Cada juicio tiene un acontecimiento principal. Un testigo o una prueba que se convierte en el fulcro sobre el cual la balanza se inclina hacia un lado o hacia el otro. En este caso Regina Campo, víctima y acusadora, se presentaba como el principal acontecimiento y el caso parecía depender de su actuación y testimonio. Sin embargo, un buen abogado defensor siempre tiene un suplente, y yo tenía el mío, un testigo que esperaba secretamente y sobre cuyas alas yo esperaba levantar el peso del juicio.
No obstante, en el momento en que Minton llamó a Regina Campo al estrado después del receso, sin duda alguna todos los ojos estaban puestos en ella cuando fue conducida a la sala y caminó hasta el estrado de los testigos. Era la primera vez que cualquier miembro del jurado la veía en persona. También era la primera vez que la veía yo. Me sorprendió, pero no de forma positiva. Era menuda y su modo de andar vacilante y su pose leve traicionaban la imagen de la mercenaria traicionera que yo había estado construyendo en la conciencia colectiva del jurado.
Minton decididamente estaba aprendiendo de la experiencia. Con Campo parecía haber llegado a la conclusión de que menos era más. La condujo para que presentara su testimonio de manera sobria. Empezó con una pequeña introducción biográfica antes de llegar a los acontecimientos del 6 de marzo.
El relato de Regina Campo era tristemente poco original, y Minton contaba con eso. Campo narró la historia de una mujer joven y atractiva que había llegado a Hollywood desde Indiana una década antes con esperanzas de alcanzar la gloria del celuloide. Una carrera con arranques y parones y alguna que otra aparición ocasional en series de televisión. Era un rostro nuevo y siempre había hombres dispuestos a darle pequeños papeles de escasa importancia. Cuando dejó de ser una cara nueva, encontró trabajo en una serie de películas que se estrenaban directamente en los canales de cable y que con frecuencia requerían que apareciera desnuda. Complementaba sus ingresos con trabajos en los que posaba desnuda y fácilmente se deslizó a un mundo de intercambiar sexo por favores. En última instancia, abandonó la fachada por completo y empezó a intercambiar sexo por dinero. Eso finalmente la llevó a la noche en que se encontró con Louis Roulet.
La versión que Regina Campo ofreció en la sala del tribunal de lo ocurrido esa noche no difería de los relatos brindados por todos los anteriores testigos del juicio. En lo que era abismalmente diferente era en la manera de transmitirlo. Campo, con el rostro enmarcado por un pelo oscuro y rizado, parecía una niñita perdida. Se mostró asustada y llorosa durante la última mitad de su testimonio. Le temblaron de miedo el dedo y el labio inferior al señalar al hombre al que identificó como su agresor. Roulet le devolvió la mirada, con rostro inexpresivo.
—Fue él —dijo con voz fuerte—. Es un animal al que habría que encerrar.
Dejé pasar el comentario sin protestar. Muy pronto tendría mi oportunidad con ella. Minton continuó con el interrogatorio para que Campo narrara su huida, y luego le preguntó por qué no había dicho a los agentes que respondieron la llamada la verdad sobre quién era el hombre que la había agredido y por qué estaba allí.
—Estaba asustada —dijo ella—. No estaba segura de que fueran a creerme si les decía por qué estaba allí. Quería asegurarme de que lo detenían porque tenía miedo de él.
—¿Se arrepiente ahora de esa decisión?
—Sí, me arrepiento porque sé que podría ayudarle a quedar libre y volver a hacer esto a alguien.
Protesté argumentando que la respuesta era prejuiciosa y la jueza la admitió. Minton formuló unas pocas preguntas más a su testigo, pero parecía consciente de que había superado la cúspide del testimonio y de que debería parar antes de oscurecer la imagen del dedo tembloroso en la identificación del acusado.
Campo había declarado en interrogatorio directo durante poco menos de una hora. Eran las 11.30, pero la jueza no hizo una pausa para almorzar tal y como yo había esperado. Dijo a los miembros del jurado que quería el máximo posible de testimonios durante ese día y que tomarían un almuerzo tardío y breve. Eso me hizo preguntarme si sabía algo que yo desconocía. ¿Los detectives de Glendale la habían llamado durante la pausa de media mañana para advertirla de mi inminente detención?
—Señor Haller, su testigo —dijo para invitarme a empezar y no detener el ritmo del juicio.
