La exposición inicial de Ted Minton se ciñó al modelo establecido de la exageración fiscal. Más que decirle al jurado qué pruebas iba a presentar y qué se disponía a probar, el fiscal trató de decirles lo que todo ello significaba. Buscaba un plano general, y eso casi siempre es un error. El plano general implica inferencias y teorías. Extrapola los hechos a la categoría de sospechas. Cualquier fiscal con experiencia en una docena de juicios por delitos graves sabe que es mejor quedarse corto. Quieres que los miembros del jurado condenen, no necesariamente que comprendan.
—De lo que trata este caso es de un depredador —les dijo—. Louis Ross Roulet es un hombre que en la noche del seis de marzo estaba al acecho de una presa. Y de no haber sido por la firme determinación de una mujer para sobrevivir, ahora estaríamos juzgando un caso de asesinato.
Me había fijado antes en que Minton había elegido a un «encargado del marcador». Así es como llamo a un miembro del jurado que toma notas de manera incesante durante el juicio. Una exposición inicial no es una oferta de pruebas y la jueza Fullbright había advertido de ello al jurado, aun así, la mujer de la primera silla de la fila delantera había estado escribiendo desde el inicio de la intervención de Minton. Eso era bueno. Me gustan los encargados del marcador porque documentan lo que los abogados dicen que será presentado y probado en el juicio, y al final vuelven a comprobarlo y verifican el tanteo.
Miré el gráfico del jurado que había rellenado la semana anterior y vi que la encargada del marcador era Linda Truluck, un ama de casa de Reseda. Era una de las únicas tres mujeres del jurado. Minton se había esforzado en reducir a un mínimo la representación femenina, porque temía que, una vez que se estableciera en el juicio que Regina Campo había ofrecido servicios sexuales a cambio de dinero, podría perder la simpatía de las mujeres y en última instancia sus votos en un veredicto. Creía que probablemente tenía razón en la suposición y yo trabajé con la misma diligencia en poner mujeres en la tribuna del jurado. Ambos habíamos terminado agotando nuestros veinte vetos y ésa era probablemente la principal razón de que el proceso de selección se prolongara durante tres días. Al final, tenía tres mujeres en el jurado y sólo necesitaba a una para evitar una condena.
—Oirán el testimonio de la propia víctima acerca de que su estilo de vida era uno que no aprobaríamos —dijo Minton a los miembros del jurado—. El resumen es que estaba vendiendo sexo a hombres a los que invitaba a su casa. Pero quiero que recuerden que este juicio no trata de lo que la víctima de este caso hacía para ganarse la vida. Cualquiera puede ser víctima de un crimen violento. Cualquiera. No importa lo que haga uno para ganarse la vida, la ley no permite que se le golpee, que se le amenace a punta de cuchillo o que se le haga temer por su vida. No importa lo que uno haga para ganar dinero. Disfruta de las mismas protecciones que todos nosotros.
Estaba muy claro que Minton no quería usar las palabras «prostitución» o «prostituta» por miedo a que eso dañara su tesis. Anoté la palabra en un bloc que me llevaría al estrado cuando hiciera mi declaración. Planeaba corregir las omisiones de la acusación.
Minton ofreció una visión general de las pruebas. Habló de la navaja con las iniciales del acusado grabadas en el filo. Habló de la sangre que se encontró en su mano izquierda. Y advirtió a los miembros del jurado que no se dejaran engañar por los intentos de la defensa de confundir las pruebas.
—Es un caso muy claro y sencillo —dijo para concluir—. Tienen a un hombre que agredió a una mujer en su casa. Su plan era violarla y luego matarla. Sólo por la gracia de Dios estará ella aquí para contarles la historia.
Dicho esto, Minton agradeció al jurado su atención y ocupó su lugar en la mesa de la acusación. La jueza Fullbright miró su reloj y luego me miró a mí. Eran las 11.40, y probablemente estaba sopesando si decretar un receso o permitirme proceder con mi exposición de apertura. Una de las principales tareas de un juez durante un proceso es el control del jurado. Es responsabilidad del magistrado asegurarse de que el jurado se siente cómodo y atento. Normalmente la solución consiste en hacer muchas pausas, cortas y largas.
Conocía a Connie Fullbright desde hacía al menos doce años, desde mucho antes de que fuera jueza. Había sido tanto fiscal como abogada defensora, de manera que conocía ambas caras de la moneda. Aparte de su exagerada disposición a las multas por desacato, era una jueza buena y justa… hasta que llegaba la hora de la sentencia. Ibas al tribunal de Fullbright sabiendo que estabas al mismo nivel que la fiscalía. Pero si un jurado condenaba a tu cliente, tenías que prepararte para lo peor. Fullbright era uno de los jueces que imponía sentencias más duras en el condado. Era como si te estuviera castigando a ti y a tu cliente por hacerle perder el tiempo con un juicio. Si había margen de maniobra en la sentencia, ella siempre iba al máximo, tanto si se trataba de prisión como si se trataba de condicional.
