Martes, 12 de abril
El día empezó mejor de lo que un abogado defensor podía soñar. No tenía que ir a ningún tribunal ni reunirme con ningún cliente. Dormí hasta tarde, pasé la mañana leyendo el periódico de punta a cabo y tenía una entrada para el partido inaugural de la temporada de béisbol de los Dodgers de Los Ángeles. Era un partido diurno y entre los abogados defensores era una tradición acudir. Mi entrada me la había regalado Raul Levin, que iba a llevar a cinco de los abogados defensores para los que trabajaba al partido como forma de agradecimiento por su relación laboral. Estaba seguro de que los demás se quejarían y refunfuñarían antes del encuentro por la forma en que yo estaba monopolizando a Levin mientras me preparaba para el juicio de Roulet. Pero no iba a permitir que eso me molestara.
Estábamos en el periodo de aparente calma antes del juicio, cuando la máquina se mueve con un impulso constante y tranquilo. El proceso de Louis Roulet debía comenzar al cabo de un mes. A medida que se acercaba, yo iba aceptando cada vez menos clientes. Necesitaba tiempo para preparar la estrategia. Aunque faltaban semanas para el juicio, éste se ganaría o se perdería en función de la información recopilada ahora. Necesitaba mantener la agenda limpia por ese motivo. Sólo aceptaba casos de clientes anteriores, y sólo si tenían el dinero listo y pagaban por adelantado.
Un juicio era un tirachinas. La clave era la preparación. En la fase anterior a la vista de la causa es cuando se carga el tirachinas con la piedra adecuada y lentamente se va estirando la goma hasta el límite. Finalmente, en el tribunal, se suelta la goma y el proyectil sale disparado de modo certero hacia el objetivo. El objetivo es el veredicto. Inocente. Sólo alcanzas ese objetivo si has elegido adecuadamente la piedra y has estirado cuidadosamente del tirachinas, tensando la goma lo más posible.
Levin era el que más estaba estirando. Había seguido hurgando en las vidas de los implicados, tanto del caso Menéndez como del caso Roulet. Habíamos tramado una estrategia y un plan que estábamos llamando del «doble tirachinas», porque tenía dos objetivos. No tenía duda de que cuando el juicio empezara en mayo habríamos estirado la goma al límite y estaríamos listos para soltarla.
La fiscalía también había cumplido con su parte para ayudarnos a cargar el tirachinas. En las semanas transcurridas desde la lectura oficial de cargos, el archivo de hallazgos del caso Roulet se había engrosado con la inclusión de los informes científicos. Asimismo, se habían desarrollado más investigaciones policiales y habían ocurrido nuevos sucesos.
Entre los nuevos sucesos dignos de mención estaba la identificación del señor X, el hombre zurdo que había estado con Reggie Campo en Morgan’s la noche de la agresión. Los detectives del Departamento de Policía de Los Ángeles, usando el vídeo del que yo había alertado a la fiscalía, lograron identificarlo tras mostrar un fotograma del vídeo a prostitutas conocidas cuando éstas eran detenidas por la brigada de antivicio. El señor X fue identificado como Charles Talbot. Era conocido por muchas de las proveedoras de sexo como un habitual. Algunas decían que era propietario, o bien trabajaba, en una tienda de Reseda Boulevard abierta las veinticuatro horas.
Los informes de la investigación que me enviaron a través de las solicitudes de hallazgos revelaron que los detectives interrogaron a Talbot y descubrieron que en la noche del 6 de marzo salió del apartamento de Reggie Campo poco antes de las diez y se dirigió a la previamente mencionada tienda abierta las veinticuatro horas. Talbot era el dueño del establecimiento. Fue a la tienda para supervisar la situación y abrir un armario donde guardaba los cigarrillos y del cual sólo él poseía la llave. Las cámaras de la cinta de vigilancia de la tienda confirmaron que estuvo allí entre las 22.09 y las 22.51, reponiendo cajetillas de cigarrillos debajo del mostrador. El informe de la investigación descartaba que Talbot hubiera participado en los acontecimientos que ocurrieron después de abandonar el apartamento de Campo. Sólo era uno de sus clientes.
En ninguna parte de los hallazgos de la fiscalía se mencionaba a Dwayne Jeffery Corliss, el soplón carcelario que había contactado con la acusación dispuesto a contar un cuento acerca de Louis Roulet. Minton o bien había decidido no usarlo como testigo o lo estaba manteniendo en secreto para un caso de emergencia. Me inclinaba a pensar en esta última opción. Minton lo había aislado en el programa cerrado. No se habría tomado la molestia a no ser que quisiera mantener a Corliss fuera de escena, pero preparado. Por mí no había problema. Lo que Minton no sabía era que Corliss era la piedra que yo iba a poner en mi tirachinas.
