hablar de la fianza y establecer una fecha para la lectura formal de la acusación. Entonces es cuando diremos «inocente». Así que hoy no dice nada. Ningún arrebato, nada. ¿Entendido?
Asintió, pero puso expresión de enfado.
—¿Va a ir bien, Louis?
Dijo que sí con la cabeza con desánimo.
—Sólo para que lo sepa —dije—. Cobro dos mil quinientos dólares por una primera comparecencia y vista de fianza como ésta. ¿Algún problema?
Él negó con un gesto. Me gustó que no estuviera hablando. La mayoría de mis clientes hablan demasiado. Normalmente hablan tanto que terminan en la cárcel.
—Bien. Podremos comentar el resto cuando salga de aquí y podamos reunirnos en privado.
Cerré mi carpeta de cuero, esperando que se hubiera fijado en ella y estuviera impresionado, y me levanté.
—Una última cosa —dije—. ¿Por qué me eligió? Hay un montón de abogados, ¿por qué yo?
Era una pregunta que no afectaba a nuestra relación, pero quería comprobar la sinceridad de Valenzuela.
Roulet se encogió de hombros.
—No lo sé —dijo—. Recordé su nombre de algo que leí en el periódico.
—¿Qué leyó sobre mí?
—Era un artículo sobre un caso en que las pruebas contra el tipo fueron rechazadas. Creo que era un caso de drogas o así. Ganó el caso porque después de su intervención ya no tenían pruebas.
—¿El caso Hendricks?
Era el único en el que podía pensar que hubiera salido en los periódicos en los últimos meses. Hendricks era otro cliente de los Road Saints y el departamento del sheriff había puesto un dispositivo GPS en su Harley para controlar sus entregas. Hacerlo en carreteras públicas era correcto, pero cuando aparcaba la moto en la cocina de su casa por la noche, esa vigilancia constituía una ilegalidad de los polis. El caso fue rechazado por un juez durante la vista preliminar. Tuvo cierto eco en el Times.
—No recuerdo el nombre del cliente —dijo Roulet—. Sólo recordaba su nombre. Su apellido, de hecho. Cuando le pregunté al tipo de las fianzas hoy le di el nombre de Haller y le pedí que le buscara y también que llamara a mi propio abogado. ¿Por qué?
—Por nada. Simple curiosidad. Le agradezco la llamada. Lo veré en la sala.
Dejé de lado las discrepancias entre lo que Roulet me había dicho y la versión de Valenzuela para considerarlo después y volví a la sala de comparecencia. Vi a Maggie McFiera sentada en un extremo de la mesa de la acusación. Estaba allí acompañada de otros cinco fiscales. La mesa era larga y en forma de ele, de modo que podía acomodar a una continua rotación de letrados que se iban moviendo para sentarse de cara al juez. Un fiscal asignado a la sala manejaba la mayoría de las comparecencias de rutina y las lecturas de cargos que se llevaban a cabo cada día. No obstante, los casos especiales atraían a pesos pesados de la oficina del fiscal del distrito, situada en la segunda planta del edificio contiguo. Las cámaras de televisión también conseguían ese objetivo.
Al recorrer el recinto reservado a los letrados vi a un hombre preparando una cámara de vídeo en un trípode junto a la mesa del alguacil. Ni en la cámara ni en la ropa del operador había logotipo de cadena de televisión alguna. El hombre era un freelance que se había enterado del caso y que iba a grabar la vista para luego tratar de vender la cinta a alguna de las cadenas locales cuyo director de informativos necesitara una noticia de treinta segundos. Cuando había hablado con el alguacil previamente acerca de la posición de Roulet en la lista, me dijo que el juez ya había autorizado la grabación.
Me acerqué a mi exmujer desde atrás y me incliné para susurrarle al oído. Estaba mirando fotografías de una carpeta. Lucía un traje azul marino con rayas grises muy finas. Su cabello negro azabache estaba atado atrás con otra cinta gris a juego. Me encantaba que llevara el pelo recogido de esa manera.
