La fiscalía empezó a exponer su tesis al jurado en la sesión de tarde y enseguida me quedó clara la estrategia de Ted Minton. Los primeros cuatro testigos fueron una operadora del teléfono de emergencias 911, los dos agentes de patrulla que respondieron a la llamada de auxilio de Regina Campo y el auxiliar médico que la trató antes de que la transportaran al hospital. Estaba claro que Minton, previendo la estrategia de la defensa, quería establecer firmemente que Campo había sido brutalmente agredida y que era de hecho la víctima en este crimen. No era una mala estrategia. En la mayoría de los casos le habría bastado con eso.
La operadora del 911 fue básicamente utilizada como la persona de carne y hueso que se necesitaba para presentar una grabación de la llamada de auxilio de Campo. Se entregaron transcripciones de la llamada a los miembros del jurado, de manera que pudieran leer al tiempo que se reproducía la grabación deficiente de audio. Protesté argumentando que era innecesario reproducir la grabación de audio cuando la transcripción bastaría, pero la jueza rápidamente denegó la protesta antes de que Minton tuviera necesidad de contraatacar. La grabación se reprodujo y no había duda de que Minton había empezado con fuerza, porque los miembros del jurado se quedaron absortos al escuchar a Campo gritando y suplicando ayuda. Sonaba genuinamente angustiada y asustada. Era precisamente lo que Minton quería que oyera el jurado y ciertamente lo consiguió. No me atreví a cuestionar a la operadora en el contrainterrogatorio, porque sabía que eso le habría dado a Minton la oportunidad de reproducir otra vez la grabación en su turno.
Los dos agentes de patrulla que subieron al estrado a continuación ofrecieron diferentes testimonios porque hicieron cosas distintas al llegar al complejo de apartamentos de Tarzana en respuesta a la llamada al 911. Una básicamente se quedó con la víctima mientras que el otro subió al apartamento y esposó al hombre sobre el que estaban sentados los vecinos de Campo: Louis Ross Roulet.
La agente Vivian Maxwell describió a Campo como despeinada, herida y atemorizada. Declaró que Campo no paraba de preguntar si estaba a salvo y si habían detenido al intruso. Incluso después de que la tranquilizaran en ambas cuestiones, Campo continuó asustada e inquieta, y en un momento le dijo a la agente que desenfundara su arma y la tuviera preparada por si el agresor escapaba. Cuando Minton terminó con su testigo, me levanté para llevar a cabo mi primer contrainterrogatorio del juicio.
—Agente Maxwell —empecé—, ¿en algún momento le preguntó a la señorita Campo qué le había ocurrido?
—Sí, lo hice.
—¿Qué fue exactamente lo que le preguntó?
—Le pregunté qué le había ocurrido y quién le había hecho eso. O sea, quién le había herido.
—¿Qué le dijo ella?
—Dijo que un hombre había llamado a la puerta de su apartamento y que, cuando ella le abrió, la golpeó. Declaró que la golpeó varias veces y después sacó una navaja.
—¿Dijo que sacó un navaja después de golpearla?
—Eso es lo que dijo. Estaba nerviosa y herida en ese momento.
—Entiendo. ¿Le dijo quién era el hombre?
—No, dijo que no lo conocía.
—¿Le preguntó específicamente si conocía al hombre?
—Sí. Ella dijo que no.
—O sea que simplemente abrió la puerta a un extraño a las diez de la noche.
—Ella no lo dijo así.
—Pero ha declarado que le dijo que no lo conocía, ¿es así?
—Es correcto. Así es cómo lo dijo. Dijo: «No sé quién es».
—¿Y usted puso eso en su informe?
—Sí, lo hice.
Presenté el informe de la agente de patrulla como prueba de la defensa y pedí a Maxwell que leyera fragmentos de éste al jurado. Estas partes se referían a lo que Campo había dicho de que la agresión no había sido provocada y que la sufrió a manos de un desconocido.
