En cuanto bajé del puente aéreo en Burbank encendí el móvil. No había trazado un plan, pero sí había pensado en mi siguiente paso y éste era llamar a Raul Levin. El teléfono vibró en mi mano, lo que significaba que tenía mensajes. Decidí que los escucharía después de poner en marcha a Levin.
Respondió a mi llamada y lo primero que me preguntó era si había recibido su mensaje.
—Acabo de bajar de un avión —dije—. Me lo he perdido.
—¿Un avión? ¿Adónde has ido?
—Al norte. ¿Cuál era el mensaje?
—Sólo una actualización sobre Corliss. Si no llamabas por eso, ¿por qué llamabas?
—¿Qué haces esta noche?
—Me quedo por aquí. No me gusta salir los viernes y sábados. Demasiada gente, demasiados borrachos en la carretera.
—Bueno, quiero que nos veamos. He de hablar con alguien. Están ocurriendo cosas malas.
Levin aparentemente percibió algo en mi voz, porque inmediatamente cambió su política de quedarse en casa el viernes por la noche y quedamos en el Smoke House, al lado de los estudios de la Warner. No estaba lejos de donde yo me encontraba ni tampoco de la casa de Levin.
En la ventanilla del aeropuerto le di mi tíquet a un hombre con chaqueta roja y comprobé los mensajes mientras esperaba el Lincoln. Había recibido tres mensajes, todos durante el vuelo de una hora desde San Francisco. El primero era de Maggie McPherson.
«Michael, sólo quería llamarte y disculparme por cómo te he tratado esta mañana. A decir verdad, estaba enfadada conmigo misma por algunas de las cosas que dije anoche y por las decisiones que tomé. Te lo cargué a ti y no debería haberlo hecho. Hum, si quieres llevarte a Hayley mañana o el domingo a ella le encantará y, quién sabe, quizá pueda ir yo también. Bueno, dime algo».
Ella no me llamaba «Michael» con mucha frecuencia, ni siquiera cuando estábamos casados. Era una de esas mujeres que podía llamarte por el apellido y hacer que sonara cariñoso. Cuando quería, claro. Siempre me había llamado «Haller». Desde el día que nos conocimos en la cola para pasar un detector de metales en el tribunal central. Ella iba a orientación en la oficina del fiscal y yo iba al tribunal de faltas por un caso de conducción bajo los efectos del alcohol.
Guardé el mensaje para oírlo otra vez en algún momento y pasé al siguiente. Estaba esperando que fuera de Levin, pero la voz automática dijo que la llamada era de un número con el código de área 310. La siguiente voz que oí fue la de Louis Roulet.
«Soy yo, Louis. Sólo pasando revista. Me estaba preguntando dónde estaban las cosas después de lo de ayer. También hay algo que quiero contarle».
Pulsé el botón de borrado y pasé al tercer y último mensaje. Era el de Levin.
«Eh, jefe, llámame. Tengo material de Corliss. Por cierto, el nombre es Dwayne Jeffery Corliss. Es un yonqui y ha dado un par de soplos más aquí en Los Ángeles. Nada nuevo, ¿eh? La cuestión es que lo detuvieron por robar una moto que probablemente pensaba cambiar por un poco de alquitrán mexicano. Ha cambiado el soplo de Roulet por un programa de internamiento de noventa días en County-USC. Así que no podremos acceder a él ni hablar con él a no ser que lo disponga un juez. Un movimiento muy hábil del fiscal. Bueno, lo sigo investigando. Ha salido algo en Internet en Phoenix que tiene buena pinta si es el mismo tipo. Algo que le estallaría en la cara. Así que esto es todo por ahora. Llámame el fin de semana. Estaré por casa».
Borré el mensaje y cerré el teléfono.
—Ya no —me dije a mí mismo.
Una vez que oí que Corliss era yonqui no necesitaba saber nada más. Entendí por qué Maggie no se había fiado de ese tipo. Los adictos a la heroína eran la gente más desesperada y poco fiable con la que uno puede cruzarse en la maquinaria del sistema. Si tuvieran la oportunidad delatarían a sus propias madres a cambio de la siguiente dosis o del siguiente programa de metadona. Todos eran unos mentirosos y todos ellos podían ser mostrados como tales en un tribunal.
