Sam Scales era un timador de Hollywood. Se había especializado en estafas diseñadas en Internet para acumular números de tarjetas de crédito y datos de verificación que después podía vender en el mundo de la economía fraudulenta. La primera vez que había trabajado para él fue tras su detención por vender seiscientos números de tarjetas de crédito y la información de verificación que los acompañaba —fechas de vencimiento y las direcciones, números de la seguridad social y contraseñas de los auténticos propietarios de las tarjetas— a un agente del sheriff encubierto.
Scales había obtenido los números y la información enviando mensajes de correo electrónico a cinco mil personas que estaban en la lista de clientes de una empresa con sede en Delaware que vendía un producto para adelgazar llamado TrimSlim6 en Internet. La lista había sido robada del ordenador de la empresa por un hacker que hacía trabajos de freelance para Scales. Usando un ordenador alquilado por horas en un Kinko’s y una dirección de correo temporal, Scales se identificó a sí mismo como abogado de la Food and Drug Administration y explicó a los receptores de los mensajes que en sus tarjetas de crédito se reintegraría el importe total de sus compras de TrimSlim6 tras la retirada del producto por parte de la FDA. Aseguraba que las pruebas del producto realizadas por la FDA demostraban que era ineficaz en promover la pérdida de peso y argumentaba que los fabricantes del producto habían accedido a devolver todo lo cobrado en un intento por evitar denuncias por fraude. Concluía el mensaje de correo con instrucciones para confirmar la devolución. Estas instrucciones incluían proporcionar el número de la tarjeta de crédito, la fecha de vencimiento y el resto de los datos pertinentes.
De los cinco mil receptores del mensaje, hubo seiscientos que picaron. Scales estableció entonces un contacto en los bajos fondos de Internet y preparó una venta en mano: seiscientos números de tarjetas de crédito con su información correspondiente a cambio de diez mil dólares en efectivo. Eso significaba que en cuestión de días los números se estamparían en tarjetas en blanco y se pondrían a funcionar. Era un fraude que podía causar pérdidas por valor de millones de dólares.
Sin embargo, el plan se truncó en una cafetería de West Hollywood donde Scales entregó una lista impresa a su comprador y recibió a cambio un grueso sobre que contenía el efectivo. Cuando salió con el sobre y un descafeinado con leche congelado lo recibieron los ayudantes del sheriff. Había vendido sus números a un agente encubierto.
Scales me contrató para hacer un trato. Contaba entonces treinta y tres años y no tenía antecedentes, a pesar de que había indicaciones y pruebas de que nunca había desempeñado un trabajo legal. Al conseguir que el fiscal asignado al caso se centrara en el robo de números de tarjetas de crédito en lugar de en las potenciales pérdidas del fraude, logré conseguirle a Scales una disposición a su gusto. Se declaró culpable de un delito grave de robo de identidad y lo condenaron a un año de sentencia suspendida, sesenta días de trabajo en CalTrans y cuatro años de libertad condicional.
Ésa fue la primera vez. Habían pasado tres años. Sam Scales no aprovechó la oportunidad de no haber sido condenado a una sentencia que no contemplaba su ingreso en prisión y volvía a estar detenido, y yo iba a defenderlo en un caso de fraude tan censurable que desde el principio quedó claro que estaría más allá de mis posibilidades mantenerlo fuera de la prisión.
El 28 de diciembre del año anterior Scales se había servido de una empresa tapadera para registrar un dominio con el nombre SunamiHelp.com en la World Wide Web. En la página de inicio del sitio web puso fotografías de la destrucción y muerte causados dos días antes cuando un tsunami en el océano Indico devastó partes de Indonesia, Sri Lanka, la India y Tailandia. El sitio pedía a quienes vieran las imágenes que por favor hicieran donaciones a SunamiHelp, que a su vez las distribuiría entre las numerosas agencias que respondían al desastre. En el sitio también figuraba la fotografía de un atractivo hombre blanco identificado como el reverendo Charles, que estaba consagrado a llevar el cristianismo a Indonesia. Una nota personal del reverendo Charles colgada en el sitio pedía a quienes la leyeran que dieran desde el corazón.
