En el vestíbulo del tribunal volví a encender el teléfono móvil y llamé a mi chófer para avisarle de que estaba saliendo. Comprobé mi buzón de voz y encontré mensajes de Lorna Taylor y Fernando Valenzuela. Decidí esperar hasta que estuve en el coche para devolver las llamadas.
Earl Briggs, mi chófer, tenía el Lincoln justo delante. Earl no salió a abrirme la puerta ni nada por el estilo. Su labor consistía únicamente en llevarme mientras iba liquidando los honorarios que me debía por conseguirle la condicional en una condena por venta de cocaína. Le pagaba veinte pavos la hora por conducir, pero luego me quedaba la mitad a cuenta de la deuda. No era lo que sacaba vendiendo crack en los barrios bajos, pero era más seguro, legal y algo que podía poner en un curriculum. Earl aseguraba que quería enderezar su vida y yo le creía.
Oí el sonido rítmico del hip-hop detrás de las ventanillas cerradas del Town Car al acercarme, pero Earl apagó la música en cuanto me estiré hacia la maneta. Me metí en la parte trasera y le pedí que se dirigiera a Van Nuys.
—¿Qué estabas escuchando? —le pregunté.
—Hum, era Three Six Mafia.
—¿Dirty Routh?
—Exacto.
A lo largo de los años, me había hecho conocedor de las sutiles diferencias, regionales y de otro tipo, en el rap y el hip-hop. La inmensa mayoría de mis clientes lo escuchaban, y muchos de ellos construían sus estrategias vitales a partir de esa música.
Me estiré y cogí la caja de zapatos llena de cintas de casete del caso Boyleston y elegí una al azar. Apunté el número de la cinta y el tiempo en la pequeña libretita de control que tenía en la caja. Le pasé la cinta a Earl a través del asiento y él la puso en el equipo de música del salpicadero. No tuve que decirle que la reprodujera a un volumen tan bajo que pareciera poco más que un rumor de fondo. Earl llevaba tres meses conmigo y sabía lo que tenía que hacer.
Roger Boyleston era uno de mis pocos clientes que me había enviado el tribunal. Se enfrentaba a diversos cargos federales por tráfico de drogas. Las escuchas de la DEA en los teléfonos de Boyleston habían conducido a su detención y a la confiscación de seis kilos de cocaína que pensaba distribuir a través de una red de camellos. Había numerosas cintas, más de cincuenta horas de conversaciones grabadas. Boyleston habló con mucha gente acerca de lo que venía y de cuándo esperarlo. El caso era pan comido para el gobierno. Boyleston iba a pasar una larga temporada a la sombra y había poco que yo pudiera hacer salvo negociar un trato, cambiando la cooperación de Boyleston por una sentencia menor. Aunque eso no importaba. Lo que me importaba eran las cintas. Acepté el caso por las cintas. El gobierno federal me pagaría por escuchar las cintas en preparación para defender a mi cliente. Eso significaba que podría facturar un mínimo de cincuenta horas del caso Boyleston al gobierno antes de que se acordara todo. Así que me aseguré de que las cintas se iban reproduciendo mientras iba en el Lincoln. Quería estar seguro de que si alguna vez tenía que poner la mano sobre la Biblia y jurar decir la verdad podría afirmar con la conciencia tranquila que había reproducido todas y cada una de las cintas por las que había facturado al Tío Pasta.
Primero devolví la llamada de Lorna Taylor. Lorna es mi directora de casos. El número de teléfono que consta en mi anuncio de media plana de las páginas amarillas y en treinta y seis paradas de autobús esparcidas por zonas de alta criminalidad del sur y el este del condado van directamente a su despacho/segundo dormitorio de su casa de Kings Road, en West Hollywood. Mi dirección oficial para la judicatura de California y los alguaciles de los tribunales también está en su domicilio.
Lorna es la primera barrera. Para llegar a mí hay que pasar por ella. Sólo le doy mi teléfono móvil a unos pocos y Lorna es la guardiana de la verja. Es dura, lista, profesional y hermosa. Aunque últimamente sólo puedo verificar este último atributo aproximadamente una vez al mes, cuando la llevo a cenar y a firmar cheques; ella también es mi contable.
—Oficina legal —dijo cuando llamé.
