A pesar de la mirada vidriada del vodka, superé el eslalon de Laurel Canyon sin romper el Lincoln ni ser parado por ningún poli. Mi casa está en Fareholm Drive, que asciende desde la boca sur del cañón. Todas las casas están construidas hasta la línea de la calle, y el único problema que tuve en llegar a la mía fue que encontré que algún imbécil había aparcado su gran todoterreno delante del garaje y no podía entrar. Aparcar en la calle estrecha siempre es difícil y el vado de mi garaje normalmente resultaba demasiado goloso, especialmente en una noche de fin de semana, cuando invariablemente algún vecino organizaba una fiesta.
Pasé de largo la casa y encontré un hueco lo bastante grande para el Lincoln a aproximadamente una manzana y media. Cuanto más me alejaba de la casa, más me cabreaba con el todoterreno. La fantasía fue subiendo de nivel, desde escupir en el parabrisas hasta romperle el retrovisor, pincharle las ruedas y darle una patada en los paneles laterales. Sin embargo, me limité a escribir una nota sosegada en una hoja amarilla: «Esto no es un sitio para aparcar. La próxima vez llamaré a la grúa». Al fin y al cabo, uno nunca sabe quién puede conducir un SUV en Los Ángeles, y si amenazas a alguien por aparcar delante de tu garaje, entonces ya sabe dónde vives.
Volví caminando y estaba poniendo la nota debajo del limpiaparabrisas del infractor cuando me fijé en que el SUV era un Range Rover. Puse la mano en el capó y lo noté frío al tacto. Levanté la mirada a las ventanas de encima del garaje, pero estaban a oscuras. Puse la nota doblada debajo del limpiaparabrisas y empecé a subir la escalera que conducía a la terraza delantera y la puerta de la vivienda. Casi esperaba que Louis Roulet estuviera sentado en una de las sillas altas de director de cine, asimilando la centelleante vista de la ciudad, pero no estaba allí.
Caminé hasta la esquina del porche y contemplé la ciudad. Era esa vista la que me había convencido de comprar la casa. Todo lo que había en la vivienda una vez que entrabas por la puerta era ordinario y desfasado, pero el porche delantero y la vista, justo encima de Hollywood Boulevard, podía propulsar un millón de sueños. Había usado dinero de mi último caso filón para hacer el pago inicial. Pero una vez que estuve dentro y no hubo otro filón, tuve que pedir una segunda hipoteca. Lo cierto era que cada mes me costaba mucho sólo pagar los gastos generales. Necesitaba sacarme de encima semejante losa, pero la vista que se ofrecía desde la terraza delantera me paralizaba. Probablemente estaría mirando la ciudad cuando vinieran a llevarse la llave y ejecutar la hipoteca.
Conocía la pregunta que planteaba mi casa. Incluso con mis luchas para no hundirme con ella, no podía dejar de preguntarme qué había de justo en que tras el divorcio entre una fiscal y un abogado defensor, el abogado defensor se trasladara a la casa en la colina con la vista del millón de dólares mientras que la fiscal y la hija se quedaban en un apartamento de dos habitaciones en el valle de San Fernando. La respuesta era que Maggie McPherson podía comprarse una casa de su elección y que yo la ayudaría en la medida máxima de mis posibilidades. Pero ella había renunciado a trasladarse mientras esperaba que le ofrecieran un ascenso a la oficina del centro. Comprarse una casa en Sherman Oaks o en cualquier otro sitio supondría enviar el mensaje equivocado, uno de satisfacción sedentaria. Ella no estaba satisfecha con ser Maggie McFiera de la División de Van Nuys. No estaba satisfecha con que le pasara por delante John Smithson o alguno de sus jóvenes acólitos. Era ambiciosa y quería llegar al centro, donde supuestamente los mejores y más brillantes se encargaban de la acusación en los crímenes más importantes. Maggie rechazaba aceptar el sencillo hecho de que cuanto mejor es uno, mayor amenaza supone para el que está arriba, especialmente si se trata de cargos electos. Sabía que a Maggie nunca la invitarían al centro. Era demasiado buena.
De cuando en cuando esta percepción se filtraba y ella respondía de maneras inesperadas. Hacía un comentario agudo en una conferencia de prensa o se negaba a cooperar en una investigación de la fiscalía central. O estando borracha revelaba a un abogado defensor y exmarido algo que no debería contar acerca de un caso.
El teléfono empezó a sonar en el interior de la casa. Fui a la puerta delantera y pugné con mis llaves para abrir y llegar a tiempo. Mis números de teléfono y quién los conocía formaban parte de un esquema piramidal. En la base de la pirámide estaba el número que figuraba en las páginas amarillas y que todo el mundo tenía o podía tener. A continuación estaba mi teléfono móvil, que había sido repartido entre mis colegas clave, investigadores, agentes de fianzas, clientes y otros engranajes de la maquinaría. El número de mi casa era el vértice de la pirámide. Muy pocos tenían ese número. Ni clientes ni otros abogados, excepto uno.
