Después de cerrar el teléfono le dije al camarero que había cambiado de idea y que me tomaría otra pinta mientras esperaba a mi chófer.
Saqué la cartera y puse una tarjeta de crédito en la barra. Primero me cobró, después me sirvió la Guinness. Tardó tanto en llenar la jarra vaciando la espuma por el costado que apenas la había probado cuando llegó Maggie.
—Has venido muy deprisa —dije—. ¿Quieres tomar algo?
—No, es demasiado temprano. Vamos, te llevaré a casa.
—Vale.
Bajé del taburete, me acordé de recoger mi tarjeta de crédito y mi teléfono, y salí del bar con mi brazo en torno a sus hombros y sintiéndome fatal.
—¿Cuánto has bebido, Haller? —preguntó Maggie.
—Entre demasiado y un montón.
—No vomites en mi coche.
—Te lo prometo.
Llegamos al coche, uno de los modelos de Jaguar baratos. Era el primer vehículo que se había comprado sin que yo le sostuviera la mano y estuviera implicado en la elección. Había elegido el Jag porque tenía estilo, pero cualquiera que entendiera un poco de coches sabía que era un Ford disfrazado. No le estropeé la ilusión.
Lo que la hiciera feliz a ella, me hacía feliz a mí, salvo la vez que decidió que divorciarse de mí haría que su vida fuera más feliz. Eso no me gustó mucho.
Maggie me ayudó a subir y se puso en marcha.
—Tampoco te desmayes —dijo al salir del aparcamiento—. No conozco el camino.
—Coge Laurel Canyon hasta pasar la colina. Después sólo has de girar a la izquierda al llegar abajo.
Aunque supuestamente el tráfico iba en sentido contrario, tardamos cuarenta y cinco minutos en llegar a Fareholm Drive. Por el camino le hablé de Raul Levin y de lo que le había ocurrido. Ella no reaccionó como Lorna porque nunca había visto a Levin. Aunque yo lo conocía y lo usaba como investigador desde hacía años, no se había convertido en un amigo hasta después de mi divorcio. De hecho, fue Raul quien me había llevado a casa más de una noche desde el Four Green Fields cuando yo estaba tratando de superar el final de mi matrimonio.
El mando de mi garaje estaba en el Lincoln, en el bar, así que le pedí que simplemente aparcara delante del garaje. También me di cuenta de que mi llave de la calle estaba en el llavero que contenía la llave del Lincoln y que había sido confiscada por el camarero. Tuvimos que ir por el lateral de la casa hasta la terraza de atrás y coger la llave de sobra —la que me había dado Roulet— de debajo de un cenicero que había en la mesa de picnic. Entramos por la puerta trasera, que conducía directamente a mi oficina. Fue una suerte porque en mi estado de embriaguez prefería evitar subir por la escalera hasta la puerta principal. No sólo me habría agotado, sino que ella habría admirado la vista y eso le habría recordado las desigualdades entre la vida de un fiscal y la de un cabrón avaricioso.
—¡Qué dulce! —dijo ella—. Nuestro pequeño tesoro.
Seguí su mirada y vi que estaba mirando la foto de nuestra hija que tenía en el escritorio. Me entusiasmó la idea de haberme anotado inadvertidamente algún tipo de punto con ella.
—Sí —dije, buscando a tientas alguna forma de capitalizarlo.
—¿Por dónde está el dormitorio? —preguntó Maggie.
—Bueno, ¿no vas muy deprisa? A la derecha.
—Lo siento, Haller. No voy a quedarme mucho. Sólo tengo un par de horas extra con Stacey, y con este tráfico será mejor que salga pronto.
Maggie entró en el dormitorio y nos sentamos uno al lado del otro en la cama.
—Gracias por hacer esto —dije.
—Favor con favor se paga, supongo —dijo ella.
—Pensaba que me habías hecho un favor esa noche que te llevé a casa.
Ella me puso la mano en la mejilla y me volvió la cara hacia la suya. Me besó. Lo tomé como una confirmación de que efectivamente habíamos hecho el amor aquella noche. Me sentía vulnerable en extremo por no recordarlo.
—Guinness —dijo ella, saboreando sus labios al tiempo que se retiraba.
—Y algo de vodka.
—Buena combinación. Por la mañana te arrepentirás.
—Es tan temprano que me arrepentiré esta noche. Oye, ¿por qué no cenamos en Dan Tana’s?
—No, Mick. He de ir a casa con Hayley. Y tú has de ir a dormir.
Hice un ademán de rendición.
—Vale, vale.
—Llámame por la mañana. Quiero hablar contigo cuando estés sobrio.
—Vale.
—¿Quieres que te desnude y te meta debajo de las sábanas?
—No, estoy bien. Sólo…
Me recosté en la cama y me quité los zapatos de una patada. A continuación rodé hasta el borde y abrí un cajón de la mesilla de noche. Saqué un frasco de paracetamol y un cedé que me había dado un cliente llamado Demetrius Folks. Era un bala perdida de Norwalk conocido en la calle como Lil’Demon. Me había dicho una vez que una noche tuvo una visión de que estaba destinado a morir joven y de manera violenta. Me dio el cedé y me dijo que lo pusiera cuando estuviera muerto. Y lo hice. La profecía de Demetrius se hizo realidad. Lo mataron en un tiroteo desde un coche unos seis meses después de que me diera el disco. Con un rotulador permanente había escrito Wreckrium for Lil’Demon. Era una selección de baladas que había copiado de distintos cedes de Tupac.
Puse el compacto en el reproductor Bose de la mesilla de noche y enseguida el ritmo de God Bless the Dead empezó a sonar. La canción era un homenaje a sus compañeros caídos.