Me acerqué al estrado con mi bloc y miré mis notas. Si me había metido en una defensa de las mil cuchillas, tenía que usar al menos la mitad de ellas con esa testigo. Estaba preparado.
—Señorita Campo, ¿ha contratado los servicios de un abogado para demandar al señor Roulet por los supuestos hechos del seis de marzo?
Ella miró como si hubiera previsto la pregunta, pero no como la primera de la tanda.
—No, no lo he hecho.
—¿Ha hablado con un abogado acerca de este caso?
—No he contratado a nadie para demandarlo. Ahora mismo, sólo estoy interesada en ver que la justicia…
—Señorita Campo —la interrumpí—, no le he preguntado si ha contratado un abogado ni cuáles son sus intereses. Le he preguntado si ha hablado con un abogado (cualquier abogado) acerca de este caso y de una posible demanda judicial contra el señor Roulet.
Me estaba mirando de cerca, tratando de interpretarme. Yo lo había dicho con la autoridad de quien sabe algo, de quien tiene las balas para respaldar el ataque. Minton probablemente la había aleccionado acerca del aspecto más importante de testificar: no quedar atrapado en una mentira.
—Hablé con un abogado, sí. Pero no era más que una conversación. No lo contraté.
—¿Es porque el fiscal le dijo que no contratara a nadie hasta que concluyera el caso penal?
—No, no dijo nada de eso.
—¿Por qué habló con un abogado respecto a este caso?
Campo había caído en una rutina de dudar antes de cada respuesta. A mí me parecía bien. La percepción de la mayoría de la gente es que cuesta decir una mentira. Las respuestas sinceras surgen con facilidad.
—Hablé con él porque quería conocer mis derechos y asegurarme de que estaba protegida.
—¿Le preguntó si podía demandar al señor Roulet por daños?
—Pensaba que lo que se decía a un abogado era privado.
—Si lo desea, puede decir a los miembros del jurado de qué habló con su abogado.
Ésa fue la primera cuchillada profunda. Estaba en una posición insostenible. No importaba cómo respondiera, no iba a sonar bien.
—Creo que quiero mantenerlo en privado —dijo finalmente.
—Muy bien, volvamos al seis de marzo, pero quiero remontarme un poco más que lo que hizo el señor Minton. Volvamos a la barra de Morgan’s donde por primera vez habló con el acusado, el señor Roulet.
—De acuerdo.
—¿Qué estaba haciendo esa noche en Morgan’s?
—Me estaba citando con alguien.
—¿Charles Talbot?
—Sí.
—Veamos, se estaba citando con él allí como una especie de prueba para ver si quería llevarlo a su casa para mantener relaciones sexuales por dinero, ¿correcto?
Ella vaciló pero asintió con la cabeza.
—Por favor, responda verbalmente —le dijo la jueza.
—Sí.
—¿Diría que esa práctica es una medida de precaución?
—Sí.
—Una forma de sexo seguro, ¿sí?
—Supongo que sí.
—Porque en su profesión tratan íntimamente con desconocidos, así que debe protegerse, ¿correcto?
—Sí, correcto.
—La gente de su profesión lo llama el «test de los sonados», ¿no?
—Yo nunca lo he llamado así.
—Pero es cierto que se encuentra con sus posibles clientes en un lugar público como Morgan’s para ponerlos a prueba y asegurarse de que no son sonados o peligrosos antes de llevarlos a su apartamento. ¿No es así?
—Podría decirse así. Pero la verdad es que nunca puedes estar segura de nadie.
—Eso es cierto. Así que, cuando estuvo en Morgan’s, ¿se fijó en que el señor Roulet estaba sentado en la misma barra que usted y el señor Talbot?
—Sí, estaba allí.
—¿Y lo había visto antes?
—Sí, lo había visto allí y en algún otro sitio antes.
—¿Había hablado con él?
—No, nunca habíamos hablado.
—¿Se había fijado alguna vez en que llevaba un reloj Rolex?
—No.
—¿Alguna vez lo había visto llegar o irse de uno de esos sitios en un Porsche o un Range Rover?
—No, nunca lo vi conduciendo.
—Pero lo había visto antes en Morgan’s y en sitios semejantes.
—Sí.
—Pero nunca habló con él.
—Exacto.
—Entonces, ¿por qué se acercó a él?
—Sabía que estaba en el mundillo, eso es todo.
—¿A qué se refiere con el mundillo?
—Quiero decir que las otras veces que lo había visto me di cuenta de que era un cliente. Lo había visto irse con chicas que hacen lo que hago yo.
