—Tiene muy mal aspecto, señor. ¿Está seguro de que quiere verlo? No es agradable.
—Sí —replicó de inmediato el hombre al capataz.
—De acuerdo, pues. Yo le conduciré.
—¿Quién más lo sabe?
—Sólo el jefe de turnos y el chico que lo encontró. —Lanzó una mirada a su jefe y añadió—: mantendrán la boca cerrada. Si eso es lo que usted quiere.
Severan Hydt no dijo nada.
Bajo el cielo encapotado y polvoriento, los dos hombres abandonaron la zona de carga y descarga del antiguo edificio de la oficina central y caminaron hasta un coche cercano. Subieron a un monovolumen engalanado con el logo de Green Way International Disposal and Recycling. El nombre de la empresa estaba impreso sobre el delicado dibujo de una hoja verde. A Hydt no le gustaba mucho el dibujo, que se le antojaba falsamente progresista, pero le habían dicho que la imagen había tenido éxito entre grupos focales y era bueno para las relaciones públicas. («¡Ah, el público!», había contestado con velado desprecio, para luego darle su aprobación a regañadientes).
Era un hombre alto (casi metro noventa) y ancho de espaldas, con el torso embutido en un traje de lana negra hecho a medida. Su enorme cabeza estaba cubierta de espeso y rizado pelo negro, veteado de blanco, y lucía una barba a juego. Sus uñas largas y amarillentas sobrepasaban con holgura las yemas de los dedos, pero estaban cuidadosamente limadas. Eran largas a propósito, no por descuido.
La palidez de Hydt destacaba las oscuras ventanas de la nariz, y los ojos todavía más oscuros, enmarcados por una cara larga que aparentaba menos de los cincuenta y seis años que contaba. Era un hombre fuerte todavía, pues había conservado la mayor parte de su musculatura juvenil.
El monovolumen atravesó los terrenos destartalados de su empresa, más de cuarenta hectáreas de edificios bajos, vertederos, contenedores de basuras, gaviotas que lo sobrevolaban, humo, polvo…
Y putrefacción…
Mientras corrían por las carreteras llenas de baches, la atención de Hydt se desvió un momento hacia una construcción que se encontraba a un kilómetro de distancia. Estaban a punto de terminar un nuevo edificio. Era idéntico a los dos que ya se alzaban en los terrenos: cajas de cinco pisos cuyas chimeneas se elevaban hacia el cielo, que rielaba debido al calor que subía. A los edificios se los conocía como «destructores», una palabra victoriana que a Severan Hydt le encantaba. Inglaterra era el primer país del mundo en obtención de energía a partir de residuos municipales. La primera central eléctrica que lo hizo, en la década de 1870, fue construida en Nottingham; al poco tiempo había cientos de ellas funcionando por todo el país, y producían vapor con el fin de generar electricidad.
El destructor que estaban a punto de terminar en mitad de su centro de eliminación y reciclaje de basuras no era diferente, en teoría, de sus lúgubres antepasados dickensianos, salvo que utilizaba estropajos y filtros para limpiar los peligrosos gases y era mucho más eficaz, pues quemaba combustible derivado de los desperdicios y producía energía que luego se enviaba (con el fin de obtener beneficios, por supuesto) a los sistemas de suministro eléctrico de los condados que rodean Londres.
De hecho, Green Way International, S. A. era el último de una larga tradición inglesa de eliminación y reciclaje de basuras. Enrique IV había decretado que la basura debía ser recogida y eliminada de las calles de ciudades y pueblos bajo amenaza de multa. Los golfillos habían mantenido limpias las orillas del Támesis (en beneficio de las empresas, no porque el Gobierno les diera un salario), y los niños que rebuscaban en la basura habían vendido restos de lana a fábricas de tejidos para la producción de paños burdos. En Londres, ya en el siglo XIX, habían empleado a mujeres y chicas para rebuscar entre la basura que llegaba, y clasificarla según su utilidad futura. La British Paper Company se había fundado para fabricar papel reciclado en 1890.
