El documento que me entregó Lankford era una orden que autorizaba a la policía a registrar mi casa, oficina y coche en busca de una pistola Colt Woodsman Sport del calibre 22 y con el número de serie 656300081-52. La autorización especificaba que se creía que la pistola era el arma homicida del asesinato de Raul A. Levin, cometido el 12 de abril. Lankford me había entregado la orden con una sonrisita petulante. Yo hice lo posible por actuar como si fuera un asunto de negocios, algo con lo que trataba un día sí y otro no y dos veces los viernes. Pero lo cierto es que casi me fallaron las rodillas.
—¿Cómo ha conseguido esto? —pregunté.
Era una reacción sin sentido a un momento sin sentido.
—Está firmado, sellado y entregado —dijo Lankford—. Así que, ¿por dónde quiere empezar? Tiene aquí su coche, ¿verdad? Ese Lincoln en el que le pasea el chófer como si fuera una puta de lujo.
Verifiqué la firma del juez en la última página y vi que se trataba de un magistrado municipal de Glendale del que nunca había oído hablar. Habían acudido a un juez local, que probablemente sabía que necesitaría el apoyo de la policía cuando llegara el momento de las elecciones. Empecé a recuperarme del shock. Quizás el registro era un farol.
—Esto es una chorrada —dije—. No tienen causa probable para esto. Podría aplastar este asunto en diez minutos.
—A la jueza Fullbright le pareció bien —dijo Lankford.
—¿Fullbright? ¿Qué tiene que ver ella con esto?
—Bueno, sabíamos que estaba usted en juicio, así que supusimos que debíamos preguntarle a ella si estaba bien entregarle la orden. No queremos que una mujer como ella se enfade. La jueza dijo que una vez que terminara la sesión no tenía problema, y no habló de causas probables ni nada por el estilo.
Debían de haber acudido a Fullbright en el receso del almuerzo, justo después de que los viera en la sala. Supuse que había sido idea de Sobel consultar con la jueza antes. A un tipo como Lankford le habría encantado sacarme de la sala e interrumpir el juicio.
Tenía que pensar con rapidez. Miré a Sobel, la más simpática de los dos.
—Estoy en medio de un juicio de tres días —dije—. ¿Hay alguna posibilidad de que demoremos esto hasta el jueves?
—Ni hablar —respondió Lankford antes de que pudiera hacerlo su compañera—. No vamos a perderle de vista hasta que ejecutemos la orden. No vamos a darle tiempo de deshacerse de la pistola. Y ahora, ¿dónde está su coche, abogado del Lincoln?
Comprobé la autorización de la orden. Tenía que ser muy específica, y estaba de suerte. Autorizaba el registro de un Lincoln con una matrícula de California INCNT. Me di cuenta de que alguien debía de haber anotado la matrícula el día que me llamaron a casa de Raul Levin desde el estadio de los Dodgers. Porque ése era el Lincoln viejo, el que conducía aquel día.
—Está en casa. Como estoy en un juicio no uso al chófer. Me ha llevado mi cliente esta mañana y pensaba volver con él. Probablemente me está esperando.
Mentí. El Lincoln en el que me habían traído estaba en el aparcamiento del juzgado, pero no podía dejar que los polis lo registraran porque había una pistola en el compartimento del reposabrazos del asiento de atrás. No era la pistola que estaban buscando, pero era una de recambio. Después de que Raul Levin fuera asesinado y encontrara el estuche de mi pistola vacío, le pedí a Earl Briggs que me consiguiera un arma para protección. Sabía que con Earl no habría un periodo de espera de diez días; sin embargo, no conocía la historia del arma ni su registro, y no quería averiguarlo a través del Departamento de Policía de Glendale.
Por fortuna la pistola no estaba en el Lincoln que describía la orden. Ése estaba en el garaje de mi casa, esperando a que el comprador del servicio de limusinas pasara a echarle un vistazo. Y ése sería el Lincoln que iban a registrar.
