Ted Minton había dispuesto que nos reuniéramos para discutir el caso Roulet en privado, y por ese motivo había programado la cita en un horario en que sabía que el ayudante del fiscal del distrito con el que compartía espacio estaría en el tribunal. Minton me recibió en la zona de espera y me acompañó. No aparentaba más de treinta años, pero hacía gala de un porte de seguridad. Probablemente yo contaba con diez años y un centenar de juicios más que él, pero aun así no me mostró signo alguno de deferencia o respeto. Actuó como si la reunión fuera una molestia que estaba obligado a soportar. Estaba bien. Era lo habitual. De hecho, puso más gasolina en mi depósito.
Cuando llegamos a su pequeño despacho sin ventanas, me ofreció la silla de su compañero y cerró la puerta. Nos sentamos y nos miramos el uno al otro. Dejé que comenzara él.
—Bueno —dijo—. Para empezar, quería conocerle. Soy nuevo aquí en el valle de San Fernando y no he conocido a muchos miembros del sector de la defensa. Sé que es uno de esos tipos que cubren todo el condado, pero no nos hemos encontrado antes.
—Puede que sea porque no ha trabajado en muchos casos de delitos graves antes.
Sonrió y asintió como si yo me hubiera apuntado algún tipo de tanto.
—Puede que tenga razón —dijo—. El caso es que he de decirle que cuando estuve en la facultad de Derecho de la Universidad del Sur de California leí un libro de su padre y sus casos. Creo que se llamaba Haller por la defensa. Algo así. Un hombre interesante y una época interesante.
Asentí con la cabeza.
—Murió antes de que llegara a conocerlo de verdad, pero se publicaron algunos libros sobre él y los he leído todos más de unas cuantas veces. Probablemente por eso terminé haciendo lo que hago.
—Ha de ser duro, conocer a un padre a través de los libros.
Me encogí de hombros. No creía que Minton y yo tuviéramos necesidad de conocernos tan bien el uno al otro, particularmente a la luz de lo que estaba a punto de hacerle.
—Son cosas que pasan —dije.
—Sí.
Minton juntó las manos en un gesto de ponerse en faena.
—Muy bien, estamos aquí para hablar del caso Roulet, ¿no?
—Louis Ross Roulet, sí.
—Veamos, tengo algunas cosas aquí.
Hizo girar la silla para volverse hacia su escritorio, cogió una fina carpeta y se volvió para dármela.
—Quiero jugar limpio. Éstos son los hallazgos que tenemos hasta este momento. Sé que no he de dárselo hasta el día de la lectura oficial de cargos, pero, qué demonios, seamos cordiales.
Sé por experiencia que cuando los fiscales te dicen que están jugando limpio es mejor no darles la espalda. Hojeé el expediente de hallazgos, pero no estaba leyendo nada realmente. La carpeta que Levin había recopilado para mí era al menos cuatro veces más gruesa. No estaba entusiasmado porque Minton tuviera tan poco. Sospechaba que se guardaba cosas. La mayoría de los fiscales te hacen sudar para conseguir las pruebas. Has de pedirlas reiteradamente hasta el punto de ir al tribunal a quejarte ante el juez de ello. Pero Minton me había entregado al menos parte de ellas como si tal cosa. O bien tenía que aprender más de lo que imaginaba acerca de la acusación en casos de delitos graves o me la estaba jugando de algún modo.
—¿Esto es todo? —pregunté.
—Todo lo que yo tengo.
Así era siempre. Si el fiscal no lo tenía, entonces podía demorar su entrega a la defensa. Sabía a ciencia cierta —como si hubiera estado casado con una fiscal— que no era nada extraordinario que un fiscal pidiera a los investigadores de la policía que se tomaran su tiempo para entregar toda la documentación. De este modo podían darse la vuelta y decir al abogado defensor que querían jugar limpio y no entregar prácticamente nada. Los abogados profesionales normalmente se referían a las reglas de hallazgos como reglas de la deshonestidad. Esto, por supuesto, era válido para ambas partes. En teoría, los hallazgos eran una calle de doble sentido.
—¿Y va a ir a juicio con esto?
Agité la carpeta en el aire como para subrayar que el peso de las pruebas era tan escaso como el de la carpeta.
—No me preocupa. Pero si quiere hablar de una disposición, le escucharé.
—No, ninguna disposición en esto. Vamos a por todas. Vamos a renunciar al preliminar e iremos directamente a juicio. Sin retrasos.