Green Way estaba situado a casi treinta kilómetros al este de Londres, lejos de los bloques apelotonados de edificios de oficinas de la Isle of Dogs y la cúpula en forma de mina marina del enorme auditorio 02, más allá del batiburrillo de Ganning Town y Silvertown, los Docklands. Para llegar, tenías que desviarte de la A13 en dirección sudeste y conducir hacia el Támesis. No tardabas en encontrar una pista estrecha, poco acogedora e incluso inhóspita, rodeada de arbustos y plantas esqueléticas, pálidas y translúcidas como la piel de un agonizante. La franja de asfalto parecía que no iba a ninguna parte… hasta que coronabas una elevación de escasa altitud y veías delante el enorme complejo de Green Way, casi siempre oculto por la niebla.
El monovolumen se detuvo en mitad de ese país encantado de basura junto a un contenedor abollado, de un metro ochenta de altura por seis de largo. Dos obreros cuarentones, vestidos con el mono de color tostado de Green Way, estaban parados junto a él con aspecto inquieto. Su aspecto no mejoró ni siquiera ahora que estaba presente el propietario de la empresa, nada menos.
—¡Caramba! —susurró el uno al otro.
Hydt sabía que también estaban amedrentados por sus ojos negros, la espesa masa de su barba y su alta estatura.
Además de las uñas.
—¿Ahí dentro? —preguntó.
Los obreros permanecieron mudos, y el capataz, cuyo nombre, Jack Dennison, estaba cosido en el mono, habló.
—Exacto, señor. Vale, tío —dijo con brusquedad a uno de los obreros—, no hagas esperar al señor Hydt. No tiene todo el día libre, ¿verdad?
El empleado corrió a un lado del contenedor y, con cierto esfuerzo, abrió la enorme puerta, auxiliado por un muelle. Dentro había los omnipresentes montones de bolsas de basura verdes y desperdicios sueltos (botellas, revistas y periódicos) que la gente perezosa no separaba para reciclar.
Y otro elemento desechado: un cuerpo humano.
Era de una mujer o un adolescente, a juzgar por la estatura. No había gran cosa que investigar, pues estaba claro que la muerte había tenido lugar varios meses antes. El hombre se agachó y lo tocó con sus largas uñas.
Aquel agradable examen confirmó que el cadáver era de una mujer.
Mientras contemplaba la piel suelta, los huesos protuberantes, la obra de insectos y animales en los restos de carne, Hydt sintió que se le aceleraba el corazón.
—No hablaréis a nadie de esto —dijo a los dos trabajadores. Mantendrán la boca cerrada.
—Sí, señor.
—Por supuesto, señor.
—Esperad allí.
Se alejaron al trote. Hydt miró a Dennison, quien asintió para confirmar que se portarían bien. Hydt no lo puso en duda. Dirigía Green Way más como una base militar que como una empresa de vertido y reciclaje de basura. La seguridad era estricta (los teléfonos móviles estaban prohibidos, y todas las comunicaciones con el exterior se controlaban) y la disciplina, espartana. Pero, en compensación, Severan Hydt pagaba a su gente bien, muy bien. La historia enseñaba que los soldados profesionales duraban más que los de leva, siempre que tuvieras dinero. Y esa materia prima nunca escaseaba en Green Way. Deshacerse de lo que la gente ya no deseaba siempre había sido (y sería siempre) una empresa ventajosa.
Ahora que estaba solo, Hydt se agachó junto al cadáver.
El descubrimiento de restos humanos en este lugar era algo que ocurría con frecuencia. A veces, empleados que trabajaban en los escombros de las obras y en la división de recuperación de Green Way encontraban huesos o esqueletos disecados victorianos en los cimientos de edificios. O bien el cadáver de un sin techo, muerto por exposición a los elementos, la bebida o las drogas, y arrojado sin más ceremonias sobre las bolsas de basura. A veces se trataba de la víctima de un asesinato, en cuyo caso los asesinos tenían el detalle de trasladar el cuerpo allí.
Hydt nunca informaba de las muertes. La presencia de la policía era lo último que deseaba.
Además, ¿por qué debía renunciar a semejante tesoro?
Se acercó más al cadáver, con las rodillas apretadas contra lo que quedaba de los pantalones vaqueros de la mujer. El olor a putrefacción, como a cartón amargo y mojado, sería desagradable para casi todo el mundo, pero Hydt había dedicado toda la vida a deshacerse de cosas, y no le daba más asco que a un mecánico el olor de la grasa, o a un empleado del matadero el olor a sangre y vísceras.