Scales era timador, pero no tanto. No quería robar las donaciones hechas al sitio. Sólo quería robar la información de las tarjetas de crédito utilizadas para realizarlas. La investigación subsiguiente a su detención reveló que todas las contribuciones realizadas a través del sitio web fueron enviadas a la Cruz Roja de Estados Unidos y se utilizaron para ayudar a las víctimas del devastador tsunami.
No obstante, los números y la información de las tarjetas de crédito usadas para realizar las donaciones también fueron enviadas al mundo financiero subterráneo. Scales fue detenido cuando un detective de la unidad de fraude del Departamento de Policía de Los Ángeles llamado Roy Wunderlich encontró el sitio. Sabiendo que los desastres siempre atraen a oleadas de artistas de la estafa, Wunderlich había empezado a buscar posibles nombres de sitios web en los que la palabra «tsunami» estuviera mal escrita. Había diversos sitios legítimos de donaciones para las víctimas del tsunami y Wunderlich tecleó variaciones de esas direcciones. Su idea era que los artistas del fraude escribirían mal la palabra en los sitios fraudulentos para atraer potenciales víctimas que probablemente tendrían un nivel de educación más bajo. SunamiHelp.com estaba entre varios sitios cuestionables que encontró el detective. La mayoría de ellos fueron remitidos a la fuerza operativa del FBI que se encargaba del problema a escala nacional. Pero cuando Wunderlich comprobó el registro de dominio de SunamiHelp.com descubrió un apartado de correos de una oficina postal de Los Ángeles. Eso le daba jurisdicción y se quedó SunamiHelp.com para él.
El apartado de correos resultó ser una dirección falsa, pero Wunderlich no se desilusionó. Lanzó un globo sonda, es decir, hizo una compra controlada, o en este caso una donación controlada.
El número de tarjeta de crédito que el detective proporcionó al hacer una donación de veinte dólares sería monitorizado veinticuatro horas al día por la unidad de fraude de Visa, y él sería informado al instante si se realizaba alguna compra en la cuenta. Al cabo de tres días de la donación, la tarjeta de crédito fue usada para pagar un almuerzo de once dólares en el restaurante Gumbo Pot del Farmers Market, en Fairfax y la Tercera. Wunderlich supo que sólo había sido una compra de prueba. Algo pequeño y que fácilmente podía cubrirse con efectivo si el usuario de la tarjeta de crédito falsificada se topaba con un problema en el punto de adquisición.
La compra del restaurante fue aceptada y Wunderlich y otros cuatro detectives de la unidad de estafas fueron enviados al Farmers Market, un conjunto de restaurantes y tiendas viejas y nuevas que siempre estaban repletas, y que por tanto eran el lugar idóneo para que actuaran los artistas de la estafa. Los investigadores se desplegaron en el complejo y esperaron mientras Wunderlich continuaba monitorizando el uso de la tarjeta de crédito por teléfono.
Dos horas después de la primera compra, el número de control se utilizó otra vez para adquirir una cazadora de cuero de seiscientos dólares en el mercado de Nordstrom. Los detectives entraron y detuvieron a una mujer joven cuando estaba completando la compra de la cazadora. El caso se convirtió entonces en lo que se conoce como «cadena de chivatazos», con la policía siguiendo a un sospechoso tras otro a medida que se iban delatando y las detenciones subían los peldaños de la trama.
Finalmente llegaron al hombre sentado en el escalón más alto, Sam Scales. Cuando la historia saltó a la prensa, Wunderlich se refirió a él como el «Mentor del Tsunami», porque muchas de las víctimas resultaron ser mujeres que habían querido ayudar al atractivo ministro cuya foto aparecía en el sitio web. El apodo irritó a Scales, y en mis discusiones con él empezó a referirse al detective que lo había detenido como Wunder Boy.
Llegué al Departamento 124 en la planta trece del edificio de los juzgados de lo penal a las 10.45, pero la sala estaba vacía a excepción de Marianne, la secretaria de la jueza. Pasé por la portezuela y me acerqué a su puesto.
