Salí del enorme complejo nuevo de alquiler de vehículos del aeropuerto internacional de San Francisco a la una en punto y me dirigí hacia el norte, hacia la ciudad. El Lincoln que me dieron olía como si su último usuario hubiera sido un fumador, quizás el que lo había alquilado o bien el tipo que lo había limpiado para entregármelo a mí.
No sé cómo llegar a ninguna parte en San Francisco. Sólo sé atravesarlo. Tres o cuatro veces al año he de ir a la prisión de la bahía, San Quintín, para hablar con clientes o testigos. Podría decirles cómo llegar allí sin ningún problema. Pero si me preguntan cómo ir a la Coit Tower o al Muelle del Pescador me pondrían en apuros.
Cuando había atravesado la ciudad y cruzado por el Golden Gate, eran casi las dos. Iba bien de tiempo. Sabía por experiencia que el horario de visita de abogados terminaba a las cuatro.
San Quintín tiene más de un siglo y da la sensación de que las almas de todos los prisioneros que vivieron y murieron allí están grabadas en sus paredes oscuras. Era una prisión tan deprimente como cualquiera de las que había visitado, y en un momento u otro había estado en todas las de California.
Registraron mi maletín y me hicieron pasar por un detector de metales. Después, me pasaron un detector de mano por encima para asegurarse todavía más. Ni siquiera entonces me permitieron un contacto directo con Menéndez, porque no había programado la entrevista con los cinco días de antelación que se requerían. Así que me pusieron en una sala que impedía el contacto, con una pared de plexiglás entre nosotros con agujeros del tamaño de monedas para hablar. Le mostré al vigilante el conjunto de seis fotos que quería darle a Menéndez y él me dijo que tendría que mostrárselas a través del plexiglás. Me senté, aparté las fotos y no tuve que esperar demasiado hasta que llevaron a Menéndez al otro lado del cristal.
Dos años antes, cuando lo enviaron a prisión, Jesús Menéndez era un hombre joven. Ahora ya aparentaba los cuarenta, la edad a la que le había dicho que saldría si se declaraba culpable. Me miró con ojos tan muertos como las piedras de gravilla del aparcamiento. Me vio y se sentó a regañadientes. Yo ya no le servía de nada.
No se molestó en saludar, y yo fui directo al grano.
—Mira, Jesús, no he de preguntarte cómo has estado. Lo sé. Pero ha surgido algo que puede afectar a tu caso. He de hacerte unas pocas preguntas. ¿Me entiendes?
—¿Por qué pregunta ahora? Antes no tenía preguntas.
Asentí.
—Tienes razón. Debería haberte hecho más preguntas entonces y no lo hice. No sabía lo que sé ahora. O al menos lo que creo que sé ahora. Estoy tratando de arreglar las cosas.
—¿Qué quiere?
—Quiero que me hables de esa noche en The Cobra Room.
Él se encogió de hombros.
—La chica estaba allí y le hablé. Me dijo que la siguiera a casa. —Se encogió de hombros otra vez—. Fui a su casa, pero yo no la maté así.
—Vuelve al club. Me dijiste que tuviste que impresionar a la chica, que tuviste que mostrarle el dinero y que gastaste más de lo que querías. ¿Recuerdas?
—Es así.
—Dijiste que había otro tipo que quería llegar a ella. ¿Te acuerdas de eso?
—Sí, estaba allí hablando. Ella fue a él, pero volvió a mí.
—Tuviste que pagarle más, ¿verdad?
—Eso.
—Vale, ¿recuerdas a ese tipo? Si vieras una foto de él ¿lo recordarías?
—¿El tipo que habló? Creo que lo recuerdo.
—Vale.
Abrí mi maletín y saqué las fotos de ficha policial. Había seis fotos que incluían la foto de la detención de Louis Roulet y las de otros cinco hombres cuyos retratos había sacado de mis cajas de archivos. Me levanté y uno por uno empecé a colocarlas en el cristal.
Pensaba que si extendía los dedos podría aguantar las seis contra el cristal. Menéndez se levantó y miró de cerca las fotos.
Casi inmediatamente una voz atronó a través del altavoz del techo.
—Apártese del cristal. Los dos apártense del cristal y permanezcan sentados o la entrevista se acabará.
Negué con la cabeza y maldije. Recogí las fotos y me senté. Menéndez también volvió a sentarse.
—¡Guardia! —dije en voz alta.
Miré a Menéndez y esperé. El guardia no entró en la sala.
—¡Guardia! —lo llamé otra vez, en voz más alta. Finalmente, la puerta se abrió y el guardia entró a mi lado en la sala de entrevistas.
—¿Ha terminado?
—No. Necesito que mire estas fotos.
Levanté la pila.
—Enséñeselas a través del cristal. No está autorizado a recibir nada de usted.
—Pero voy a llevármelas otra vez enseguida.
—No importa. No puede darle nada.
—Pero si no le deja acercarse al cristal, ¿cómo va a verlas?
—No es mi problema.
Levanté las manos en ademán de rendición.
—Muy bien, de acuerdo. ¿Entonces puede quedarse un minuto?
—¿Para qué?
—Quiero que vea esto. Le voy a mostrar las fotos y si identifica a alguien quiero que sea testigo de ello.
—No me meta en sus gilipolleces.
Caminó hacia la puerta y salió.
—Maldita sea —dije.
Miré a Menéndez.