Sin embargo, Dennison, el capataz, esperaba a cierta distancia del perfume.
Hydt acarició con una de sus uñas la parte superior del cráneo, del cual había desaparecido casi todo el pelo, después la mandíbula y los huesos de los dedos, los primeros en quedar expuestos. Sus uñas también eran largas, pero eso no se debía a que hubieran crecido después de muerta, lo cual era un mito. Parecían más largas porque la carne de debajo se había encogido.
Estudió a su nueva amiga durante un largo rato, y después retrocedió a regañadientes. Consultó su reloj. Sacó el iPhone del bolsillo y tomó una docena de fotos del cadáver.
Después, paseó la vista a su alrededor. Señaló un punto desierto situado entre dos grandes montículos que se alzaban sobre sendos vertederos, como túmulos que albergaran falanges de soldados muertos.
—Dile a los hombres que la entierren allí.
—Sí, señor —contestó Dennison.
—A poca profundidad —dijo Hydt, mientras volvía hacia el monovolumen—. Y deja una señal. Para que pueda encontrarla de nuevo.
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Media hora después, Hydt se encontraba en su despacho, revisando las fotos que había tomado al cadáver, perdido en las imágenes, sentado ante la puerta de una mazmorra de trescientos años de edad, montada sobre patas, que constituía su escritorio. Por fin, guardó el teléfono y dedicó sus ojos oscuros a otros asuntos. Y había muchos. Green Way era uno de los líderes mundiales en la industria de la eliminación, recuperación y reciclaje de basura.
El despacho era espacioso y estaba poco iluminado, situado en el último piso de la sede central de Green Way, una antigua fábrica de productos cárnicos que se remontaba a 1896, renovada y transformada en lo que las revistas de interiorismo calificaban de «cutre chic».
En las paredes colgaban reliquias arquitectónicas de edificios que su empresa había demolido: vidrieras de colores rajadas, con roñosos marcos pintados, gárgolas de hormigón, escenas de flora y fauna, efigies, mosaicos. Había varias representaciones de san Jorge y el dragón. Y de san Juan, también. En un enorme bajorrelieve, Zeus; disfrazado de cisne, se lo montaba con la hermosa Leda.
La secretaria de Hydt entró con cartas que debía firmar, informes que leer, notas que aprobar y estados financieros que estudiar. Los negocios de Green Way iban muy bien. En una conferencia sobre la industria del reciclaje, Hydt había observado en broma que el adagio sobre la certidumbre en la vida no debería limitarse a las dos afirmaciones más famosas. La gente tenía que pagar impuestos, tenía que morir… y tenía que entregar su basura para que la recogieran y eliminaran.
Su ordenador gorjeó y vio un correo electrónico encriptado de un colega que estaba fuera del país. Se refería a una reunión importante del día siguiente, martes, confirmando la hora y el lugar. La última frase le estimuló: «El número de muertos de mañana será considerable: cerca de cien. Espero que sea apropiado».
En efecto. Y el deseo que le había asaltado cuando vio el cadáver en el contenedor se intensificó.
Miró a la esbelta mujer de unos sesenta y pocos años que había entrado, vestida con traje pantalón oscuro y camisa negra. Tenía el pelo blanco, cortado en media melena. Un diamante grande sin adornos colgaba de una cadena de platino alrededor de su estrecho cuello, y piedras similares, aunque con arreglos más trabajados, adornaban sus muñecas y varios dedos.
—He dado el visto bueno a las pruebas.
Jessica Barnes era estadounidense. Había nacido en una pequeña ciudad de las afueras de Boston. El acento local prestaba un matiz adorable a su voz. Reina de la belleza hacía años, había conocido a Hydt cuando era camarera en un pequeño restaurante de Nueva York. Habían vivido juntos varios años y, para tenerla cerca, la había contratado con la excusa de que revisara los anuncios de Green Way, otra tarea por la que Hydt sentía escaso respeto o interés. No obstante, le habían dicho que la mujer había tomado buenas decisiones de vez en cuando en lo tocante a las estrategias de marketing de la empresa.
Pero cuando Hydt la miró, observó algo diferente en ella.