—Lo siento, todavía estaba en el tribunal —dije explicando por qué no había contestado su llamada—. ¿Qué pasa?
—Has hablado con Val, ¿no?
—Sí, ahora voy hacia Van Nuys. He quedado a las once.
—Ha llamado para asegurarse. Parece nervioso.
—Cree que este tipo es la gallina de los huevos de oro y quiere asegurarse de que no lo pierde. Lo llamaré para tranquilizarlo.
—He hecho algunas averiguaciones preliminares del nombre de Louis Ross Roulet. Su informe de crédito es excelente. Su nombre salía en varios artículos del Times. Todo transacciones inmobiliarias. Parece que trabaja para una inmobiliaria de Beverly Hills. Se llama Windsor Residential Estates. Diría que manejan listas de clientes muy exclusivos, no venden la clase de propiedades de las que ponen un cartel en la puerta.
—Está bien. ¿Algo más?
—En eso no. Y de momento sólo lo habitual en el teléfono.
Lo que significaba que había sorteado el acostumbrado número de llamadas producto de las paradas de autobús y de las páginas amarillas, todas ellas de gente que quería un abogado. Antes de que los que llamaban alcanzaran mi radar tenían que convencer a Lorna de que podían pagar por aquello que querían. Era una especie de enfermera detrás del mostrador de la sala de urgencias. Tenías que convencerla de que tenías un seguro válido antes de que te mandara al médico. Al lado del teléfono ella tiene una lista de tarifas que empieza con una tarifa plana de 5000 dólares por ocuparme de cargos por conducir bajo los efectos del alcohol y que va hasta las cuotas horarias que cobro en juicios por delitos graves. Lorna se asegura de que cada cliente es un cliente que paga y conoce lo que va a costarle el delito del que se le acusa. Como dice el dicho, no cometas un crimen si no vas a poder pagarlo. Lorna y yo decimos: no cometas el crimen si no vas a poder pagarnos. Ella acepta Master Card y Visa y verifica que el pago está aprobado antes de que me llegue el cliente.
—¿Nadie que conozcamos? —pregunté.
—Gloria Dayton llamó desde las Torres Gemelas.
Gruñí. Las Torres Gemelas, en el centro de la ciudad, era la principal prisión del condado. Albergaba mujeres en una torre y hombres en la otra. Gloria Dayton era una prostituta de lujo que de vez en cuando requería mis servicios profesionales. La primera vez que la representé fue hace al menos diez años, cuando ella era joven y no estaba metida en drogas y todavía tenía vida en la mirada. Ahora era una clienta pro bono. Nunca le cobraba. Sólo intentaba convencerla de que abandonara esa vida.
—¿Cuándo la detuvieron?
—Anoche. O mejor dicho, esta mañana. Su primera comparecencia es después de comer.
—No sé si podré llegar a tiempo con este asunto de Van Nuys.
—También hay una complicación. Posesión de cocaína aparte de lo habitual.
Sabía que Gloria trabajaba exclusivamente a partir de contactos hechos en Internet, donde ella se publicitaba en diversos sitios web con el nombre de Glory Days. No era una prostituta callejera ni de barra americana. Cuando la detenían normalmente era porque un agente de antivicio había conseguido burlar su sistema de control y establecer una cita. El hecho de que llevara cocaína en el momento de su detención sonaba como un lapsus inusual por su parte, o bien el poli se la había colocado para inculparla.
—Muy bien, si vuelve a llamar dile que trataré de estar allí y que si no estoy pediré que alguien se ocupe. ¿Llamarás al juzgado para confirmar la vista?
—Estoy en ello. Pero, Mickey, ¿cuándo vas a decirle que es la última vez?
—No lo sé. Puede que hoy. ¿Qué más?
—¿No es suficiente para un día?
—Supongo que bastará.
Hablamos un poco más acerca de mis citas para el resto de la semana y abrí mi portátil en la mesa plegable para poder cotejar mi agenda con la de Lorna. Tenía un par de vistas previstas para cada mañana y un juicio de un día el jueves. Todo eran asuntos de drogas del Southside. Mi pan de cada día. Al final de la conversación le dije que la llamaría después de la vista de Van Nuys para decirle si el caso Roulet iba a influir en los planes y de qué manera.
