Fui al Four Green Fields y pedí una Guinness, pero enseguida pasé al vodka con hielo. No creía que tuviera ningún sentido retrasar las cosas. En la tele de encima del bar se veía el partido de los Dodgers, que estaba terminando. Los chicos de azul estaban recuperándose, y sólo perdían de dos con las bases llenas en la novena entrada. El camarero tenía los ojos enganchados en la pantalla, pero a mí ya no me preocupaban más los inicios de nuevas temporadas. No me importaban las remontadas en la novena entrada.
Después del segundo asalto de vodka, saqué el teléfono en la barra y empecé a hacer llamadas. Primero llamé a los otros cuatro abogados del partido. Todos nos habíamos marchado después de que yo recibiera la noticia. Ellos se habían ido a sus casas sabiendo que Levin había muerto, pero sin conocer ningún detalle.
A continuación llamé a Lorna y ella lloró al teléfono. Hablé con ella durante un rato y mi segunda exmujer formuló la pregunta que estaba esperando evitar.
—¿Es por tu caso? ¿Es por Roulet?
—No lo sé —mentí—. Les he hablado de eso a los polis, pero ellos parecían más interesados en el hecho de que fuera gay que en ninguna otra cosa.
—¿Era gay?
Sabía que funcionaría como forma de desviar la atención.
—No lo anunciaba.
—¿Y tú lo sabías y no me lo dijiste?
—No había nada que decir. Era su vida. Supongo que si hubiera querido decírselo a la gente lo habría hecho.
—¿Los detectives dicen que fue eso lo que ocurrió?
—¿Qué?
—Ya sabes, que el hecho de ser gay le costó que lo mataran.
—No lo sé. No paraban de preguntarme sobre eso. No sé qué pensaban. Lo mirarán todo y con suerte conducirá a algo.
Hubo silencio. Levanté la mirada a la tele justo cuando los Dodgers conseguían la carrera ganadora y el estadio prorrumpía en una explosión de algarabía y felicidad. El camarero vitoreó y subió el volumen con el control remoto. Aparté la mirada y me tapé con la mano la oreja libre.
—¿Te hace pensar, verdad? —dijo Lorna.
—¿En qué?
—En lo que hacemos. Mickey, cuando cojan al cabrón que hizo eso, podría llamarme a mí para contratarte.
Requerí la atención del camarero agitando el hielo en mi vaso vacío. Quería que me lo rellenara. Lo que no quería decirle a Lorna era que creía que ya estaba trabajando para el cabrón que había matado a Raul.
—Lorna, cálmate. Te estás…
—¡Podría pasar!
—Mira, Raul era mi colega y también era mi amigo. Pero no voy a cambiar lo que hago ni aquello en lo que creo porque…
—Quizá deberías. Quizá todos deberíamos. Es lo único que estoy diciendo.
Lorna rompió a llorar otra vez. El camarero me trajo mi nueva bebida y me tomé un tercio de un solo trago.
—Lorna, ¿quieres que vaya?
—No, no quiero nada. No sé lo que quiero. Esto es espantoso.
—¿Puedo decirte algo?
—¿Qué? Por supuesto que puedes.
—¿Recuerdas a Jesús Menéndez? ¿Mi cliente?
—Sí, pero qué tiene que…
—Era inocente. Y Raul estaba trabajando en eso. Estábamos trabajando en eso. Íbamos a sacarlo.
—¿Por qué me cuentas esto?
—Te lo cuento porque no podemos coger lo que le ha pasado a Raul y limitarnos a no hacer nada. Lo que hacemos es importante. Es necesario.
Las palabras me sonaron huecas al decirlas. Lorna no respondió. Probablemente la había confundido, porque me había confundido a mí mismo.
—¿Vale? —pregunté.
—Vale.
—Bien. He de hacer algunas llamadas más, Lorna.
—¿Me avisarás cuando averigües cuándo será el funeral?
—Lo haré.
Después de cerrar el teléfono decidí tomarme un descanso antes de hacer otra llamada. Pensé en la última pregunta de Lorna y me di cuenta de que probablemente sería yo quien tendría que organizar el funeral por el que ella había preguntado. A no ser que una anciana de Detroit que había repudiado a Raul Levin veinticinco años antes subiera a escena.
Empujé mi vaso hasta el borde de la barra.
—Ponme una Guinness y sírvete tú otra —le dije al camarero.
Decidí que era hora de frenar y una forma era beber Guinness, porque tardaban mucho en llenar la jarra. Cuando el camarero me la trajo por fin vi que había dibujado un arpa en la espuma con el grifo. Alcé la jarra antes de beber.
—Dios bendiga a los muertos —dije.
—Dios bendiga a los muertos —repitió el camarero.
Di un largo trago de la espesa cerveza y fue como tragar hormigón para que los ladrillos de mi interior no se derrumbaran. De repente sentí ganas de llorar. Pero entonces sonó mi teléfono. Lo cogí sin mirar la pantalla y dije hola. El alcohol había doblado mi voz en una forma irreconocible.