—«La víctima no conoce al hombre que la agredió y no sabe por qué fue atacada» —leyó la agente de su propio informe.
El compañero de Maxwell, John Santos, fue el siguiente en testificar. Explicó a los miembros del jurado que Campo lo dirigió a su apartamento, donde encontró a un hombre en el suelo, junto a la entrada. El hombre estaba aturdido y los dos vecinos de Campo, Edward Turner y Ronald Atkins, lo retenían en el suelo. Un hombre estaba a horcajadas sobre el pecho del acusado y el otro estaba sentado sobre sus piernas.
Santos identificó al hombre retenido en el suelo como el acusado, Louis Ross Roulet. Santos declaró que mi cliente tenía sangre en la ropa y en la mano izquierda. Dijo que aparentemente Roulet sufría una conmoción o algún tipo de herida en la cabeza y que inicialmente no obedeció sus órdenes. Santos le dio la vuelta y le esposó las manos a la espalda. A continuación, el agente sacó de un compartimento de su cinturón una bolsa para pruebas y envolvió con ésta la mano ensangrentada de Roulet.
Santos declaró que uno de los hombres que habían retenido a Roulet le entregó una navaja plegable que estaba abierta y que tenía sangre en la empuñadura y en la hoja. El agente de patrulla dijo al jurado que también metió este elemento en una bolsa y se lo entregó al detective Martin Booker en cuanto éste llegó al escenario.
En el contrainterrogatorio planteé sólo dos preguntas a Santos.
—Agente, ¿había sangre en la mano derecha del acusado?
—No, no había sangre en su mano derecha o se la habría embolsado también.
—Entiendo. Así que tiene sangre sólo en la mano izquierda y una navaja con sangre en su empuñadura. ¿Cree usted que si el acusado hubiese sostenido esa navaja la habría sostenido con su mano izquierda?
Minton protestó, alegando que Santos era un agente de patrulla y que la pregunta iba más allá del ámbito de su experiencia. Yo argumenté que la cuestión sólo requería una respuesta de sentido común, no la de un experto. La jueza denegó la protesta y la secretaria del tribunal leyó otra vez la pregunta al testigo.
—Eso me parecería —respondió Santos.
Arthur Metz era el auxiliar médico que declaró a continuación. Habló al jurado de la conducta de Campo y de la extensión de sus heridas cuando la trató menos de treinta minutos después de la agresión. Dijo que le pareció que había sufrido al menos tres impactos importantes en el rostro. También describió una pequeña herida de punción en el cuello. Describió todas las heridas como superficiales pero dolorosas. Exhibieron en un caballete, delante del jurado, una ampliación del mismo retrato en primer plano del rostro de Campo que yo había visto el primer día que participé en el caso. Protesté, argumentando que la foto era engañosa porque había sido ampliada a un tamaño más grande que el natural, pero la jueza Fullbright denegó mi protesta.
En mi contrainterrogatorio de Metz, utilicé la foto acerca de la cual acababa de protestar.
—Cuando nos ha dicho que aparentemente había sufrido tres impactos en el rostro, ¿a qué se refería con «impacto»? —pregunté.
—La golpearon con algo. O un puño o un objeto desafilado.
—Así que básicamente alguien la golpeó tres veces. ¿Puede hacer el favor de utilizar este puntero láser y mostrarle al jurado en la fotografía dónde ocurrieron esos impactos?
Saqué un puntero láser del bolsillo de mi camisa y lo sostuve para que lo viera la jueza. Ella dio su permiso para que se lo entregara a Metz. Lo encendí y se lo entregué al testigo. Éste puso el haz de luz roja del láser en la foto del rostro magullado de Campo y trazó círculos en las tres zonas donde creía que ella había sido golpeada. Trazó círculos en torno al ojo derecho, la mejilla derecha y una zona que abarcaba la parte derecha de su boca y nariz.
