El cadáver de Raul Levin estaba en la habitación de atrás de su casa, a unas pocas manzanas de Brand Boulevard. La habitación había sido probablemente diseñada como jardín de invierno o quizá como sala para ver la televisión, pero Raul la había convertido en su oficina privada. Igual que yo, no tenía necesidad de un espacio comercial. El suyo no era un trabajo con visitantes. Ni siquiera figuraba en las páginas amarillas. Trabajaba para abogados y conseguía los trabajos por el boca a boca. Los cinco abogados que iban a reunirse con él en el partido de béisbol eran testigos de su talento y su éxito.
Los policías de uniforme a los que habían ordenado que me esperaran me hicieron aguardar en la sala de estar hasta que los detectives pudieran salir de la parte de atrás y hablar conmigo. Un agente de uniforme se quedó de pie en el pasillo, por si acaso yo decidía salir corriendo hacia la parte de atrás o la puerta de la calle. Estaba situado para responder a cualquiera de las dos situaciones. Yo me quedé allí sentado, esperando y pensando en mi amigo.
En el trayecto desde el estadio había llegado a la conclusión de que sabía quién había matado a Raul Levin. No hacía falta que me llevaran a la habitación de atrás ni que viera u oyera las pruebas para saber quién era el asesino. En mi fuero interno sabía que Raul se había acercado demasiado a Louis Roulet. Y era yo quien lo había enviado. La única cuestión que me quedaba por resolver era qué iba a hacer yo al respecto.
Al cabo de veinte minutos salieron dos detectives de la parte de atrás de la casa y se dirigieron a la sala de estar. Yo me levanté y hablamos de pie. El hombre se identificó como Lankford, el detective que me había llamado. Era el mayor y el más veterano. Su compañera se llamaba Sobel y no tenía aspecto de llevar mucho tiempo investigando homicidios.
No nos estrechamos las manos, porque ellos llevaban guantes de látex. También llevaban botines de papel encima de los zapatos. Lankford estaba mascando chicle.
—Muy bien, esto es lo que tenemos —dijo con brusquedad—. Levin estaba en su oficina, sentado en la silla de su escritorio. La silla estaba girada de manera que la víctima estaba de cara al intruso. Le dispararon una vez en el pecho. Algo pequeño, creo que una veintidós, pero esperaremos las pruebas forenses.
Lankford se golpeó en el centro del pecho. Oí el ruido duro de un chaleco antibalas debajo de la camisa.
—La cuestión —continuó el detective— es que después del disparo trató de levantarse o simplemente cayó. Expiró boca abajo en el suelo. El intruso registró la oficina y ahora mismo estamos perdidos para determinar qué estaba buscando o qué podría haberse llevado.
—¿Quién lo encontró? —pregunté.
—Una vecina que vio a su perro suelto. El intruso debió de soltar al perro antes o después de matarlo. La vecina lo encontró vagando, lo reconoció y lo trajo aquí. Vio que la puerta de la casa estaba abierta, entró y encontró el cadáver. No parecía un gran perro guardián si quiere que le diga. Es uno de esos perros de peluche.
—Un shih tzu —dije.
Había visto el perro antes y había oído hablar de él a Levin, pero no podía recordar su nombre. Algo así como Rex o Bronco, un nombre engañoso teniendo en cuenta el pequeño tamaño del animal.
Sobel consultó sus notas antes de continuar el interrogatorio.
—No hemos encontrado nada que pueda llevarnos al familiar más próximo —dijo ella—. ¿Sabe si tenía familia?
—Creo que su madre vive en el este. Él nació en Detroit. Quizás ella viva allí. Creo que no tenían mucha relación.
La detective asintió.
—Hemos encontrado la agenda de la víctima. Su nombre figura en casi todos los días en el último mes. ¿Estaba trabajando en un caso específico para usted?
Asentí con la cabeza.
—Un par de casos diferentes. Sobre todo uno.
—¿Le importaría hablarnos de él?
—Tengo un caso que irá a juicio. El mes que viene. Es un intento de violación y de homicidio. Estaba investigando las pruebas y ayudándome a prepararme.
—Se refiere a que estaba ayudándole a echar tierra sobre la investigación, ¿eh? —dijo Lankford.
Me di cuenta de que la cortesía de Lankford al teléfono había sido simplemente un gancho para que fuera a la casa. Ahora sería diferente. Incluso parecía estar mascando el chicle con más agresividad que cuando había entrado en la sala.
—Como quiera llamarlo, detective. Todo el mundo tiene derecho a una defensa.
