Louis Roulet avanzó hacia el estrado de los testigos con rapidez, como un jugador de baloncesto que sale disparado del banquillo para entrar en la cancha. Parecía un hombre ansioso ante la oportunidad de defenderse. Sabía que esa postura no pasaría desapercibida al jurado.
Después de los preliminares fui directamente a las cuestiones del caso. Al hilo de mis preguntas, Roulet admitió sin ambages que había ido a Morgan’s la noche del 6 de marzo en busca de compañía femenina. Declaró que no buscaba específicamente contratar los servicios de una prostituta, pero que no descartaba esa posibilidad.
—Había estado antes con mujeres a las que había tenido que pagar —dijo—. Así que no me iba a oponer a eso.
Declaró que, al menos conscientemente, no había establecido contacto visual con Regina Campo antes de que ésta se le acercara en la barra. Dijo que fue ella quien dio el primer paso, pero en ese momento no le molestó. Explicó que la propuesta era abierta, que ella le dijo que estaría libre a partir de las diez y que podía pasarse por su casa si no tenía otro compromiso.
Roulet describió los intentos realizados durante la siguiente hora en Morgan’s y después en el Lamplighter para encontrar una mujer por la que no tuviera que pagar, pero aseguró que no tuvo éxito. Luego se dirigió en su coche hasta la dirección que Campo le había dado y llamó a la puerta.
—¿Quién respondió?
—Ella. Entreabrió la puerta y me miró.
—¿Regina Campo? ¿La mujer que ha testificado esta mañana?
—Sí, eso es.
—¿Pudo verle toda la cara a través de la rendija de la puerta?
—No. Sólo abrió unos centímetros y no pude verla. Sólo el ojo izquierdo y un poco de ese lado de la cara.
—¿Cómo se abría la puerta? Esa rendija a través de la cual pudo verla, ¿estaba a la derecha o a la izquierda?
—Tal y como yo miraba a la puerta, estaba en la derecha.
—Bien, veamos que esto quede claro. La abertura estaba a la derecha, ¿correcto?
—Correcto.
—Entonces, si ella estuviera de pie detrás de la puerta mirando a través de la abertura, le habría mirado con su ojo izquierdo.
—Así es.
—¿Le vio el ojo derecho?
—No.
—Entonces si hubiera tenido un moratón o un corte o cualquier otra herida en el lado derecho del rostro, ¿lo habría podido ver?
—No.
—Muy bien. ¿Qué ocurrió a continuación?
—Bueno, era una especie de recibidor, un vestíbulo, y ella me hizo pasar a través de un arco hacia la sala de estar. Yo fui en la dirección que ella me señaló.
—¿Significa eso que ella estaba detrás de usted?
—Sí, cuando giré hacia la sala de estar, ella estaba detrás de mí.
—¿Cerró la puerta?
—Eso creo. Oí que se cerraba.
—¿Y luego qué?
—Algo me golpeó en la nuca y caí. Perdí el conocimiento.
—¿Sabe cuánto tiempo permaneció inconsciente?
—No. Creo que fue un buen rato, pero ningún policía ni nadie me lo dijo.
—¿Qué recuerda de cuando recuperó el sentido?
—Recuerdo que me costaba respirar y cuando abrí los ojos había alguien sentado encima de mí. Yo estaba boca arriba y él estaba encima. Traté de moverme y entonces fue cuando me di cuenta de que también había alguien sentado en mis piernas.
—¿Qué ocurrió luego?
—Se turnaban en decirme que no me moviera y uno de ellos me dijo que tenía mi navaja y que la usaría si intentaba moverme o escapar.
—¿Más tarde llegó la policía y lo detuvieron?
—Sí, al cabo de unos minutos llegó la policía. Me esposaron y me obligaron a ponerme de pie. Fue entonces cuando vi que tenía sangre en mi chaqueta.
—¿Y su mano?
—No la veía porque estaba esposada a mi espalda, pero oí que uno de los hombres que había estado sentado encima de mí le dijo al policía que tenía sangre en la mano y entonces el policía me la tapó con una bolsa. Eso lo noté.
—¿Cómo fue a parar la sangre a su mano y a su chaqueta?
—Lo único que sé es que alguien la puso allí, porque yo no lo hice.
—¿Es usted zurdo?
—No.
—¿No golpeó a la señorita Campo con la mano izquierda?
—No.
—¿Amenazó con violarla?
—No.
—¿Le dijo que iba a matarla si no cooperaba con usted?
—No.
Esperaba algo de la rabia que había visto aquel primer día en el despacho de C. C. Dobbs, pero Roulet estaba calmado y controlado. Decidí que antes de terminar con él en el interrogatorio directo necesitaba forzar las cosas un poco para recuperar esa rabia.
Le había dicho en el almuerzo que quería verla y no estaba seguro de qué estaba haciendo Roulet o adónde había ido a parar esa rabia.
—¿Está enfadado por ser acusado de atacar a la señorita Campo?