Lankford me quitó la orden de la mano y se la guardó en el bolsillo interior de la chaqueta.
—No se preocupe por su viaje —dijo Lankford—. Nosotros le llevaremos. Vamos.
En el camino de salida del tribunal no nos encontramos con Roulet ni con las personas de su entorno. Y enseguida estuve circulando en la parte de atrás de un Grand Marquis, pensando que había elegido bien al optar por el Lincoln. En el Town Car había más espacio y se circulaba con mayor suavidad.
Lankford conducía y yo me senté tras él. Las ventanillas estaban subidas y podía oírle mascar chicle.
—Déjeme ver otra vez la orden —dije.
Lankford no hizo ningún movimiento.
—No voy a dejarle entrar en mi casa hasta que tenga ocasión de estudiar completamente la orden. Puedo hacerlo por el camino y ahorrarle tiempo. O…
Lankford metió la mano en su chaqueta y sacó la orden. Me la pasó por encima de su hombro. Sabía por qué estaba dudando. Normalmente los polis han de exponer la investigación completa en la solicitud de la orden para convencer al juez de la existencia de una causa probable. No les gusta que el objetivo la lea, porque delata su mano.
Miré por la ventanilla mientras estábamos pasando los aparcamientos de coches de Van Nuys Boulevard. Vi un nuevo modelo de Town Car encima de un pedestal enfrente del concesionario Lincoln. Volví a fijarme en la orden, la abrí por la sección de sumario y leí.
Lankford y Sobel habían empezado haciendo un buen trabajo. Debía concederles eso. Uno de ellos —supuse que era Sobel— había probado a poner mi nombre en el Sistema de Armas Automáticas y había tenido suerte. El ordenador reveló que yo era el propietario registrado de una pistola de la misma marca y modelo que el arma homicida.
Era una maniobra hábil, pero todavía no era bastante para conseguir causa probable. Colt fabricaba ese modelo desde hacía más de sesenta años. Eso significaba que probablemente había un millón de ellas y un millón de sospechosos que las poseían.
Tenían el humo. Después habían frotado otros palitos para provocar el fuego que se requería. En la solicitud se afirmaba que yo había ocultado a la investigación el hecho de que poseía la pistola en cuestión. Decía que también me había fabricado una coartada cuando me interrogaron inicialmente acerca de la muerte de Levin, y que luego había intentado confundir a los detectives al darles una pista falsa acerca del traficante de drogas Héctor Arrande Moya.
Aunque no se requería un móvil para obtener una orden de registro, la exposición de causa probable aludía a éste de todos modos, afirmando que la víctima —Raul Levin— había estado obteniendo de mí encargos de investigación y que yo me había negado a pagar por completo esos trabajos.
Dejando aparte la indignación que me provocó semejante aserto, la fabricación de la coartada era el punto clave de la causa probable. Se aseguraba que les había dicho a los detectives que estaba en casa en el momento del crimen, pero un mensaje en el teléfono de mi domicilio dejado justo antes de la presunta hora de la muerte indicaba que no estaba allí derrumbando por consiguiente mi coartada y demostrando al mismo tiempo que era un mentiroso.
Leí lentamente la exposición de la causa probable dos veces más, pero mi rabia no remitió. Arrojé la orden al asiento contiguo.
—En cierto sentido es una pena que no sea el asesino —dije.
—Sí, ¿cómo es eso? —dijo Lankford.
—Porque esta orden es una chorrada y ambos lo saben. No se sostendría. Le dije que ese mensaje llegó cuando yo ya estaba al teléfono y eso puede ser comprobado y demostrado, sólo que ustedes dos fueron perezosos o no quisieron comprobarlo porque les habría dificultado conseguir la orden, incluso con su juez de bolsillo de Glendale. Mintieron por omisión y comisión. Es una orden de mala fe.