—Gracias —dije, cogiendo el láser y volviendo al estrado—. Así que, si le dieron tres veces en el lado derecho de la cara, los impactos habrían procedido del lado izquierdo de su atacante, ¿correcto?
Minton protestó, argumentando una vez más que la pregunta iba más allá del ámbito de su experiencia. Una vez más yo argumenté sentido común y una vez más la jueza denegó la protesta.
—Si el agresor estaba frente a ella, la habría golpeado desde la izquierda, a no ser que lo hiciera con el dorso de la mano —dijo Metz—. En ese caso podría haber sido desde la derecha.
Asintió y pareció complacido consigo mismo. Obviamente pensó que estaba ayudando a la acusación, pero su esfuerzo fue tan falso que probablemente había ayudado a la defensa.
—¿Está insinuando que el agresor de la señorita Campo la golpeó tres veces con el dorso de la mano y causó este grado de heridas?
Señalé la foto del caballete. Metz se encogió de hombros, dándose cuenta de que probablemente no había resultado tan útil a la acusación.
—Todo es posible —dijo.
—Todo es posible —repetí—. Bueno, ¿hay alguna otra posibilidad que se le ocurra que pudiera explicar estas heridas que no provengan de puñetazos con la izquierda?
Metz se encogió de hombros otra vez. No era un testigo que causara gran impresión, especialmente viniendo después de dos policías y una operadora que habían sido muy precisos en sus testimonios.
—¿Y si la señorita Campo se hubiera golpeado el rostro con su propio puño? ¿No habría usado su derecha…?
Minton saltó de inmediato y protestó.
—Señoría, ¡esto es indignante! Insinuar que la víctima se hizo esto a sí misma no sólo es una afrenta a esta sala, sino a todas las víctimas de delitos violentos. El señor Haller se ha hundido en…
—El testigo ha dicho que todo es posible —argumenté, tratando de derribar a Minton de la tarima de orador—. Estoy tratando de explorar…
—Aceptada —dijo Fullbright, zanjando la discusión—. Señor Haller, no vaya por ese camino a no ser que esté haciendo algo más que un barrido de exploración de las posibilidades.
—Sí, señoría —dije—. No hay más preguntas.
Me senté y miré al jurado, y supe por sus caras que había cometido un error. Había convertido un contrainterrogatorio positivo en uno negativo. La cuestión que había establecido acerca de un agresor zurdo había quedado oscurecida por el punto que había perdido al insinuar que las heridas de la víctima eran autoinfligidas. Las tres mujeres del jurado parecían particularmente molestas conmigo.
Aun así, traté de concentrarme en un aspecto positivo. Era bueno conocer los sentimientos del jurado respecto a este punto en ese momento, antes de que Campo estuviera en la tribuna y le preguntara lo mismo.
Roulet se inclinó hacia mí y me susurró:
—¿Qué coño ha sido eso?
Sin responder, le di la espalda y examiné la sala. Estaba casi vacía. Lankford y Sobel no habían vuelto a la sala y los periodistas también se habían ido. Sólo había unos pocos mirones. Parecía una dispar colección de jubilados, estudiantes de derecho y abogados descansando hasta que empezaran sus propias vistas en el tribunal. No obstante, contaba con que uno de esos mirones fuera un infiltrado de la oficina del fiscal. Ted Minton podía estar volando solo, pero mi apuesta era que su jefe tendría algún medio de estar al corriente de cómo lo hacía y del desarrollo del caso. Yo sabía que estaba actuando para ese infiltrado tanto como para el jurado. Al final del caso necesitaba enviar una nota de pánico a la segunda planta que luego rebotara a Minton. Tenía que empujar al joven fiscal a adoptar una medida desesperada.