—¿Tú escuchas esto? —preguntó Maggie, entrecerrando los ojos de incredulidad.
Me encogí de hombros lo mejor que supe mientras me apoyaba en un codo.
—A veces. Me ayuda a comprender mejor a muchos de mis clientes.
—Ésta es la gente que debería estar en prisión.
—Quizás algunos de ellos. Pero muchos otros tienen algo que decir. Algunos son auténticos poetas, y este tipo era el mejor de todos.
—¿Era? ¿Quién es, al que le dispararon en la puerta del museo del automóvil en Wilshire?
—No, ése era Biggie Smalls. Éste es el difunto gran Tupac Shakur.
—No puedo creer que escuches esto.
—Ya te he dicho que me ayuda.
—Hazme un favor. No lo escuches delante de Hayley.
—No te preocupes por eso. No lo haré.
—He de irme.
—Quédate un poquito.
Ella me hizo caso, pero se sentó rígida en el borde de la cama. Sabía que estaba intentando entender las letras. Hace falta tener el oído educado para eso, y requiere cierto tiempo. La siguiente canción era Life Goes On, y yo observé que tensaba el cuello y los hombros al entender parte de la letra.
—¿Puedo irme, por favor? —preguntó.
—Maggie, sólo quédate unos minutos.
Estiré el brazo y bajé un poco el volumen.
—Eh, lo apagaré si me cantas como solías cantarme.
—Esta noche no, Haller.
—Nadie conoce a Maggie McFiera como yo.
Ella sonrió un poco y yo me quedé un momento en silencio mientras recordaba aquellos tiempos.
—Maggie, ¿por qué te quedas conmigo?
—Te he dicho que no puedo quedarme.
—No, no me refiero a esta noche. Estoy hablando de la forma en que estás presente, de cómo no me traicionas con Hayley y de cómo estás ahí cuando te necesito. Como esta noche. No conozco a mucha gente que tenga exesposas que todavía le quieran.
Ella pensó un momento antes de responder.
—No lo sé. Supongo que es porque veo a un buen hombre y a un buen padre ahí dentro esperando para aflorar algún día.
Asentí, y deseé que tuviera razón.
—Dime una cosa. ¿Qué harías si no pudieras ser fiscal?
—¿Hablas en serio?
—Sí, ¿qué harías?
—Nunca he pensado en eso realmente. Ahora mismo puedo hacer lo que siempre he querido hacer. Soy afortunada. ¿Por qué iba a querer cambiar?
Abrí el frasco de paracetamol y me tragué dos pastillas sin bebida. La siguiente canción era So Many Tears, otra balada dedicada a los caídos. Me pareció apropiada.
—Creo que sería maestra —dijo ella finalmente—. De primaria. De niñas pequeñas como Hayley.
Sonreí.
—Señorita McFiera, señorita McFiera, mi perro se ha comido mis deberes.
Ella me dio un golpe en el brazo.
—De hecho, es bonito —dije—. Serías una buena maestra… salvo cuando mandaras a los niños al despacho del director sin fianza.
—Qué gracioso. ¿Y tú?
Negué con la cabeza.
—Yo no sería un buen maestro.
—Me refiero a qué te gustaría ser si no fueras abogado.
—No lo sé. Pero tengo tres Town Car. Supongo que podría poner en marcha un servicio de limusinas, llevar a la gente al aeropuerto.
Ahora ella me sonrió a mí.
—Yo te contrataría.
—Bien. Ya tengo un cliente. Dame un dólar y lo pegaré en la pared.
Pero la charla no estaba funcionando. Me eché hacia atrás, puse las palmas de las manos sobre los ojos y traté de apartar los sucesos del día, de apartar la imagen de Raul Levin en el suelo de su casa, con los ojos mirando un cielo permanentemente negro.
—¿Sabes de qué he tenido miedo siempre? —pregunté.
—¿De qué?
—De que no reconocería la inocencia. De que estaría delante de mí y no la vería. No estoy hablando de ser culpable o no culpable. Me refiero a la inocencia. Simplemente inocencia.
Ella no dijo nada.
—Pero ¿sabes de qué debería haber tenido miedo?
—¿De qué, Haller?
—Del mal. Simplemente del mal.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a que la mayoría de la gente que defiendo no es mala, Mags. Son culpables, sí, pero no son malvados. ¿Sabes qué quiero decir? Hay diferencia. Los escuchas a ellos y escuchas estas canciones y sabes por qué toman las decisiones que toman. La gente sólo intenta pasar, sólo intenta vivir con lo que tiene, y para empezar algunos no tienen absolutamente nada. Pero el mal es otra cosa. Es diferente. Es como… No lo sé. Está ahí fuera y cuando se muestra… No lo sé. No puedo explicarlo.
—Estás borracho, por eso.
—Lo único que sé es que debería haber temido una cosa, pero temía justamente la contraria.
Ella se estiró y me frotó el hombro. La última canción era To Live & Die in L. A., y era mi favorita de la selección musical casera. Empecé a tararearla suavemente y luego canté el estribillo cuando la pista llegó a esa parte.
Vivir y morir en L. A
es el lugar donde hay que estar
has de estar allí para saberlo
todo el mundo lo verá
Enseguida paré de cantar y aparté las manos de la cara. Me quedé dormido con la ropa puesta. No oí salir de mi casa a la mujer a la que había amado más que a nada en el mundo. Ella me dijo después que la última cosa que murmuré antes de quedarme dormido fue «no puedo seguir haciendo esto».
Y no estaba hablando de cantar.