Continué encajando golpes. El segundo directo de la fiscalía no lo recibí hasta después de que dejé a Earl en el gran estacionamiento de las afueras donde aparcaba su propio coche todas las mañanas y yo mismo conduje el Lincoln hasta Van Nuys y el Four Green Fields. Era un bar de taburetes en Victory Boulevard —quizá por eso les gustaba a los abogados—, con la barra en el lado izquierdo y una fila de reservados de madera rallada a la derecha. Estaba lleno como sólo puede estarlo un bar irlandés en la noche de San Patricio. Supuse que la multitud era aún mayor que en años anteriores por el hecho de que esa fiesta de los bebedores caía en jueves, y muchos de los juerguistas iban a empezar un fin de semana largo. Yo mismo me había asegurado de tener la agenda vacía el viernes. Siempre hago fiesta el día después de San Patricio.
Al empezar a abrirme paso a través de la masa en busca de Maggie McPherson, el Danny Boy de rigor empezó a sonar en una máquina de discos situada en la parte de atrás. En esta ocasión era una versión punk rock de principios de los ochenta y su ritmo privaba de toda oportunidad de oír algo cuando veía caras familiares y decía hola o preguntaba si habían visto a mi exmujer. Los pequeños fragmentos de conversación que escuché al avanzar parecían monopolizados por Robert Blake y el asombroso veredicto del día anterior.
Me encontré con Robert Gillen en la multitud. El cámara buscó en su bolsillo, sacó cuatro billetes nuevos de cien dólares y me los dio. Los billetes probablemente eran cuatro de los diez originales que le había pagado dos semanas antes en el tribunal de Van Nuys cuando trataba de impresionar a Cecil Dobbs con mis habilidades de manipulación de los medios. Ya le había cobrado los mil a Roulet. Los cuatrocientos eran beneficio.
—Pensé que te encontraría aquí —me gritó en el oído.
—Gracias, Patas —le repliqué—. Me dará para unas copas.
Rió. Miré por encima de él a la multitud en busca de mi exmujer.
—Cuando quieras, tío —dijo.
Me dio un golpecito en el hombro cuando yo me escurrí a su lado y seguí empujando para abrirme paso. Finalmente encontré a Maggie en el último reservado del fondo. Estaba ocupado por seis mujeres, todas ellas fiscales o secretarias de la oficina de Van Nuys. A la mayoría las conocía al menos de vista, pero la escena resultaba extraña porque tenía que quedarme de pie y gritar por encima del bullicio de la música y la multitud. Por no mencionar el hecho de que eran fiscales y me veían como un aliado del diablo. Tenían dos jarras de Guinness en la mesa y una estaba llena. Mis oportunidades de abrirme paso entre la multitud hasta la barra para conseguir un vaso eran ínfimas. Maggie se fijó en mi situación difícil y me ofreció compartir su vaso.
—No pasa nada —gritó—. Hemos intercambiado saliva antes.
Sonreí y supe que las dos jarras de la mesa no habían sido las dos primeras. Eché un largo trago. Me cayó bien. La Guinness siempre me da un centro sólido.
Maggie estaba en medio del lado izquierdo del reservado, entre dos fiscales jóvenes que había tomado bajo su tutela. En la oficina de Van Nuys, muchas de las fiscales jóvenes gravitaban hacia mi exmujer porque el hombre al mando, Smithson, se rodeaba de fiscales como Minton.
Aún de pie en el lado del reservado, levanté el vaso para brindar con ella. Maggie no pudo responder porque yo tenía su vaso, así que se estiró y levantó la jarra.
—¡Salud!
No llegó tan lejos como para beber de la jarra. La dejó en la mesa y le susurró algo a la mujer que estaba en el extremo del reservado. Ésta se levantó para dejar pasar a Maggie. Mi exmujer se levantó, me besó en la mejilla y dijo:
—Siempre es más fácil para una dama conseguir vaso en este tipo de situaciones.
—Especialmente para una dama hermosa —dije.
Maggie me dedicó una de sus miradas y se volvió hacia la multitud compuesta por cinco filas de personas entre nosotros y la barra. Silbó estridentemente y captó la atención de uno de los irlandeses de pura cepa que estaban sirviendo la cerveza y que podían dibujar un arpa o un ángel o una señora desnuda en la espuma del vaso.