Se descubrió estudiando su cara. Eso era. Hydt prefería, insistía en ello, que llevara sólo blanco y negro, y que mantuviera su rostro libre de maquillaje… Aquel día se había aplicado un levísimo colorete, y tal vez (no estaba seguro) un poco de carmín. No frunció el ceño, pero Jessica captó su mirada y se alteró un poco; su respiración cambió. Se llevó los dedos a una mejilla, pero detuvo la mano.
Pero el mensaje había sido recibido claramente. Jessica le presentó los anuncios.
—¿Quieres echarles un vistazo?
—Estoy seguro de que son perfectos.
—Los enviaré.
La mujer salió del despacho, pero su destino no era el departamento de marketing, sabía Hydt, sino el lavabo de señoras, donde se lavaría la cara. Jessica no era idiota. Había aprendido la lección.
Después, se esfumó de sus pensamientos. Miró por la ventana a su nuevo destructor. Era muy consciente del acontecimiento del viernes, pero en aquel momento no podía quitarse de la cabeza el día de mañana.
«El número de muertos… cerca de cien».
Notó un agradable retortijón en las tripas.
Fue entonces cuando su secretaria anunció por el intercomunicador:
—El señor Dunne ha llegado, señor.
—Ah, estupendo.
Un momento después, Niall Dunne entró y cerró la puerta para quedarse a solas con Hydt. La cara trapezoidal del voluminoso hombre pocas veces había reflejado emociones durante los nueve meses que se conocían. A Severan Hydt le desagradaba casi todo el mundo y no le interesaba la vida social. Pero Dunne le provocaba escalofríos incluso a él.
—Bien, ¿qué ha sucedido? —preguntó. Después del incidente de Serbia, Dunne había dicho que debían reducir al mínimo sus conversaciones telefónicas.
El hombre volvió sus ojos azul claro hacia Hydt y le contó, con su acento de Belfast, que a él y a Karic, el contacto serbio, los habían sorprendido varios hombres, al menos dos de los cuales eran agentes de la inteligencia serbia, la BIA, disfrazados de policías, y un occidental, quien había contado al agente serbio que era del Grupo Europeo para el Mantenimiento de la Paz.
Hydt frunció el ceño.
—Es…
—Tal grupo no existe —dijo con calma Dunne—. Debe de ser una operación privada. No había apoyo, central de comunicaciones ni sanitarios. El occidental debió de sobornar a los agentes de inteligencia para que lo ayudaran. Al fin y al cabo, se trata de los Balcanes. Puede que haya surgido un competidor. Tal vez uno de sus socios, o un trabajador de aquí, filtró algo sobre el plan.
Se estaba refiriendo a Gehenna, por supuesto. Hacían todo lo posible por mantener en secreto el proyecto, pero había personas implicadas esparcidas por todo el mundo. Era imposible que no se produjera una filtración y que alguna organización criminal no quisiera averiguar algo más al respecto.
—No quiero minimizar los riesgos —continuó Dunne—. Son muy inteligentes. Pero no fue un operativo coordinado a gran escala. Estoy convencido de que podemos continuar adelante.
Dunne entregó a Hydt un teléfono móvil.
—Utilice éste para nuestras conversaciones. La encriptación es mejor.
Hydt lo examinó.
—¿Pudo ver al occidental?
—No. Había mucho humo.
—¿Y Karic?
—Lo maté.
El rostro impenetrable expresó la misma emoción que si hubiera dicho: «Sí, hoy hace frío fuera».
Hydt reflexionó sobre lo que había dicho el hombre. Nadie era más preciso o cauteloso en lo referente a análisis que Niall Dunne. Si estaba convencido de que no existían problemas, Hydt aceptaría su opinión.
—Me voy a las instalaciones —dijo Dunne—. En cuanto consiga los últimos materiales, el equipo dice que puede acabar en cuestión de horas.
Hydt se sintió inflamado de repente, espoleado por el cadáver de la mujer en el contenedor… y la idea de lo que esperaba en el norte.
—Lo acompañaré.
Dunne no dijo nada.
—¿Cree que es una buena idea? —preguntó, por fin—. Podría ser peligroso.
Lo dijo como si hubiera detectado ansiedad en la voz de Hydt. Al parecer, Dunne opinaba que no podía salir nada bueno de una decisión basada en las emociones.
—Correré el riesgo.
Hydt dio unas palmaditas sobre su bolsillo para asegurarse de que llevaba el teléfono. Esperaba que se le presentara la oportunidad de tomar más fotografías.