Y mientras que los hallazgos de la fiscalía contenían escasa información sobre la víctima del crimen, Raul Levin estaba investigando concienzudamente a Reggie Campo. Había localizado un sitio web llamado PinkMink.com, en el cual anunciaba sus servicios. Lo que era más importante del descubrimiento no era necesariamente que establecía todavía más su implicación en la prostitución, sino el anuncio en el que declaraba que tenía «una mentalidad muy abierta y le gustaba el lado salvaje» y que estaba «disponible para juegos sadomaso: “azótame tú o te azotaré yo”». Era buena munición. Era la clase de material que podía ayudar a colorear una víctima o un testigo ante los ojos de un jurado. Y ella era ambas cosas.
Levin también estaba hurgando más a fondo en la vida de Louis Roulet y había descubierto que había sido un mal estudiante, que había asistido al menos a cinco escuelas privadas diferentes de Beverly Hills y los alrededores en su juventud. Era cierto que había asistido a la UCLA y que se había graduado en literatura inglesa, pero Levin localizó a compañeros de clase que habían declarado que Roulet había comprado trabajos completos a otros estudiantes, respuestas de exámenes e incluso una tesis de noventa páginas sobre la vida y obra de John Fante.
Un perfil mucho más oscuro emergió del Roulet adulto. Levin encontró a numerosas amistades femeninas del acusado que dijeron que Roulet las había maltratado física o mentalmente, o ambas cosas. Dos mujeres que habían conocido a Roulet cuando eran estudiantes de la UCLA contaron a Levin que sospechaban que Roulet había echado droga en sus bebidas y que luego se había aprovechado sexualmente de ellas. Ninguna denunció sus sospechas a las autoridades, pero una mujer se sometió a un análisis de sangre después de la fiesta. Dijo que se encontraron rastros de hidroclorato de ketamina, un sedante de uso veterinario. Por fortuna para la defensa, ninguna de las mujeres había sido localizada hasta el momento por investigadores de la fiscalía.
Levin echó un vistazo a los llamados casos del Violador Inmobiliario de cinco años antes. Cuatro mujeres —todas ellas agentes inmobiliarias— denunciaron haber sido reducidas y violadas por un hombre que las estaba esperando cuando éstas entraron en casas que habían sido dejadas vacías por sus propietarios para que fueran mostradas. Las agresiones no se habían resuelto, pero se detuvieron once meses después de que se denunciara la primera. Levin habló con el experto del Departamento de Policía de Los Ángeles que había investigado los casos. Dijo que su instinto siempre había sido que el violador no era un outsider. El asaltante parecía saber cómo entrar en las casas y cómo atraer a las vendedoras femeninas para que fueran solas. El detective estaba convencido de que el violador formaba parte de la comunidad inmobiliaria, pero al no hacerse nunca ninguna detención, nunca pudo probar su teoría.
En esta rama de la investigación, Levin halló poco que confirmara que Mary Alice Windsor había sido una de las víctimas no declaradas del violador. Ella nos había concedido una entrevista y había accedido a testificar sobre su tragedia secreta, pero sólo si su testimonio se necesitaba de manera vital. La fecha del incidente que ella proporcionó encajaba entre las fechas de las agresiones documentadas atribuidas al Violador Inmobiliario, y Windsor facilitó un libro de citas y otra documentación que mostraba que ella era verdaderamente el agente inmobiliario registrado en relación con la venta de la casa de Bel-Air donde dijo haber sido atacada. Pero en última instancia sólo contábamos con su palabra. No había registros médicos u hospitalarios que indicaran tratamiento por agresión sexual. Ni denuncia ante la policía.
Aun así, cuando Mary Windsor recontó su historia, ésta coincidía con el relato de Roulet en casi todos los detalles. A posteriori, nos había resultado extraño tanto a Levin como a mí que Louis hubiera sabido tanto de la agresión a su madre. Si ésta había decidido mantenerlo en secreto y no denunciarlo, entonces ¿por qué había compartido con su hijo tantos detalles de su desgarradora experiencia? La cuestión llevó a Levin a postular una teoría que era tan repulsiva como intrigante.
—Creo que conoce todos los detalles porque estuvo allí —dijo Levin, después de la entrevista y cuando estuvimos solos.
—¿Quieres decir que lo observó sin hacer nada para impedirlo?
—No, quiero decir que él era el hombre con el pasamontañas y las gafas.