—¿Tú eras la que llevaba el caso Roulet?
Ella levantó la mirada, porque no había reconocido el susurro. Su rostro estaba formando involuntariamente una sonrisa pero ésta se convirtió en ceño cuando vio que era yo. Ella sabía exactamente lo que quería decir al usar el pasado y cerró la carpeta de golpe.
—No me digas eso —dijo.
—Lo siento. Le gustó lo que hice en el caso Hendricks y me llamó.
—Cabrón. Quería este caso, Haller. Es la segunda vez que me lo haces.
—Parece que esta ciudad no es lo bastante grande para los dos —dije en una penosa imitación de James Cagney.
Ella refunfuñó.
—Muy bien —dijo en una rápida rendición—. Me iré pacíficamente después de esta vista. A no ser que te opongas también a eso.
—Podría. ¿Vas a pedir que no haya fianza?
—Exacto. Pero eso no cambiará aunque cambie el fiscal. Es una directriz de la segunda planta.
Asentí con la cabeza. Eso significaba que un supervisor del caso había pedido que la acusación se opusiera a la fianza.
—Está conectado con la comunidad. Y nunca lo han detenido.
Estudié su reacción, porque no había tenido más tiempo de asegurarme de la veracidad de la afirmación de Roulet de que nunca había sido detenido. Resulta sorprendente cuántos clientes mienten acerca de sus relaciones previas con la maquinaria judicial, teniendo en cuenta que es una mentira de patas muy cortas.
Sin embargo, Maggie no dio ninguna muestra de que fuera de otro modo. Quizás era cierto. Quizá tenía un cliente honrado acusado por primera vez.
—No me importa que no haya hecho nada antes —dijo Maggie—. Lo que importa es lo que hizo anoche.
Abrió una carpeta y rápidamente revisó las fotos hasta que vio la que le gustaba y la sacó.
—Esto es lo que hizo anoche tu pilar de la comunidad. Así que no me importa mucho lo que hiciera antes. Simplemente voy a asegurarme de que no lo haga otra vez.
La foto era un primer plano de 20 x 25 cm del rostro de una mujer. La hinchazón en torno al ojo derecho era tan amplia que éste permanecía firmemente cerrado. La nariz estaba rota y el tabique nasal desviado. De cada ventanilla asomaba gasa empapada en sangre. Se apreciaba una profunda incisión sobre la ceja derecha que había sido cerrada con nueve puntos de sutura. El labio inferior estaba partido y presentaba una hinchazón del tamaño de una canica. Lo peor de la foto era el ojo que no estaba afectado. La mujer miraba a la cámara con miedo, dolor y humillación expresados en ese único ojo lloroso.
—Si lo hizo él —dije, porque era lo que se esperaba que dijera.
—Sí —dijo Maggie—. Claro, si lo hizo. Sólo lo detuvieron en su casa manchado con sangre de la chica, pero tienes razón, es una cuestión válida.
—Me encanta que seas sarcástica. ¿Tienes aquí el informe de la detención? Me gustaría tener una copia.
—Puedes pedírsela al que herede el caso. No hay favores, Haller. Esta vez no.
Esperé, aguardando más pullas, más indignación, quizás otro disparo, pero no dijo nada más. Decidí que intentar sacarle más información del caso era una causa perdida. Cambié de asunto.
—Bueno —pregunté—. ¿Cómo está?
—Está muerta de miedo y dolorida. ¿Cómo iba a estar?
Me miró y yo vi el inmediato reconocimiento y luego la censura en sus ojos.
—Ni siquiera estabas preguntando por la víctima, ¿no?
No respondí. No quería mentirle.
—Tu hija está bien —dijo de manera mecánica—. Le gustan las cosas que le mandas, pero preferiría que aparecieras un poco más a menudo.
