Fernando Valenzuela vivía en Valencia. Desde mi casa había fácilmente una hora de camino en dirección norte en los últimos coletazos de la hora punta. Valenzuela se había ido de Van Nuys unos años antes, porque sus tres hijas estaban a punto de entrar en el instituto y temía por su seguridad y su educación. Se mudó a un barrio lleno de gente que había huido de la ciudad y su trayecto al trabajo pasó de cinco a cuarenta y cinco minutos. Pero se sentía feliz. Su casa era más bonita y sus hijas estaban más seguras. Vivía en una casa de estilo colonial con un tejado de ladrillo rojo. Era más de lo que cualquier agente de fianzas podía soñar, pero iba acompañada de una implacable hipoteca mensual.
Eran casi las nueve cuando llegué. Aparqué en el garaje, que habían dejado abierto. Había un espacio ocupado por una furgoneta pequeña y el otro por una camioneta. En el suelo, entre la camioneta y un banco de trabajo plenamente equipado, había una caja de cartón con el nombre de Sony. Era grande y delgada. Miré más de cerca y vi que era un televisor de plasma de cincuenta pulgadas. Salí, me acerqué a la entrada de la casa y llamé a la puerta. Valenzuela respondió después de una larga espera.
—Mick, ¿qué estás haciendo aquí?
—¿Sabes que tienes la puerta del garaje abierta?
—Joder. Acaban de entregarme una tele de plasma.
Me apartó y cruzó el patio corriendo para mirar en el garaje. Yo cerré la puerta de la casa y lo seguí al garaje. Cuando llegué allí, estaba de pie junto a su televisor, sonriendo.
—Oh, tío, ya sabes lo que habría pasado en Van Nuys —dijo—. No habría durado ni cinco minutos. Ven, entraremos por aquí.
Se dirigió a una puerta que nos permitiría acceder a la casa desde el garaje. Accionó un interruptor y la puerta del garaje empezó a bajar.
—Eh, Val, espera un momento —dije—. Hablemos aquí, es más íntimo.
—Pero María probablemente querrá saludarte.
—Quizá la próxima vez.
Volvió hacia mí, con una mirada de preocupación.
—¿Qué ocurre, jefe?
—Lo que ocurre es que hoy he pasado un rato con los polis que investigan el asesinato de Raul. Dicen que han descartado a Roulet por el brazalete del tobillo.
Valenzuela asintió vigorosamente.
—Sí, sí, vinieron a verme a los pocos días de que ocurriera. Les mostré el sistema y cómo funcionaba y les enseñé los movimientos de Roulet de ese día. Vieron que estuvo en el trabajo. Y también les mostré el otro brazalete que tengo y les expliqué que no se podía manipular. Tiene un detector de masa. El resumen es que no te lo puedes quitar. Lo habría notado el detector y entonces lo habría sabido yo.
Me recosté en la furgoneta y crucé los brazos.
—¿Entonces esos dos polis te preguntaron dónde estuviste tú el sábado?
Valenzuela lo encajó como un puñetazo.
—¿Qué has dicho, Mick?
Mis ojos bajaron a la tele de plasma y luego volvieron a mirarle.
—De alguna manera él mató a Raul, Val. Ahora yo me juego el cuello y quiero saber cómo lo hizo.
—Mick, escúchame, él no fue. Te estoy diciendo que ese brazalete no salió de su tobillo. La máquina no miente.
—Sí, sé que la máquina no miente…
Al cabo de un momento, él lo captó.
—¿Qué estás diciendo, Mick?
Se colocó delante de mí, con una postura corporal más tensa y agresiva. Dejé de apoyarme en la camioneta y dejé caer las manos a mis costados.
—Estoy preguntando, Val. ¿Dónde estuviste el martes por la mañana?
—Eres un hijo de puta, ¿cómo puedes preguntarme eso?
Había adoptado una posición de lucha. Yo estaba momentáneamente con la guardia baja después de que él me llamara lo que yo le había llamado a Roulet ese mismo día.
Valenzuela de repente se abalanzó sobre mí y me empujó con fuerza contra su camioneta. Yo le empujé aún más fuerte y él cayó de espaldas sobre la caja de la tele. Ésta se volcó y golpeó el suelo con un ruido sordo. Valenzuela se incorporó hasta quedar sentado. Se oyó un sonido seco en el interior de la caja.
—¡Oh, joder! —gritó él—. Joder. ¡Has roto la tele!
—Me has empujado, Val. Yo te he devuelto el empujón.
—¡Joder!
Se puso de pie junto a un lado de la caja y trató de volver a levantarla, pero era demasiado pesada y difícil de manejar. Yo me acerqué al otro lado y le ayudé a enderezarla. Cuando la caja estuvo derecha, oí que caían trocitos de material en su interior. Sonó como el cristal.
—¡Hijoputa! —gritó Valenzuela.
La puerta que conducía a la casa se abrió y su mujer, María, se asomó a mirar.
—Hola, Mickey. Val, ¿qué ha sido ese ruido?
—Entra —le ordenó su marido.
—Bueno, ¿qué…?
—¡Cierra la boca y entra!
Ella se quedó un momento parada y luego cerró la puerta. Oí cómo la cerraba con llave. Al parecer Valenzuela iba a tener que dormir con la tele rota esa noche. Volví a mirarlo. Tenía la boca abierta por la impresión.
—Me ha costado ocho mil dólares —susurró.
—¿Hacen teles que cuestan ocho mil dólares?
Estaba impresionado. ¿Adónde iría a parar el mundo?
—Eso era con descuento.
—Val, ¿de dónde has sacado el dinero para una tele de ocho mil dólares?
Me miró y se enfureció de nuevo.