No obstante, estaba desconcertado por lo que pretendía el fiscal. El nombre de Dwayne Corliss no figuraba en el material de hallazgos que Minton me había dado. Aun así, el fiscal estaba tomando las precauciones que tomaría con un testigo. Había puesto a Corliss en un programa de noventa días para mantenerlo a salvo. El juicio a Roulet empezaría y terminaría en ese tiempo. ¿Estaba ocultando a Corliss? ¿O simplemente estaba poniendo al soplón en un armario para saber exactamente dónde estaba y dónde estaría en caso de que su testimonio se necesitara en el juicio? Obviamente trabajaba desde la creencia de que yo no sabía nada de Corliss. Y de no haber sido por un resbalón de Maggie McPherson así sería. Sin embargo, seguía siendo un movimiento peligroso. A los jueces no les gustan nada los fiscales que rompen tan abiertamente las reglas de los hallazgos.
Eso me llevó a pensar en una posible estrategia para la defensa. Si Minton era lo bastante tonto para presentar a Corliss en un juicio, yo podría no objetar a las reglas de hallazgos. Podría dejar que pusiera al adicto a la heroína en el estrado para tener la ocasión de hacerlo trizas delante del jurado como un recibo de tarjeta de crédito. Todo dependería de lo que encontrara Levin.
Planeaba decirle que continuara hurgando en Dwayne Jeffery Corliss. Que no se dejara nada.
También pensé en el hecho de que Corliss estuviera en un programa cerrado en County-USC. Levin se equivocaba, lo mismo que Minton, al creer que no podría acceder a ese testigo encerrado. Por coincidencia, mi cliente Gloria Dayton había sido puesta en un programa cerrado en County-USC después de que delatara a su cliente traficante de drogas. Aunque había varios de esos programas en County, era probable que compartiera sesiones de terapia o incluso turnos de comida con Corliss. Quizá no pudiera acceder directamente a Corliss, pero como abogado de Dayton podía acceder a ella, y ella a su vez podía hacerle llegar un mensaje a Corliss.
Me trajeron el Lincoln y le di al hombre de la chaqueta roja un par de dólares. Salí del aeropuerto y me dirigí por Hollywood Way hacia el centro de Burbank, donde estaban todos los estudios.
Llegué al Smoke House antes que Levin y pedí un Martini en la barra. En la tele colgada pasaban las últimas noticias del inicio del torneo universitario de baloncesto. Florida había vencido a Ohio en primera ronda. El titular al pie de la pantalla decía «Locura de marzo» en referencia al nombre popular del torneo universitario de veinte días. Levanté mi vaso para brindar. Yo había empezado a experimentar mi propia locura de marzo.
Levin entró y pidió una cerveza antes de sentarse a cenar. Todavía era verde, resto de la noche anterior. Debió de ser una noche tranquila. Quizá todo el mundo había ido al Four Green Fields.
—Al palo, palo, siempre que sea un palo verde —dijo con ese acento irlandés que ya empezaba a hacerse viejo.
Bebió hasta bajar el nivel del vaso lo suficiente para poder caminar con él y nos acercamos a la señorita que asignaba las mesas. Ella nos condujo a un reservado con acolchado rojo en forma de U. Nos sentamos uno enfrente del otro y puse el maletín a mi lado. Cuando la camarera llegó para que pidiéramos el cóctel, pedimos todo: ensaladas, bistecs y patatas. Yo también pedí una ración del pan de ajo y queso especialidad de la casa.
—Está muy bien que no te guste salir en fin de semana —le dije a Levin después de que se alejara la camarera—. Si comes pan de ajo tu aliento puede matar a cualquiera que se te acerque después.
—Correré mis riesgos.
Estuvimos un largo momento en silencio después de eso. Sentía que el vodka se abría camino en mi sentimiento de culpa. Me aseguraría de pedir otro cuando llegaran las ensaladas.
—Bueno —dijo finalmente Levin—. Tú me has llamado.
Asentí.
—Quiero contarte una historia. No conozco ni están establecidos todos los detalles. Pero te la contaré de la forma en que creo que va y me cuentas qué opinas y qué crees que debería hacer. ¿Vale?
