Jueves, 17 de marzo
El primer anuncio que puse en las páginas amarillas decía: «Cualquier caso, en cualquier momento, donde sea», pero lo cambié al cabo de unos años. No porque la judicatura objetara, sino porque objetaba yo. Me puse más puntilloso. El condado de Los Ángeles es una manta arrugada que cubre diez mil kilómetros cuadrados, desde el desierto hasta el océano Pacífico. Más de diez millones de personas luchan por espacio en la manta y un considerable número de ellos se involucra en actividades delictivas en su elección de estilo de vida. Las últimas estadísticas de delitos muestran que cada año se denuncian casi cien mil delitos violentos en el condado. El año pasado hubo 140.000 detenciones por delitos graves y otras 50.000 por faltas graves relacionadas con las drogas y los delitos sexuales. Si a eso se añaden las detenciones por conducir bajo los efectos del alcohol, podría llenarse dos veces el Rose Bowl con potenciales clientes. Lo que no debes olvidar es que no quieres clientes de las localidades baratas. Quieres los que se sientan en la línea de las cincuenta yardas, los que tienen dinero en el bolsillo.
Tras ser detenidos, los delincuentes son absorbidos por un sistema judicial que cuenta con más de cuarenta tribunales esparcidos por el condado como Burger Kings, tribunales preparados para servirlos, para servirlos en un plato. Estas fortalezas de piedra son los abrevaderos donde los leones legales acuden a cazar y alimentarse. Y el cazador más listo aprende deprisa dónde están los lugares más munificentes, donde pastan los clientes de pago. Las apariencias a veces engañan. La base de clientes de cada tribunal no necesariamente refleja la estructura socioeconómica del entorno que le rodea. Los tribunales de Compton, Downey o East Los Ángeles me han reportado un chorro ininterrumpido de clientes de pago. Estos clientes normalmente están acusados de ser traficantes de droga, pero su dinero es tan verde como el de los estafadores bursátiles de Beverly Hills.
En la mañana del diecisiete estaba en el tribunal de Compton representando a Darius McGinley el día de su sentencia. Los delincuentes habituales solían convertirse en clientes habituales, y McGinley confirmaba esa regla. Por sexta vez desde que lo conocía, lo habían detenido y lo habían acusado de traficar con crack. Esta vez fue en Nickerson Gardens, una zona de viviendas baratas que la mayoría de sus residentes conocía como Nixon Gardens. Nadie respondió nunca mi pregunta de si era una simple abreviación o un nombre puesto en honor del presidente que residía en la Casa Blanca cuando se construyó el vasto complejo de apartamentos y mercado de drogas. McGinley fue detenido después de realizar una venta en mano de una docena de piedras a un agente de narcóticos encubierto. En ese momento, estaba bajo fianza después de haber sido detenido exactamente por el mismo delito dos meses antes. También tenía en su historial cuatro condenas anteriores por venta de drogas.
Las cosas no pintaban bien para McGinley, que sólo tenía veintitrés años. Después de tantos choques anteriores con el sistema, al sistema se le había acabado la paciencia. El mazo iba a caer. Aunque a McGinley le habían mimado antes con penas de libertad condicional y periodos en prisiones del condado, esta vez el fiscal subió el listón al nivel de la cárcel. Cualquier negociación de acuerdo empezaría y terminaría con una sentencia de cárcel. De lo contrario, no habría acuerdo. El fiscal estaría encantado de llevar los dos casos a juicio y pedir una condena de más de diez años.
La elección era dura, pero simple. La fiscalía contaba con todas las cartas. Lo tenían bien pillado en dos entregas de droga en mano. La realidad era que un juicio sería un ejercicio de futilidad. McGinley lo sabía. La realidad era que la venta de cocaína por valor de trescientos dólares a un policía iba a costarle al menos tres años de su vida.