—¿No va a renunciar al juicio rápido?
—No. Tiene sesenta días desde el lunes para dar la cara o callar.
Minton frunció los labios como si lo que yo acababa de decirle fuera sólo un inconveniente menor y una sorpresa. Por más que disimulara, sabía que le había asestado un golpe sólido.
—Bueno, entonces, supongo que deberíamos hablar de hallazgo unilateral. ¿Qué tiene para mí?
Había abandonado el tono amable.
—Todavía lo estoy componiendo —dije—, pero lo tendré para la vista del lunes. Aunque la mayor parte de lo que tengo probablemente ya está en este archivo que me ha dado, ¿no cree?
—Seguramente.
—Sabe que la supuesta víctima es una prostituta que se había ofrecido a mi cliente allí mismo, ¿no? Y que ha continuado en esa línea de trabajo desde el incidente alegado, ¿no?
La boca de Minton se abrió quizás un centímetro y luego se cerró. La reacción fue suficientemente reveladora. Le había asestado un mazazo. Sin embargo, se recuperó con rapidez.
—De hecho —dijo—, soy consciente de su ocupación. Pero lo que me sorprende es que usted ya lo sepa. Espero que no haya estado siguiendo a mi víctima, señor Haller.
—Llámeme Mickey. Y lo que estoy haciendo es el menor de sus problemas. Será mejor que estudie a fondo este caso, Ted. Sé que es nuevo en delitos graves y no querrá estrenarse con un caso perdedor como éste. Especialmente después del fiasco Blake. Pero no ha tenido suerte esta vez.
—¿De verdad? ¿Y cómo es eso?
Miré por encima de su hombro al ordenador que había en la mesa.
—¿Ese trasto tiene reproductor de DVD?
Minton miró el equipo. Parecía viejo.
—Supongo. ¿Qué tiene?
Me di cuenta de que mostrarle el vídeo de vigilancia de la barra de Morgan’s equivalía a mostrarle el mejor as que tenía, pero estaba confiado en que una vez que lo viera no habría lectura de cargos el lunes, no habría caso. Mi trabajo era neutralizar el caso y liberar a mi cliente de la maquinaria de la fiscalía. Ésa era la forma de hacerlo.
—No tengo el conjunto de mis hallazgos, pero tengo esto —dije.
Le pasé a Minton el DVD que me había dado Levin. El fiscal lo introdujo en su ordenador.
—Es de la barra de Morgan’s —le expliqué cuando él intentaba reproducirlo—. Vuestros chicos nunca fueron allí, pero el mío sí. Es del domingo por la noche del supuesto ataque.
—Y podría haber sido manipulado.
—Podría, pero no lo ha sido. Puede comprobarlo. Mi investigador tiene el original y le pediré que lo tenga disponible después de la lectura de cargos.
Superadas algunas dificultades, Minton puso en funcionamiento el DVD. Lo observé en silencio mientras yo señalaba el tiempo y los mismos detalles que Levin me había hecho notar, sin olvidar al señor X y el hecho de que fuera zurdo. Minton lo pasó deprisa como yo le ordené y luego lo ralentizó para ver el momento en que Reggie Campo se acercaba a mi cliente en la barra. Tenía una mueca de concentración en el rostro. Cuando terminó, sacó el disco y lo sostuvo.
—¿Puedo quedármelo hasta que tenga el original?
—Claro.
Minton volvió a guardar el disco en su estuche y lo colocó en lo alto de una pila de carpetas que tenía sobre la mesa.
—Vale, ¿qué más? —preguntó.
En esta ocasión fue mi boca la que dejó entrar un poco de luz.
—¿Cómo que qué más? ¿No es suficiente?
—¿Suficiente para qué?
—Mire, Ted, ¿por qué no nos dejamos de chorradas?
—Hágalo, por favor.
—¿De qué estamos hablando aquí? Ese disco hace añicos el caso. Olvidémonos de la lectura de cargos y del juicio y hablemos de ir al tribunal la semana que viene con una moción conjunta para que se retiren los cargos. Quiero que retire esta mierda con perjuicio, Ted. Que no vuelvan sobre mi cliente si alguien aquí decide cambiar de opinión.
Minton sonrió y negó con la cabeza.
—No puedo hacer eso, Mickey. Esta mujer resultó mal herida. Fue agredida por un animal y no voy a retirar nada contra…
—¿Mal herida? Ha estado recibiendo clientes otra vez toda la semana. Usted…
—¿Cómo sabe eso?
