Martes, 24 de mayo
El segundo día del juicio empezó con una llamada al despacho del juez para Minton y para mí. La jueza Fullbright sólo quería hablar conmigo, pero las normas de un proceso impedían que ella se reuniera conmigo en relación con cualquier asunto y que excluyera al fiscal. Su despacho era espacioso, con un escritorio y una zona de asientos separada rodeada por tres muros de estanterías que contenían libros de leyes. Nos pidió que nos sentáramos delante de su escritorio.
—Señor Minton —empezó ella—, no puedo decirle que no escuche, pero voy a tener una conversación con el señor Haller a la que espero que no se una ni interrumpa. No le implica a usted y, por lo que yo sé, tampoco al caso Roulet.
Minton, pillado por sorpresa, no supo cómo reaccionar salvo abriendo la mandíbula cinco centímetros y dejando entrar luz en su boca. La jueza giró su silla de escritorio hacia mí y juntó las manos encima de la mesa.
—Señor Haller, ¿hay algo que necesite comentar conmigo? Teniendo en cuenta que está sentado junto a un fiscal.
—No, señoría, no pasa nada. Lamento si la molestaron ayer.
Hice lo posible para poner una sonrisa compungida, como para mostrar que la orden de registro no había sido sino un inconveniente menor.
—No es precisamente una molestia, señor Haller. Hemos invertido mucho tiempo en este caso. El jurado, la fiscalía, todos nosotros. Espero que no sea en balde. No quiero repetir esto. Mi agenda está más que repleta.
—Disculpe, jueza Fullbright —dijo Minton—. ¿Puedo preguntar qué…?
—No, no puede —le cortó la jueza—. El asunto del que estamos hablando no afecta al juicio, salvo a su calendario. Si el señor Haller me asegura que no va a haber problema, aceptaré su palabra. Usted no necesita ninguna otra explicación. —Fullbright me miró fijamente—. ¿Tengo su palabra en esto, señor Haller?
Dudé antes de asentir con la cabeza. Lo que me estaba diciendo era que lo pagaría muy caro si rompía mi palabra y la investigación de Glendale causaba una interrupción o un juicio nulo en el caso Roulet.
—Tiene mi palabra —dije.
La jueza inmediatamente se levantó y se volvió hacia el sombrerero de la esquina. Su toga negra estaba en uno de los colgadores.
—En ese caso, caballeros, vamos. Tenemos un jurado esperando.
Minton y yo salimos del despacho de la magistrada y entramos en la sala a través del puesto del alguacil. Roulet estaba sentado en la silla del acusado y esperando.
—¿De qué iba todo eso? —me susurró Minton.
Estaba haciéndose el tonto. Por fuerza había tenido que oír los mismos rumores que mi exmujer en la oficina del fiscal.
—Nada, Ted. Sólo una mentira relacionada con otro de mis casos. Va a terminar hoy, ¿verdad?
—Depende de usted. Cuanto más tiempo tarde, más tiempo tardaré yo en limpiar las mentiras que suelte.
—Mentiras, ¿eh? Se está desangrando y ni siquiera lo sabe.
Él me sonrió con seguridad.
—No lo creo.
—Llámelo muerte por un millar de cuchilladas, Ted. Con una no basta, pero la suma lo consigue. Bienvenido al derecho penal.
Me aparté de él y me dirigí a la mesa de la defensa. En cuanto me senté, Roulet me habló al oído.
—¿Qué pasaba con la jueza? —susurró.
—Nada. Sólo me estaba advirtiendo respecto a cómo manejar a la víctima en el contrainterrogatorio.
—¿A quién, a la mujer? ¿Ella la llamó víctima?
—Louis, para empezar, no levantes la voz. Y segundo, ella es la víctima. Puede que posea la rara capacidad de convencerse a usted mismo de prácticamente cualquier cosa, pero todavía necesitamos (digamos que yo necesito) convencer al jurado.
Él se tomó la réplica como si estuviera haciendo pompas de jabón en su cara y continuó.
—Bueno, ¿qué dijo?
—Dijo que no va a concederme mucha libertad en el contrainterrogatorio. Me recordó que Regina Campo es una víctima.
—Cuento con que la haga pedazos, por usar una cita suya del día que nos conocimos.