Entré y cogí el teléfono de la cocina antes de que saltara el contestador. La llamada era del único abogado que tenía el número. Maggie McPherson.
—¿Has recibido mis mensajes?
—El del móvil. ¿Qué pasa?
—No pasa nada. Te dejé un mensaje en este número mucho antes.
—Ah. He estado todo el día fuera. Acabo de entrar.
—¿Dónde has estado?
—Bueno, he ido a San Francisco y he vuelto, y ahora mismo llego de cenar con Raul Levin. ¿Algo que objetar?
—Sólo curiosidad. ¿Qué había en San Francisco?
—Un cliente.
—O sea que has ido a San Quintín y has vuelto.
—Siempre has sido demasiado lista para mí, Maggie. Nunca puedo engañarte. ¿Hay alguna razón para esta llamada?
—Sólo quería ver si habías recibido mi disculpa y también quería averiguar si pensabas hacer algo con Hayley mañana.
—Sí y sí. Pero Maggie, no hace falta que te disculpes y deberías saberlo. Lamento la forma en que me comporté antes de irme. Y si mi hija quiere estar conmigo mañana, entonces yo quiero estar con ella. Dile que podemos ir al muelle y a ver una peli si le apetece. Lo que quiera.
—Bueno, de hecho quiere ir al centro comercial.
Lo dijo como si estuviera pisando cristal.
—¿Al centro comercial? Está bien. La llevaré. ¿Qué hay de malo en el centro comercial? ¿Quiere alguna cosa en particular?
De repente reconocí un olor extraño en la casa. El olor a humo. De pie en medio de la cocina comprobé el horno y la cocina. Estaban apagados. Estaba amarrado a la cocina porque el teléfono no era inalámbrico. Estiré el cable hasta la puerta y encendí la luz del comedor. Estaba vacío y su luz se proyectaba en la siguiente habitación, la sala de estar que había atravesado al entrar. También parecía vacía.
—Tienen un sitio allí donde haces tu propio osito de peluche y eliges el estilo y la caja de voz y pones un corazoncito con el relleno. Es todo muy mono.
Quería terminar con la llamada y explorar la casa.
—Bueno. La llevaré. ¿A qué hora te va bien?
—Estaba pensando en el mediodía. Quizá podamos comer antes.
—¿Podamos?
—¿Te molestaría?
—No, Maggie, en absoluto. ¿Qué te parece si me paso yo a mediodía?
—Genial.
—Hasta mañana, pues.
Colgué el teléfono antes de que ella pudiera despedirse. Poseía un arma, pero era una pieza de coleccionista que no había sido disparada desde que estoy en este mundo y estaba guardada en una caja en el armario de mi dormitorio, en la parte posterior de la casa. Así que abrí silenciosamente un cajón de la cocina y saqué un cuchillo de carne, corto pero afilado. A continuación atravesé la sala de estar hacia el pasillo que conducía a la parte posterior de la casa. Había tres puertas en el pasillo. Daban a mi dormitorio, un cuarto de baño y otro dormitorio que había convertido en mi despacho en casa: la única oficina verdadera que tenía.
La luz del escritorio de la oficina estaba encendida. No se veía desde el ángulo en el que me hallaba en el pasillo, pero sabía que estaba encendida. No había pasado por casa en dos días, pero no recordaba haberla dejado encendida. Me acerqué despacio a la puerta abierta de la habitación, consciente de que probablemente era lo que se pretendía que hiciera: concentrarme en la luz de una de las habitaciones mientras el intruso esperaba en la oscuridad del dormitorio o el cuarto de baño.
—Venga aquí atrás, Mick. Soy yo.
Reconocí la voz, aunque eso no me tranquilizó. Louis Roulet me estaba esperando en la habitación. Yo me detuve en el umbral. Roulet estaba sentado en el sillón de cuero negro. Lo giró de manera que se quedó mirándome y cruzó las piernas. Al subírsele la pernera izquierda vi el brazalete de seguimiento que Fernando Valenzuela le había obligado a llevar. Sabía que si Roulet había venido a matarme, al menos dejaría una pista. Claro que eso no era demasiado reconfortante. Me apoyé en el marco de la puerta de manera que podía sostener el cuchillo detrás de mi cadera sin resultar demasiado obvio al respecto.
—¿Así que es aquí donde hace su gran trabajo legal? —preguntó Roulet.
—Parte de él. ¿Qué está haciendo aquí, Louis?
—He venido a verle. No contestó mi llamada y quería asegurarme de que todavía éramos un equipo.