La sesión de tarde fue perdiendo interés. Minton todavía tenía mucho que aprender acerca del ritmo y el control del jurado, un conocimiento que sólo procede de la experiencia en la sala. Mantuve la mirada en la tribuna del jurado —donde se sentaban los verdaderos jueces— y vi que los doce se estaban aburriendo a medida que testigo tras testigo ofrecían declaraciones que llenaban pequeños detalles en la presentación lineal de los sucesos del 6 de marzo. Formulé pocas preguntas en mi turno y traté de mantener una expresión en el rostro que hacía espejo de las que vi en la tribuna del jurado.
Minton obviamente quería guardarse su material más valioso para el segundo día. Tendría al investigador jefe, el detective Martin Booker, para que aportara los detalles y luego a la víctima, Regina Campo, para que recapitulara el caso para el jurado. Terminar con fuerza y emoción era una fórmula ensayada y que funcionaba en el noventa por ciento de las veces, pero hacía que el primer día avanzara con la lentitud de un glaciar.
Las cosas finalmente empezaron a animarse con el último testigo que Minton trajo a la sala: Charles Talbot, el hombre que Regina Campo había elegido en Morgan’s y que la había acompañado a su apartamento la noche del día seis. Lo que Talbot tenía para ofrecer a la tesis de la acusación era insignificante. Básicamente fue convocado para testificar que Campo estaba en estado de buena salud y sin heridas cuando él se fue de la casa de la víctima. Eso era todo. Pero lo que causó que su llegada rescatara el juicio del aburrimiento era que Talbot era un hombre firmemente convencido de su particular estilo de vida, y a los miembros del jurado siempre les gusta visitar el otro lado de las vías.
Talbot tenía cincuenta y cinco años, pelo rubio teñido que no engañaba a nadie. Lucía tatuajes de la Armada desdibujados en ambos antebrazos. Llevaba veinte años divorciado y poseía una tienda abierta las veinticuatro horas llamada Kwik Kwik. El negocio le permitía disfrutar de un estilo de vida acomodado, con un apartamento en Warner Center, un Corvette último modelo y una vida nocturna en la que tenía cabida un amplio muestrario de las proveedoras de sexo de la ciudad.
Minton estableció todo ello en las primeras fases de su interrogatorio. Casi podía sentirse que el aire se detenía en la sala cuando los miembros del jurado conectaban con Talbot. El fiscal lo llevó entonces con rapidez a la noche del 6 de marzo, y el testigo describió que había contactado con Reggie Campo en Morgan’s, en Ventura Boulevard.
—¿Conocía a la señorita Campo antes de encontrarse con ella en el bar esa noche?
—No, no la conocía.
—¿Cómo fue que se encontraron allí?
—La llamé y dije que quería estar con ella, y ella propuso que nos encontrásemos en Morgan’s. Yo conocía el sitio, así que me pareció bien.
—¿Y cómo la llamó?
—Con el teléfono.
Muchos miembros del jurado rieron.
—Disculpe. Ya entiendo que utilizó un teléfono para llamarla. Quería decir que cómo sabía la forma de contactar con ella.
—Vi su anuncio en su sitio web y me gustó lo que vi, así que seguí adelante y la llamé y establecimos una cita. Es tan sencillo como eso. Su número está en su anuncio de Internet.
—Y se encontraron en Morgan’s.
—Sí, me dijo que es allí donde se encuentra con sus citas. Así que fui al bar, tomamos un par de copas y hablamos, y como nos gustamos, eso fue todo. La seguí a su apartamento.
—¿Cuando llegaron a su apartamento mantuvieron relaciones sexuales?
—Por supuesto. Para eso estaba allí.
—¿Y le pagó?
—Cuatrocientos pavos. Valió la pena.
Vi que un miembro del jurado se ponía colorado y supe que lo había calado a la perfección en la selección de la semana anterior. Me había gustado porque llevaba consigo una Biblia para leer mientras cuestionaban a los otros candidatos al jurado. Minton, que estaba concentrado en los candidatos a los que interrogaba, lo había pasado por alto, pero yo había visto la Biblia e hice pocas preguntas al hombre cuando llegó su turno. Minton lo aceptó en el jurado y yo también. Supuse que sería fácil que se volviera contra la víctima por su ocupación. Su cara ruborizada me lo confirmó.