—Sí, bueno, las cosas son muy distintas que el día en que nos conocimos. Y su truquito con mi pistola está a punto de estallarme en la cara. Y le digo ahora mismo que no voy a pagar por eso. Si he de llevar gente al aeropuerto durante el resto de mi vida, lo haré y lo haré a gusto si es mi única forma de salir de esto. ¿Lo ha entendido, Louis?
—Entendido, Mick —dijo—. Estoy seguro de que se le ocurrirá algo. Es un tipo inteligente.
Me volví y lo miré. Por fortuna no tuve que decir nada más. El alguacil llamó al orden y la jueza Fullbright ocupó su lugar.
El primer testigo del día de Minton era el detective Martin Booker, del Departamento de Policía de Los Ángeles. Era un testimonio sólido para la acusación. Una roca. Sus respuestas eran claras y concisas y las ofrecía sin vacilar. Booker presentó la prueba clave, la navaja con las iniciales de mi cliente, y a preguntas de Minton explicó al jurado toda la investigación de la agresión a Regina Campo.
Testificó que en la noche del 6 de marzo había estado trabajando en turno de noche en la oficina del valle de Van Nuys. Fue llamado al apartamento de Regina Campo por el jefe de guardia de la División del West Valley, quien creía, después de haber sido informado por sus agentes de patrulla, que la agresión sufrida por Campo merecía la atención inmediata de un investigador. Booker explicó que las seis oficinas de detectives del valle de San Fernando sólo tenían personal en el horario diurno. Manifestó que el detective del turno de noche ocupaba una posición de respuesta rápida y que con frecuencia se le asignaban casos con mucha presión.
—¿Qué hacía que este caso tuviera presión, detective? —preguntó Minton.
—Las heridas a la víctima, la detención de un sospechoso y la convicción de que probablemente se había evitado un crimen mayor —respondió Booker.
—¿Qué crimen mayor?
—Asesinato. Daba la impresión de que el tipo iba a matarla.
Podía haber protestado, pero planeaba explotarlo en el turno de réplica, así que lo dejé estar.
Minton condujo a Booker a través de los pasos que siguió en la investigación en la escena del crimen y más tarde, mientras entrevistó a Campo cuando ésta estaba siendo tratada en un hospital.
—¿Antes de que llegara al hospital había sido informado por los agentes Maxwell y Santos acerca de las declaraciones de la víctima?
—Sí, me dieron una visión general.
—¿Le dijeron que la víctima vivía de vender sexo a hombres?
—No, no me lo dijeron.
—¿Cuándo lo descubrió?
—Bueno, tuve una impresión bastante clara al respecto cuando estuve en su apartamento y vi algunas de sus pertenencias.
—¿Qué pertenencias?
—Cosas que describiría como complementos sexuales y en uno de los dormitorios había un armario que sólo contenía negligés y ropa de naturaleza sexualmente provocativa. También había una televisión en aquella estancia y una colección de cintas pornográficas en los cajones que había debajo de ésta. Me habían dicho que no tenía compañera de piso, pero me pareció que las dos habitaciones se usaban de manera activa. Empecé a pensar que una habitación era suya, en la que dormía y la que utilizaba cuando estaba sola, y la otra era para sus actividades profesionales.
—¿Un picadero?
—Podría llamarlo así.
—¿Cambió eso su opinión de que la mujer había sido víctima de una agresión?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque todo el mundo puede ser una víctima. No importa que sea una prostituta o el Papa, una víctima es una víctima.
Pensé que lo había dicho tal y como lo habían ensayado. Minton hizo una marca en su libreta y continuó.
—Veamos, cuando llegó al hospital, ¿preguntó a la víctima por su teoría respecto a las habitaciones y sobre cómo se ganaba la vida?
—Sí, lo hice.
—¿Qué le dijo ella?
—Admitió abiertamente que era una profesional. No trató de ocultarlo.
—¿Algo de lo que ella dijo difería de los relatos sobre la agresión que ya había recogido en la escena del crimen?
—No, en absoluto. Me contó que abrió la puerta al acusado y que él inmediatamente la golpeó en la cara y la empujó hacia el interior del apartamento. Siguió agrediéndola y sacó una navaja. Le dijo que iba a violarla y a matarla.
Minton continuó sondeando detalles de la investigación hasta el punto de aburrir al jurado. Cuando no estaba apuntando preguntas para hacerle a Booker en mi turno, observé a los miembros del jurado y vi que su atención decaía por el peso de un exceso de información.