—Por supuesto que sí.
—¿Por qué?
Abrió la boca, pero no habló. Parecía ofendido porque le planteara semejante pregunta. Finalmente, respondió:
—¿Qué quiere decir por qué? ¿Alguna vez ha sido acusado de algo que no ha hecho y no hay nada que pueda hacer sino esperar? Sólo esperar semanas y meses hasta que finalmente tiene la oportunidad de ir a juicio y decir que le han tendido una trampa. Pero entonces ha de esperar todavía más mientras el fiscal trae a un puñado de mentirosos y ha de escuchar sus mentiras y sólo esperar su oportunidad. Por supuesto que enfada. ¡Soy inocente! ¡Yo no lo hice!
Era perfecto. Certero y apuntando a cualquiera que alguna vez hubiera sido falsamente acusado de algo. Podía preguntar más, pero me recordé a mí mismo la regla: entrar y salir. Menos siempre es más. Me senté. Si consideraba que había algo que se me hubiera pasado por alto, lo limpiaría en la contrarréplica.
Miré a la jueza.
—Nada más, señoría.
Minton se había levantado y estaba preparado antes de que yo hubiera regresado a mi asiento. Se colocó tras el atril sin apartar su mirada acerada de Roulet. Estaba mostrando al jurado lo que pensaba de ese hombre. Sus ojos eran como rayos láser a través de la sala. Se agarró a los laterales del atril con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Todo era una representación para el jurado.
—Niega haber tocado a la señorita Campo —dijo.
—Así es —replicó Roulet.
—Según usted, ella simplemente se golpeó a sí misma o un hombre al que nunca había visto antes de aquella noche le dio una paliza como parte de una trampa, ¿correcto?
—No sé quién lo hizo. Lo único que sé es que yo no lo hice.
—Pero lo que está diciendo es que esta mujer, Regina Campo, está mintiendo. Entró en esta sala hoy y mintió de plano a la jueza y al jurado y a todo el ancho mundo.
Minton puntuó su frase sacudiendo la cabeza con repugnancia.
—Lo único que sé es que yo no hice las cosas que ella dice que hice. La única explicación es que uno de los dos está mintiendo. Yo no soy.
—Será cuestión de que el jurado decida, ¿no?
—Sí.
—Y esa navaja que supuestamente llevaba como protección. ¿Está diciendo a este jurado que la víctima en este caso de algún modo sabía que usted poseía una navaja y la usó como parte de la trampa?
—No sé lo que ella sabía. Yo nunca le había mostrado la navaja ni la había sacado en un bar en el que ella hubiera estado. Así que no sé cómo podría haber sabido de ella. Creo que cuando metió la mano en mi bolsillo para coger el dinero, encontró la navaja. Siempre llevo el dinero y la navaja en el mismo bolsillo.
—Ah, así que ahora ella también le robó el dinero del bolsillo. ¿Cuándo va a terminar esto, señor Roulet?
—Yo llevaba cuatrocientos dólares. Cuando me detuvieron no estaban. Alguien los cogió.
En lugar de tratar de señalar a Roulet con el dinero, Minton era lo bastante listo para saber que no importaba cómo lo manejara, se estaría enfrentando a lo sumo a una proposición en el punto de equilibrio.
Si trataba de establecer que Roulet nunca había llevado el dinero y que su plan era agredir y violar a Campo en lugar de pagarle, sabía que yo podía salir con las declaraciones de renta de Roulet, que plantearían serias dudas sobre la idea de que no podía permitirse pagarse una prostituta. Era una vía de testimonios que no llevaba a ninguna parte, y se estaba apartando de ella. Pasó a la conclusión.
Haciendo gala de un estilo teatral, Minton sostuvo la foto del rostro de Regina Campo, golpeada y amoratada.
—Así que Regina Campo es una mentirosa —dijo.
—Sí.
—Pidió que le hicieran esto o incluso se lo hizo ella misma.
—No sé quien lo hizo.
—Pero usted no.
—No, no fui yo. No le haría eso a una mujer. No le haría daño a una mujer.
Roulet señaló la foto que Minton continuaba sosteniendo en alto.
—Ninguna mujer merece eso —dijo.
Me incliné hacia delante y esperé. Roulet acababa de decir la frase que le había dicho que de alguna manera buscara la forma de poner en sus respuestas durante su testimonio. «Ninguna mujer merece eso». Ahora le correspondía a Minton morder el anzuelo. Era listo. Tenía que entender que Roulet acababa de abrir una puerta.
—¿Qué quiere decir con «merece»? ¿Cree que los delitos de violencia se reducen a una cuestión de si una víctima obtiene lo que merece?
—No. No quería decir eso. Quiero decir que no importa cómo se gane la vida, no deberían haberla golpeado así. Nadie merece que le ocurra eso.
Minton bajó el brazo con el que sostenía la foto. La miró él mismo por un momento y luego volvió a mirar a Roulet.
—Señor Roulet, no tengo más preguntas.