—He estado fuera de la ciudad. Acabo de volver.
—¿Y la cena con Raul? ¿No ha dicho eso al teléfono?
—Es un amigo. He cenado de camino del aeropuerto de Burbank. ¿Cómo ha descubierto dónde vivo, Louis?
Se aclaró la garganta y sonrió.
—Trabajo en el sector inmobiliario, Mick. Puedo descubrir dónde vive cualquiera. De hecho, antes era una fuente del National Enquirer. ¿Lo sabía? Podía decirles dónde vivía cualquier celebridad, no importa detrás de cuántos testaferros o corporaciones ocultaran sus compras. Pero lo dejé al cabo de un tiempo. Era buen dinero, pero resultaba demasiado… de mal gusto. ¿Sabe qué quiero decir, Mick? La cuestión es que lo dejé. Pero todavía puedo descubrir dónde vive alguien. También puedo descubrir si han maximizado el valor de la hipoteca e incluso si están haciendo sus pagos a tiempo.
Me miró con una sonrisa de superioridad. Me estaba diciendo que sabía que la casa era una burbuja financiera, que no tenía nada en ella y que normalmente llevaba un retraso de uno o dos meses en el pago de la hipoteca. Fernando Valenzuela probablemente no habría aceptado la casa como garantía en una fianza de cinco mil dólares.
—¿Cómo ha entrado? —pregunté.
—Bueno, eso es lo más curioso. Resulta que tenía una llave. De cuando este sitio estaba en venta, ¿cuándo fue eso, hace dieciocho meses? La cuestión es que quise verla porque pensé que tenía un cliente que podría estar interesado por la vista. Así que vine y cogí la llave de la inmobiliaria. Entré, eché un vistazo y me di cuenta inmediatamente de que no era adecuada para mi cliente, porque él quería algo más bonito. Así que me fui. Y olvidé devolver la llave. Es un vicio que tengo. ¿No es extraño que después de tanto tiempo mi abogado viva en esta casa? Y por cierto, he visto que no ha hecho nada con ella. Tiene la vista, por supuesto, pero realmente necesita unas reformas.
Supe entonces que me había estado controlando desde el caso Menéndez. Y que probablemente sabía que acababa de volver de visitarle en San Quintín. Pensé en el hombre del tren del alquiler de coches. «¿Un mal día?». Después lo había visto en el puente aéreo a Burbank. ¿Me había estado siguiendo? ¿Trabajaba para Roulet? ¿Era el investigador que Cecil Dobbs había intentado meter en el caso?
No conocía todas las respuestas, pero sabía que la única razón de que Roulet estuviera esperándome en mi casa era que sabía lo que yo sabía.
—¿Qué quiere en realidad, Louis? ¿Está intentando asustarme?
—No, no, soy yo el que debería estar asustado. Supongo que tiene algún tipo de arma a su espalda. ¿Qué es, una pistola?
Agarré el cuchillo con más fuerza, pero no se lo mostré.
—¿Qué quiere? —repetí.
—Quiero hacerle una oferta. No sobre la casa. Sobre sus servicios.
—Ya tiene mis servicios.
Él se meció en la silla antes de responder. Yo examiné el escritorio, comprobando si faltaba algo. Me fijé en que había usado como cenicero un platito de arcilla que había hecho mi hija. Se suponía que era para clips de papeles.
—Estaba pensando en sus honorarios y en las dificultades que presenta el caso —dijo—. Francamente, Mick, creo que cobra poco. Así que quiero proponerle un nuevo plan de pago. Le pagaré la suma ya acordada antes y se la pagaré por completo antes de que empiece el juicio. Pero ahora voy a añadir una prima por actuación. Cuando un jurado me declare inocente de este horrible crimen, su minuta automáticamente se doblará. Le extenderé el cheque en su Lincoln cuando salgamos del juzgado.
—Eso está muy bien, Louis, pero la judicatura de California prohíbe que los abogados acepten primas en función de los resultados. No podría aceptarlo. Es más que generoso, pero no puedo.
—Pero la judicatura de California no está aquí, Mick. Y no hemos de tratarlo como una prima por actuación. Es sólo parte del programa de tarifas. Porque, después de todo, tendrá éxito en mi defensa, ¿no?
Me miró con intensidad y yo interpreté la amenaza.
—No hay garantías en un tribunal. Las cosas siempre pueden ir mal. Pero todavía pienso que pinta bien.
El rostro de Roulet lentamente se rompió en una sonrisa.
—¿Qué puedo hacer para que pinte todavía mejor?
Pensé en Reggie Campo. Todavía con vida y dispuesta para ir a juicio. No tenía ni idea de contra quién iba a testificar.
—Nada —respondí—. Sólo quédese tranquilo y espere. No tenga ideas. No haga nada. La defensa está cuajando y todo saldrá bien.