—Sí, claro, y todos son inocentes, sólo es culpa de sus madres por sacarles la teta demasiado pronto —dijo Lankford—. Como quiera. Este tipo, Levin, fue policía, ¿no?
—Sí, trabajó en la policía de Los Ángeles. Era detective en la brigada de crímenes contra personas, pero se retiró hace doce años. Creo que fue hace doce años. Tendrá que comprobarlo.
—Supongo que no podía sacar tajada trabajando para los buenos, ¿eh?
—Supongo que depende de cómo lo mire.
—¿Podemos volver a su caso? —preguntó Sobel—. ¿Cuál es el nombre del acusado?
—Louis Ross Roulet. El juicio es en el Superior de Van Nuys ante la jueza Fullbright.
—¿Está detenido?
—No, está en libertad bajo fianza.
—¿Alguna animosidad entre él y el señor Levin?
—No que yo sepa.
Había decidido que iba a enfrentarme a Roulet de la forma en que sabía hacerlo. Iba a ceñirme al plan que había urdido, con la ayuda de Raul Levin: soltar una carga de profundidad en el juicio y asegurarme de alejarme. Sentía que se lo debía a mi amigo Mish. Él lo habría querido de esta forma. No iba a delegar. Iba a ocuparme personalmente.
—¿Podría haber sido una cuestión gay? —preguntó Lankford.
—¿Qué? ¿Por qué dice eso?
—Un perro repipi y luego en toda la casa sólo tiene fotos de tíos y el perro. En todas partes. En las paredes, junto a la cama, encima del piano.
—Mírelo de cerca, detective. Probablemente sólo hay un tipo. Su compañero murió hace unos años. No creo que haya estado con nadie desde entonces.
—Apuesto a que murió de sida.
No se lo confirmé. Me limité a esperar. Por un lado, estaba enfadado con los modales de Lankford. Por otro lado, supuse que su método de investigación de tierra quemada le impediría vincular a Roulet con el caso. A mí me parecía bien. Sólo necesitaba demorarlo cinco o seis semanas y luego ya no me importaría que lo resolviera o no. Para entonces ya habría terminado mi propia actuación.
—¿Este tipo frecuentaba los antros gais? —preguntó Lankford.
Me encogí de hombros.
—No tengo ni idea. Pero si fue un asesinato relacionado con el hecho de que fuera gay, ¿por qué su oficina estaba patas arriba y no el resto de la casa?
Lankford asintió. Pareció momentáneamente pillado a contrapié por la lógica de mi pregunta. Pero entonces me golpeó con un puñetazo por sorpresa.
—Entonces, ¿dónde ha estado esta mañana, abogado?
—¿Qué?
—Es sólo rutina. La escena indica que la víctima conocía a su asesino. Dejó que entrara hasta la habitación del fondo. Como he dicho antes, probablemente estaba sentado en la silla del escritorio cuando le dispararon. Me da la sensación de que se sentía muy a gusto con su asesino. Vamos a tener que descartar a todos sus conocidos, profesionales y sociales.
—¿Está diciendo que soy sospechoso?
—No, sólo estoy tratando de aclarar cosas y centrar el foco de la investigación.
—He estado toda la mañana en casa. Me estaba preparando para reunirme con Raul en el Dodger Stadium. Salí hacia el estadio alrededor de las doce y allí estaba cuando me llamó.
—¿Y antes de eso?
—Como he dicho, estaba en casa. Estuve solo. Pero recibí una llamada a eso de las once que me sitúa en mi casa, y estoy al menos a media hora de aquí. Si lo mataron después de las once, entonces tengo coartada.
Lankford no mordió el anzuelo. No me dijo la hora de la muerte. Quizá se desconocía por el momento.
—¿Cuándo fue la última vez que habló con él? —preguntó en cambio.
—Anoche, por teléfono.
—¿Quién llamó a quién y por qué?
—Me llamó y me dijo que si podía llegar pronto al partido. Yo le dije que sí podía.
—¿Por qué?
—Le gusta… Le gustaba ver la práctica de bateo. Dijo que podríamos charlar un poco del caso Roulet. Nada específico, pero no me había puesto al día en aproximadamente una semana.
—Gracias por su cooperación —dijo Lankford, con voz cargada de sarcasmo.
—¿Se da cuenta de que acabo de hacer lo que le digo a todos mis clientes y a todo aquel que me escuche que no haga? He hablado con usted sin un abogado presente, le he dado mi coartada. Debo de estar trastornado.
—He dicho gracias.
Sobel tomó la palabra.