—Señor Haller —dijo—. ¿Piensa reservar su exposición?
—No, señoría, pero creo que voy a ser muy rápido.
—Muy bien —dijo la jueza—. Entonces le escucharemos y luego iremos a comer.
La verdad era que no sabía cuánto tiempo iba a extenderme. Minton había utilizado cuarenta minutos, y sabía que yo estaría próximo a ese tiempo. No obstante, le había dicho a la jueza que sería rápido sencillamente porque no me gustaba la idea de que el jurado se fuera a almorzar sólo con la parte del fiscal de la historia. Quería que tuvieran algo más en que pensar mientras se comían sus hamburguesas y sus ensaladas de atún.
Me levanté y me acerqué al estrado situado entre las mesas de la defensa y de la acusación. La sala era uno de los espacios recientemente rehabilitados en el viejo tribunal. Tenía dos tribunas idénticas para el jurado a ambos lados del banco del magistrado. La puerta que daba al despacho del juez estaba casi oculta en la pared, con sus líneas camufladas entre las líneas y los nudos de la madera. El pomo era lo único que la delataba.
Fullbright dirigía sus juicios como un juez federal. Los abogados no estaban autorizados a acercarse a los testigos sin su permiso y nunca les permitía aproximarse a la tribuna del jurado. Sólo podían hablar desde el estrado.
De pie en el estrado, tenía la tribuna del jurado a mi derecha y estaba más cerca de la mesa de la fiscalía que de la destinada al equipo de la defensa. Para mí estaba bien. No quería que vieran de cerca a Roulet. Quería que mi cliente les resultara un poco misterioso.
—Damas y caballeros del jurado —empecé—, me llamo Michael Haller y represento al señor Roulet en este juicio. Me alegro de decirles que este juicio será probablemente un juicio rápido. Sólo les robaremos unos pocos días más de su tiempo. Al final, probablemente se darán cuenta de que hemos tardado más tiempo en elegirles del que se tardará en presentar ambas caras del caso. El fiscal, el señor Minton, ha empleado su tiempo esta mañana hablándoles de lo que cree que significan todas las pruebas y quién es realmente el señor Roulet. Yo les aconsejaré que se sienten, escuchen las pruebas y dejen que su sentido común les diga lo que significa todo ello y quién es el señor Roulet.
Fui paseando mi mirada de un miembro del jurado a otro. Apenas miré el bloc de notas que había puesto en el atril. Quería que pensaran que estaba simplemente charlando con ellos.
—Normalmente, lo que me gusta hacer es reservar mi exposición inicial. En un caso penal, la defensa tiene la opción de realizar su exposición inicial al principio del juicio, como acaba de hacer el señor Minton, o justo antes de presentar la tesis de la defensa. Por lo general, me inclino por la segunda opción. Espero y hago mi exposición antes de que desfilen todos los testigos y las pruebas de la defensa. Sin embargo, este juicio es diferente. Es diferente porque el turno de la acusación también va a ser el turno de la defensa. Sin duda oirán a varios testimonios de la defensa, pero el corazón y el alma de este juicio serán las pruebas y testigos de la acusación y cómo decidan ustedes interpretarlas. Les garantizo que emergerá una versión de los hechos y las pruebas muy diferente de la que el señor Minton acaba de exponer en esta sala. Y cuando llegue el momento de presentar la tesis de la defensa, probablemente no será necesario.
Miré a la encargada del marcador y vi que su lápiz corría por la página del cuaderno.
—Creo que lo que van a descubrir aquí esta semana es que todo este juicio se reducirá a las acciones y motivaciones de una persona. Una prostituta que vio a un hombre con signos externos de riqueza y lo eligió como objetivo. Las pruebas lo mostrarán con claridad e incluso quedará revelado por los propios testimonios de la acusación.
Minton se levantó y protestó, argumentando que me estaba extralimitando al verter sobre la principal testigo de la defensa acusaciones infundadas. No había base legal para la protesta. Sólo era un intento propio de un aficionado de enviar un mensaje al jurado. La jueza respondió llamándonos a un aparte.
Nos acercamos a un lado del banco y Fullbright pulsó el botón de un neutralizador de sonido que enviaba ruido blanco desde un altavoz situado en el banco hacia la tribuna del jurado, impidiendo de esta manera que los doce oyeran lo que se susurraba en el aparte. La jueza fue rápida con Minton, como un asesino.
—Señor Minton, sé que es usted nuevo en los juicios penales, así que ya veo que tendré que enseñarle sobre la marcha. Pero no proteste nunca durante una exposición inicial en mi sala. El abogado no está presentando pruebas. No me importa que diga que su propia madre es la testigo de coartada del acusado, usted no protesta delante de mi jurado.
—Seño…
—Es todo. Retírense.
La jueza Fullbright hizo rodar el sillón hasta el centro de la mesa y apagó el ruido blanco. Minton y yo regresamos a nuestras posiciones sin decir una palabra más.