—Me gustan las historias. Adelante.
—No creo que te guste ésta. Empieza hace dos años con…
Me detuve y esperé mientras la camarera dejaba nuestras ensaladas y el pan de queso y ajo. Pedí otro Martini de vodka aunque sólo me había tomado la mitad del primero. Quería asegurarme de que no hubiera huecos.
—Decía —continué después de que ella se hubo ido— que toda esta historia empieza hace dos años con Jesús Menéndez. Lo recuerdas, ¿verdad?
—Sí, lo mencionamos el otro día. El ADN. Es el cliente del que dices que está en prisión por limpiarse la polla en una toalla rosa.
Levin sonrió porque era verdad que yo con frecuencia había reducido el caso Menéndez a semejante hecho absurdo y vulgar. Lo había usado con frecuencia para echar unas risas al contar batallitas en el Four Green Fields con otros abogados. Eso era antes de saber lo que ahora sabía.
No le devolví la sonrisa.
—Sí, bueno, resulta que Jesús no lo hizo.
—¿Qué quieres decir? ¿Otra persona le limpió la polla en la toalla?
Esta vez Levin se rió en voz alta.
—No, no lo entiendes. Te estoy diciendo que Jesús Menéndez es inocente.
El rostro de Levin se puso serio. Asintió, comprendiendo algo.
—Está en San Quintín. Has ido allí hoy.
Le dije que sí con la cabeza.
—Deja que retroceda y te cuente la historia —dije—. No trabajaste mucho para mí en el caso Menéndez porque no había nada que hacer. Tenían su ADN, su propia declaración inculpatoria y tres testigos que lo vieron tirar una navaja al río. Nunca encontraron la navaja, pero tenían testigos, sus propios compañeros de habitación. Era un caso sin esperanza. La verdad es que lo acepté por su valor publicitario. Así que básicamente lo único que hice fue conseguirle un acuerdo. No le gustó, dijo que no lo había hecho, pero no tenía elección. El fiscal iba a buscar la pena capital. Le habría caído eso o perpetua sin condicional. Yo le conseguí perpetua con condicional e hice que el cabrón aceptara. Yo lo hice.
Miré la ensalada que no había tocado y me di cuenta de que no tenía ganas de comer. Sólo las tenía de beber y de arrancar la parte de mi corteza cerebral que contenía las células culpables.
Levin me esperó. Él tampoco estaba comiendo.
—Por si no lo recuerdas, el caso era por el asesinato de una mujer llamada Martha Rentería. Era bailarina en The Cobra Room, en East Sunset. No fuiste al local por el caso, ¿verdad?
Levin negó con la cabeza.
—No tienen escenario —dije—. Hay una especie de pozo en el centro y en cada número esos tipos vestidos como de Aladino salen llevando una gran canasta con la cobra entre dos palos de bambú. La ponen en el suelo y empieza la música. Entonces la parte superior de la canasta se levanta y la chica sale bailando. Luego ella también se saca la parte superior. Es una especie de versión de la bailarina que sale del pastel.
—Es Hollywood, chico —dijo Levin—. Has de tener un show.
—Bueno, a Jesús Menéndez le gustó el show. Tenía mil cien dólares que le había dado su hermano el camello y quedó prendado de Martha Rentería. Quizá porque era la única bailarina que era más bajita que él. Quizá porque le habló en español. La cuestión es que después del número se sentaron y hablaron. Luego ella circuló un poco y volvió, y Jesús enseguida supo que estaba en competición con otro tipo del club. Le ganó al otro tipo al ofrecerle a la chica quinientos dólares si se lo llevaba a casa.
—Pero no la mató cuando llegó allí.
—Ajá. Siguió el coche de ella con el suyo. Llegó allí, tuvieron relaciones, tiró el condón al inodoro, se limpió la polla en la toalla y se fue a casa. La historia empieza después de que él se fuera.
—El verdadero asesino.
—El verdadero asesino llama a la puerta, quizás hace ver que es Jesús y que ha olvidado algo. Ella le abre la puerta. O quizás era una cita. Ella estaba esperando la llamada y le abrió la puerta.
—¿El tipo del club? El que competía con Menéndez.
Asentí.