—¿Hay algo más que pueda contarnos, señor Haller? Acerca de Levin o de su trabajo.
—Sí, hay otra cosa. Algo que deberían verificar. Pero quiero que lo mantengan confidencial.
Miré más allá de ellos al agente de uniforme que todavía estaba en el pasillo. Sobel siguió mi mirada y comprendió que quería intimidad.
—Agente, puede esperar fuera, por favor.
El agente se fue, con gesto enfadado, probablemente porque lo había echado una mujer.
—De acuerdo —dijo Lankford—. ¿Qué tiene?
—He de mirar las fechas exactas, pero hace unas semanas, en marzo, Raul trabajó para mí en otro caso que implicaba a uno de mis clientes que delató a un traficante de drogas. Él hizo algunas llamadas y ayudó a identificar al tipo. Oí después que el tipo era colombiano y que estaba muy bien conectado. Podrían haber sido sus amigos quienes…
Dejé que ellos completaran los huecos.
—No lo sé —dijo Lankford—. Esto ha sido muy limpio. No parece un asunto de venganza. No le han cortado el cuello ni le han arrancado la lengua. Un disparo, y además desvalijaron la oficina. ¿Qué podría estar buscando la gente del camello?
Negué con la cabeza.
—Quizás el nombre de mi cliente. El trato que hice lo mantuvo fuera de circulación.
Lankford asintió pensativamente.
—¿Cuál es el nombre del cliente?
—No puedo decírselo todavía. Es un privilegio abogado-cliente.
—Vale, ya empezamos con las chorradas. ¿Cómo vamos a investigar esto si ni siquiera sabemos el nombre de su cliente? ¿No le importa que su amigo esté ahí en el suelo con un trozo de plomo en el corazón?
—Sí, me importa. Obviamente soy aquí el único a quien le importa. Pero también estoy atado por las normas de la ética legal.
—Su cliente podría estar en peligro.
—Mi cliente está a salvo. Mi cliente está en prisión.
—Es una mujer ¿no? —dijo Sobel—. No deja de decir cliente en lugar de él o ella.
—No voy a hablar con ustedes de mi cliente. Si quieren saber el nombre del traficante es Héctor Arrande Moya. Está bajo custodia federal. Creo que la acusación original surgió de un caso de la DEA en San Diego. Es todo lo que puedo decirles.
Sobel lo anotó todo. Pensaba que les había dado suficiente para que miraran más allá de Roulet o el ángulo gay.
—Señor Haller, ¿ha estado antes en la oficina del señor Levin? —preguntó Sobel.
—Algunas veces. Aunque no en los últimos dos meses, al menos.
—¿Le importaría acompañarnos de todos modos? Quizás encuentre algo fuera de lugar o se fije en que falta alguna cosa.
—¿Él sigue ahí?
—¿La víctima? Sí, todavía está como lo encontraron.
Asentí con la cabeza. No estaba seguro de querer ver el cadáver de Levin en el centro de una escena de crimen. Sin embargo, decidí de repente que tenía que verlo y que no debía olvidar esa imagen. La necesitaría para alimentar mi resolución y mi plan.
—Muy bien, iré.
—Entonces póngase esto y no toque nada mientras esté allí —dijo Lankford—. Todavía estamos procesando la escena.
Sacó del bolsillo un par de botines de papel doblados. Me senté en el sofá de Raul y me los puse. Después los seguí por el pasillo a la escena del crimen.
El cuerpo de Levin estaba in situ, como lo habían encontrado. Se hallaba boca abajo en el suelo, con la cara ligeramente levantada hacia su derecha y la boca y los ojos abiertos. Su cuerpo estaba en una postura extraña, con una cadera más alta que la otra y los brazos y las manos debajo del torso. Parecía claro que había caído de la silla de escritorio que había tras él.
Inmediatamente lamenté mi decisión de entrar en la sala. Comprendí que la expresión final del rostro de Raul se sobrepondría a todos los demás recuerdos visuales que tenía de él. Me vería obligado a tratar de olvidarle, para que no se me aparecieran otra vez esos ojos.
Me ocurría lo mismo con mi padre. Mi único recuerdo visual de él era el de un hombre en una cama. Pesaba cuarenta y cinco kilos a lo sumo y el cáncer lo había devorado desde dentro. El resto de recuerdos visuales que tenía de él eran falsos. Procedían de fotos que aparecían en libros que había leído.
Había varias personas trabajando en la sala: investigadores de la escena del crimen y personal de la oficina del forense. Mi rostro debió de mostrar el horror que estaba sintiendo.