—¿Lo había visto marcharse con otras prostitutas?
—Sí.
—¿Marcharse adónde?
—No lo sé, irse del local. Ir a un hotel o al apartamento de la chica. No sé esa parte.
—Bien, ¿cómo sabe que se iban del local? Tal vez sólo salían a fumar un cigarrillo.
—Los vi meterse en su coche y alejarse.
—Señorita Campo, hace un minuto ha declarado que nunca había visto los coches del señor Roulet. Ahora está diciendo que lo vio entrar en su coche con una mujer que es una prostituta como usted. ¿Cómo es eso?
Ella se dio cuenta de su desliz y se quedó un momento paralizada hasta que se le ocurrió una respuesta.
—Lo vi meterse en un coche, pero no sabía de qué marca era.
—No se fija en ese tipo de cosas, ¿verdad?
—Normalmente no.
—¿Conoce la diferencia entre un Porsche y un Range Rover?
—Uno es grande y el otro pequeño, creo.
—¿En qué clase de coche vio entrar al señor Roulet?
—No lo recuerdo.
Hice un momento de pausa y decidí que había exprimido su contradicción en la medida en que lo merecía. Miré la lista de mis preguntas y seguí adelante.
—Esas mujeres con las que vio irse a Roulet, ¿fueron vistas en otra ocasión?
—No entiendo.
—¿Desaparecieron? ¿Volvió a verlas?
—No, volví a verlas.
—¿Estaban golpeadas o heridas?
—No que yo sepa, pero no les pregunté.
—Pero todo eso se sumaba para que creyera que estaba a salvo al acercarse a él y ofrecerle sexo, ¿correcto?
—No sé si a salvo. Sabía que probablemente estaba buscando una chica y el hombre con el que yo estaba ya me había dicho que habría terminado a las diez porque tenía que ir a trabajar.
—Bueno, ¿puede decirle al jurado por qué no tuvo que sentarse con el señor Roulet como hizo con el señor Talbot para someterlo a un test de sonados?
Sus ojos pasaron a Minton. Estaba esperando un rescate, pero no iba a llegar.
—Sólo pensaba que no era un completo desconocido, nada más.
—Pensó que era seguro.
—Supongo. No lo sé. Necesitaba el dinero y cometí un error con él.
—¿Pensó que era rico y que podía resolver su necesidad de dinero?
—No, nada de eso. Lo vi como un cliente potencial que no era nuevo en el mundillo. Alguien que sabía lo que estaba haciendo.
—¿Ha declarado que en anteriores ocasiones había visto al señor Roulet con otras mujeres que practican la misma profesión que usted?
—Sí.
—Son prostitutas.
—Sí.
—¿Las conoce?
—Nos conocemos, sí.
—¿Y con esas mujeres extiende la cortesía profesional en términos de alertarlas de los clientes que podrían ser peligrosos o reacios a pagar?
—A veces.
—¿Y ellas tienen la misma cortesía profesional con usted?
—Sí.
—¿Cuántas de ellas le advirtieron acerca de Roulet?
—Bueno, nadie lo hizo, o no habría ido con él.
Asentí y consulté mis notas un largo momento antes de proseguir. Después le pregunté más detalles de los acontecimientos de Morgan’s y presenté la cinta del vídeo de vigilancia grabada por la cámara instalada sobre la barra. Minton protestó arguyendo que iba a ser mostrado al jurado sin el debido fundamento, pero la protesta se desestimó. Se colocó una televisión en un pedestal industrial con ruedas delante del jurado y se reprodujo la cinta. Por la atención embelesada que prestaron supe que a los doce les cautivaba la idea de observar a una prostituta trabajando, así como la oportunidad de ver a los dos principales protagonistas del caso en momentos en que no se sabían observados.
—¿Qué decía la nota que le pasó? —pregunté cuando la televisión fue apartada a un lado de la sala.
—Creo que sólo ponía el nombre y la dirección.
—¿No anotó un precio por los servicios que iba a ofrecerle?
—Puede ser. No lo recuerdo.
—¿Cuál es la tarifa que cobra?
—Normalmente cuatrocientos dólares.
—¿Normalmente? ¿Qué la hace poner otro precio?
—Depende de lo que quiera el cliente.
Miré a la tribuna del jurado y vi que el rostro del hombre de la Biblia se estaba poniendo colorado por la incomodidad.
—¿Alguna vez participa en bondage o dominación con sus clientes?