—Exactamente. Él llega, la golpea varias veces para asustarla y luego saca la navaja y se la pone en el cuello mientras la lleva a su habitación. ¿Te suena familiar? Sólo que ella no tiene la suerte que tendría Reggie Campo dos años después. Él la tumba en la cama, se pone un condón y se sube encima. Ahora la navaja está en el otro lado del cuello y la mantiene allí mientras la viola. Y cuando termina la mata. La apuñala con esa navaja una y otra vez. Es un caso de ensañamiento como hay pocos. Está elaborando algo en su puta mente enferma mientras lo hace.
Llegó mi segundo Martini y yo lo cogí directamente de la mano de la camarera y me bebí la mitad de un trago. Ella preguntó si habíamos terminado con las ensaladas y ambos las devolvimos sin haberlas tocado.
—Los bistecs ya salen —dijo—. ¿O prefieren que los tire a la basura directamente y se ahorran tiempo?
La miré. Ella estaba sonriendo, pero yo estaba tan absorto en la historia que estaba contando que me había perdido sus palabras.
—No importa —dijo ella—. Ya salen.
Yo retomé la historia. Levin no dijo nada.
—Después de que ella está muerta, el asesino limpia. Se toma su tiempo porque ¿qué prisa hay? Ella no va a ir a ninguna parte ni va a llamar a nadie. Limpia el apartamento para ocuparse de cualquier huella dactilar que pudiera haber dejado. Y al hacerlo limpia las de Menéndez. Esto tendrá mal aspecto para Menéndez cuando después acuda a la policía para explicar que él es el tipo del retrato robot, pero que no mató a Martha. Lo mirarán y dirán: «Entonces, ¿por qué llevó guantes cuando estuvo allí?».
Levin negó con la cabeza.
—Oh, tío, si esto es verdad…
—Pierde cuidado, es verdad. Menéndez consigue un abogado que una vez hizo un buen trabajo para su hermano, pero su abogado no iba a ver a un hombre inocente aunque le diera una patada en las pelotas. El abogado ni siquiera pregunta al chico si lo hizo. Supone que lo hizo, porque su puto ADN está en la toalla y hay testigos que lo vieron deshacerse de la navaja. El abogado se pone a trabajar y consigue el mejor acuerdo que podía conseguir. En realidad se siente muy satisfecho al respecto, porque sabe que mantendrá a Menéndez fuera del corredor de la muerte y algún día tendrá la posibilidad de salir en libertad condicional. Así que acude a Menéndez y da el golpe de mazo. Le hace que acepte el trato y que se presente ante el tribunal y diga «culpable». Jesús va entonces a prisión y todo el mundo contento. La fiscalía está satisfecha porque ahorra el dinero del juicio y la familia de Martha Rentería está contenta porque no ha de enfrentarse a un juicio con todas esas fotos de las autopsias e historias de su hija bailando desnuda y acostándose con hombres por dinero. Y el abogado contento porque sale en la tele con el caso al menos seis veces, y además mantiene a otro cliente fuera del corredor de la muerte.
Me tragué el resto del Martini y miré a mi alrededor en busca de nuestra camarera. Quería otro.
—Jesús Menéndez fue a prisión siendo un hombre joven. Acabo de verlo y tiene veintiséis con pinta de cuarenta. Es un tipo pequeño. Ya sabes lo que les pasa a los pequeños allí arriba.
Estaba mirando fijamente la superficie vacía de la mesa cuando me sirvieron un bistec chisporroteante y una patata hervida. Levanté la mirada a la camarera y le pedí que me trajera otro Martini. No dije por favor.
—Más vale que te calmes —dijo Levin después de que ella se hubo ido—. Probablemente no hay un solo poli en este condado que no esté deseando detenerte por conducir borracho, llevarte al calabozo y meterte la linterna por el culo.
—Lo sé, lo sé. Será el último. Y si es demasiado no conduciré. Siempre hay taxis aquí delante.
Decidiendo que la comida podría ayudarme, corté el bistec y me comí un bocado. Después aparté la servilleta que envolvía el pan de queso y ajo y arranqué un trozo, pero ya no estaba caliente. Lo dejé en el plato y puse el tenedor encima.