—Protesta denegada —dijo la jueza—. Continúe, señor Haller, y permítame recordarle que ha dicho que sería breve.
—Gracias, señoría. Sigue siendo mi plan.
Consulté mis notas y volví a mirar al jurado. Sabiendo que Minton había sido intimidado por la jueza para que guardara silencio, decidí elevar un punto la retórica, dejar las notas e ir directamente a la conclusión.
—Damas y caballeros, en esencia, lo que decidirán aquí es quién es el auténtico depredador en este caso: el señor Roulet, un hombre de negocios de éxito sin ningún tipo de antecedentes, o una prostituta reconocida con un negocio boyante que consiste en cobrar dinero a los hombres a cambio de sexo. Oirán testimonios de que la supuesta víctima de este caso estaba envuelta en un acto de prostitución con otro hombre momentos antes de que se produjera la supuesta agresión. Y oirán testimonios de que al cabo de unos días de este asalto, que supuestamente amenazó su vida, ella estaba de nuevo trabajando, cambiando sexo por dinero.
Miré a Minton y vi que estaba montando en cólera. Tenía la mirada baja en la mesa y lentamente negaba con la cabeza. Miré a la jueza.
—Señoría, ¿puede pedir al fiscal que se contenga de hacer demostraciones al jurado? Yo no he protestado ni he intentado en modo alguno distraer al jurado durante su exposición inicial.
—Señor Minton —entonó la jueza—, haga el favor de quedarse quieto y extender a la defensa la cortesía que se le ha extendido a usted.
—Sí, señoría —dijo Minton mansamente.
El jurado había visto al fiscal amonestado en dos ocasiones y todavía estábamos en las exposiciones iniciales. Lo tomé como una buena señal y alimentó mi inercia. Miré de nuevo al jurado y me fijé en que la encargada del marcador continuaba escribiendo.
—Finalmente, oirán el testimonio de muchos de los propios testigos de la fiscalía que proporcionarán una explicación perfectamente plausible de muchas de las pruebas físicas de este caso. Me refiero a la sangre y a la navaja que ha mencionado el señor Minton. Tomados individualmente o como conjunto, los argumentos de la fiscalía les proporcionarán dudas más que razonables acerca de la culpabilidad de mi cliente. Pueden marcarlo en sus libretas. Les garantizo que descubrirán que sólo tienen una opción al final de este caso. Y ésa es declarar al señor Roulet inocente de estas acusaciones. Gracias.
Al caminar de nuevo hacia mi asiento le guiñé el ojo a Lorna Taylor. Ella asintió con la cabeza para darme a entender que lo había hecho bien. Mi atención se vio atraída entonces por dos figuras sentadas dos filas detrás de ella. Lankford y Sobel. Habían entrado después de que examinara la galería por primera vez.
Ocupé mi asiento y no hice caso del gesto de pulgares hacia arriba que me dio mi cliente. Mi mente estaba concentrada en los dos detectives de Glendale. Me pregunté qué estaban haciendo en la sala. ¿Vigilándome? ¿Esperándome?
La jueza hizo salir al jurado para la pausa del almuerzo y todos se levantaron mientras la encargada del marcador y sus colegas desfilaban. Después de que todos se hubieran ido, Minton pidió a la jueza otro aparte. Quería intentar explicar su protesta y reparar el daño, pero no en juicio abierto. La jueza no se lo concedió.
—Tengo hambre, señor Minton. Y ya hemos pasado eso. Váyase a almorzar.
Fullbright abandonó la sala, y ésta, que tan silenciosa había estado salvo por las voces de los abogados, entró en erupción con la charla de la galería del público y los trabajadores del tribunal. Guardé el bloc en mi maletín.
—Ha estado muy bien —dijo Roulet—. Creo que ya vamos por delante en la partida.
Lo miré con ojos muertos.
—No es una partida.
—Ya lo sé. Es sólo una expresión. Oiga, voy a comer con Cecil y mi madre. Nos gustaría que se uniera a nosotros.
Negué con la cabeza.
—He de defenderle, Louis, pero no he de comer con usted.
Cogí el talonario de mi maletín y lo dejé allí. Rodeé la mesa hasta la posición del alguacil para poder extender un cheque por quinientos dólares. La multa no me dolía tanto como lo haría el examen de la judicatura que sigue a toda citación por desacato.
Cuando hube terminado, me volví y me encontré con Lorna, que me estaba esperando en la portezuela con una sonrisa. Pensábamos ir a comer juntos y luego ella volvería a ocuparse del teléfono en su casa. Al cabo de tres días volvería al trabajo habitual y necesitaba clientes. Dependía de que ella empezara a llenar mi agenda.
—Parece que será mejor que hoy te invite yo a comer —dijo ella.
Eché mi talonario de cheques en el maletín y lo cerré.
—Eso estaría bien —dije.
Empujé la portezuela y me fije en el banco en el que había visto a Lankford y Sobel unos momentos antes. Se habían ido.