Como ocurría con muchos de mis clientes jóvenes del South Side de la ciudad, la cárcel era una parte prevista de la vida para McGinley. Creció sabiendo que iría. Las únicas cuestiones a determinar eran cuándo y por cuánto tiempo y si viviría lo suficiente para salir de allí. En mis muchas reuniones en calabozos con él a lo largo de los años, había aprendido que McGinley tenía una filosofía personal inspirada por la vida, la muerte y la música rap de Tupac Shakur, el poeta matón cuyos versos reflejaban la esperanza y la desesperanza de las desoladas calles que constituían el hogar de McGinley. Tupac profetizó correctamente su propia muerte violenta. El sur de Los Ángeles estaba repleto de jóvenes que compartían exactamente esa misma visión de la vida.
McGinley era uno de ellos. Podía recitarme largos riffs de los cedes de Tupac. Me traducía el significado de las letras del gueto. Era una educación que yo valoraba, porque McGinley era sólo uno de los muchos clientes que compartían la creencia en un destino final que era esa «Mansión de los matones», el lugar entre el cielo y la tierra en el que terminaban todos los gánsteres. Para McGinley la cárcel era sólo un rito de pasaje en la carretera a ese lugar, y estaba listo para emprender el viaje.
—Caeré, me haré más fuerte y más listo, y luego volveré —me dijo.
Me dio el visto bueno para conseguir un acuerdo. Me había entregado cinco mil dólares por medio de un giro —no le pregunté de dónde procedían— y yo volví al fiscal, conseguí que los dos casos se juntaran en uno, y McGinley accedió a declararse culpable. La única cosa que me pidió fue que intentara conseguirle que lo encerraran en una cárcel cercana para que su madre y sus tres hijos pequeños no tuvieran que ir demasiado lejos para visitarle.
Cuando el tribunal fue llamado a sesión, el juez Daniel Flynn salió de su despacho con una toga verde esmeralda que provocó las sonrisas falsas de muchos de los abogados y funcionarios que había en la sala. Se lo conocía por lucir el verde en dos ocasiones cada año: el día de San Patricio y el viernes anterior a que los Notre Dame Fighting Irish se enfrentaran a los Southern Cal Trojans en el campo de fútbol americano. También era conocido entre los abogados que trabajaban en el tribunal de Compton como «Danny Boy».
El alguacil anunció el caso y yo me levanté y me presenté. Entraron a McGinley a través de una puerta lateral y el joven se quedó a mi lado vestido con su mono naranja y con las muñecas unidas a una cadena de cintura. No tenía a nadie en la galería viendo cómo lo condenaban. Estaba solo, yo era su única compañía.
—Buen día, señor McGinley —dijo Flynn en su acento irlandés—. ¿Sabe qué día es hoy?
Yo bajé la mirada. McGinley farfulló su respuesta.
—El día de mi sentencia.
—Eso también. Pero estoy hablando del día de San Patricio, señor McGinley. Un día para sentirse honrado por la herencia irlandesa.
McGinley se volvió ligeramente y me miró. Era listo en la calle, pero no en la vida. No entendió lo que estaba ocurriendo, si eso era parte de la sentencia o sólo algún tipo de irrespetuosidad de un hombre blanco. Quería decirle que el juez era insensible y probablemente racista, sin embargo, sólo me incliné y le susurré al oído.
—Tranquilo. Es un capullo.
—¿Conoce el origen de su apellido, señor McGinley? —preguntó el juez.
—No, señor.
—¿Le importa?
—La verdad es que no, señor. Es el nombre de un traficante de esclavos, supongo. ¿Por qué iba a importarme quién era ese hijoputa?
—Disculpe, señoría —dije yo rápidamente.
Me incliné otra vez hacia McGinley.
—Darius, calma —susurré—. Y cuida tu lenguaje.
—Me está faltando —replicó, en voz un poco más alta que un susurro.
—Y todavía no te ha sentenciado. ¿Quieres joder el trato?
McGinley se apartó de mí y miró al juez.
—Lamento mi lenguaje, señoría. Vengo de la calle.
—Ya lo veo —dijo Flynn—. Bueno, es una pena que se sienta así respecto a su historia. Pero si no le importa su apellido, entonces a mí tampoco. Sigamos con la sentencia y mandémosle a la cárcel.
Dijo esto último con alegría, como si sintiera placer en mandar a McGinley a Disneylandia, el lugar más feliz de la Tierra.
La sentencia fue rápida después de eso. En el informe de investigación de antecedentes no había nada aparte de lo que todo el mundo ya conocía.