—A veces. Pero es sólo juego de rol. Nadie sufre nunca ningún daño. Es sólo una actuación.
—¿Está diciendo que antes de la noche del seis de marzo, ningún cliente le había hecho daño?
—Sí, eso es lo que estoy diciendo. Ese hombre me hizo daño y trató de matar…
—Por favor, responda a la pregunta, señorita Campo. Gracias. Ahora volvamos a Morgan’s. ¿Sí o no, en el momento en que le dio al señor Roulet la servilleta con su dirección y un precio en ella, estaba segura de que no representaba peligro y de que llevaba suficiente dinero en efectivo para pagar los cuatrocientos dólares que solicitaba por sus servicios?
—Sí.
—Entonces, ¿por qué el señor Roulet no llevaba dinero encima cuando la policía lo registró?
—No lo sé. Yo no lo cogí.
—¿Sabe quién lo hizo?
—No.
Dudé un largo momento, prefiriendo puntuar mis cambios en el flujo del interrogatorio subrayándolo con silencio.
—Veamos, eh, sigue usted trabajando de prostituta, ¿es así? —pregunté.
Campo vaciló antes de decir que sí.
—¿Y está contenta trabajando de prostituta? —pregunté.
Minton se levantó.
—Señoría, ¿qué tiene esto que ver con…?
—Aprobada —dijo la jueza.
—Muy bien —dije—. Entonces, ¿no es cierto, señorita Campo, que les ha dicho a muchos de sus clientes que tiene la esperanza de abandonar este ambiente?
—Sí, es cierto —respondió sin vacilar por primera vez en muchas preguntas.
—¿No es igualmente cierto que ve usted los aspectos financieros potenciales de este caso como medio de salir del negocio?
—No, eso no es cierto —dijo ella, convincentemente y sin dudarlo—. Ese hombre me atacó. ¡Iba a matarme! ¡De eso se trata!
Subrayé algo en mi libreta, otra puntuación de silencio.
—¿Charles Talbot era un cliente habitual? —pregunté.
—No, lo conocí esa noche en Morgan’s.
—Y pasó su prueba de seguridad.
—Sí.
—¿Fue Charles Talbot el hombre que la golpeó en el rostro el seis de marzo?
—No, no fue él —respondió ella con rapidez.
—¿Propuso al señor Talbot repartirse los beneficios que obtendría de una demanda contra el señor Roulet?
—No, no lo hice. ¡Eso es mentira!
Levanté la mirada a la jueza.
—Señoría, ¿puedo pedir a mi cliente que se ponga en pie?
—Adelante, señor Haller.
Pedí a Roulet que se pusiera de pie junto a la mesa de la defensa y él lo hizo. Volví a mirar a Regina Campo.
—Veamos, señorita Campo, ¿está segura de que éste es el hombre que la golpeó la noche del seis de marzo?
—Sí, es él.
—¿Cuánto pesa usted, señorita Campo?
Se alejó del micrófono como si estuviera enojada por lo que consideraba una intrusión, pese a que la pregunta viniera después de tantas otras relacionadas con su vida sexual. Me fijé en que Roulet empezaba a sentarse y le hice un gesto para que permaneciera de pie.
—No estoy segura —dijo Campo.
—En su anuncio de Internet dice que pesa cuarenta y ocho kilos —dije—. ¿Es correcto?
—Creo que sí.
—Entonces, si el jurado ha de creer su historia del seis de marzo, deben creer que pudo desprenderse del señor Roulet.
Señalé a Roulet, que fácilmente medía uno ochenta y pesaba al menos treinta y cinco kilos más que ella.
—Bueno, eso fue lo que hice.
—Y eso fue cuando supuestamente él sostenía una navaja en su garganta.
—Quería vivir. Puedes hacer cosas increíbles cuando tu vida corre peligro.
Campo recurrió a su última defensa. Se echó a llorar, como si mi pregunta hubiera despertado el horror de verle las orejas a la muerte.
—Puede sentarse, señor Roulet. No tengo nada más para la señorita Campo en este momento, señoría.
Me senté junto a Roulet. Sentía que el contrainterrogatorio había ido bien. Mi cuchilla había abierto numerosas heridas. La tesis de la fiscalía estaba sangrando. Roulet se inclinó hacia mí y me susurró una única palabra: «¡Brillante!».