—¿A qué hora se fue del apartamento? —preguntó Minton.
—A eso de las diez menos cinco —respondió Talbot.
—¿Dijo que estaba esperando otra cita en su apartamento?
—No, no me dijo nada de eso. De hecho, ella actuaba como si hubiera terminado por esa noche.
Me levanté y protesté.
—No creo que el señor Talbot esté cualificado para interpretar lo que la señorita Campo estaba pensando o planeando a partir de sus acciones.
—Aceptada —dijo la jueza antes de que Minton pudiera argumentar nada.
El fiscal siguió adelante.
—Señor Talbot, ¿podría describir el estado físico de la señorita Campo cuando la dejó poco antes de las diez en punto de la noche del seis de marzo?
—Completamente satisfecha.
Hubo un estallido de carcajadas en la sala y Talbot sonrió con orgullo. Me fijé en el hombre de la Biblia y vi que tenía la mandíbula fuertemente apretada.
—Señor Talbot —dijo Minton—, me refiero a su estado físico. ¿Estaba herida o sangrando cuando usted se fue?
—No, estaba bien. Estaba perfectamente. Cuando me fui estaba fina como un violín y lo sé porque lo había tocado.
Sonrió, orgulloso de su uso del lenguaje. Esta vez no hubo más risas y la jueza finalmente se cansó de los dobles sentidos del testigo. Le ordenó que se abstuviera de hacer comentarios subidos de tono.
—Disculpe, jueza —dijo.
—Señor Talbot —dijo Minton—, ¿la señorita Campo no estaba herida en ninguna medida cuando usted se fue?
—No. En ninguna medida.
—¿Estaba sangrando?
—No.
—¿Y usted no la golpeó ni abusó físicamente de ella en modo alguno?
—Otra vez no. Lo que hicimos fue consensuado y placentero. Sin dolor.
—Gracias, señor Talbot.
Consulté mis notas unos segundos antes de levantarme. Quería un receso para marcar con claridad la frontera entre el interrogatorio directo y el contrainterrogatorio.
—¿Señor Haller? —me instó la jueza—. ¿Quiere ejercer su turno con el testigo?
Me levanté y me acerqué al estrado.
—Sí, señoría, sí quiero.
Dejé mi bloc y miré directamente a Talbot. Estaba sonriendo complacido, pero sabía que no le caería bien durante mucho tiempo más.
—Señor Talbot, ¿es usted diestro o zurdo?
—Soy zurdo.
—Zurdo —repetí pensativamente—. ¿Y no es cierto que la noche del seis de marzo antes de irse del apartamento de Regina Campo ella le pidió que la golpeara repetidamente en el rostro?
Minton se levantó.
—Señoría, no hay base para esta clase de interrogatorio. El señor Haller simplemente está tratando de enturbiar el agua haciendo declaraciones indignantes y convirtiéndolas en preguntas.
La jueza me miró y esperó una respuesta.
—Señoría, forma parte de la teoría de la defensa, como describí en mi exposición inicial.
—Voy a permitirlo. Vaya al grano, señor Haller.
Le leyeron la pregunta a Talbot y éste hizo una mueca y negó con la cabeza.
—No, no es verdad. Nunca he hecho daño a una mujer en mi vida.
—¿La golpeó con el puño tres veces, no es cierto, señor Talbot?
—No, no lo hice. Eso es mentira.
—Ha dicho que nunca ha hecho daño a una mujer en su vida.
—Eso es. Nunca.
—¿Conoce a una prostituta llamada Shaquilla Barton?
Talbot tuvo que pensar antes de responder.
—No me suena.
—En la web en la que anuncia sus servicios utiliza el nombre de Shaquilla Shackles. ¿Le suena ahora, señor Talbot?