Como estaba sentado detrás de Lankford tenía un mejor ángulo de Sobel. La observé en busca de señales de duda mientras hablaba.
—Y la insinuación de que Raul estaba obteniendo trabajo de mí y que yo no iba a pagarle es un chiste. ¿Me coaccionaba con qué? ¿Y qué es lo que no le pagué? Le pagué cada vez que recibí una factura. Miren, si es así como trabajan todos sus casos, voy a abrir una oficina en Glendale. Voy a meterle esta orden por el culo a su jefe de policía.
—Mintió acerca de la pistola —dijo Lankford—. Y le debía dinero a Levin. Está ahí en los libros de cuentas. Cuatro mil.
—No mentí en nada. Nunca me preguntaron si poseía una pistola.
—Mentira por omisión. Se la devuelvo.
—Chorradas.
—Cuatro mil.
—Ah, sí, los cuatro mil. Lo maté porque no quería pagarle cuatro mil dólares —dije con todo el sarcasmo que fui capaz de reunir—. En eso me ha pillado, detective. Móvil. Aunque supongo que ni siquiera se la ha ocurrido mirar si me había facturado esos cuatro mil, o comprobar si no acababa de pagarle una factura de seis mil dólares una semana antes de que lo asesinaran.
Lankford se quedó impertérrito. Pero vi que la duda empezaba a abrirse paso en el rostro de Sobel.
—No importa cuánto le pagara ni cuándo —dijo Lankford—. Un extorsionador nunca está satisfecho. Nunca dejas de pagar hasta que llegas a un punto de no retorno. De eso se trata. El punto de no retorno.
Negué con la cabeza.
—¿Y qué es exactamente lo que tenía Raul que me hacía darle trabajos y pagarle hasta que alcancé el punto de no retorno?
Lankford y Sobel cruzaron una mirada y Lankford asintió con la cabeza. Sobel se agachó y sacó una carpeta de un maletín que tenía en el suelo. Me lo pasó por encima del asiento.
—Eche un vistazo —dijo Lankford—. Se las dejó cuando estuvo registrando su casa. Las había escondido en un cajón del vestidor.
Abrí la carpeta y vi que contenía varias fotos en color de 20×25 cm. Estaban tomadas de lejos y yo aparecía en todas ellas. El fotógrafo había seguido mi Lincoln durante muchos días y muchos kilómetros. Cada imagen era un momento congelado en el tiempo. Las fotos me mostraban con diversos individuos que reconocí fácilmente como clientes. Eran prostitutas, camellos y Road Saints. Las imágenes podían interpretarse como sospechosas, porque mostraban una fracción de segundo. Una prostituta masculina con mini shorts apeándose desde el asiento trasero del Lincoln. Teddy Vogel entregándome un grueso rollo de billetes a través de la ventanilla trasera. Cerré la carpeta y la devolví arrojándola por encima del asiento.
—Están de broma, ¿no? ¿Me están diciendo que Raul vino a mí con esto? ¿Que me extorsionó con esto? Son mis clientes. ¿Es una broma o me estoy perdiendo algo?
—La judicatura de California podría pensar que no es una broma —dijo Lankford—. Hemos oído que está en terreno quebradizo con la judicatura. Levin lo sabía. Y lo explotó.
Negué con la cabeza.
—Es increíble —dije.
Sabía que tenía que dejar de hablar. Estaba haciéndolo todo mal con esa gente. Sabía que debería callar y dejar que me llevaran. Pero sentía una necesidad abrumadora de convencerlos. Empecé a entender por qué se resolvían tantos casos en las salas de interrogatorios de las comisarías de policía. La gente no sabe callarse.