Eso no era un disparo de advertencia. Era un impacto directo y merecido. Daba la sensación de que yo siempre estaba sumergido en los casos, incluso durante los fines de semana. En mi interior sabía que necesitaba perseguir a mi hija por el patio más a menudo. El tiempo de hacerlo se estaba escapando.
—Lo haré —dije—. Empezaré ahora mismo. ¿Qué te parece este fin de semana?
—Bien. ¿Quieres que se lo diga esta noche?
—Eh, quizás espera hasta mañana para que lo sepa seguro.
Me dedicó uno de esos gestos de asentimiento de quien tiene poca fe. Ya habíamos pasado por eso antes.
—Genial. Dímelo mañana.
Esta vez no me hizo gracia el sarcasmo.
—¿Qué necesita? —pregunté, tratando torpemente de volver a ser simplemente ecuánime.
—Acabo de decirte lo que necesita. Que formes parte de su vida un poco más.
—Vale, te prometo que lo haré.
Mi exmujer no respondió.
—Lo digo en serio, Maggie. Te llamaré mañana.
Ella levantó la mirada y estaba lista para dispararme con dos cañones. Ya lo había hecho antes. Decirme que yo era todo cháchara y nada de acción en lo que a la paternidad respectaba. Pero me salvó el inicio de la sesión.
El juez salió de su despacho y subió los escalones para ocupar su lugar. El alguacil llamó al orden en la sala. Sin decir ni una palabra más a Maggie, dejé la mesa de la acusación y volví a uno de los asientos cercanos a la barandilla que separaba el recinto reservado a los letrados de la galería del público.
El juez preguntó a su alguacil si había alguna cuestión a discutir antes de que entraran a los acusados. No había ninguna, así que el magistrado ordenó la entrada del primer grupo. Igual que en el tribunal de Lancaster, había una gran zona de detención para los acusados bajo custodia. Me levanté y me acerqué a la abertura en el cristal. Cuando vi que Roulet entraba, le hice una seña.
—Va a ser el primero —le dije—. Le he pedido al juez que empezara por usted como un favor. Voy a intentar sacarle de aquí.
No era verdad. No le había pedido nada al juez, y aunque lo hubiera hecho, el juez no me habría concedido semejante favor. Roulet iba a ser el primero por la presencia de los medios en la sala. Era una práctica generalizada tratar primero los casos con repercusión en los medios. No sólo era una cortesía al cámara que supuestamente tenía que acudir a otros trabajos, sino que también reducía la tensión en la sala al permitir que abogados, acusados e incluso el juez actuaran sin una cámara de televisión encima.
—¿Por qué está aquí esa cámara? —preguntó Roulet en un susurro de pánico—. ¿Es por mí?
—Sí, es por usted. Alguien le dio un chivatazo del caso. Si no quiere que lo graben, úseme como escudo.
Roulet cambió de posición, de manera que yo quedé bloqueando la visión del cámara que estaba al otro lado de la sala. Eso disminuía las posibilidades de que el hombre pudiera vender el reportaje y la película a un programa de noticias local. Eso era bueno. También significaba que si lograba vender la historia, yo sería el punto focal de las imágenes que la acompañaran. Eso también era bueno.
Anunciaron el caso Roulet, el alguacil pronunció mal el apellido, y Maggie anunció su presencia por la acusación y luego yo anuncié la mía. Maggie había aumentado los cargos, lo cual era el modus operandi habitual de Maggie McFiera. Roulet se enfrentaba ahora a la acusación de intento de homicidio, además del de intento de violación, lo cual facilitaría el argumento de que no se estableciera fianza.