—Mira, sé que te estás machacando con esto, pero estás olvidando algo —dijo Levin.
—¿Sí? ¿Qué?
—Su riesgo. Se enfrentaba a la aguja, tío, y el caso estaba perdido. No lo trabajé para ti porque no había nada que trabajar. Lo tenían y tú lo salvaste de la aguja. Es tu trabajo y lo hiciste bien. Así que ahora crees que sabes lo que de verdad ocurrió. No puedes machacarte por no haberlo sabido entonces.
Levanté la mano para pedirle que parara.
—El tipo era inocente. Tendría que haberlo visto. Tendría que haber hecho algo al respecto. En cambio, sólo hice lo habitual y fui pasando fases con los ojos cerrados.
—Mentira.
—No, no es mentira.
—Vale, vuelve a la historia. ¿Quién era el segundo tipo que llamó a su puerta?
Abrí el maletín que tenía al lado y busqué en él.
—He ido hoy a San Quintín y le he enseñado a Menéndez seis fotos. Todo fotos de fichas policiales de mis clientes. Casi todo antiguos clientes. Menéndez eligió una en menos de diez segundos.
Tiré la foto de ficha policial de Louis Roulet en la mesa. Aterrizó boca abajo. Levin la levantó y la miró unos segundos, luego volvió a ponerla boca abajo en la mesa.
—Deja que te enseñe otra cosa —dije.
Volví a meter la mano en el maletín y saqué las dos fotografías plegadas de Martha Rentería y Reggie Campo. Miré a mi alrededor para asegurarme de que la camarera no iba a traerme mi Martini justo entonces y se las pasé a Levin a través de la mesa.
—Es como un puzzle —dije—. Júntalas y verás.
Levin formó una cara con las dos mitades y asintió como si comprendiera el significado. El asesino —Roulet— se concentraba en mujeres que encajaban en un modelo o perfil que él deseaba. A continuación le enseñé el esbozo del cuchillo dibujado por el forense de la autopsia de Rentería y le leí la descripción de las dos heridas coercitivas halladas en su cuello.
—¿Sabes el vídeo que sacaste del bar? —pregunté—. Lo que muestra es a un asesino en acción. Igual que tú, él ve que el señor X es zurdo. Cuando ataca a Reggie Campo la golpea con la izquierda y luego empuña la navaja con la izquierda. Este tipo sabe lo que está haciendo. Ve una oportunidad y la aprovecha. Reggie Campo es la mujer más afortunada del mundo.
—¿Crees que hay más? Más asesinatos, quiero decir.
—Quizás. Eso es lo que quiero que investigues. Comprueba todos los asesinatos de mujeres con arma blanca de los últimos años. Después consigue fotos de las víctimas y mira si encajan en el perfil físico. Y no mires sólo casos sin resolver. Martha Rentería supuestamente estaba entre los casos cerrados.
Levin se inclinó hacia delante.
—Mira, tío, no voy a echar una red sobre esto tan bien como puede hacerlo la policía. Has de meter a los polis en esto. O acude al FBI. Ellos tienen especialistas en asesinos en serie.
Negué con la cabeza.
—No puedo. Es mi cliente.
—Menéndez también es tu cliente, y tienes que sacarlo.
—Estoy trabajando en eso. Y por eso quiero que hagas esto por mí, Mish.
Ambos sabíamos que lo llamaba Mish cuando necesitaba algo que cruzaba la frontera de nuestra relación profesional y llegaba al terreno de la amistad subyacente.
—¿Y un francotirador? —dijo Levin—. Eso solucionaría tus problemas.
Asentí, sabiendo que hablaba en broma.
—Sí, eso funcionaría —dije—. También haría del mundo un lugar mejor, pero probablemente no liberaría a Menéndez.
Levin se inclinó de nuevo hacia delante. Se había puesto serio.
—Haré lo que pueda, Mick, pero no creo que éste sea el camino a seguir. Puedes declarar conflicto de intereses y dejar a Roulet. Y luego puedes trabajar en sacar a Menéndez de San Quintín.
—¿Sacarlo con qué?
—La identificación que ha hecho de las seis fotos. Eso fue sólido. No conocía a Roulet de nada y va y lo elige entre el grupo.
