Viernes, 13 de abril
Dormí casi diez horas, pero aun así me desperté a oscuras. En el Bose decía que eran las 5.18. Traté de volver al sueño, pero la puerta estaba cerrada. A las 5.30 me levanté de la cama y traté mantener el equilibrio. Me duché. Me quedé debajo del grifo hasta que se enfrió el agua del depósito. Salí de la ducha y me vestí para afrontar otro día de pelearme con el sistema.
Todavía era demasiado temprano para llamar a Lorna y verificar mi agenda, pero tengo una agenda que normalmente está actualizada. Fui a la oficina de casa a comprobarlo y la primera cosa en la que me fijé fue en un billete de un dólar pegado a la pared encima del escritorio.
Mi adrenalina subió un par de peldaños al tiempo que mi mente corría pensando en el intruso que me había dejado el dinero en la pared como algún tipo de amenaza o mensaje. Entonces lo recordé.
—Maggie —dije en voz alta.
Sonreí y decidí dejar el billete de un dólar pegado a la pared.
Saqué la agenda del maletín para ver cómo se presentaba el día. En principio tenía la mañana libre hasta las once, en que tenía una vista en el Tribunal Superior de San Fernando. El caso era de un cliente recurrente acusado de posesión de utensilios relacionados con las drogas. Era una acusación de mierda, que apenas merecía el tiempo y el dinero, pero Melissa Menkoff ya estaba en libertad condicional por diversos delitos de drogas. Si la condenaban, aunque fuera por algo tan menor como posesión de utensilios relacionados con las drogas, su sentencia suspendida se ejecutaría y ella terminaría tras una puerta de acero entre seis y nueve meses como mínimo.
Era todo lo que tenía en la agenda. Después de San Fernando mi jornada estaba libre y me felicité en silencio por la previsión que había mostrado en mantener libre el día después del primer partido de la temporada. Por supuesto, al preparar la agenda no sabía que la muerte de Raul Levin me enviaría a Four Green Fields tan temprano, pero era una buena planificación de todos modos.
La vista del asunto Menkoff implicaba mi moción de suprimir la pipa de crack encontrada durante el registro de su vehículo después de haber sido parada por conducir descontroladamente en Northridge. La pipa se encontró en la consola central cerrada de su coche. Ella me había dicho que no había dado su permiso a la policía para registrar el vehículo, pero los agentes lo hicieron de todos modos. Mi argumento era que no había registro consentido ni causa probable para realizarlo. Si habían hecho parar a Menkoff por conducir erráticamente, entonces no había razón para registrar los compartimentos cerrados de su coche.
Era un argumento perdedor y lo sabía, pero el padre de Menkoff me pagaba bien y yo hacía todo lo que estaba en mi mano por su problemática hija. Y eso era exactamente lo que iba a hacer a las once en punto en el Tribunal de San Fernando.
Para desayunar me tomé dos paracetamoles y los bajé con huevos fritos, tostadas y café. Sazoné en abundancia los huevos con pimienta y salsa. Todo dio en los puntos adecuados y me proporcionó el combustible necesario para afrontar la batalla. Fui pasando las páginas del Times mientras comía, buscando un artículo sobre el asesinato de Raul Levin. Inexplicablemente, no había historia. Al principio no lo entendí. ¿Por qué Glendale mantenía un velo sobre el caso? Luego recordé que el Times publicaba diversas ediciones regionales del periódico cada mañana. Yo vivía en el Westside, y Glendale se consideraba parte del valle de San Fernando. Un asesinato en el valle podía ser considerado por los editores del Times como una noticia sin importancia para los lectores del Westside, que tenían sus propios asesinatos regionales de los que preocuparse. No encontré ningún artículo sobre Levin.
Decidí que tendría que comprar un segundo ejemplar del Times en otro quiosco de camino al tribunal de San Fernando. Pensar en a qué nuevo quiosco dirigiría a Earl Briggs me recordó que no tenía coche. El Lincoln estaba en el aparcamiento del Four Green Fields —a no ser que lo hubieran robado durante la noche—, y no podía conseguir mis llaves hasta que el bar abriera a las once para servir comidas. Tenía un problema. Había visto el coche de Earl en el aparcamiento de las afueras donde lo recogía cada mañana. Era un Toyota tuneado con tapacubos de cromo. Supuse que tendría un permanente olor de marihuana. No quería circular en él. En el condado del norte era una invitación a que la policía te parara. En el condado del sur era una invitación a que te tirotearan. Tampoco quería que Earl me recogiera en casa. Nunca dejo que mis chóferes sepan donde vivo.
El plan que se me ocurrió consistía en coger un taxi hasta mi almacén de North Hollywood y usar uno de los Town Car nuevos. El Lincoln de Four Green Fields tenía más de setenta mil kilómetros, en cualquier caso. Quizás estrenar coche me ayudaría a superar la depresión que sin duda sentiría por la muerte de Raul Levin.