—Muy bien, Jesús, te las voy a enseñar de todos modos. Mira si reconoces a alguien desde donde estás sentado.
Una a una fui levantando las fotos a unos treinta centímetros del cristal. Menéndez se inclinó hacia delante. Cuando le enseñé las cinco primeras miró y reflexionó un momento, pero luego negó con la cabeza. En cambio en la sexta foto sus ojos se encendieron.
Parecía que aún quedaba algo de vida en ellos.
—Ése —dijo—. Es él.
Giré la foto hacia mí para asegurarme. Era Roulet.
—Lo recuerdo —dijo Menéndez—. Es él.
—¿Estás seguro?
Menéndez asintió con la cabeza.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Porque lo sé. Aquí dentro pienso siempre en esa noche.
Asentí con la cabeza.
—¿Quién es? —preguntó.
—No puedo decírtelo ahora mismo. Sólo quiero que sepas que voy a intentar sacarte de aquí.
—¿Qué hago?
—Lo que has estado haciendo. Quédate en calma, ten cuidado y mantente a salvo.
—¿A salvo?
—Lo sé. Pero en cuanto tenga algo, te lo diré. Voy a intentar sacarte de aquí, Jesús, pero podría tardar un poco.
—Usted me dijo que viniera aquí.
—En aquel momento no pensé que hubiera elección.
—¿Cómo es que nunca me preguntó si maté a esa chica? Usted era mi abogado, joder. No le importó. No escuchó.
Me levanté y llamé al guardia en voz alta. Entonces respondí a su pregunta.
—Para defenderte legalmente no necesitaba conocer la respuesta a esa pregunta. Si le preguntara a mis clientes si son culpables de los delitos de que los acusan, muy pocos me dirían la verdad. Y si lo hicieran, no podría defenderlos con lo mejor de mi habilidad.
El guardia abrió la puerta y me miró.
—Estoy listo para salir —dije.
Miré el reloj y calculé que si tenía suerte con el tráfico podría coger el puente aéreo de las cinco en punto a Burbank. O el de las seis como muy tarde. Dejé las fotos en mi maletín y lo cerré. Miré de nuevo a Menéndez, que continuaba en la silla, al otro lado del cristal.
—¿Puedo poner mi mano en el cristal? —le pregunté al guardia.
—Dese prisa.
Me incliné por encima del mostrador y puse mi mano en el cristal, con los dedos separados. Esperé que Menéndez hiciera lo mismo, creando un apretón de manos carcelario.
Menéndez se levantó, se inclinó hacia delante y escupió en el cristal, donde estaba mi mano.
—Nunca me dio la mano —dijo—. No se la daré ahora.
Asentí. Pensé que lo entendía.
El guardia esbozó una sonrisita y me dijo que saliera. Al cabo de diez minutos estaba fuera de la prisión, caminando por el suelo de gravilla hacia mi coche de alquiler.
Había recorrido seiscientos kilómetros para cinco minutos, pero esos minutos habían sido devastadores. Creo que el punto más bajo de mi vida y de mi carrera profesional llegó una hora después, cuando estaba en el servicio de tren del alquiler de coches, de camino a la terminal de United. Ya no me concentraba en la conducción ni en llegar a tiempo y sólo tenía el caso en que pensar. Los casos, mejor dicho.
Me incliné, clavé los codos en las rodillas y hundí la cara entre mis manos. Mi mayor temor se había hecho realidad, se había hecho realidad dos años antes y no me había enterado. Hasta ese momento. Se me había presentado la inocencia, pero yo no la había podido asir, sino que la había arrojado a las fauces de la maquinaria del sistema, como todo lo demás. Ahora era una inocencia fría, gris, tan muerta como la gravilla y encerrada en una fortaleza de piedra y acero. Y yo tenía que vivir con eso.
No había solaz en la alternativa, en la certeza de que si hubiera echado los dados e ido a juicio, probablemente Jesús estaría en ese momento en el corredor de la muerte. No podía haber consuelo en saber que se había evitado ese destino, porque yo sabía tan bien como podía saber cualquier otra cosa en el mundo que Jesús Menéndez era inocente. Algo tan raro como un verdadero milagro —un hombre inocente— había acudido a mí y yo no lo había reconocido. Le había dado la espalda.
—¿Un mal día?
Levanté la mirada. Un poco más lejos en el vagón había un hombre sentado de cara a mí. Éramos los únicos en ese enlace. Parecía diez años mayor que yo y su calvicie le hacía parecer más sabio. Quizás incluso era abogado, pero no me interesaba.
—Estoy bien —dije—. Sólo cansado.
Y levanté una mano con la palma hacia fuera, una señal de que no quería conversación. Normalmente viajo con unos auriculares como los de Earl. Me los pongo y el cable va a un bolsillo de la chaqueta. No están conectados con nada, pero evitan que la gente me hable. Había tenido demasiada prisa esa mañana para pensar en ellos. Demasiada prisa para alcanzar ese punto de desolación.
El hombre del tren captó el mensaje y no dijo nada más. Yo volví a mis oscuros pensamientos acerca de Jesús Menéndez. El resumen era que creía que tenía un cliente que era culpable del asesinato por el cual otro cliente cumplía cadena perpetua. No podía ayudar a uno sin perjudicar al otro. Necesitaba una respuesta. Necesitaba un plan. Necesitaba pruebas. Pero por el momento, en el tren, sólo podía pensar en los ojos apagados de Jesús Menéndez, porque sabía que era yo quien les había robado la vida.