—Una última cosa —dije—. Has dicho que la empresa para la que trabaja Roulet se ocupa de inmuebles exclusivos, ¿verdad?
—Sí. Todas las ventas por las que aparece en los archivos son de siete cifras. Un par de ocho. Holmby Hills, Beverly Hills, sitios así.
Asentí con la cabeza, pensando que el estatus de Roulet podría convertirlo en una persona de interés para los medios.
—Entonces ¿por qué no le pasas el chivatazo a Patas? —dije.
—¿Estás seguro?
—Sí, podremos arreglar algo.
—Lo haré.
—Luego te llamo.
Cuando cerré el teléfono, Earl ya me había llevado de vuelta a la Antelope Valley Freeway en dirección sur. Estábamos yendo deprisa y llegar a Van Nuys para la primera comparecencia de Roulet no iba a ser un problema. Llamé a Fernando Valenzuela para decírselo.
—Perfecto —dijo el fiador—. Estaré esperando.
Mientras él hablaba vi que dos motocicletas pasaban junto a mi ventana. Los dos moteros iban vestidos con un chaleco de cuero negro con la calavera y el halo bordados en la espalda.
—¿Algo más? —pregunté.
—Sí, otra cosa que probablemente deberías saber —dijo Valenzuela—. Al comprobar con el juzgado cuándo iba a ser su primera comparecencia descubrí que el caso está asignado a Maggie McFiera. No sé si eso va a ser un problema para ti o no.
Maggie McFiera era Maggie McPherson, que resultaba ser una de las más duras y, sí, feroces ayudantes del fiscal del distrito asignados al tribunal de Van Nuys. También resultaba ser mi primera exesposa.
—No será problema para mí —dije sin dudarlo—. Será ella la que va a tener problemas.
El acusado tiene derecho a elegir a su abogado. Si hay un conflicto de intereses entre el abogado defensor y el fiscal, entonces es el fiscal el que debe retirarse. Sabía que Maggie me culparía personalmente por perder las riendas de lo que podía resultar un caso grande, pero no podía evitarlo. Había ocurrido antes. En mi portátil todavía guardaba una moción para obligarla a renunciar al último caso en que nuestros caminos se habían cruzado. Si era necesario, sólo tendría que cambiar el nombre del acusado e imprimirlo. Yo podría seguir adelante y ella no.
Las dos motocicletas se habían colocado delante de nosotros. Me volví y miré por la ventanilla trasera. Había otras tres Harley detrás de nosotros.
—Aunque ¿sabes lo que significa? —dije.
—No, ¿qué?
—No admitirá fianzas. Siempre lo hace en los delitos contra mujeres.
—Mierda. Estaba esperando un buen pellizco de esto, tío.
—No lo sé. Dices que el tipo tiene familia y a C. C. Dobbs. Podría utilizar algo de eso. Ya veremos.
—Mierda.
Valenzuela estaba viendo desaparecer su paga extra.
—Te veré allí, Val.
Cerré el teléfono y miré a Earl por encima del asiento.
—¿Cuánto hace que llevamos escolta? —pregunté.
—Acaban de llegar —dijo Earl—. ¿Quiere que haga algo?
—Veamos qué…
No tuve que esperar hasta el final de la frase. Uno de los motoristas de detrás se puso al lado del Lincoln y nos señaló la siguiente salida, la que conducía a Vasquez Rocks. Reconocí a Teddy Vogel, un antiguo cliente que era el motero de más rango entre los Road Saints que no estaban encarcelados. Probablemente era también el de más peso. Pesaba al menos ciento cincuenta kilos y daba la impresión de ser un niño gordo en la moto de su hermano pequeño.
—Para, Earl —dije—. A ver qué quiere.
Aparcamos en el estacionamiento junto a la escarpada formación rocosa bautizada en honor de un forajido que se había refugiado allí un siglo antes. Vi a dos personas sentadas y tomando un picnic en el borde de uno de los salientes más altos. Yo sería incapaz de sentirme a gusto comiendo un sándwich en una posición tan peligrosa.
Bajé la ventanilla cuando Teddy Vogel se acercó caminando. Sus cuatro compañeros habían parado el motor, pero se quedaron en sus Harley. Vogel se inclinó junto a la ventana y puso uno de sus gigantescos antebrazos en el marco. Sentí que el coche se hundía ligeramente.