Me quedé en silencio, pensando que en un nivel subliminal podía haber estado pensando lo mismo, pero la idea era demasiado repulsiva para aflorar a la superficie.
—Oh, tío… —dije.
Levin, pensando que estaba en desacuerdo, insistió en su hipótesis.
—Es una mujer muy fuerte —dijo—. Ella construyó la empresa de la nada y el negocio inmobiliario en esta ciudad es feroz. Es una mujer dura, y no la veo sin denunciar esto, sin querer que detengan al tipo que le hizo algo así. Yo veo a la gente de dos maneras. O bien son gente de ojo por ojo o bien ponen la otra mejilla. Ella es sin duda una persona de ojo por ojo, y no entiendo que lo mantuviera en silencio a no ser que estuviera protegiendo a ese tipo. A no ser que ese tipo fuera nuestro tipo. Te lo estoy diciendo, tío, Roulet es la encarnación del mal. No sé de dónde le viene, pero cuanto más lo miro, más veo al diablo.
Todo este trasfondo era completamente confidencial. Obviamente no era el tipo de trasfondo que podía sacarse a relucir como medio de defensa. Tenía que quedar oculto de los hallazgos, así que poco de lo que Levin o yo descubríamos era puesto por escrito. No obstante, todavía era información que tenía que conocer al tomar mis decisiones y preparar el juicio y mi maniobra oculta.
A las once y cinco, el teléfono de casa empezó a sonar mientras estaba de pie delante de un espejo y probándome una gorra de los Dodgers. Comprobé el identificador antes de responder y vi que era Lorna Taylor.
—¿Por qué tienes el móvil apagado? —preguntó.
—Porque estoy off. Te he dicho que no quiero llamadas hoy. Voy al partido con Mish y tendría que ir saliendo porque he quedado antes con él.
—¿Quién es Mish?
—Me refiero a Raul. ¿Por qué me molestas? —dije afablemente.
—Porque creo que querrás que te moleste con esto. Ha llegado el correo temprano hoy y tiene una noticia del Segundo.
El Tribunal de Apelación del Distrito Segundo revisaba todos los casos emanados del condado de Los Ángeles. Era la primera instancia de apelación en el camino hacia el Tribunal Supremo. Pero no creía que Lorna me llamara para contarme que había perdido un recurso.
—¿Qué caso?
En cualquier momento, normalmente tengo cuatro o cinco casos en apelación en el Segundo.
—Uno de tus Road Saints. Harold Casey. ¡Has ganado!
Estaba asombrado. No por ganar, sino por las fechas. Había tratado de actuar con rapidez en la apelación. Había redactado el recurso antes de que se dictara el veredicto y había pagado extra para recibir las transcripciones diarias del proceso. Presenté la apelación al día siguiente del veredicto y pedí una revisión acelerada. Aun así, no esperaba tener noticias sobre Casey en otros dos meses.
Pedí a Lorna que leyera el veredicto y la sonrisa se ensanchó en mi rostro. La sentencia era literalmente un refrito de mi recurso. El tribunal de tres jueces coincidía conmigo en mi opinión de que el vuelo bajo del helicóptero de vigilancia del sheriff por encima del rancho de Casey constituía una invasión de su derecho a la intimidad. El tribunal anulaba la sentencia de Casey, argumentando que el registro que condujo al hallazgo del cultivo hidropónico de marihuana fue ilegal.
La fiscalía tendría que decidir si volvía a juzgar a Casey y, de manera realista, un nuevo juicio estaba descartado. La fiscalía no contaría con ninguna prueba una vez que el jurado de apelación decretara que todo lo recopilado durante el registro del rancho era inadmisible. La sentencia del Segundo era una clara victoria para la defensa, y eso no pasa a menudo.
—Caray, ¡menudo día para el desamparado!
—¿Dónde está, por cierto? —preguntó Lorna.
—Puede que aún esté en el condado, pero lo iban a trasladar a Corcoran. Escucha, quiero que hagas diez copias de la sentencia y se las mandes a Casey a Corcoran. Has de tener la dirección.
—Bueno, ¿no lo van a soltar?
—Todavía no. Violó la condicional después de su detención y la apelación no afecta a eso. No saldrá hasta que vaya al tribunal de la condicional y argumente que es fruto del árbol envenenado, o sea que violó la condicional a causa de un registro ilegal. Probablemente pasarán seis semanas antes de que todo eso se arregle.
—¿Seis semanas? Es increíble.
—No cometas el crimen si no vas a cumplir la condena.
Se lo canté como hacía Sammy Davis en ese viejo programa de televisión.