Darius McGinley sólo había ejercido una profesión desde los once años: traficante de drogas. Sólo había tenido una verdadera familia, una banda. Nunca se había sacado licencia de conducir pese a que conducía un BMW. Nunca se había casado, aunque era padre de tres niños. Era la misma vieja historia y el mismo círculo vicioso que se repetía una docena de veces al día en tribunales de todo el país. McGinley vivía en una sociedad que se entrecruzaba con la corriente dominante de los Estados Unidos de América únicamente en los juzgados. Sólo era pienso para la maquinaria.
La maquinaria necesitaba comer, y McGinley estaba en el plato. Flynn lo sentenció a lo acordado previamente, de tres a cinco años de cárcel, y le leyó toda la jerga legal estándar que acompañaba ese tipo de acuerdos. Para hacer gracia —aunque sólo el personal de su propia sala rió— leyó toda la palabrería judicial con su característico acento irlandés. Y punto final.
Yo sabía que McGinley traficaba con muerte y destrucción en la forma de una roca de cocaína, y probablemente había cometido actos de violencia y otros delitos de los que nunca lo habían acusado, pero aun así me sentí mal por él. Sentí que era otra persona que no había tenido en la vida otra oportunidad con algo que no fuera la delincuencia. Nunca había conocido a su padre y había dejado la escuela en sexto grado para aprender el negocio de las drogas. Podía contar dinero con precisión, pero nunca había tenido una cuenta bancaria. Nunca había ido a una playa del condado y mucho menos fuera de Los Ángeles. Y ahora su primer viaje sería en un furgón con barrotes en las ventanillas.
Antes de que lo condujeran de nuevo al calabozo antes de transferirlo a la prisión, le estreché la mano —él apenas pudo por la cadena de la cintura— y le deseé buena suerte. Es algo que rara vez hago con mis clientes.
—No te preocupes —me dijo—. Volveré.
Y no lo dudaba. En cierto modo, Darius McGinley era un cliente filón tanto como Louis Roulet. Roulet era probablemente un negocio de una vez. Pero a lo largo de los años, tenía la sensación de que McGinley sería uno de los que llamaba «clientes vitalicios». Sería el regalo que continuaría llegando, siempre que desafiara a las estadísticas y continuara viviendo.
Puse el expediente de McGinley en mi maletín y pasé otra vez la portezuela mientras anunciaban el siguiente caso. Raul Levin me estaba esperando en el abarrotado pasillo de fuera de la sala. Teníamos una reunión para revisar sus hallazgos en el caso Roulet. Había tenido que venir a Compton porque yo tenía la agenda repleta.
—Buen día —dijo Levin con un exagerado acento irlandés.
—Sí, ¿lo has visto?
—He asomado la cabeza. El tipo es un pelo racista, ¿no?
—Y puede salirse con la suya porque desde que unificaron los tribunales en un distrito de condado, su nombre va en las papeletas de todas partes. Aunque la gente de Compton se levante como una ola para echarlo, los del West Side aún pueden contrarrestarlo. Es una putada.
—¿Cómo llegó la primera vez al puesto?
—Eh, tienes una licenciatura en Derecho y haces las contribuciones adecuadas a la gente adecuada y tú también podrías ser juez. Lo nombró el gobernador. Lo difícil es ganar la primera reelección. Él lo hizo. ¿Nunca has oído su historia?
—No.
—Te encantará. Hace unos seis años, Flynn consiguió que el gobernador lo nombrara. Eso es antes de la unificación. Entonces los jueces eran elegidos por los votantes del distrito que presidían. El juez supervisor del condado de Los Ángeles comprueba sus credenciales y enseguida se da cuenta de que es un tipo con muchas conexiones políticas pero sin ningún talento ni experiencia en tribunales. Flynn era básicamente un abogado de oficina. No es que no pudiera juzgar un caso, es que probablemente no podía encontrar un tribunal ni aunque le pagaran. Así que el juez presidente lo entierra aquí en el penal de Compton, porque la regla es que has de presentarte a la reelección el año siguiente a ser nombrado para el cargo. Supone que Flynn la cagará, cabreará a los votantes y lo echarán. Un año y fuera.
—Un dolor de cabeza menos.