—Abogado, ¿cómo te va? —dijo.
—Bien, Ted —dije, sin querer llamarlo por su apodo obvio en la banda: Teddy Bear—. ¿Y tú?
—¿Qué ha pasado con tu cola de caballo?
—A alguna gente no le gustaba, así que me la corté.
—Un jurado, ¿eh? Debe de haber sido una colección de acartonados del norte.
—¿Qué pasa, Ted?
—Me ha llamado Casey desde el corral de Lancaster. Me dijo que a lo mejor te alcanzaba en dirección sur. Dijo que estabas parando su caso hasta que tuvieras un poco de pasta. ¿Es así, abogado?
Lo dijo como conversación de rutina. No había ninguna amenaza en su voz ni en sus palabras. Y yo no me sentí amenazado. Dos años antes había conseguido que a Vogel le redujeran una acusación de secuestro agravado con agresión a una falta de desorden público. Él dirigía un club de estriptis propiedad de los Saints en Sepulveda Boulevard, en Van Nuys. Su detención se produjo después de que él descubriera que una de sus bailarinas más productivas lo había dejado y había cruzado la calle para trabajar en un club de la competencia. Vogel cruzó tras ella, la agarró en el escenario y la arrastró otra vez a su club. La chica estaba desnuda. Un motorista que pasó llamó a la policía. Derrumbar el caso de la acusación fue una de mis mejores actuaciones, y Vogel lo sabía. Le caía bien.
—Tiene razón —dije—. Trabajo para vivir. Si quiere que trabaje para él, ha de pagarme.
—Te dimos cinco mil en diciembre —dijo Vogel.
—Eso se acabó hace mucho, Ted. Más de la mitad fue para el experto que va a hacer añicos la acusación. El resto era para mí, y ya he trabajado todas esas horas. Si he de llevarlo a juicio necesito recargar el depósito.
—¿Quieres otros cinco?
—No, necesito diez y se lo dije a Casey la semana pasada. Es un juicio de tres días y necesitaré traer a mi experto de Kodak desde Nueva York. He de abonar su tarifa y además quiere volar en primera clase y alojarse en el Chateau Marmont. Cree que va a tomarse las copas con estrellas de cine. Ese sitio cuesta cuatrocientos la noche, y eso las habitaciones baratas.
—Me haces polvo, abogado. ¿Qué ha pasado con ese eslogan que tenías en las páginas amarillas? Duda razonable a un precio razonable. ¿Diez mil te parece un precio razonable?
—Me gustaba ese eslogan. Me trajo un montón de clientes. Pero a la judicatura de California no le hizo tanta gracia, y me obligó a retirar el anuncio. Diez es el precio y es razonable, Ted. Si no puedes o no quieres pagarlo, rellenaré los papeles hoy. Lo dejaré y puede ir con uno de oficio. Le daré todo el material que tengo. Aunque no creo que el abogado de oficio tenga presupuesto para traer al experto en fotos.
Vogel cambió de posición en el marco de la ventanilla y el coche se estremeció bajo su peso.
—No, no, te queremos a ti. Casey es importante para nosotros, ¿me explico? Lo quiero fuera y de vuelta al trabajo.
Observé que buscaba en el interior del chaleco con una mano tan carnosa que no se distinguían los nudillos. Sacó un sobre grueso que me pasó al coche.
—¿Es en efectivo? —pregunté.
—Sí. ¿Qué hay de malo con el efectivo?
—Nada, pero tendré que hacerte un recibo. Es un requisito fiscal. ¿Están los diez?
—Está todo ahí.
Levanté la tapa de una caja de cartón que guardaba en el asiento de mi lado. El talonario de recibos estaba detrás de los archivos corrientes de casos. Empecé a extender el recibo. La mayoría de los abogados a los que inhabilitan es por culpa de infracciones financieras como el manejo o la apropiación indebida de tarifas de clientes. Yo mantenía registros y extendía recibos meticulosamente. Nunca permitiría que la judicatura me pillara de esa manera.
—Veo que ya lo llevabas preparado —dije mientras escribía—. ¿Y si lo hubiera rebajado a cinco? ¿Qué habrías hecho entonces?