—Por favor, no me cantes, Mick.
—Perdón.
—¿Por qué le enviamos diez copias? ¿No basta con una?
—Porque se guardará una para él y repartirá las otras nueve en prisión, y tu teléfono empezará a sonar. Un abogado que puede ganar en apelación vale su peso en oro en prisión. Te llamarán y tendrás que elegirlos y encontrar a los que tienen familia y pueden pagar.
—Te las sabes todas, ¿eh?
—Lo intento. ¿Ocurrirá algo más?
—Sólo lo habitual. Las llamadas que dices que no quieres oír. ¿Conseguiste ver a Glory Days ayer en el condado?
—Es Gloria Dayton y, sí, la vi. Parece que ha pasado el bache. Aún le queda más de un mes allí.
La verdad era que Gloria Dayton tenía mejor aspecto que simplemente haber pasado el bache. No la había visto tan aguda y con ese brillo en los ojos en años. Yo había ido al centro médico County-USC para hablar con ella por un motivo, pero verla en la recta final de la recuperación era un bonito plus.
Como esperaba, Lorna hizo de ave de mal agüero.
—¿Y cuánto durará esta vez antes de que vuelva a llamar y diga: «Estoy detenida, necesito a Mickey»?
Ella recitó esta última parte con una imitación de la voz nasal y gimoteante de Gloria Dayton. Lo hacía bien, pero me molestó de todos modos. Entonces lo remató con una versión de la cancioncita del clásico de Disney.
—Mickey Mouth, Mickey Mouth, el abogado que todos…
—Por favor, no me cantes, Lorna.
Mi segunda exmujer se rió al teléfono.
—Sólo quería recalcar algo.
Estaba sonriendo, pero traté de que no lo notara en mi voz.
—Bien. Lo entiendo. Ahora he de irme.
—Bueno, pásalo bien…, Mickey Mouth.
—Puedes cantar esa canción todo el día y los Dodgers pueden perder veinte a cero con los Giants y todavía será un buen día. Después de la noticia que me has dado, ¿qué puede ir mal?
Una vez que hube colgado el teléfono, fui a mi oficina doméstica y busqué el número de móvil de Teddy Vogel, el líder de los Saints fuera de prisión. Le di la buena noticia y le sugerí que probablemente podría hacerle llegar la noticia a Casey más deprisa que yo. Hay Road Saints en todas las cárceles y tienen un sistema de comunicación del que la CIA y el FBI podrían aprender algo. Vogel dijo que se ocuparía. Después me dijo que los diez mil que me había dado el mes anterior en el arcén de la carretera, cerca de Vasquez Rocks, habían sido una inversión valiosa.
—Gracias, Ted —dije—. Tenme en cuenta la próxima vez que necesites un abogado.
—Lo haré.
Colgó y yo colgué. Cogí entonces mi guante de béisbol del armario del pasillo y me dirigí a la puerta de la calle.
Como le había dado el día libre con paga a Earl, conduje yo mismo al centro y al Dodger Stadium. El tráfico era fluido hasta que me acerqué. Siempre se agotan las localidades para el partido de apertura, aunque es un encuentro diurno que se disputa en día laborable. El principio de la temporada de béisbol es un rito de la primavera que atrae al centro a miles de trabajadores. Es el único evento deportivo en Los Ángeles tranquilo y relajado donde se ve infinidad de hombres con camisas blancas almidonadas y corbatas. Todos se han escaqueado del trabajo. No hay nada como el inicio de la temporada, antes de todas las derrotas por una sola carrera y las oportunidades perdidas. Antes de que la realidad se asiente.
Yo fui el primero en llegar a las localidades. Estábamos a tres filas del campo, en asientos añadidos al estadio durante la pretemporada. Levin debía de haberse dejado un ojo de la cara. Al menos probablemente podría deducirlo como gastos de relaciones públicas.
El plan era que Levin también llegara temprano. Había llamado la noche anterior y me había dicho que quería verme un rato en privado. Además de observar la práctica de bateo y comprobar todas las mejoras que el nuevo propietario había hecho al estadio, discutiríamos mi visita a Gloria Dayton y Raul me pondría al día de sus diversas investigaciones relativas a Louis Roulet.
Sin embargo, Levin no llegó a la práctica de bateo. Los otros cuatro abogados aparecieron —tres de ellos con corbatas, recién salidos del tribunal— y nos perdimos la oportunidad de hablar en privado.