—Necesito una pinta —gritó Maggie.
El camarero tuvo que leerle los labios. Y como un adolescente transportado por encima de las cabezas de la multitud en un concierto de los Pearl Jam, un vaso limpio llegó hasta nosotros de mano en mano. Ella lo llenó de la última jarra de la mesa del reservado y entrechocamos los vasos.
—Bueno —dijo ella—. ¿Te sientes un poco mejor que cuando te he visto antes?
Asentí con la cabeza.
—Un poco.
—¿Minton te ha engañado?
Asentí otra vez.
—Él y los polis, sí.
—¿Con ese tipo Corliss? Les dije que era un mentiroso. Todos lo son.
No respondí y traté de actuar como si lo que acababa de decirme no fuera una noticia para mí, y ese Corliss fuera un nombre que ya conociera. Di un trago largo y lento de mi vaso.
—Supongo que no debería decirlo —dijo ella—. Pero mi opinión no cuenta. Si Minton es lo bastante tonto para usar a ese tipo, le cortarás la cabeza, estoy segura.
Supuse que estaba hablando de un testigo. Pero no había visto nada en mi carpeta de hallazgos que mencionara a un testigo llamado Corliss. El hecho de que fuera un testigo del que ella no se fiaba me condujo a pensar que Corliss era un soplón. Más concretamente un soplón de calabozo.
—¿Cómo es que lo conoces? —pregunté al fin—. ¿Minton te habló de él?
—No, fui yo quien se lo mandó a Minton. No importa lo que pensara de lo que el tipo decía, era mi deber dárselo al fiscal correspondiente y era cosa de Minton evaluarlo.
—¿O sea que acudió a ti?
Frunció el entrecejo, porque la respuesta era obvia.
—Porque yo llevé la primera comparecencia. Estaba allí en el corral. Creía que el caso todavía era mío.
Lo entendí. Corliss era una C. Roulet fue sacado del orden alfabético y llamado antes. Corliss debía de haber estado en el grupo de internos llevados al tribunal con mi cliente. Nos había visto a Maggie y a mí discutir sobre la fianza de Roulet. Por consiguiente pensó que Maggie seguía en el caso. Debió de darle el soplo a ella.
—¿Cuándo te llamó? —pregunté.
—Te estoy diciendo demasiado, Haller. No…
—Sólo dime cuándo te llamo. Esa vista fue un lunes, así que fue ese mismo día.
El caso no apareció en los periódicos ni en la tele, así que tenía curiosidad por saber de dónde había sacado Corliss la información que trataba de intercambiar con los fiscales. Tenía que suponer que no venía de Roulet. Estaba convencido de que le había asustado lo bastante para que guardara silencio. Sin información de los medios, Corliss habría estado limitado a la información recogida en el tribunal cuando se leyeron los cargos y Maggie y yo pactamos la fianza.
Me di cuenta de que con eso bastaba. Maggie había sido específica al señalar las heridas de Regina Campo cuando trataba de impresionar al juez para que retuviera a Roulet sin posibilidad de fianza. Si Corliss había estado en el tribunal, había tenido acceso a todos los detalles que necesitaba para inventar una confesión en el calabozo de mi cliente. Si a eso se añade la proximidad a Roulet nace una confidencia de calabozo.
—Sí, me llamó ese mismo lunes —respondió finalmente Maggie.
—¿Por qué pensaste que era un mentiroso? Lo ha hecho antes, ¿no? El tipo es un soplón profesional, ¿verdad?
Estaba pescando información y Maggie se dio cuenta. Negó con la cabeza.
—Estoy segura de que averiguarás todo lo que necesitas saber en el proceso de hallazgos. ¿Podemos tomarnos una Guinness en plan amistoso? Tengo que irme dentro de una hora.
Asentí, pero quería saber más.
—¿Sabes qué? —dije—. Probablemente ya has tomado bastante Guinness para un día de San Patricio. ¿Qué te parece si nos vamos de aquí y cenamos algo?
—¿Para que puedas seguir haciéndome preguntas del caso?
—No, para que podamos hablar de nuestra hija.
Entrecerró los ojos.