—¿Aún no tienen el horario? —pregunté.
—Le estábamos esperando. Llamaré a todo el mundo y se lo diré a la jueza.
—¿Está furiosa conmigo?
Marianne se encogió de hombros. No iba a responder por la magistrada. Y menos ante un abogado defensor. Pero en cierto modo me estaba diciendo que la jueza no estaba contenta.
—¿Sigue ahí Scales?
—Debería. No sé adónde ha ido Joe.
Me volví y me acerqué a la mesa de la defensa. Me senté a esperar. Finalmente, la puerta del calabozo se abrió y salió Joe Frey, el alguacil asignado al 124.
—¿Aún tiene a mi chico ahí?
—Por los pelos. Pensábamos que otra vez no se iba a presentar. ¿Quiere pasar?
Me sostuvo la puerta de acero y yo entré en una pequeña sala con una escalera que subía al calabozo del tribunal en la planta catorce y dos puertas que conducían a las pequeñas salas de detención de la 124. Una de las puertas tenía un panel de cristal para reuniones entre abogado y cliente y vi a Sam Scales sentado solo a la mesa, detrás del cristal. Llevaba un mono naranja y tenía esposas de acero en las muñecas. Lo estaban reteniendo sin posibilidad de fianza porque su última detención violaba la libertad condicional de su condena del caso TrimSlim6. El dulce trato que le había conseguido en aquel caso iba a irse por el retrete.
—Por fin —dijo Scales cuando yo entré.
—Como si fueras a ir a algún sitio. ¿Estás preparado para esto?
—Si no tengo elección.
Me senté enfrente de él.
—Sam, siempre tienes opción. Pero deja que te lo explique otra vez. Te han pillado bien con esto, ¿vale? Te pillaron desplumando a la gente que quería ayudar a las víctimas de uno de los peores desastres naturales de la historia. Tienen a tres cómplices que aceptaron tratos para declarar contra ti. Tienen la lista de números de tarjetas de crédito en tu posesión. Lo que estoy diciendo es que al final del día, el juez y el jurado van a tener tanta compasión de ti (si se la puede llamar así) como de un violador de niños. Quizá todavía menos.
—Todo eso ya lo sé, pero soy un valor útil para la sociedad. Podría educar a gente. Que me pongan en las escuelas. En clubes de campo. Que me pongan en libertad condicional y le diré a la gente de qué tiene que tener cuidado.
—La gente ha de tener cuidado de ti. Has estropeado tu oportunidad de la otra vez y el fiscal dice que es su última oferta en esto. La única cosa que te garantizo es que no tendrán compasión.
Muchos de mis clientes son como Sam Scales. Creen hasta la desesperanza que hay una luz detrás de la puerta. Y yo soy el que ha de decirles que la puerta está cerrada y que la bombilla hace mucho que se fundió.
—Entonces supongo que he de hacerlo —dijo Scales, mirándome con ojos que me culpaban por no encontrarle una vía de escape.
—Es tu elección. Si quieres un juicio, vamos a juicio. Tu riesgo es a diez años más el que te queda de la condicional. Si les cabreas mucho, pueden enviarte el FBI para que los federales te acusen de fraude interestatal, si quieren.
—Deja que te pregunte algo. Si vamos a juicio, ¿podemos ganar?
Casi me reí, pero todavía sentía cierta simpatía por él.
—No, Sam, no podemos ganar. ¿No has estado escuchando lo que te he estado diciendo estos dos meses? Te tienen. No puedes ganar. Pero estoy aquí para hacer lo que tú quieras. Como he dicho, si quieres un juicio, iremos a juicio. Pero he de decirte que si vamos, tendrás que pedirle a tu madre que me vuelva a pagar. Sólo me ha pagado hasta hoy.
—¿Cuánto te ha pagado ya?
—Ocho mil.
—¡Ocho de los grandes! ¡Eso es el dinero de su jubilación!