Conocía a los otros cuatro letrados de algunos de los «casos navales» que habíamos llevado a juicio juntos. De hecho, la tradición de los profesionales de la defensa que eran llevados a los partidos de los Dodgers empezó con los casos navales. Bajo un mandato amplio para detener la entrada de drogas en Estados Unidos, el servicio de guardacostas había empezado a detener embarcaciones sospechosas en cualquier océano. Cuando encontraban oro —o, en este caso, cocaína— incautaban la embarcación y detenían a la tripulación. Muchos de los casos se veían en el Tribunal Federal del Distrito de Los Ángeles. Esto resultaba en juicios con doce o más acusados simultáneamente. Cada acusado tenía su propio abogado, la mayoría de ellos nombrados por el tribunal y pagados por el Tío Pasta. Los casos eran lucrativos y se presentaban de manera asidua, y lo pasábamos bien. Alguien tuvo la idea de hacer reuniones de casos en el Dodger Stadium. En una ocasión compramos entre todos un palco privado para un partido contra los Cubs de Chicago. Lo cierto es que hablamos del caso unos minutos durante la séptima entrada.
Empezaron las ceremonias previas al partido y aún no había señal de Levin. Sacaron al campo unas canastas de las que salieron centenares de palomas que volaron en círculo alrededor del estadio antes de alejarse en medio de los vítores. Poco después, un bombardero furtivo B-2 sobrevoló el estadio entre aplausos aún más ruidosos. Eso era Los Ángeles. Algo para cada uno y un poco de ironía por si fuera poco.
El partido se inició y aún no se había presentado Levin. Encendí mi móvil e intenté llamarlo, aunque era casi imposible oír algo. La multitud estaba enfervorizada y bulliciosa, esperanzada en que la temporada no terminara de nuevo en decepción. La llamada fue al buzón de voz.
—Mish, ¿dónde estás, tío? Estamos en el partido y los asientos son fantásticos, pero tenemos uno vacío. Te estamos esperando.
Cerré el teléfono, miré a los demás y me encogí de hombros.
—No sé —dije—. No contesta al teléfono.
Dejé el teléfono encendido y me lo guardé en el cinturón.
Antes de que terminara la primera entrada ya estaba lamentando lo que le había dicho a Lorna acerca de que no me importaba que los Giants nos machacaran veinte a cero. Cobraron una ventaja de 5-0 antes de que los Dodgers batearan por primera vez en la temporada, y la multitud se frustró enseguida. Oí a gente quejándose de los precios, la renovación y la excesiva comercialización del estadio. Uno de los abogados, Roger Mills, examinó las superficies del estadio y señaló que estaba más lleno de logos empresariales que una carrera de la Nascar.
Los Dodgers consiguieron tomar la delantera, pero en la cuarta entrada las cosas se torcieron y los Giants batearon por encima del muro central el tercer lanzamiento de Jeff Weaver. Usé el tiempo muerto durante el cambio de bateo para fanfarronear acerca de lo rápido que había tenido noticias del Segundo en el caso de Harold Casey. Los otros abogados estaban impresionados, aunque uno de ellos, Dan Daly, insinuó que había recibido la rápida sentencia en la apelación porque los tres jueces estaban en mi lista de Navidad. Señalé a Daly que aparentemente se había perdido el memorándum en relación con que los jurados desconfiaban de los abogados con cola de caballo. La suya le llegaba a media espalda.
También fue durante ese tiempo muerto en el juego que oí sonar mi teléfono. Lo cogí de la cadera y lo abrí sin mirar la pantalla.
—¿Raul?
—No, señor, soy el detective Lankford, del Departamento de Policía de Glendale. ¿Es usted Michael Haller?
—Sí —dije.
—¿Tiene un momento?
—Tengo un momento, pero no sé si voy a poder oírle bien. Estoy en el partido de los Dodgers. ¿Puede esperar a que le llame más tarde?
—No, señor, no puedo esperar. ¿Conoce a un hombre llamado Raul Aaron Levin? Es…
—Sí, lo conozco. ¿Qué ocurre?
—Me temo que el señor Levin está muerto, señor. Ha sido víctima de un homicidio en su casa.
Mi cabeza cayó de tal manera que golpeé al hombre que tenía sentado delante de mí. Me eché hacia atrás y me tapé una oreja y apreté con fuerza el teléfono en la otra. Me aislé de todo lo que tenía alrededor.
—¿Qué ha ocurrido?
—No lo sabemos —dijo Lankford—. Por eso estamos aquí. Parece que ha estado trabajando para usted recientemente. ¿Hay alguna posibilidad de que venga aquí y conteste unas preguntas para ayudarnos?
Dejé escapar el aliento y traté de mantener la voz calmada y modulada.
—Voy en camino —dije.