Finalmente, tras noventa minutos de interrogatorio directo, era mi turno con el detective de la policía. Mi objetivo era entrar y salir. Mientras que Minton había llevado a cabo una autopsia completa del caso, yo sólo quería entrar y recoger cartílago de las rodillas.
—Detective Booker, ¿Regina Campo le explicó por qué mintió a la policía?
—A mí no me mintió.
—Quizá no le mintió a usted, pero en la escena les dijo a los primeros agentes, Maxwell y Santos, que no sabía por qué el sospechoso había ido a su apartamento, ¿no es así?
—Yo no estaba presente cuando hablaron con ella, de manera que no puedo testificar al respecto. Sé que estaba asustada, que acababan de golpearla y de amenazarla con violarla y matarla en el momento del primer interrogatorio.
—Entonces está diciendo que en esas circunstancias es aceptable mentir a la policía.
—No, yo no he dicho eso.
Comprobé mis notas y seguí adelante. No iba a seguir un curso de preguntas lineal. Estaba disparando al azar, tratando de desequilibrarlo.
—¿Catalogó la ropa que encontró en el dormitorio del que ha declarado que la señorita Campo usaba para su negocio de prostitución?
—No, no lo hice. Fue sólo una observación. No era importante para el caso.
—¿Parte de la indumentaria que vio en el armario habría sido apropiada para las actividades sexuales sadomasoquistas?
—No lo sé. No soy un experto en ese campo.
—¿Y los vídeos pornográficos? ¿Anotó los títulos?
—No, no lo hice. Repito que no creí que fuera pertinente para investigar quién había agredido brutalmente a esta mujer.
—¿Recuerda si el tema de alguno de esos vídeos implicaba sadomasoquismo o bondage o algo de esa naturaleza?
—No, no lo recuerdo.
—Veamos, ¿instruyó a la señorita Campo para que se deshiciera de esas cintas y de la ropa del armario antes de que miembros del equipo de la defensa del señor Roulet tuvieran acceso al apartamento?
—Desde luego que no.
Taché eso de mi lista y continué.
—¿Alguna vez habló con el señor Roulet acerca de lo que ocurrió esa noche en el apartamento de la señorita Campo?
—No, llamó a un abogado antes de que pudiera hablar con él.
—¿Quiere decir que ejerció su derecho constitucional de permanecer en silencio?
—Sí, es exactamente lo que hizo.
—Entonces, por lo que usted sabe, él nunca habló con la policía de lo ocurrido.
—Eso es.
—En su opinión, ¿la señorita Campo fue golpeada con mucha fuerza?
—Eso diría, sí. Su rostro tenía cortes y estaba hinchado.
—Entonces haga el favor de hablar al jurado de las heridas de impacto que encontró en las manos del señor Roulet.
—Se había envuelto el puño con un trapo para protegérselo. No había en sus manos heridas que yo pudiera ver.
—¿Documentó esa ausencia de heridas?
Booker pareció desconcertado por la pregunta.
—No —dijo.
—O sea que documentó mediante fotografías las heridas de la señorita Campo, pero no vio la necesidad de documentar la ausencia de heridas en el señor Roulet, ¿es así?
—No me pareció necesario fotografiar algo que no estaba.
—¿Cómo sabe que se envolvió el puño con un trapo para protegérselo?
—La señorita Campo me dijo que vio que tenía la mano envuelta justo antes de golpearla en la puerta.
—¿Encontró ese trapo con el que supuestamente se envolvió la mano?
—Sí, estaba en el apartamento. Era una servilleta, como de restaurante. Había sangre de la víctima en ella.
—¿Tenía sangre del señor Roulet?
—No.
—¿Había algo que la identificara como perteneciente al acusado?
—No.
—¿O sea que tenemos la palabra de la señorita Campo al respecto?
—Así es.
Dejé que transcurrieran unos segundos mientras garabateaba una nota en mi libreta antes de continuar con las preguntas.
—Detective, ¿cuándo descubrió que Louis Roulet negó haber agredido o amenazado a la señorita Campo y que iba a defenderse vigorosamente de esas acusaciones?
—Eso sería cuando le contrató a usted, supongo.
Hubo murmullos de risas en la sala.
—¿Buscó otras explicaciones a las lesiones de la señorita Campo?