—Me sorprende que aún le quede algo en la cuenta con un hijo como tú.
Me miró con agudeza.
—Lo siento, Sam. No debería haber dicho eso. Por lo que me ha dicho, eres un buen hijo.
—Joder, tendría que haber ido a la facultad de Derecho. Tú eres un estafador como yo. ¿Lo sabes, Haller? Sólo que ese papel que te dan te hace legal en la calle, nada más.
Siempre culpan al abogado por ganarse la vida. Como si fuera un crimen cobrar por ganarse la vida. Lo que Scales acababa de decirme habría provocado una reacción casi violenta cuando hacía uno o dos años que había salido de la facultad de Derecho. Pero ya había oído el mismo insulto muchas veces para hacer otra cosa que soportarlo.
—¿Qué quieres que te diga, Sam? Ya hemos tenido esta conversación.
Él asintió y no dijo nada. Lo interpreté como una aceptación tácita de la oferta de la fiscalía. Cuatro años en el sistema penal estatal y una multa de diez mil dólares, seguido por cinco años de condicional. Saldría en dos años y medio, pero la condicional sería una pesada losa para que un timador nato la superara ileso. Al cabo de unos minutos me levanté para irme. Llamé a la puerta exterior y el ayudante Frey me dejó entrar de nuevo en la sala del tribunal.
—Está preparado —dije.
Ocupé mi asiento en la mesa de la defensa y Frey enseguida trajo a Scales, que se sentó a mi lado. Todavía llevaba las esposas. No me dijo nada. Al cabo de unos pocos minutos más, Glenn Bernasconi, el fiscal que trabajaba en el 124, bajó desde su despacho en la planta quince y yo le dije que estábamos preparados para aceptar la disposición sobre el caso.
A las once de la mañana, la jueza Judith Champagne salió de su despacho y ocupó su lugar, y Frey llamó al orden en la sala. La jueza era una rubia menuda y atractiva que había sido fiscal y que llevaba en el cargo al menos desde que yo tenía licencia. Era de la vieja escuela en todo, justa pero dura, y gobernaba su sala como un feudo. A veces incluso traía a su perro, un pastor alemán que se llamaba Justicia, al trabajo. Si la jueza hubiera tenido algún tipo de intervención en la sentencia cuando Sam Scales se enfrentó a ella, no habría sido misericordiosa. Eso es lo que hice por Sam Scales, tanto si éste lo sabía como si no. Con el trato le había salvado de Champagne.
—Buenos días —dijo la jueza—. Me alegro de ver que ha podido llegar hoy, señor Haller.
—Pido disculpas, señoría. Estaba atrapado en el tribunal del juez Flynn en Compton.
Era cuanto tenía que decir. La jueza conocía a Flynn. Todos lo conocían.
—Y en el día de San Patricio, nada menos —dijo ella.
—Sí, señoría.
—Entiendo que tenemos una disposición en el asunto del Mentor del Tsunami. —Inmediatamente miró a la estenógrafa—. Michelle, tache eso.
Miró de nuevo a los abogados.
—Entiendo que tenemos una disposición en el caso Scales. ¿Es así?
—Así es —dije—. Estamos listos para proceder.
—Bien.
Bernasconi medio leyó, medio repitió de memoria la jerga legal necesaria para aceptar un trato con el acusado. Scales renunció a sus derechos y se declaró culpable de los cargos. No dijo nada más que esa palabra. La jueza aceptó el acuerdo de disposición y lo sentenció en los términos establecidos.
—Es usted un hombre afortunado, señor Scales —dijo cuando hubo terminado—. Creo que el señor Bernasconi ha sido muy generoso con usted. Yo no lo habría sido.
—Yo no me siento tan afortunado, señoría —dijo Scales.
El ayudante Frey le dio un golpecito en el hombro desde atrás. Scales se levantó y se volvió hacia mí.
—Supongo que ya está —dijo.
—Buena suerte, Sam —dije.
Lo sacaron de la sala por la puerta de acero y yo observé cómo ésta se cerraba tras él. No le había estrechado la mano.