—¿Sabe por qué no podemos cubrirlo? —me preguntó Lankford—. Por gente como usted. Por O. J. Es lo que llaman transferencia de pruebas. Algo sobre lo que ustedes los abogados saltarían como lobos. Ya no hay sábanas encima de nadie. Hasta que lo saquemos de aquí.
No dije nada, me limité a hacer un gesto de asentimiento. Tenía razón.
—¿Puede acercarse al escritorio y decirnos si ve algo inusual? —preguntó Sobel, que al parecer se había compadecido de mí.
Estuve agradecido de hacerlo porque eso me permitió dar la espalda al cadáver. Me acerqué al escritorio, que era un conjunto de tres mesas de trabajo que formaban una curva en la esquina de la habitación. Eran muebles que reconocí como procedentes de una tienda IKEA cercana de Burbank. No era elaborado. Sólo simple y útil. La mesa de centro situada en la esquina tenía un ordenador encima y una bandeja extraíble para el teclado. Las mesas de los lados parecían espacios gemelos de trabajo y posiblemente Levin las usaba para evitar que se mezclaran investigaciones separadas.
Mis ojos se entretuvieron en el ordenador mientras me preguntaba qué habría escrito Levin en archivos electrónicos sobre Roulet. Sobel reparó en mi mirada.
—No tenemos a un experto informático —dijo—. Es un departamento demasiado pequeño. Viene en camino un tipo de la oficina del sheriff, pero se han llevado el disco duro.
Ella señaló con su boli debajo de la mesa, donde la unidad de PC seguía de pie pero con un lateral de su carcasa de plástico retirada hacia atrás.
—Probablemente ahí no habrá nada para nosotros —dijo—. ¿Y en las mesas?
Mis ojos se movieron primero al escritorio que estaba a la izquierda del ordenador. Los papeles y archivos estaban esparcidos por encima de manera azarosa. Miré algunas de las etíquetas y reconocí los nombres.
—Algunos de éstos son clientes míos, pero son casos cerrados.
—Probablemente estaban en los archivadores del armario —dijo Sobel—. El asesino puede haberlos vaciado aquí para confundirnos. Para ocultar lo que verdaderamente estaba buscando o se llevó. ¿Y aquí?
Nos acercamos a la mesa que estaba a la derecha del ordenador. Ésta no estaba tan desordenada. Había un cartapacio calendario en el que quedaba claro que Levin mantenía un recuento de las horas y de para qué abogado estaba trabajando en ese momento. Lo examiné y vi mi nombre numerosas veces en las últimas cinco semanas. Tal y como me habían dicho los dos detectives, Levin había estado trabajando para mí prácticamente a tiempo completo.
—No lo sé —dije—. No sé qué buscar. No veo nada que pueda ayudar.
—Bueno, la mayoría de los abogados no son muy útiles —dijo Lankford desde detrás de mí.
No me molesté en volverme para defenderme. Él estaba al lado del cuerpo y no quería ver lo que estaba haciendo. Me estiré para girar el Rolodex que había en la mesa sólo para poder mirar los nombres de las tarjetas.
—No toque eso —dijo Sobel al instante.
Yo retiré la mano de golpe.
—Lo siento. Sólo iba a mirar los nombres. No…
No terminé. Estaba en terreno resbaladizo. Sólo quería irme y beber algo. Sentía que el perrito caliente del Dodger Stadium que tan bien me había sentado estaba a punto de subirme a la garganta.
—Eh, mira esto —dijo Lankford.
Me volví junto con Sobel y vi que el forense estaba lentamente dando la vuelta al cuerpo de Levin. La sangre había teñido la parte delantera de la camisa de los Dodgers que llevaba. Pero Lankford estaba señalando las manos del cadáver, que antes habían estado cubiertas por el cuerpo. Los dedos anular y corazón de su mano izquierda estaban doblados hacia la palma mientras que el meñique y el índice estaban completamente extendidos.
—¿Este tipo era fan de los Longhorns de Tejas o qué? —preguntó Lankford.
Nadie rió.
—¿Qué opina? —me dijo Sobel.
Miré el último gesto de mi amigo y negué con la cabeza.
—Ah, ya lo pillo —dijo Lankford—. Es una señal. Un código. Nos está diciendo que lo ha hecho el diablo.
Pensé en Raul llamando diablo a Roulet o diciendo que tenía pruebas de que era la encarnación del mal. Y supe lo que significaba el último mensaje de mi amigo. Al morir en el suelo de su oficina, trató de decírmelo. Trató de advertirme.