Traté de situar las fotografías que contenía la carpeta. Vogel dándome un rollo de billetes en el aparcamiento exterior del club de estriptis de los Saints en Sepúlveda. Eso ocurrió después del juicio de Harold Casey y Vogel estaba pagándome por presentar la apelación. El travestí se llamaba Terry Jones y yo me había ocupado de una acusación por prostitución contra él la primera semana de abril. Había tenido que ir a buscarlo a Santa Monica Boulevard el día anterior a la vista para asegurarme de que iba a presentarse.
Estaba claro que todas las fotos habían sido tomadas entre la mañana que había aceptado el caso de Roulet y el día en que Raul Levin había sido asesinado. Después el asesino las había colocado en la escena del crimen: todo formaba parte del plan de Roulet de tenderme una trampa a fin de poder controlarme. La policía tendría todo lo que necesitaba para cargarme el asesinato de Levin, salvo el arma homicida. Mientras Roulet tuviera el arma, me tenía a mí.
No podía menos que admirar el ingenio del plan, al mismo tiempo que sentía el pánico de la desesperación. Traté de bajar la ventanilla, pero el botón no funcionaba. Le pedí a Sobel que bajará una ventanilla y lo hizo. Empezó a entrar aire fresco en el coche.
Al cabo de un rato, Lankford me miró por el espejo retrovisor y trató de reiniciar la conversación.
—Investigamos la historia de esa Woodsman —dijo—. ¿Sabe quién la tuvo antes?
—Mickey Cohen —contesté como si tal cosa, mirando por la ventanilla las empinadas colinas de Laurel Canyon.
—¿Cómo terminó con la pistola de Mickey Cohen?
Respondí sin apartar la mirada de la ventanilla.
—Mi padre era abogado. Mickey Cohen era su cliente.
Lankford silbó. Cohen fue uno de los gánsteres más famosos de Los Ángeles. Era de la época en que los gánsteres competían con las estrellas de cine en los titulares de los periódicos sensacionalistas.
—¿Y qué? ¿Simplemente le dio la pistola a su viejo?
—Cohen fue acusado de un tiroteo y mi padre lo defendió. Alegó defensa propia. Hubo un juicio y mi padre consiguió un veredicto de inocencia. Cuando le devolvieron la pistola, Mickey se la dio a mi padre. Se podría decir que es un recuerdo.
—¿Su viejo se preguntó alguna vez a cuánta gente mató Mick con el arma?
—No lo sé. En realidad no conocí a mi padre.
—¿Y a Cohen? ¿Lo vio alguna vez?
—Mi padre lo representó antes de que yo naciera. La pistola la recibí en su testamento. No sé por qué me eligió para que la tuviera. Yo sólo tenía cinco años cuando él murió.
—Y cuando creció se hizo abogado como su querido papá, y siendo un buen abogado registró el arma.
—Pensaba que me gustaría recuperarla si alguna vez la robaban. Gire aquí, en Fareholm.
Lankford siguió mis instrucciones y empezamos a subir por la colina que conducía a mi casa. Entonces les di la mala noticia.
—Gracias por el viaje —dije—. Pueden registrar mi casa, mi oficina y mi coche, pero están perdiendo el tiempo. No sólo no soy el asesino, sino que no van a encontrar la pistola.
Vi que Lankford levantaba la cabeza y me miraba por el retrovisor.
—Y ¿cómo es eso, abogado? ¿Ya se ha deshecho de ella?
—Me la robaron y no sé dónde está.
Lankford se echó a reír. Vi la alegría en sus ojos.
—Ajá. Robada. Qué adecuado. ¿Cuándo ocurrió eso?
—Es difícil de decir. No me había fijado en la pistola durante años.
—¿Hizo una denuncia ante la policía o para el seguro?
—No.
—Así que alguien entra y roba su pistola de Mickey Cohen y no lo denuncia. Ni siquiera después de que nos haya dicho que la registró precisamente por si ocurría esto. Siendo abogado y tal, ¿no le suena un poco disparatado?