—¿Ocurre algo? —preguntó.
—No que yo sepa. Pero quiero hablar de ella.
—¿Adónde me vas a llevar a cenar?
Mencioné un caro restaurante italiano en Ventura y Sherman Oaks, y sus ojos brillaron. Era un sitio al que habíamos ido a celebrar cumpleaños y también su embarazo. Nuestro apartamento, que ella conservaba, estaba en Dickens, a unas pocas manzanas de allí.
—¿Crees que podemos cenar allí en una hora? —preguntó.
—Si nos vamos ahora, y pedimos sin mirar…
—Acepto. Deja que me despida en plan rápido.
—Yo conduciré.
Y fue buena idea que condujera yo, porque ella no se aguantaba en equilibrio. Tuvimos que caminar cadera contra cadera hasta el Lincoln y hube de ayudarla a subir.
Tomé por Van Nuys en dirección sur hasta Ventura. Al cabo de unos momentos, Maggie sintió que le molestaba algo. Buscó debajo de las piernas y sacó un estuche de cedes sobre el que se había sentado. Era de Earl. Uno de los cedes que escuchaba en el equipo del coche cuando yo estaba en el tribunal. Así ahorraba pila en el iPod. El cede era de un intérprete de dirty south llamado Ludacris.
—No me extraña que estuviera incómoda —dijo Maggie—. ¿Es esto lo que escuchas cuando vas al tribunal?
—La verdad es que no. Es de Earl. Últimamente conduce él. Ludacris no me gusta mucho. Soy más de la vieja escuela. Tupac, Dr. Dre y gente así.
Maggie se rió porque pensó que estaba bromeando. Al cabo de unos minutos nos metimos por el estrecho callejón que conducía a la puerta del restaurante. Un aparcacoches se ocupó del Lincoln y nosotros entramos. La camarera nos reconoció y actuó como si sólo hubieran pasado un par de semanas desde que habíamos estado allí. Lo cierto era que probablemente ambos habíamos estado recientemente, aunque cada uno con parejas diferentes.
Pedí una botella de Singe Shiraz y los dos nos decidimos por platos de pasta sin mirar los menús. Nos saltamos las ensaladas y los aperitivos y le dijimos al camarero que no tardara en sacar la comida. Después de que él se fue miré el reloj y vi que todavía teníamos cuarenta y cinco minutos. Mucho tiempo.
La Guinness estaba haciendo efecto en Maggie. Sonrió de esa manera fracturada que evidenciaba que estaba borracha. Hermosamente borracha. Maggie nunca se ponía desagradable con el alcohol. Siempre se ponía más dulce. Probablemente por eso terminamos teniendo un hijo juntos.
—Creo que deberías pasar del vino —le dije—. O te dolerá la cabeza mañana.
—No te preocupes por mí. Tomaré lo que quiera y dormiré lo que quiera.
Ella sonrió y yo le devolví la sonrisa.
—Bueno, ¿cómo estás, Haller? Lo digo en serio.
—Bien. ¿Tú? Y lo digo en serio.
—Nunca he estado mejor. ¿Ya has superado lo de Lorna?
—Sí, ahora hasta somos amigos.
—¿Y nosotros qué somos?
—No lo sé. A veces adversarios, supongo.
Ella negó con la cabeza.
—No podemos ser adversarios si no podemos estar en el mismo caso. Además, siempre te estoy cuidando. Como con esa basura de Corliss.
—Gracias por intentarlo, pero aun así ha hecho daño.
—Simplemente no tengo respeto por un fiscal que usa a un soplón de calabozo. No importa que tu cliente sea más basura todavía.
—No me ha revelado exactamente lo que dijo Corliss que le contó mi cliente.
—¿De qué estás hablando?
—Sólo dijo que tenía un soplo. No reveló lo que había dicho.
—Eso no es justo.
—Es lo que dije. Es una cuestión de hallazgos, pero no tendremos a un juez asignado hasta después de la conciliación del lunes. Así que no tengo a quién quejarme todavía. Minton lo sabe. Es como me advertiste. No juega limpio.
Maggie se ruborizó. Había pulsado los botones adecuados y ella estaba enfadada. Para Maggie, ganar de manera justa era la única manera de ganar. Por eso era tan buena fiscal.