Minton volvió para la contrarréplica, pero sólo era un mosquito volando en torno a una herida abierta. No había retorno a algunas de las respuestas que su testigo estrella había dado y no había forma de cambiar algunas de las imágenes que yo había plantado en las mentes de los miembros del jurado.
En diez minutos había terminado y yo renuncié a intervenir de nuevo, porque sentía que Minton había conseguido poca cosa durante su segundo intento y que podía dejarlo así. La jueza preguntó al fiscal si tenía algún testigo más y Minton dijo que quería pensar en ello durante el almuerzo antes de decidir si concluir el turno de la acusación.
Normalmente habría protestado porque querría saber si tendría que poner a un testigo en el estrado justo después de comer. Pero no lo hice. Creía que Minton estaba sintiendo la presión y estaba tambaleándose. Quería empujarlo hacia una decisión y pensé que otorgarle la hora del almuerzo quizá podría ayudar.
La jueza dispensó al jurado para el almuerzo, concediéndoles una hora en lugar de los noventa minutos habituales. Iba a mantener el proceso en movimiento. Dijo que la sesión se reanudaría a las 13.30 y se levantó abruptamente de su asiento. Supuse que necesitaba un cigarrillo.
Le pregunté a Roulet si su madre podía unirse a nosotros para el almuerzo, de manera que pudiéramos hablar de su testimonio, el cual pensaba que sería por la tarde, si no justo después de comer. Dijo que lo arreglaría y propuso que nos encontráramos en un restaurante francés de Ventura Boulevard. Le expliqué que teníamos menos de una hora y que su madre debería reunirse con nosotros en Four Green Fields. No me gustaba la idea de llevarlos a mi santuario, pero sabía que allí podríamos comer temprano y regresar al tribunal a tiempo. La comida probablemente no estaba a la altura del bistró francés de Ventura, pero eso no me importaba.
Cuando me levanté y me alejé de la mesa de la defensa vi las filas de la galería vacías. Todo el mundo se había apresurado a irse a comer. Sólo Minton me esperaba junto a la barandilla.
—¿Puedo hablar con usted un momento? —preguntó.
—Claro.
Esperamos hasta que Roulet pasó por la portezuela y abandonó la sala del tribunal antes de que ninguno de los dos hablara. Sabía lo que se avecinaba. Era habitual que el fiscal lanzara una oferta a la primera señal de problemas. Minton sabía que tenía dificultades. La testigo principal había sido a lo sumo un empate.
—¿Qué pasa? —dije.
—He estado pensando en lo que dijo de las mil cuchillas.
—¿Y?
—Y, bueno, quiero hacer una oferta.
—Es usted nuevo en esto, joven. ¿No necesita que alguien a cargo apruebe el acuerdo?
—Tengo cierta autoridad.
—Muy bien, dígame qué está autorizado a ofrecer.
—Lo dejaré todo en asalto con agravante y lesiones corporales graves.
—¿Y?
—Y bajaré a cuatro.
La oferta era una reducción sustanciosa; aun así, Roulet, si la aceptaba, sería condenado a cuatro años de prisión. La principal concesión era que eliminaba del caso el estatuto de delito sexual. Roulet no tendría que registrarse con autoridades locales como delincuente sexual después de salir de prisión.
Lo miré como si acabara de insultar el recuerdo de mi madre.
—Creo que eso es un poco fuerte, Ted, teniendo en cuenta cómo acaba de sostenerse su as en el estrado. ¿Ha visto al miembro del jurado que siempre lleva una Biblia? Parecía que iba a estrujar el Libro Sagrado cuando ella estaba testificando.
Minton no respondió. Sabía que ni siquiera se había fijado en que un miembro del jurado llevaba una Biblia.
—No lo sé —dije—. Mi obligación es llevar su oferta a mi cliente y lo haré. Pero también voy a decirle que sería idiota si aceptara.
—Muy bien, entonces ¿qué quiere?
—En este caso sólo hay un veredicto, Ted. Voy a decirle que debería llegar al final. Creo que desde aquí el camino es fácil. Que tenga un buen almuerzo.
Lo dejé allí en la portezuela, medio esperando que gritara una nueva oferta a mi espalda mientras recorría el pasillo central de la galería. Pero Minton mantuvo su baza.
—La oferta sólo es válida hasta la una y media, Haller —gritó a mi espalda, con un extraño tono de voz.
Levanté la mano y saludé sin mirar atrás. Al franquear la puerta de la sala comprendí que lo que había oído era el sonido de la desesperación abriéndose paso en su voz.