—No, ella me dijo lo que había ocurrido. Yo la creí. Él la golpeó e iba a…
—Gracias, detective Booker. Intente limitarse a contestar la pregunta que le formulo.
—Lo estaba haciendo.
—Si no buscó otra explicación porque creyó la palabra de la señorita Campo, ¿es sensato decir que todo este caso se basa en la palabra de ella y en lo que ella dijo que ocurrió en su apartamento la noche del seis de marzo?
Booker pensó un momento. Sabía que iba a llevarlo a una trampa construida con sus propias palabras. Como suele decirse, no hay trampa peor que la que se tiende uno mismo.
—No era sólo su palabra —dijo después de pensar que había atisbado una salida—. Había pruebas físicas. La navaja. Las heridas. Había más que sus palabras. —Hizo un gesto de afirmación con la cabeza.
—Pero ¿acaso la explicación de la fiscalía de sus lesiones y las otras pruebas no empiezan con la declaración de ella de lo ocurrido?
—Podría decirse, sí —admitió a regañadientes.
—Ella es el árbol del que nacen todos estos frutos, ¿no?
—Probablemente yo no usaría esas palabras.
—Entonces, ¿qué palabras usaría, detective?
Ahora lo tenía. Booker estaba literalmente retorciéndose en el estrado. Minton se levantó y protestó, argumentando que estaba acosando al testigo. Debía de ser algo que había visto en la tele o en una película. La jueza le ordenó que se sentara.
—Puede responder la pregunta —dijo Fullbright.
—¿Cuál era la pregunta? —dijo Booker, tratando de ganar algo de tiempo.
—No ha estado de acuerdo conmigo cuando he caracterizado a la señorita Campo como el árbol del cual crecían todas las pruebas del caso —dije—. Si me equivoco, ¿cómo describiría su posición en este caso?
Booker levantó la mano en un gesto rápido de rendición.
—¡Ella es la víctima! Por supuesto que es importante porque nos contó lo que ocurrió. Tenemos que confiar en ella para establecer el curso de la investigación.
—Confía mucho en ella en este caso, ¿no? Víctima y principal testigo contra el acusado, ¿no?
—Es correcto.
—¿Quién más vio al acusado agredir a la señorita Campo?
—Nadie más.
Asentí para subrayarle al jurado la respuesta. Miré por encima del hombro e intercambié contacto visual con los de la primera fila.
—De acuerdo, detective —dije—. Ahora quiero hacerle unas preguntas acerca de Charles Talbot. ¿Cómo descubrió a ese hombre?
—Eh, el fiscal, el señor Minton, me dijo que lo buscara.
—¿Y sabe cómo supo de su existencia el señor Minton?
—Creo que fue usted quien le informó. Usted tenía una cinta de vídeo de un bar en el que aparecía con la víctima un par de horas antes de la agresión.
Sabía que ése podía ser el momento para presentar el vídeo, pero quería esperar. Quería a la víctima en el estrado cuando mostrara la cinta al jurado.
—¿Y hasta ese punto no consideró que fuera importante encontrar a este hombre?
—No, simplemente desconocía su existencia.
—Entonces, cuando finalmente supo de Talbot y lo localizó, ¿hizo que le examinaran la mano izquierda para determinar si tenía alguna herida que pudiera haberse provocado al golpear a alguien repetidamente en el rostro?
—No, no lo hice.
—¿Y eso porque estaba seguro de su elección del señor Roulet como la persona que golpeó a Regina Campo?
—No era una elección. Fue a donde condujo la investigación. No localicé a Charles Talbot hasta más de dos semanas después de que ocurriera el crimen.
—Así pues, ¿lo que está diciendo es que si hubiera tenido heridas, éstas ya se habrían curado?
—No soy experto en la materia, pero sí, eso fue lo que pensé.
—Entonces nunca le miró la mano, ¿no?
—No específicamente, no.
—¿Preguntó a compañeros de trabajo del señor Talbot si habían visto hematomas u otras heridas en su mano alrededor de la fecha del crimen?
—No, no lo hice.
—Entonces, nunca miró más allá del señor Roulet, ¿es así?
—Se equivoca. Yo abordo todos los casos con la mente abierta. Pero Roulet estaba allí bajo custodia desde el principio. La víctima lo identificó como su agresor. Obviamente era un foco.