—¿De dónde coño crees? Negocios, tío. Gracias a Roulet estoy teniendo un año fantástico. Pero maldita sea, Mick, yo no le liberé del brazalete para que pudiera matar a Raul. Conozco a Raul desde hace tanto tiempo como tú. Yo no hice eso. Yo no me puse el brazalete y lo llevé mientras él iba a matar a Raul. Y yo no fui y maté a Raul por él por una puta tele. Si no puedes creerlo, entonces lárgate de aquí y sal de mi vida.
Lo dijo con la intensidad desesperada de un animal herido. En mi mente vi un flash de Jesús Menéndez. No había logrado ver la inocencia en sus ruegos. No quería que volviera a pasarme nunca más.
—De acuerdo, Val —dije.
Caminé hasta la puerta de la casa y pulsé el botón que levantaba la puerta del garaje. Cuando me volví, vi que Valenzuela había cogido un cúter del banco de herramientas y estaba cortando la cinta superior de la caja de la tele. Al parecer quería confirmar lo que ya sabíamos del plasma. Pasé por su lado y salí del garaje.
—Lo pagaremos a medias, Val —dije—. Le diré a Lorna que te mande un cheque por la mañana.
—No te molestes. Les diré que me lo entregaron así.
Llegué a la puerta de mi coche y lo miré.
—Entonces llámame cuando te detengan por fraude. Después de que pagues tu propia fianza.
Me metí en el Lincoln y salí marcha atrás por el sendero de entrada. Cuando volví a mirar al garaje, vi que Valenzuela había dejado de abrir la caja y estaba allí de pie, mirándome.
El tráfico de regreso a la ciudad era escaso y volví en poco tiempo.
Estaba entrando en casa cuando el teléfono fijo empezó a sonar. Lo cogí en la cocina, pensando que sería Valenzuela para decirme que iba a llevar su negocio a otro profesional de la defensa. En ese momento no me importaba.
Sin embargo, era Maggie McPherson.
—¿Todo bien? —pregunté. Normalmente no llamaba tan tarde.
—Bien.
—¿Dónde está Hayley?
—Dormida. No quería llamar hasta que se acostara.
—¿Qué ocurre?
—Había un extraño rumor sobre ti hoy en la oficina.
—¿Te refieres a uno que dice que soy el asesino de Raul Levin?
—Haller, ¿va en serio?
La cocina era demasiado pequeña para una mesa y sillas. No podía ir muy lejos con el cable del teléfono, así que me aupé en la encimera. Por la ventana que había encima del lavadero veía las luces del centro de la ciudad resplandeciendo en la distancia y un brillo en el horizonte que sabía que provenía del Dodger Stadium.
—Diría que sí, la situación es complicada. Me han tendido una trampa para que cargue con el homicidio de Raul.
—Oh, Dios mío, Michael, ¿cómo es posible?
—Hay un montón de ingredientes distintos: un cliente malvado, un poli con rencillas, un abogado estúpido, añade sal y pimienta y todo está bien.
—¿Es Roulet? ¿Es él?
—No puedo hablar de mis clientes contigo, Mags.
—Bueno, ¿qué piensas hacer?
—No te preocupes. Lo tengo pensado. No me pasará nada.
—¿Y Hayley?
Sabía lo que estaba diciendo. Me estaba advirtiendo que mantuviera a Hayley al margen. Que no permitiera que fuera a la escuela y oyera que los niños decían que su padre era sospechoso de homicidio y que su cara y su nombre salían en las noticias.
—A Hayley no le pasará nada. Nunca lo sabrá. Nadie lo sabrá nunca si actúo bien.
Maggie no dijo nada y no había nada más que yo pudiera decir para tranquilizarla. Cambié de asunto. Traté de sonar seguro, incluso alegre.
—¿Qué pinta tenía vuestro chico Minton después de la sesión de hoy?
Ella al principio no contestó, probablemente porque era reacia a cambiar de tema.
—No lo sé. Parecía bien. Pero Smithson envió un observador porque era su primer vuelo en solitario.
Asentí. Estaba contando con que Smithson, que dirigía la rama de Van Nuys de la oficina del fiscal, hubiera enviado a alguien a vigilar a Minton.
—¿Alguna noticia?
—No, todavía no. Nada que yo haya oído. Oye, Haller, estoy preocupada en serio por esto. El rumor es que te entregaron una orden de registro en el tribunal. ¿Es cierto?
—Sí, pero no te preocupes por eso. Te digo que tengo la situación controlada. Todo saldrá bien. Te lo prometo.
Sabía que no había disipado sus temores. Ella estaba pensando en nuestra hija y en un posible escándalo. Probablemente también estaba pensando en sí misma y en cómo podía afectar a sus posibilidades de ascenso el hecho de tener a un exmarido inhabilitado o acusado de homicidio.
—Además, si todo fracasa, todavía serás mi primera clienta, ¿no?
—¿De qué estás hablando?
—Del servicio de limusinas El Abogado del Lincoln. Estás conmigo, ¿verdad?
—Haller, me parece que no es momento de hacer bromas.
—No es ninguna broma, Maggie. He estado pensando en dejarlo. Incluso desde mucho antes de que surgiera toda esta basura. Es como te dije aquella noche. No puedo seguir haciendo esto.
Hubo un largo silencio antes de que ella respondiera.
—Lo que tú quieras hacer nos parecerá bien a Hayley y a mí.
—No sabes cuánto lo valoro.
Ella suspiró al teléfono.
—No sé cómo lo haces, Haller.
—¿El qué?
—Eres un sórdido abogado defensor con dos exmujeres y una hija de ocho años. Y todas te seguimos queriendo.
Esta vez fui yo el que se quedó en silencio. A pesar de todo, sonreí.
—Gracias, Maggie McFiera —dije por fin—. Buenas noches.
Y colgué el teléfono.