Después de haber limpiado la sartén y el plato en el lavabo decidí que era lo bastante tarde para arriesgarme a despertar a Lorna con una llamada para confirmar mi agenda del día. Volví a la oficina de casa y cuando cogí el teléfono para hacer la llamada oí el tono interrumpido que me informaba de que tenía un mensaje.
Llamé al número de recuperación de mensajes y una voz informática me informó de que me había perdido una llamada a las 11.07 el día anterior. Cuando la voz recitó el número del que había recibido el mensaje me quedé helado. Era el del teléfono móvil de Raul Levin. Me había perdido su última llamada.
«Eh, soy yo. Probablemente ya estás de camino al partido y supongo que tendrás el móvil apagado. Si no escuchas esto te veré allí. Pero tengo otro as para ti. Creo que… —se interrumpió un momento por el sonido de fondo de un perro que ladraba—, bueno, podría decirse que tengo la receta para sacar a Jesús de San Quintín. He de colgar, socio».
Eso era todo. Colgó sin decir adiós y había usado ese estúpido acento irlandés al final. El acento irlandés que siempre me había molestado me sonó enternecedor. Ya lo echaba de menos.
Pulsé el botón de reproducir el mensaje y volví a escucharlo, e hice lo mismo otras tres veces antes de guardarlo y colgar finalmente. Me senté en mi silla de escritorio y traté de aplicar el mensaje a lo que ya sabía. El primer dato desconcertante era la hora de la llamada. Yo no salí para el partido hasta las 11.30, y aun así de algún modo me había perdido la llamada de Levin, que se había recibido más de veinte minutos antes.
Eso carecía de sentido hasta que recordé la llamada de Lorna. A las 11.07 estaba hablando por teléfono con Lorna. El teléfono de mi casa se usaba con tan poca frecuencia que no me había molestado en tener llamada en espera instalada en la línea. Eso significaba que la última llamada de Levin había sido enviada al sistema de buzón de voz y no me enteré de ella mientras hablaba con Lorna.
Eso explicaba las circunstancias de la llamada, pero no su contenido.
Obviamente, Levin había encontrado algo. No era abogado, pero ciertamente conocía el peso de las pruebas y sabía cómo evaluarlas. Había encontrado algo que podía ayudarme a sacar a Menéndez de prisión. Había encontrado la receta para sacar a Jesús.
La última cosa a considerar era la interrupción del ladrido del perro, y eso era fácil. Había estado antes en casa de Levin y sabía que el perro tenía un ladrido agudo. Siempre que había ido a la casa, había oído que el perro empezaba a ladrar antes de que llamara a la puerta. Los ladridos en el fondo del mensaje y la forma precipitada en que Levin puso fin a la llamada me decían que alguien estaba llamando a su puerta. Tenía un visitante, y muy bien podría haber sido su asesino.
Pensé en ello un momento y concluí que la hora de la llamada era algo que en conciencia no podía ocultarle a la policía. El contenido del mensaje plantearía preguntas que tendría dificultades en responder, pero eso se veía superado por el valor de la hora de la llamada. Fui al dormitorio y busqué en los tejanos que había llevado el día anterior durante el partido. En uno de los bolsillos de atrás encontré el resguardo de la entrada y las tarjetas que Lankford y Sobel me habían dado al final de mi visita a la casa de Levin.
Cogí la tarjeta de visita de Sobel y me fijé en que sólo decía en ella «Detective Sobel». Sin nombre. Me pregunté por el motivo al hacer la llamada. Quizás era como yo y tenía dos tarjetas distintas en bolsillos alternos. Una con su nombre completo y la otra con un nombre más formal.
Respondió a la llamada de inmediato y traté de ver qué podía sacarle antes de darle yo mi información.
—¿Alguna novedad en la investigación? —pregunté.
—No mucho. No mucho que pueda compartir con usted. Estamos organizando las pruebas aquí. Tenemos algo de balística y…
—¿Ya han hecho la autopsia? —dije—. Qué rápido.
—No, la autopsia no la harán hasta mañana.
—Entonces ¿cómo tienen balística?
Sobel no respondió, pero lo adiviné.
—Han encontrado un casquillo. Lo mataron con una automática que escupe el casquillo.
—Es usted bueno, señor Haller. Sí, encontramos un casquillo.
—He trabajado en muchos juicios. Y llámeme Mickey. Es curioso, el asesino desvalijó el sitio, pero no recogió el casquillo.
—Quizá fue porque rodó por el suelo y cayó en un conducto de la ventilación. El asesino habría necesitado un destornillador y un montón de tiempo.
Asentí. Era un golpe de fortuna. No podía contar las veces que clientes míos habían sido condenados porque los polis habían tenido un golpe de fortuna. Y también un montón de clientes que salieron en libertad porque tuvieron ellos el golpe de suerte. Al final todo se equilibraba.
—Entonces, ¿su compañero tenía razón en que era una veintidós?