—¿Es Mick? —preguntó una voz.
—Sí, ¿quién es?
—Soy Louis. Acabo de enterarme de la noticia de Raul. Lo siento mucho, tío.
Aparté el teléfono de mi oreja como si fuera una serpiente a punto de morderme. Retiré el brazo, preparado para lanzar el móvil al espejo de detrás de la barra, donde vi mi propio reflejo. Me detuve.
—Sí, hijoputa, ¿cómo ha…?
—Disculpe —dijo Roulet—. ¿Está bebiendo?
—Tiene razón, estoy bebiendo —dije—. ¿Cómo coño sabe ya lo que le ha pasado a Mish?
—Si por Mish se refiere al señor Levin, acabo de recibir una llamada de la policía de Glendale. Una detective dijo que quería hablar conmigo de él.
La respuesta me sacó al menos dos vodkas del hígado. Me enderecé en el taburete.
—¿Sobel? ¿Le ha llamado ella?
—Sí, eso creo. Dijo que usted le había dado mi nombre y que serían unas preguntas de rutina. Va a venir aquí.
—¿Adónde?
—A la oficina.
Pensé en ello por un momento, pero no sentí que Sobel estuviera en peligro, ni siquiera si acudía sin Lankford. Roulet no intentaría nada con una agente de policía, y menos en su propia oficina. Mi mayor preocupación era que de algún modo Sobel y Lankford ya estaban encima de Roulet y me arrebatarían mi oportunidad de vengarme personalmente por Raul Levin y Jesús Menéndez. ¿Había dejado Roulet alguna huella? ¿Un vecino lo había visto en la casa de Levin?
—¿Es lo único que dijo?
—Sí. Dijo que iban a hablar con todos sus clientes recientes. Y yo era el más reciente.
—No hable con ellos.
—¿Está seguro?
—No si no está presente su abogado.
—¿No sospecharán si no hablo con ellos, si no les doy una coartada o algo?
—No importa. No hablarán con usted si no doy yo mi permiso. Y no se lo voy a dar.
Cerré mi mano libre en un puño. No podía soportar la idea de darle asesoramiento legal al hombre del que estaba seguro que había matado a mi amigo esa misma mañana.
—De acuerdo —dijo Roulet—. Los enviaré a paseo.
—¿Dónde ha estado esta mañana?
—¿Yo? Aquí en mi oficina. ¿Por qué?
—¿Alguien le vio?
—Bueno, Robin vino a las diez. Nadie antes de eso.
Recordé a la mujer con el pelo cortado como una guadaña. No sabía qué decirle a Roulet, porque no sabía cuál había sido la hora de la muerte. No quería mencionar nada acerca del brazalete de seguimiento que supuestamente llevaba en el tobillo.
—Llámeme después de que la detective Sobel se vaya. Y recuerde, no importa lo que ella o su compañero le digan, no hable con ellos. Pueden mentirle todo lo que quieran. Y todos lo hacen. Tome todo lo que le digan como una mentira. Sólo intentan engañarle para que hable con ellos. Si dicen que yo les he dicho que puede hablar, es mentira. Coja el teléfono y llámeme, yo les diré que se pierdan.
—Muy bien, Mick. Así lo haré. Gracias.
Roulet colgó. Yo cerré el teléfono y lo dejé en la barra como si fuera algo sucio y descartable.
—Sí, de nada —dije.
Me bebí de un trago una cuarta parte de mi pinta y levanté otra vez el teléfono. Usando la tecla de marcado rápido llamé al móvil de Fernando Valenzuela. Estaba en casa, pues acababa de volver del partido de los Dodgers. Eso significaba que había salido antes de hora para evitar el tráfico. Típico aficionado de Los Ángeles.
—¿Roulet todavía lleva tu brazalete de seguimiento?
—Sí, lo lleva.
—¿Cómo funciona? ¿Puedes rastrear dónde ha estado, o sólo dónde está ahora?
—Es posicionamiento global. Envía una señal. Puedes rastrearla hacia atrás para saber dónde ha estado alguien.
—¿Lo tienes ahí en tu oficina?
—Está en mi portátil, tío. ¿Qué pasa?
—Quiero saber dónde ha estado hoy.
—Bueno, deja que lo arranque. Espera.
Esperé, me terminé la Guinness y le pedí al camarero que empezara a servirme otra antes de que Valenzuela hubiera arrancado su portátil.
—¿Dónde estás, Mick?
—En el Four Green Fields.
—¿Pasa algo?
—Sí, pasa algo. ¿Lo tienes encendido o qué?
—Sí, lo estoy mirando ahora mismo. ¿Cuánto te quieres remontar?
—Empieza por esta mañana.
—Vale. Roulet, eh…, no ha hecho gran cosa hoy. Ha salido de su casa para ir a la oficina a las ocho. Parece que ha hecho un trayecto corto (un par de manzanas, probablemente para comer) y luego ha vuelto a su oficina. Sigue allí.
Pensé en eso unos momentos. El camarero me trajo la siguiente pinta.