—¿Era un foco o era el foco, detective Booker?
—Ambas cosas. Al principio era un foco y después (cuando encontramos sus iniciales en el arma que se había usado contra la garganta de Reggie Campo) se convirtió en el foco.
—¿Cómo sabe que esa navaja se empuñó contra la garganta de la señorita Campo?
—Porque ella nos lo dijo y tenía una punción que lo mostraba.
—¿Está diciendo que había algún tipo de análisis forense que relacionaba la navaja con la herida del cuello?
—No, eso era imposible.
—Entonces una vez más tenemos la palabra de la señorita Campo de que el señor Roulet sostuvo la navaja contra su garganta.
—No tenía razón para dudar de ella entonces, y no la tengo ahora.
—Por tanto, sin ninguna explicación para ello, supongo que consideraría que la navaja con las iniciales del acusado era una prueba de culpabilidad muy importante, ¿no?
—Sí, diría que incluso con explicación. Llevó la navaja con un propósito en mente.
—¿Lee usted la mente, detective?
—No, soy detective. Y sólo estoy diciendo lo que pienso.
—Énfasis en «pienso».
—Es lo que sé de las pruebas del caso.
—Me alegro de que sienta tanta seguridad, señor. No tengo más preguntas en este momento. Me reservo el derecho de llamar al detective Booker como testigo de la defensa.
No tenía ninguna intención de volver a llamar a Booker al estrado, pero en ese momento pensé que la amenaza podía sonar bien al jurado.
Regresé a mi silla mientras Minton trataba de vendar a Booker en la contrarréplica. El daño estaba en las percepciones y no podía hacer gran cosa con eso. Booker había sido sólo un hombre trampa para la defensa. El daño real vendría después.
Una vez que Booker bajó del estrado, la jueza decretó el receso de media mañana. Pidió a los miembros del jurado que regresaran en quince minutos, pero yo sabía que el receso duraría más.
La jueza Fullbright era fumadora y ya se había enfrentado a acusaciones administrativas altamente publicitadas por fumar a hurtadillas en su despacho. Eso significaba que, a fin de satisfacer su hábito y evitar más escándalos, tenía que bajar en ascensor y salir del edificio para quedarse en la entrada donde llegaban los autobuses de la cárcel. Supuse que disponía de al menos media hora.
Salí al pasillo para hablar con Mary Alice Windsor y usar mi móvil. Parecía que iba a tener que llamar testigos en la sesión de la tarde.
Primero me abordó Roulet, que quería hablar de mi contrainterrogatorio de Booker.
—Me ha parecido que nos ha ido muy bien —dijo él.
—¿Nos?
—Ya sabe qué quiero decir.
—No se puede saber si ha ido bien hasta que obtengamos el veredicto. Ahora déjeme solo, Louis. He de hacer unas llamadas. Y ¿dónde está su madre? Probablemente voy a necesitarla esta tarde. ¿Va a estar aquí?
—Tenía una reunión esta mañana, pero estará aquí. Sólo llame a Cecil y ella la traerá.
Después de alejarse, el detective Booker ocupó su lugar, acercándoseme y señalándome con un dedo.
—¿No va a volar, Haller? —dijo.
—¿Qué es lo que no va a volar? —pregunté.
—Toda su defensa mentirosa. Va a estallar y acabará en llamas.
—Ya veremos.
—Sí, ya veremos. ¿Sabe?, tiene pelotas para acusar a Talbot de esto. Pelotas. Necesitará un carrito para llevarlas.
—Sólo hago mi trabajo, detective.
—Y menudo trabajo. Ganarse la vida mintiendo. Impedir que la gente mire la verdad. Vivir en un mundo sin verdad. Deje que le pregunte algo. ¿Conoce la diferencia entre un bagre y un abogado?
—No, ¿cuál es la diferencia?
—Uno se alimenta de la mierda del fondo y el otro es un pez.
—Muy bueno, detective.
Se fue y yo me quedé sonriendo. No por el chiste ni por el hecho de que probablemente había sido Lankford el que había elevado el insulto de los abogados defensores a toda la abogacía cuando le había recontado el chiste a Booker. Sonreí porque el chiste era una confirmación de que Lankford y Booker se comunicaban. Estaban hablando, y eso significaba que las cosas estaban en marcha. Mi plan todavía se sostenía. Aún tenía una oportunidad.