Sobel hizo una pausa antes de responder, decidiendo si iba a traspasar algún tipo de umbral al revelar información relativa al caso a mí, una parte implicada en el caso pero también el enemigo, nada menos que un abogado defensor.
—Tenía razón. Y gracias a las marcas en el cartucho, sabemos la pistola exacta que estamos buscando.
Sabía, por interrogar a expertos en balística y armas de fuego en juicios celebrados a lo largo de los años, que las marcas dejadas en los casquillos al disparar podían identificar el arma incluso sin tener el arma en la mano. Con una automática, las piezas de choque y eyección dejaban marcas singulares en el casquillo en la fracción de segundo en que el arma se disparaba. Analizar el conjunto de las huellas de rozadura podía conducir a una marca y modelo específico e identificar el arma.
—Resulta que el señor Levin poseía una veintidós —dijo Sobel—. Pero la encontramos en un armario de seguridad en la casa y no es una Woodsman. La única cosa que no hemos encontrado es su teléfono móvil. Sabemos que tenía uno, pero…
—Estaba llamándome desde el móvil justo antes de que lo mataran.
Hubo un momento de silencio.
—Ayer nos dijo que la última vez que le habló fue el viernes por la noche.
—Exacto. Pero por eso la he llamado. Raul me telefoneó ayer por la mañana a las once y siete minutos y me dejó un mensaje. No lo he escuchado hasta hoy porque después de dejarles ayer me fui a emborrachar. Luego me fui a dormir y no me he dado cuenta de que tenía un mensaje hasta ahora mismo. Llamó para informarme de uno de los casos en que estaba trabajando para mí un poco en segundo plano. Es una apelación de un cliente que está en prisión. Una cosa sin prisa. En cualquier caso, el contenido del mensaje no es importante, pero la llamada ayuda con el tiempo. Y escuche esto, cuando él está dejando el mensaje, se oye al perro que empieza a ladrar. Siempre lo hacía cuando alguien se acercaba a la puerta. Lo sé porque había estado allí antes y el perro siempre ladraba.
Otra vez ella me golpeó con un poco de silencio antes de responder.
—Hay una cosa que no entiendo, señor Haller.
—¿Qué?
—Ayer nos dijo que estuvo en casa hasta alrededor del mediodía, antes de irse al partido. Y ahora dice que el señor Levin le dejó un mensaje a las once y siete. ¿Por qué no contestó el teléfono?
—Porque estaba al teléfono cuando él llamó. Puede comprobar mis registros, verá que tengo una llamada de la directora de mi oficina, Lorna Taylor. Estaba hablando con ella cuando llamó Raul. No lo supe porque no tengo llamada en espera. Y por supuesto él pensó que ya había salido hacia el estadio, así que simplemente dejó el mensaje.
—Muy bien, lo entiendo. Probablemente le pediremos su permiso por escrito para acceder a esos registros.
—No hay problema.
—¿Dónde está usted ahora?
—En casa.
Le di la dirección y ella dijo que iba a venir con su compañero.
—Dense prisa. He de salir a un tribunal en aproximadamente una hora.
—Vamos ahora mismo.
Cerré el teléfono con intranquilidad. Había defendido a una docena de asesinos a lo largo de los años, y eso me había puesto en contacto con investigadores de homicidios. Pero nunca me habían cuestionado a mí acerca de un asesinato. Lankford y Sobel parecían sospechar de todas las respuestas que les daba. Me hizo preguntarme qué sabían ellos que yo no supiera.
Ordené las cosas en el escritorio y cerré mi maletín. No quería que vieran nada que yo no quisiera que vieran. Luego caminé por mi casa y comprobé todas las habitaciones. Mi última parada fue en el dormitorio. Hice la cama y volví a poner la caja del cedé de Wreckrium for Lil’Demon en el cajón de la mesilla de noche. Y entonces lo entendí. Me senté en la cama mientras recordaba algo que me había dicho Sobel. Se le había escapado algo y al principio se me había pasado por alto. Había dicho que habían encontrado la pistola del calibre 22 de Raul Levin pero que no era el arma homicida. Ella dijo que no era una Woodsman.
Inadvertidamente Sobel me había revelado la marca y el modelo del arma homicida. Sabía que la Woodsman era una pistola automática fabricada por Colt. Lo sabía porque yo poseía una Colt Woodsman Sport Model. Me la había dejado en herencia mi padre muchos años antes. Al morir. Una vez que fui lo bastante mayor para manejarla no la había sacado nunca de su caja de madera.
Me levanté de la cama y fui al vestidor. Avancé como si estuviera entre una niebla espesa. Mis pasos eran vacilantes. Estiré la mano a la pared y luego al marco de la puerta, como si necesitara apoyarme. La caja pulida estaba en el estante en el que se suponía que debía estar. Estiré ambos brazos para bajarla y salí al dormitorio.
Puse la caja en la cama y abrí el pestillo de latón. Levanté la tapa y retiré el trapo aceitado.
La pistola no estaba.