Negué con la cabeza.
—Joder, estoy tratando de ayudarle, de ahorrarle un bochorno, y lo único que le preocupa es si he cruzado algún tipo de línea con la víctima. Bueno, tengo noticias para usted. Ella no es la víctima. ¿No ve lo que tiene aquí? Si este asunto llega a un jurado y ellos ven el disco, todos los platos caen, Ted. Su caso habrá terminado y tendrá que volver aquí y explicarle a su jefe Smithson cómo es que no lo vio venir. A Smithson no le gusta perder. Y después de lo que ocurrió ayer, diría que se siente un poco más apremiado al respecto.
—Las prostitutas también pueden ser víctimas. Incluso las aficionadas.
Negué con la cabeza. Decidí mostrar todas mis bazas.
—Ella le engañó —dije—. Sabía que tenía dinero y le tendió una trampa. Quiere demandarlo y cobrar. O bien se golpeó ella misma o le pidió a su amigo del bar, el zurdo, que lo hiciera. Ningún jurado en el mundo se va a tragar lo que está vendiendo. Sangre en la mano o huellas en la navaja… lo prepararon todo después de que lo noquearan.
Minton asintió como si siguiera la lógica de mi discurso, pero de repente salió con algo que no venía a cuento.
—Me preocupa que esté tratando de intimidar a mi víctima siguiéndola y acosándola.
—¿Qué?
—Conoce las reglas. Deje en paz a la víctima o iremos a hablar con un juez.
Negué con la cabeza y extendí las manos.
—¿Está escuchando algo de lo que le estoy diciendo aquí?
—Sí, he escuchado todo y no cambia mi determinación. Aunque tengo una oferta para usted, y será buena sólo hasta la lectura de cargos del lunes. Después, se cierran las apuestas. Su cliente corre sus riesgos con un juez y un jurado. No me intimida usted ni los sesenta días. Estaré listo y esperando.
Me sentía como si estuviera bajo el agua, como si todo lo que había dicho estuviera atrapado en burbujas que se elevaban y eran arrastradas por la corriente. Nadie podía oírme correctamente. En ese momento me di cuenta de que se me había escapado algo. Algo importante. No importaba lo novato que fuera Minton. No era estúpido y por error yo había pensado que estaba actuando como un estúpido. La oficina del fiscal del distrito del condado de Los Ángeles reclutaba a los mejores de las mejores facultades de Derecho. Ya había mencionado la Universidad del Sur de California y sabía que de su facultad de Derecho salían abogados de primer orden. Era sólo cuestión de experiencia. A Minton podía faltarle experiencia, pero eso no significaba que anduviera corto de inteligencia legal. Entendí que tendría que mirarme a mí mismo y no a Minton para comprender.
—¿Qué me he perdido? —pregunté.
—No lo sé —dijo Minton—. Usted es el que tiene la defensa de alto voltaje. ¿Qué se le puede haber pasado?
Lo miré un segundo y lo comprendí. Había algo en esa fina carpeta que no estaba en la gruesa que había preparado Levin. Algo que llevaba a la fiscalía a superar el hecho de que Reggie Campo vendía su cuerpo. Minton ya me lo había dicho: «Las prostitutas también pueden ser víctimas».
Quería detenerlo todo y mirar el archivo de hallazgos de la fiscalía para compararlo con todo lo que yo sabía del caso. Pero no podía hacerlo delante de él.
—Muy bien —dije—. ¿Cuál es su oferta? No la aceptará, pero se la presentaré.
—Bueno, tendrá que cumplir pena de prisión. Eso no se discute. Estamos dispuestos a dejarlo todo en asalto con arma mortal e intento de agresión sexual. Iremos a la parte media de la horquilla, lo cual lo pondría en alrededor de siete años.
Hice un gesto de asentimiento. Asalto con arma mortal e intento de agresión sexual. Una sentencia de siete años probablemente significaría cuatro años reales. No era una mala oferta, pero sólo desde el punto de vista de que Roulet hubiera cometido el crimen. Si era inocente, no era aceptable.
Me encogí de hombros.
—Se la trasladaré —dije.
—Recuerde que es sólo hasta la lectura de cargos. Así que, si quiere aceptarlo, será mejor que me llame el lunes a primera hora.
—Bien.
Cerré el maletín y me levanté. Estaba pensando en que Roulet probablemente estaría esperando una llamada mía diciéndole que su pesadilla había terminado y en cambio iba a llamarle para hablarle de una oferta de siete años de cárcel.