No respondió. Quería separarlo de las ideas acerca de la amenaza que representaba Reggie Campo.
—Aunque ha surgido una cosa —dije.
—¿En serio? ¿Qué?
—No dispongo de los detalles. Lo que sé, lo sé sólo por una fuente que no puede decirme nada más. Pero parece que la oficina del fiscal tiene un soplo de calabozo. No habló con nadie del caso cuando estuvo allí, ¿no? Recuerde que le dije que no hablara con nadie.
—Y no lo hice. Tengan a quien tengan es un mentiroso.
—La mayoría lo son. Sólo quería estar seguro. Me ocupare de él si sube al estrado.
—Bien.
—Otra cosa. ¿Ha hablado con su madre acerca de declarar sobre la agresión en la casa vacía? Necesitamos montar una defensa para el hecho de que llevara la navaja.
Roulet frunció los labios, pero no respondió.
—Tiene que convencerla —dije—. Podría ser muy importante establecer eso sólidamente ante el jurado. Además, podría atraer simpatía hacia usted.
Roulet asintió. Vio la luz.
—¿Puede hacer el favor de pedírselo? —pregunté.
—Lo haré. Pero ella será dura. Nunca lo denunció. Nunca se lo dijo a nadie más que a Cecil.
—Necesitamos que testifique y luego puede que llamemos a Cecil para que la respalde. No es tan bueno como una denuncia ante la policía, pero servirá. La necesitamos, Louis. Creo que si testifica puede convencerlos. A los jurados les encantan las señoras mayores.
—Vale.
—¿Alguna vez le dijo qué aspecto tenía el tipo o su edad o algún otro dato?
Roulet negó con la cabeza.
—No podía decirlo. Llevaba pasamontañas y gafas. Saltó sobre mi madre en cuanto ella entró. Estaba escondido detrás. Fue muy rápido y muy brutal.
Su voz tembló al describirlo. Me quedé desconcertado.
—Pensé que había dicho que el agresor era un posible comprador con el que ella debía encontrarse —dije—. ¿Ya estaba en la casa?
Levantó la cabeza y me miró a los ojos.
—Sí. De algún modo ya había entrado y la estaba esperando. Fue terrible.
Asentí. No quería seguir por el momento. Quería que se fuera de mi casa.
—Escuche, gracias por su oferta, Louis. Ahora, si me disculpa, quiero ir a acostarme. Ha sido un día muy largo.
Hice un gesto con mi mano libre hacia el pasillo que conducía a la puerta de la casa. Roulet se levantó de la silla del escritorio y vino hacia mí. Yo retrocedí en el pasillo y me metí por la puerta abierta de mi dormitorio. Mantuve el cuchillo a mi espalda y preparado. Pero Roulet pasó a mi lado sin causar ningún incidente.
—Y mañana tiene que entretener a su hija —dijo.
Eso me dejó helado. Había escuchado la llamada de Maggie. Yo no dije nada. Él sí.
—No sabía que tenía una hija, Mick. Ha de ser bonito. —Me miró, sonriendo mientras avanzaba por el pasillo—. Es muy guapa.
Mi inercia se convirtió en impulso. Salí al pasillo y empecé a seguirle, con la rabia subiendo con cada paso. Empuñé el cuchillo con fuerza.
—¿Cómo sabe qué aspecto tiene? —pregunté.
Él se detuvo y yo me detuve. Él miró el cuchillo que tenía en la mano y luego me miró a la cara. Habló con calma.
—Tiene su foto en el escritorio.
Había olvidado la foto. Un pequeño retrato enmarcado en el que mi hija aparecía en el interior de una taza de té en Disneylandia.
—Ah —dije.
Roulet sonrió, sabiendo lo que había estado pensando.
—Buenas noches, Mick. Disfrute de su hija mañana. Probablemente no la ve lo suficiente.
Se volvió, cruzó la sala de estar y abrió la puerta. Finalmente me volvió a mirar antes de salir.
—Lo que necesita es un buen abogado —dijo—. Uno que le consiga la custodia.
—No. Ella está mejor con su madre.
—Buenas noches, Mick. Gracias por la charla.
—Buenas noches, Louis.
Me adelanté y cerré la puerta.
—Bonita vista —dijo desde el porche delantero.
—Sí —dije al cerrar la puerta con llave.
Me quedé allí, con la mano en el pomo, esperando oír sus pasos por los escalones y hacia la calle, pero al cabo de unos segundos llamó a la puerta. Cerré los ojos, mantuve el cuchillo preparado y abrí. Roulet estiró la mano. Yo retrocedí un paso.
—Su llave —dijo—. Creo que debería tenerla.
Cogí la llave de su palma extendida.
—Gracias.
—No hay de qué.
Cerré la puerta y pasé la llave otra vez.