—Val, ¿cómo te sacas ese trasto del tobillo?
—¿Si tú fueras él? No. No puedes. Se atornilla y la llave que usa es única. La tengo yo.
—¿Estás seguro?
—Estoy seguro. La tengo aquí mismo en mi llavero, tío.
—¿No hay copias, del fabricante, por ejemplo?
—Se supone que no. Además, no importa. Si la anilla se rompe, aunque lo abra, tengo una alarma en el sistema. También tiene lo que se llama un «detector de masa». Una vez que le pongo ese chisme alrededor del tobillo, tengo una alarma en el ordenador en el momento en que lee que no hay nada allí. Eso no ha ocurrido, Mick. Así que estamos hablando de que la única forma es una sierra. Cortas la pierna y dejas el brazalete en el tobillo. Es la única forma.
Me bebí la parte superior de mi nueva cerveza. Esta vez el camarero no se había molestado en hacer ningún dibujo.
—¿Y la batería? Y si se acaba la batería, ¿pierdes la señal?
—No, Mick. Eso también está previsto. Tiene un cargador y una batería en el brazalete. Cada pocos días ha de conectarlo unas horas para alimentarlo. Mientras está sentado en el despacho o echando la siesta. Si la batería baja del veinte por ciento tengo una alarma en mi ordenador y yo lo llamo y le digo que lo conecte. Si no lo hace, tengo otra en el quince por ciento, y luego en el diez por ciento empieza a pitar y no hay manera de que se lo quite o lo apague. Eso no le ayuda a fugarse. Y ese último diez por ciento todavía me proporciona cinco horas de seguimiento. Puedo encontrarlo en cinco horas, descuida.
—Vale, vale.
Estaba convencido por la ciencia.
—¿Qué está pasando?
Le hablé de Levin y le dije que la policía probablemente querría investigar a Roulet, y el brazalete del tobillo y el sistema de seguimiento seguramente serían la coartada de nuestro cliente. Valenzuela estaba aturdido por la noticia. No tenía tanta relación con Levin como yo, pero lo conocía desde hacía mucho tiempo.
—¿Qué crees que ha pasado, Mick? —me preguntó.
Sabía que estaba preguntando si pensaba que Roulet era el asesino o alguien que estaba detrás del crimen. Valenzuela no sabía todo lo que yo sabía ni lo que Levin había descubierto.
—No sé qué pensar —dije—. Pero deberías tener cuidado con este tío.
—Tú también ten cuidado.
—Lo tendré.
Cerré el teléfono, preguntándome si había algo que Valenzuela no supiera. Si Roulet había encontrado una forma de quitarse el brazalete del tobillo para burlar el sistema de seguimiento. Estaba convencido por la ciencia, pero no por el factor humano de ésta. Siempre hay errores humanos.
El camarero se acercó al lugar en el que yo estaba en la barra.
—Eh, socio, ¿ha perdido las llaves del coche? —dijo. Yo miré a mi alrededor para asegurarme de que estaba hablando conmigo y negué con la cabeza.
—No —dije.
—¿Está seguro? Alguien ha encontrado unas llaves en el aparcamiento. Mejor que lo compruebe.
Busqué en el bolsillo de mi traje, entonces saqué la mano y la extendí con la palma hacia fuera. Mi llavero estaba en mi mano.
—Ve, le di…
En un rápido y experto movimiento, el camarero me cogió las llaves y sonrió.
—Caer en esto debería ser un test de sobriedad —dijo—. Bueno, socio, no va a conducir… en un rato. Cuando quiera irse, le pediré un taxi.
Se retiró de la barra por si iba a presentar una objeción violenta. Pero simplemente asentí con la cabeza.
—Tú ganas —dije.
Arrojó mis llaves al mostrador de atrás, donde estaban alineadas las botellas. Miré mi reloj. Ni siquiera eran las cinco. La vergüenza me quemaba a través del acolchado de alcohol. Había tomado la salida fácil. La vía del cobarde, emborracharse a la vista de un terrible suceso.
—Puedes llevártela —dije, señalando mi jarra de Guinness.
Cogí el teléfono y pulsé una tecla de marcado rápido. Maggie McPherson contestó de inmediato. Los tribunales cerraban a las cuatro y media. Los fiscales normalmente estaban en su escritorio durante la última hora o dos horas antes de irse a casa.
—¿Aún no es hora de irse?
—¿Haller?
—Sí.
—¿Qué pasa? ¿Estás bebiendo? Tienes la voz cambiada.
—Creo que voy a necesitar que tú me lleves a casa esta vez.
—¿Dónde estás?
—En Four Green Fields. Llevo un rato aquí.
—Michael, ¿qué…?
—Raul Levin está muerto.
—Oh, Dios mío, ¿qué…?
—Asesinado. Así que esta vez ¿me llevas tú a casa? He tenido demasiado.
—Deja que llame a Stacey y le pida que se quede con Hayley, luego voy en camino. ¿No trates de irte, vale? No te vayas.
—No te preocupes, el camarero no me va a dejar.