Nos habíamos sentado en un extremo del banco que recorría la pared del fondo del restaurante. Estábamos a ambos lados de una esquina. Maggie se inclinó hacia mí, pero bajó demasiado y nos golpeamos cabeza contra cabeza. Ella se rió, pero luego volvió a intentarlo. Habló en voz baja.
—Dijo que había preguntado a tu cliente por qué estaba dentro y el tipo dijo: «Por darle a una puta exactamente lo que se merece». Dijo que tu cliente le contó que le dio un puñetazo en cuanto abrió la puerta.
Ella se inclinó y me di cuenta de que se había movido demasiado deprisa y eso le había provocado vértigo.
—¿Estás bien?
—Sí, pero ¿podemos cambiar de tema? No quiero hablar más de trabajo. Hay demasiados capullos y es frustrante.
—Claro.
Justo entonces el camarero nos trajo el vino y los platos al mismo tiempo. El vino era bueno y la comida te hacía sentir como en casa. Empezamos a comer en silencio. Entonces Maggie me golpeó de improviso.
—No sabías nada de Corliss, ¿verdad? Hasta que yo he abierto mi bocaza.
—Sabía que Minton ocultaba algo. Pensé que era un soplo…
—Mentira. Me has emborrachado para averiguar lo que sabía.
—Eh, creo que ya estabas borracha cuando he ligado contigo esta noche.
Maggie estaba detenida con el tenedor encima del plato, con una larga ristra de linguine con salsa de pesto colgando de él. Me señaló con el tenedor.
—Cierto. ¿Entonces qué hay de nuestra hija?
No estaba esperando que se acordara de eso. Me encogí de hombros.
—Creo que lo que dijiste la semana pasada es cierto. Necesita que su padre esté más presente en su vida.
—¿Y?
—Y yo quiero desempeñar un papel más importante. Me gusta estar con ella. Como cuando la llevé a ver esa peli el sábado. Estaba sentado de lado para poder verla a ella viendo la peli. Mirando sus ojos, ¿sabes?
—Bienvenido al club.
—Así que no sé. Estaba pensando que tal vez podríamos establecer un horario. Hacerlo una cosa regular. Ella incluso podría quedarse a dormir a veces, bueno, si quiere.
—¿Estás seguro de todo eso? Es nuevo en ti.
—Es nuevo porque antes no lo sabía. Cuando era más pequeña no podía comunicarme de verdad con ella, no sabía qué hacer. Me sentía extraño. Ahora no. Me gusta hablar con ella. Estar con ella. Aprendo más de ella que ella de mí, eso seguro.
De repente sentí la mano de Maggie en mi pierna, bajo la mesa.
—Es genial —dijo—. Me alegra mucho oírte decir eso. Pero vamos despacio. No has estado cerca en cuatro años y no voy a dejar que Hayley se entusiasme sólo para que luego hagas un acto de desaparición.
—Entiendo. Podemos hacerlo como tú quieras. Sólo te estoy diciendo que voy a estar ahí. Te lo prometo.
Mi exmujer sonrió, queriendo creer. Y yo me hice a mí mismo la misma promesa que acababa de hacerle a ella.
—Bueno, perfecto —dijo Maggie—. Estoy encantada de que quieras hacer esto. Preparemos un calendario y probemos a ver cómo va.
Maggie apartó la mano y continuamos comiendo en silencio hasta que ambos casi hubimos terminado. Entonces me sorprendió otra vez.
—No creo que pueda conducir esta noche —dijo.
Asentí con la cabeza.
—Estaba pensando lo mismo.
—Tú estás bien. Sólo has tomado medio vaso en…
—No, digo que estaba pensando lo mismo de ti. Pero no te preocupes, te llevaré a casa.
—Gracias.
Se estiró por encima de la mesa y puso una mano en mi muñeca.
—¿Y me llevarás a buscar mi coche por la mañana?
Me sonrió con dulzura. La miré, tratando de interpretar a esa mujer que me había puesto en la calle cuatro años antes. La mujer a la que no había podido dejar atrás o superar, cuyo rechazo me envió trastabillando a una relación de la cual sabía desde el principio que no iba a llegar muy lejos.
—Claro —dije—. Te llevaré.