—Sí, salvo que sé quién la robó. Es un cliente. Me dijo que la robó y si lo denunciara estaría violando la confidencialidad entre abogado y cliente porque conduciría a su detención. Es una especie de pez que se muerde la cola, detective.
Sobel se volvió y me miró. Creo que quizá pensó que me lo estaba inventando en ese momento, lo cual era cierto.
—Suena a jerga legal y chorradas —dijo Lankford.
—Pero es la verdad. Es aquí. Aparque en la puerta del garaje.
Lankford aparcó delante de la puerta del garaje y detuvo el motor. Se volvió para mirarme otra vez antes de salir.
—¿Qué cliente le robó la pistola?
—Ya le he dicho que no puedo decírselo.
—Bueno, Roulet es actualmente su único cliente, ¿no?
—Tengo un montón de clientes, pero ya le he dicho que no puedo decírselo.
—¿Cree que quizá deberíamos comprobar los informes de su brazalete de tobillo y ver si ha estado en su casa últimamente?
—Haga lo que quiera. De hecho, ha estado aquí. Tuvimos una reunión aquí. En mi despacho.
—Quizá fue entonces cuando se la llevó.
—No voy a decirle que se la llevó él, detective.
—Sí, bueno, en cualquier caso el brazalete exime a Roulet del caso Levin. Comprobamos el GPS. Así que supongo que queda usted, abogado.
—Y queda usted perdiendo el tiempo.
De repente caí en la cuenta de algo referente al brazalete de Roulet, pero traté de no revelarlo. Quizás era una pista sobre la trampilla que había usado en su actuación de Houdini. Era algo que tendría que comprobar después.
—¿Vamos a quedarnos aquí sentados?
Lankford se volvió y salió. Abrió la puerta de mi lado, porque la cerradura interior estaba inhabilitada para transportar detenidos y sospechosos. Miré a los dos detectives.
—¿Quieren que les muestre la caja de la pistola? Quizá cuando vean que está vacía puedan irse y ahorraremos tiempo todos.
—No creo, abogado —dijo Lankford—. Vamos a registrar toda la casa. Yo me ocuparé del coche y la detective Sobel empezará con la casa.
Negué con la cabeza.
—No creo, detective. No funciona así. No me fío de ustedes. Su orden es corrupta, y por lo que a mí respecta ustedes son corruptos. Permanecen juntos para que pueda vigilarlos a los dos o esperamos hasta que pueda traer aquí a un segundo observador. Mi directora de casos estaría aquí en diez minutos. Puedo pedirle que venga a vigilar y de paso pueden preguntarle si me llamó la mañana que mataron a Raul Levin.
El rostro de Lankford se oscureció por el insulto y una rabia que parecía tener dificultades en controlar. Decidí apretar. Saqué mi móvil y lo abrí.
—Voy a llamar a su juez ahora mismo para ver si él…
—Bien —dijo Lankford—. Empezaremos por el coche. Juntos. Después entraremos en la casa.
Cerré el teléfono y me lo guardé en el bolsillo.
—Bien.
Me acerqué a un teclado que había en la pared exterior del garaje. Marqué la combinación y la puerta del garaje empezó a levantarse, revelando el Lincoln azul marino que esperaba la inspección. Su matrícula decía INCNT. Lankford la miró y negó con la cabeza.
—Sí, claro.
Entró en el garaje con el rostro todavía tenso por la ira. Decidí calmar un poco la situación.
—Eh, detective —dije—. ¿Qué diferencia hay entre un bagre y un abogado defensor?
No respondió, se quedó mirando cabreado la matrícula de mi Lincoln.
—Uno se alimenta de la mierda que hay en el fondo —dije—. Y el otro es un pez.
Por un momento se quedó petrificado, pero enseguida esbozó una sonrisa y prorrumpió en una carcajada larga y estridente. Sobel entró en el garaje sin haber oído el chiste.
—¿Qué? —preguntó.
—Te lo contaré luego —dijo Lankford.