Vogel sonrió. Le faltaba uno de los incisivos inferiores, seguramente a consecuencia de alguna pelea en el club. Se tocó el otro lado del chaleco.
—Tengo otro sobre con cinco mil aquí, abogado —dijo—. Estaba preparado para ti.
—Joder, ahora me siento mal, dejándote con dinero en el bolsillo.
Arranqué su copia del recibo y se la entregué por la ventanilla.
—Lo he hecho a nombre de Casey. Él es el cliente.
—Por mí perfecto.
Cogió el recibo y retiró el brazo de la ventanilla al tiempo que se enderezaba. El coche volvió a su equilibrio normal. Quería preguntarle de dónde salía el dinero, cuál de las empresas delictivas de los Saints lo había ganado, si un centenar de chicas habían bailado un centenar de horas para que él me pagara, pero ésa era una pregunta de la cual era preferible no conocer la respuesta. Observé que Vogel se acercaba otra vez a su Harley y tenía dificultades para pasar por encima del asiento una pierna gruesa como una papelera. Por primera vez me fijé en la doble amortiguación en la rueda trasera. Le pedí a Earl que volviera a la autovía y que se dirigiera a Van Nuys, donde iba a tener que hacer una parada en el banco antes de llegar al tribunal para encontrarme con mi nuevo cliente.
Mientras circulábamos abrí el sobre y conté el dinero: billetes de veinte, de cincuenta y de cien. No faltaba nada. El depósito estaba lleno, y yo estaba listo para ponerme en marcha con Harold Casey. Iría a juicio y le daría una lección al joven fiscal. Si no ganaba en el juicio, seguro que lo haría en la apelación. Casey volvería a la familia y al trabajo con los Road Saints. Su culpa en el delito del que le acusaban no era algo que yo considerara siquiera mientras anotaba el pago en depósito en la cuenta correspondiente a mi cliente.
—¿Señor Haller? —dijo Earl al cabo de un rato.
—Dime, Earl.
—Ese experto que va a venir de Nueva York… ¿He de ir a recogerlo al aeropuerto?
Negué con la cabeza.
—No va a venir ningún experto de Nueva York, Earl. Los mejores cámaras y expertos en fotografía del mundo están aquí mismo, en Hollywood.
Earl asintió y me sostuvo la mirada un momento en el espejo retrovisor antes de volver a concentrarse en la carretera que tenía delante.
—Ya veo —dijo, asintiendo otra vez.
Y yo repetí el gesto. No me cuestioné lo que había hecho o dicho. Ése era mi trabajo. Así era cómo funcionaba. Después de quince años de práctica legal había llegado a pensar en mi oficio en términos muy simples. La ley era una máquina grande y oxidada que chupaba gente, vidas y dinero. Yo sólo era un mecánico. Me había convertido en un experto en revisar la máquina y arreglar cosas y extraer lo que necesitaba a cambio.
No había nada más en la ley que me importara. Las nociones de la facultad de Derecho acerca de la virtud de la contraposición, de los pesos y contrapesos del sistema, de la búsqueda de la verdad, se habían erosionado desde entonces como los rostros de estatuas de otras civilizaciones. La ley no tenía que ver con la verdad. Se trataba de negociación, mejora y manipulación. No me ocupaba de la culpa y la inocencia porque todo el mundo era culpable de algo. Pero no importaba, porque todos los casos que aceptaba eran una casa asentada en cimientos colocados por obreros con exceso de trabajo y mal pagados. Cortaban camino en las esquinas. Cometían errores. Y después pintaban encima de los errores con mentiras. Mi trabajo consistía en arrancar la pintura y encontrar las grietas. Meter los dedos y mis herramientas en esas grietas y ensancharlas. Hacerlas tan grandes que o bien la casa se caía o mi cliente se escapaba entre ellas.
Gran parte de la sociedad pensaba en mí como en el demonio, pero estaban equivocados. Yo era un ángel cubierto de grasa. Era un auténtico santo de la carretera. Me necesitaban y me querían. Ambas partes. Era el aceite de la máquina. Permitía que los engranajes arrancaran y giraran. Ayudaba a mantener en funcionamiento el motor del sistema.
Pero todo eso cambiaría con el caso Roulet. Para mí. Para él. Y ciertamente para Jesús Menéndez.