Minton y yo nos estrechamos las manos. Le dije que le llamaría y me dirigí a la salida. En el pasillo que conducía a la zona de recepción me encontré con Maggie McPherson.
—Hayley lo pasó bien el sábado —me contó hablando de nuestra hija—. Todavía está hablando de eso. Me dijo que también ibas a verla este fin de semana.
—Sí, si te parece bien.
—¿Estás bien? Pareces aturdido.
—Está siendo una semana muy larga. Me alegro de tener la agenda vacía mañana. ¿Qué le va mejor a Hayley, el sábado o el domingo?
—Cualquier día. ¿Acabas de reunirte con Ted por el caso Roulet?
—Sí, he recibido su oferta.
Levanté el maletín para mostrar que me llevaba la oferta de pacto de la fiscalía.
—Ahora voy a tener que intentar venderlo —añadí—. Va a ser duro. El tipo dice que no lo hizo.
—Pensaba que siempre decían eso.
—No como este hombre.
—En fin, buena suerte.
—Gracias.
Nos dirigimos en sentidos opuestos en el pasillo, pero recordé algo y la llamé.
—Eh, feliz San Patricio.
—Ah.
Maggie se volvió y se me acercó otra vez.
—Stacey va a quedarse un par de horas más con Hayley y unos cuantos vamos a ir a Four Green Fields después de trabajar. ¿Te apetece una pinta de cerveza verde?
Four Green Fields era un pub irlandés relativamente cercano al complejo municipal. Lo frecuentaban abogados de ambos lados de la judicatura. Las animosidades perdían fuerza con el gusto de la Guinness a temperatura ambiente.
—No lo sé —dije—. Ahora he de ir al otro lado de la colina para ver a mi cliente, pero nunca se sabe, podría volver.
—Bueno, yo sólo tengo hasta las ocho y luego he de ir a relevar a Stacey.
—Vale.
Nos separamos otra vez, y yo salí del juzgado. El banco en el que me había sentado con Roulet y luego con Kurlen estaba vacío. Me senté, abrí mi maletín y saqué el archivo de hallazgos que me había dado Minton. Pasé los informes de los cuales ya había recibido copia a través de Levin. No parecía haber nada nuevo hasta que llegué a un informe de análisis comparativo de huellas dactilares que confirmaba lo que habíamos pensado todo el tiempo; las huellas dactilares de la navaja pertenecían a mi cliente, Louis Roulet.
Aun así, no era suficiente para justificar la actitud de Minton. Continué buscando y me encontré con el informe del análisis del arma. El informe que había recibido de Levin era completamente diferente, como si correspondiera a otro caso y a otra arma. Mientras lo leía rápidamente sentí el sudor en mi cuero cabelludo. Me habían tendido una trampa. Me había abochornado en la reunión con Minton y, peor aún, le había advertido pronto de todo mi juego. El fiscal ya tenía el vídeo de Morgan’s y contaba con todo el tiempo que necesitaba a fin de prepararse para neutralizar su efecto en el juicio.
Finalmente, cerré de golpe la carpeta y saqué el teléfono móvil. Levin respondió después de dos tonos.
—¿Cómo ha ido? —preguntó—. ¿Prima doble para todos?
—No. ¿Sabes dónde está la oficina de Roulet?
—Sí, en Canon, en Beverly Hills. Tengo la dirección exacta en la carpeta.
—Nos vemos allí.
—¿Ahora?
—Estaré allí dentro de media hora.
Apreté el botón y puse fin a la llamada sin más discusión. A continuación llamé a Earl. Debía de llevar puestos los auriculares de su iPod, porque no respondió hasta el séptimo tono.
—Ven a buscarme —dije—. Vamos al otro lado de la colina.
Cerré el teléfono y me levanté del banco. Al caminar hacia el hueco entre los dos tribunales y el sitio donde Earl iba a recogerme, me sentí enfadado. Enfadado con Roulet, con Levin, y más que nada conmigo mismo. Pero también era consciente del lado positivo de la situación. La única cosa que estaba clara era que el cliente filón —y la gran paga que lo acompañaba— no se había perdido. El caso iba a llegar a juicio a no ser que Roulet aceptara la oferta del estado. Y pensaba que las posibilidades de que lo hiciera eran como las posibilidades de que nieve en Los Ángeles. Puede ocurrir, pero no lo creería hasta que lo viera.