—¿Quién va a creer eso? ¡Soy su abogado! Nadie ni entre los polis ni en la junta de clemencia va a creer que yo no lo preparé. Es pura teoría, Raul. Tú y yo sabemos que es cierto, pero no podemos probar nada.
—¿Y las heridas? Podrían hacer coincidir la navaja del caso Campo con las heridas de Martha Rentería.
Negué con la cabeza.
—La incineraron. Lo único que tienen son las descripciones y las fotos de la autopsia, y eso no sería concluyente. No es suficiente. Además, no puedo ser el tipo que tire todo esto contra mi propio cliente. Si me vuelvo contra un cliente, me vuelvo contra todos mis clientes. No puede verse así o los perderé a todos. He de imaginar alguna otra forma.
—Creo que te equivocas. Creo…
—Por ahora, sigo adelante como si no supiera nada de esto, ¿entiendes? Pero tú investiga. Todo. Mantenlo separado de Roulet para que no haya un problema de hallazgos. Archívalo todo en Jesús Menéndez y factúrame el tiempo en ese caso. ¿Entendido?
Antes de que Levin pudiera contestar, la camarera trajo mi tercer Martini. Yo lo rechacé con un gesto.
—No lo quiero, sólo la cuenta.
—Bueno, no puedo volver a echarlo en la botella —dijo.
—No se preocupe, lo pagaré. Simplemente no quiero bebérmelo. Déselo al tipo que hace el pan de queso y tráigame la cuenta.
Ella se volvió y se alejó, probablemente molesta porque no le hubiera ofrecido la bebida a ella. Miré de nuevo a Levin. Parecía dolorido por todo lo que le había revelado. Sabía perfectamente cómo se sentía.
—Menudo filón, ¿eh? —dije.
—Sí. ¿Cómo vas a poder actuar con rectitud con este tipo cuando has de tratar con él y al mismo tiempo estás desenterrando esta mierda?
—¿Con Roulet? Planeo verlo lo menos posible. Sólo cuando sea necesario. Me ha dejado un mensaje hoy, tiene algo que decirme. Pero no le voy a devolver la llamada.
—¿Por qué te eligió a ti? O sea, ¿por qué elegir al único abogado que podría resolver esto?
Negué con la cabeza.
—No lo sé. He pensado en eso durante todo el vuelo de vuelta. Creo que quizás estaba preocupado de que pudiera oír del caso y descubrirlo de todos modos. Pero si era mi cliente, entonces sabía que éticamente estaba atado para protegerle. Al menos al principio. Además está el dinero.
—¿Qué dinero?
—El dinero de la madre. El filón. Sabe que es una paga muy grande para mí. La más grande que he tenido. Quizá pensaba que miraría para el otro lado con tal de conservar el dinero.
Levin asintió.
—Quizá debería, ¿eh? —dije.
Fue un intento de humor alimentado por el vodka, pero Levin no sonrió, y entonces recordé la cara de Jesús Menéndez detrás del plexiglás en la prisión y yo tampoco pude sonreír.
—Escucha, hay otra cosa que necesito que hagas —dije—. Quiero que lo investigues también a él. A Roulet. Descubre todo lo que puedas sin acercarte demasiado. Y comprueba esa historia de la madre, de que la violaron en una casa que ella estaba vendiendo en Bel-Air.
Levin asintió con la cabeza.
—Estoy en ello.
—Y no lo derives.
Era una broma recurrente entre nosotros. Igual que yo, Levin trabajaba solo. No tenía a quien derivarlo.
—No lo haré. Me ocuparé yo mismo.
Era su respuesta habitual, pero esta vez carecía de la falsa sinceridad y humor que normalmente le daba. Había respondido por hábito.
La camarera se acercó a la mesa y dejó la cuenta sin decir gracias. Yo puse mi tarjeta de crédito encima sin mirar siquiera el gasto. Sólo quería irme.
—¿Quieres que te envuelvan el bistec? —pregunté.
—No importa —dijo Levin—. De momento he perdido el apetito.
—¿Y ese perro de presa que tienes en casa?
—Buena idea. Me había olvidado de Bruno.
Miró a la camarera para pedir una caja.
—Llévate también el mío —dije—. Yo no tengo perro.