El juez informó a Roulet de sus derechos constitucionales y estableció el 21 de marzo como fecha para la lectura formal de los cargos. En nombre de Roulet, pedí que se rechazara la petición de que no se fijara fianza. Esto puso en marcha un animado toma y daca entre Maggie y yo, todo lo cual fue arbitrado por el juez, quien sabía que habíamos estado casados porque había asistido a nuestra boda. Mientras que Maggie enumeró las atrocidades cometidas en la persona de la víctima, yo a mi vez me referí a los vínculos de Roulet con la comunidad y los actos de caridad. También señalé a C. C. Dobbs en la galería y ofrecí subirlo al estrado para seguir discutiendo acerca de la buena posición de Roulet. Dobbs era mi as en la manga. Su talla en la comunidad legal influiría más que la posición de Roulet y ciertamente sería tenida en cuenta por el juez, que mantenía su posición en el estrado a instancias de sus votantes, y de los contribuyentes a su campaña.
—El resumen, señoría, es que la fiscalía no puede argumentar que exista riesgo de que este hombre huya o sea un peligro para la comunidad —dije en mis conclusiones—. El señor Roulet está anclado en esta comunidad y no pretende hacer otra cosa que defenderse vigorosamente de los falsos cargos que han sido presentados contra él.
Usé la expresión «defenderse vigorosamente» a propósito, por si la declaración salía en antena y resultaba que la veía la mujer que los había presentado.
—Su señoría —respondió Maggie—, grandilocuencias aparte, lo que no debe olvidarse es que la víctima de este caso fue brutalmente…
—Señora McPherson —interrumpió el juez—. Creo que ya hemos ido bastante de un lado al otro. Soy consciente de las heridas de la víctima y de la posición del señor Roulet. También tengo una agenda completa hoy. Voy a establecer la fianza en un millón de dólares. Asimismo voy a exigir que el señor Roulet sea controlado por el tribunal mediante comparecencias semanales. Si se salta una, pierde su libertad.
Eché un rápido vistazo a la galería, donde Dobbs estaba sentado al lado de Fernando Valenzuela. Dobbs era un hombre delgado que se había rapado al cero para disimular una calvicie incipiente. Su delgadez aparecía exagerada por el voluminoso contorno de Valenzuela. Esperé una señal para saber si debía aceptar la fianza propuesta por el juez o pedir que rebajara la cantidad. A veces un juez siente que te está haciendo un regalo y puede explotarte en la cara si pides más, o en este caso menos.
Dobbs estaba sentado en el primer asiento de la primera fila. Simplemente se levantó y se dirigió a la salida, dejando a Valenzuela atrás. Interpreté que eso significaba que podía plantarme, que la familia Roulet podía asumir el millón. Me volví hacia el juez.
—Gracias, señoría —dije.
El alguacil inmediatamente anunció el siguiente caso. Miré a Maggie, que estaba cerrando la carpeta relacionada con el caso en el que ya no iba a participar. Se levantó, atravesó el recinto de los letrados y continuó por el pasillo central de la sala. No habló con nadie ni me miró.
—¿Señor Haller?
Me volví hacia mi cliente. Detrás de él vi a un ayudante del sheriff llegando para volverlo a llevar al calabozo. Lo trasladarían en autobús la media manzana que lo separaba de la prisión y, en función de lo rápido que trabajaran Dobbs y Valenzuela, sería liberado antes de que finalizara el día.
—Trabajaré con el señor Dobbs para sacarle —dije—. Luego nos sentaremos y hablaremos del caso.
—Gracias —dijo Roulet cuando se lo llevaban—. Gracias por estar aquí.
—Recuerde lo que le he dicho. No hable con desconocidos. No hable con nadie.
—Sí, señor.
Después de que se hubo ido, yo me acerqué a Valenzuela, que estaba esperándome en la puerta con una gran sonrisa en el rostro. Probablemente la fianza de Roulet era la más grande que había garantizado nunca. Eso significaba que su comisión sería la más grande que jamás hubiera recibido. Me dio un golpecito en el antebrazo al salir.
—¿Qué te había dicho? —comentó—. Aquí tenemos un filón, jefe.
—Ya veremos, Val —dije—. Ya veremos.