—Ah, sí, creo que sí.
—¿Ha participado en actos de prostitución con ella?
—Una vez, sí.
—¿Cuándo fue eso?
—Debió de ser hace al menos un año. Quizá más.
—¿Y le hizo daño en esa ocasión?
—No.
—Y si ella viniera a esta sala y declarara que usted le hizo daño al golpearla con su mano izquierda, ¿estaría mintiendo?
—Y tanto que sí. Probé con ella y no me gustó ese estilo duro. Soy estrictamente un misionero. No la toqué.
—¿No la tocó?
—Quiero decir que no la golpeé ni la herí en modo alguno.
—Gracias, señor Talbot.
Me senté. Minton no se molestó con una contrarréplica. Se despidió a Talbot y Minton le dijo a la jueza que sólo tenía dos testigos más en el caso, pero que su testimonio sería largo. La jueza Fullbright miró el reloj y levantó la sesión hasta el día siguiente.
Quedaban dos testigos. Sabía que tenían que ser el detective Booker y Reggie Campo. Parecía que Minton iba a arriesgarse sin el testimonio del soplón carcelario al que había metido en el programa de desintoxicación en County-USC. El nombre de Dwayne Corliss nunca había aparecido en ninguna lista de testigos ni en ningún otro documento de hallazgos relacionado con la tesis de la acusación. Pensé que tal vez Minton había descubierto lo mismo que Raul Levin había descubierto de Corliss antes de morir. En cualquier caso, parecía evidente que la fiscalía había renunciado a Corliss. Y eso era lo que necesitaba cambiar.
Mientras guardaba mis papeles y documentos en mi maletín, también me armé de valor para hablar con Roulet. Lo miré. Continuaba sentado, esperando a que me despidiera de él.
—¿Qué opina? —pregunté.
—Creo que lo ha hecho muy bien. Ha habido más que unos pocos momentos de duda razonable.
Cerré las hebillas de mi maletín.
—Hoy sólo he plantado las semillas. Mañana brotarán y el miércoles florecerán. Todavía no ha visto nada.
Me levanté y cogí el maletín de la mesa. Estaba pesado con los documentos del caso y mi ordenador.
—Hasta mañana.
Abrí la portezuela y salí. Cecil Dobbs y Mary Windsor estaban esperando a Roulet en el pasillo junto a la puerta de la sala del tribunal. Al salir se volvieron para hablar conmigo, pero yo seguí caminando.
—Hasta mañana —dije.
—Espere un momento, espere un momento —me llamó Dobbs a mi espalda.
Me volví.
—Estamos atascados aquí —dijo al tiempo que él y Windsor se me acercaban—. ¿Cómo está yendo ahí dentro?
Me encogí de hombros.
—Ahora mismo es el turno de la acusación —respondí—. Lo único que estoy haciendo es amagar y agacharme, tratar de protegerme. Creo que mañana será nuestro asalto. Y el miércoles iremos a por el K. O. He de ir a prepararme.
Al dirigirme al ascensor vi que varios miembros del jurado del caso se me habían adelantado y estaban esperando para bajar. La encargada del marcador estaba entre ellos. Fui al lavabo que había junto a los ascensores para no tener que bajar con el jurado. Puse el maletín entre los lavabos y me lavé la cara y las manos. Al mirarme en el espejo busqué señales de tensión del caso y de todo lo relacionado con éste. Tenía un aspecto razonablemente sano y calmado para ser un abogado defensor que estaba jugando al mismo tiempo contra su cliente y contra el fiscal.
El agua fría me sentó bien y me sentí refrescado cuando salí del lavabo con la esperanza de que los miembros del jurado ya se hubieran marchado.
Los miembros del jurado se habían ido, pero Lankford y Sobel estaban junto al ascensor. Lankford llevaba un fajo de documentos doblados en una mano.
—Aquí está —dijo—. Hemos estado buscándole.