—Exacto. Sólo que no fue así. A primera hora del primer día de presentación de candidaturas, Fredrica Brown entra en la oficina del alguacil y presenta los papeles para enfrentarse a Flynn. ¿Conoces a Freddie Brown, del centro?
—No personalmente, pero he oído hablar de ella.
—Como todo el mundo por aquí. Además de ser una abogada defensora muy buena, es negra, es una mujer y es popular en la comunidad. Habría aplastado a Flynn por cinco a uno o más.
—Entonces, ¿cómo demonios conservó el cargo Flynn?
—A eso voy. Con Freddy en la lista, nadie más se presentó al cargo. Por qué molestarse, para ella era coser y cantar, aunque resultaba curioso que quisiera ser jueza y cobrar menos. Entonces debía de cobrar medio kilo con su práctica.
—¿Qué ocurrió?
—Lo que ocurrió fue que un par de meses después, en la última hora antes del final del plazo de presentación de candidaturas, Freddie vuelve a entrar en el despacho del alguacil y retira su candidatura.
Levin asintió.
—Así que Flynn termina presentándose sin oposición y mantiene el cargo —dijo.
—Exacto. Luego llegó la unificación y nunca podrán sacarlo de aquí.
Levin parecía indignado.
—Es un chanchullo. Tenían algún tipo de acuerdo y fue una violación de la ley electoral.
—Sólo si puedes demostrar que hubo un acuerdo. Freddie siempre ha mantenido que no le pagaron ni formó parte de un plan cocinado por Flynn para mantenerse en el cargo. Ella dice que sólo cambió de opinión y se retiró porque se dio cuenta de que no podría mantener su estilo de vida con el sueldo de un juez. Pero te diré una cosa, a Freddie siempre le va bien cuando tiene un caso ante Flynn.
—Y lo llaman sistema de justicia.
—Sí.
—Bueno, ¿qué opinas de Blake?
Tenía que salir a relucir. Era lo único de lo que se hablaba. Robert Blake, el actor de cine y televisión, había sido absuelto del asesinato de su esposa el día anterior en el Tribunal Superior de Van Nuys. La fiscalía y el Departamento de Policía de Los Ángeles habían perdido otro gran caso mediático y no podías ir a ninguna parte donde éste no fuera el tema de discusión número uno. Los medios y la mayoría de la gente que vivía y trabajaba fuera de la maquinaria no lo entendía. La cuestión no era si Blake lo había hecho, sino si había pruebas suficientes presentadas en el juicio para condenarlo por haberlo hecho. Eran dos cosas distintas y separadas, pero el discurso público que había seguido al veredicto las había entrelazado.
—¿Qué opino? —dije—. Creo que admiro al jurado por concentrarse en las pruebas. Si no estaba ahí, no estaba ahí. Detesto cuando el fiscal del distrito cree que puede arrancar un veredicto por sentido común: «¿Si no fue él, quién más pudo ser?». ¡Ya basta con esa monserga! Si quieres condenar a un hombre y meterlo en la cárcel de por vida, entonces presenta las putas pruebas. No esperes que un jurado te saque las castañas del fuego.
—Hablas como un auténtico abogado defensor.
—Eh, tú te ganas la vida con los abogados defensores, socio. Deberías memorizar el discurso. Así que olvidemos a Blake. Estoy celoso y ya estoy aburrido de oírlo. Has dicho por teléfono que tenías buenas noticias para mí.
—Las tengo. ¿Adónde quieres que vayamos a hablar y mirar lo que tengo?
Eché un vistazo al reloj. Tenía una comparecencia de calendario sobre un caso en el edificio del tribunal penal del centro a las once, y no podía llegar tarde porque me la había perdido el día anterior. Después de eso, se suponía que debía ir a Van Nuys para encontrarme por primera vez con Ted Minton, el fiscal que había heredado el caso Roulet de Maggie McPherson.
—No tengo tiempo de ir a ninguna parte —dije—. Podemos sentarnos en mi coche y coger un café. ¿Llevas encima el material?
En respuesta, Levin levantó el maletín y tamborileó el lateral con los dedos.
—Pero ¿y tu chófer?
—No te preocupes por él.
—Entonces vamos.