El letrero que había al lado de la puerta anunciaba «Director General».
Bond entró en una antesala, donde una mujer de unos treinta y cinco años estaba sentada a una diminuta mesa. Vestía una blusa crema claro, bajo una chaqueta casi del mismo tono que la de Bond. Un rostro largo, hermoso y majestuoso, ojos que podían pasar de la severidad a la compasión con más rapidez que una caja de cambios de Fórmula 1.
—Hola, Moneypenny.
—Sólo será un momento, James. Está hablando con Whitehall de nuevo.
Su postura era erguida, sus gestos, económicos. Ni un cabello fuera de su sitio. Bond reflexionó, como hacía a menudo, que su pasado militar había dejado una huella indeleble. Había renunciado a su empleo en la Marina Real para aceptar su actual trabajo de secretaria de M.
Justo después de integrarse en el QDG, Bond se había dejado caer en la silla de su oficina y exhibido una amplia radiante.
—Tenías rango de teniente, ¿verdad, Moneypenny? —bromeó—. Prefiero imaginarte encima de mí.
Bond había abandonado el servicio con rango de comandante.
Como respuesta, no había recibido la réplica mordaz que merecía, sino un comentario afable.
—Ah, pero he descubierto, James, que en la vida hay que aprender todas las posiciones mediante la experiencia. Y me complace decir que en eso no te llego ni a la suela de los zapatos.
El ingenio y celeridad de la réplica, así como el tuteo, junto con su radiante sonrisa, definieron su relación en aquel mismo momento, y de manera inmutable: ella le había puesto en su sitio, pero abierto el camino de la amistad. Así había continuado desde entonces, afectuosa e íntima, pero siempre profesional. (De todos modos, Bond albergaba la creencia de que, de todos los agentes de la sección 00, él era su favorito).
Moneypenny lo miró de arriba abajo y frunció el ceño.
—Me han dicho que te lo pasaste de miedo allí abajo.
—Por decirlo de alguna manera.
Moneypenny echó un vistazo a la puerta cerrada de M.
—Este asunto de Noah es peliagudo, James. Llegan mensajes de todas partes. Se fue a las nueve de la noche, y ha llegado a las cinco de la mañana —añadió en un susurro—. Estaba preocupado por ti. Anoche estuviste incomunicado en algunos momentos. No paró de llamar por teléfono.
Vieron que la luz del teléfono se apagaba. Moneypenny oprimió un botón y habló por un micrófono casi invisible.
—Ha llegado 007, señor.
Cabeceó en dirección a la puerta, y Bond se encaminó hacia ella cuando la luz de «no molestar» que había encima destelló. Todo sucedió en silencio, por supuesto, pero Bond siempre imaginaba que la luz venía acompañada por el sonido de un cerrojo que se abría para dejar pasar a un prisionero al interior de una mazmorra medieval.
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—Buenos días, señor.
M tenía el mismo aspecto que en el Travellers Club tres años antes, cuando se habían conocido, y era probable que llevara el mismo traje gris. Señaló una de las sillas funcionales encaradas hacia el gran escritorio de roble. Bond se sentó.
La oficina estaba amueblada y las paredes forradas de librerías. El edificio se encontraba en el punto donde el viejo Londres se encontraba con el nuevo, y las ventanas de M permitían contemplarlo. Hacia el oeste, los edificios de época de Marylebone High Street contrastaban con los rascacielos de vidrio y metal de Euston Road, esculturas conceptuales de alta tecnología y estética dudosa, con sistemas de ascensores más inteligentes que las personas.
Esos escenarios, no obstante, quedaban atenuados, incluso en días soleados, porque el cristal de la ventana era a prueba de bomba y reflectante, con el fin de impedir que un enemigo ingenioso, flotando en globo sobre Regent’s Park, los espiara.
M alzó la vista de sus notas y examinó a Bond.
—Ningún informe médico, supongo.
Nunca se le escapaba nada.
—Uno o dos rasguños. Nada grave.
El escritorio del hombre albergaba una libreta, una complicada consola telefónica, su móvil, una lámpara de latón eduardiana y un humidificador lleno de estrechos puros negros, que M se permitía fumar en ocasiones cuando iba y venía de Whitehall, y durante sus breves paseos por Regent’s Park, cuando iba acompañado de sus pensamientos y dos guardias de la Rama P. Bond sabía muy poco de la vida privada de M, salvo que vivía en una mansión estilo Regencia en la periferia de Windsor Forest y que jugaba al bridge, le gustaba pescar y pintaba unas acuarelas de flores bastante conseguidas. Un cabo de la Marina afable y con talento, Andy Smith, era el conductor de su lustroso Rolls-Royce de diez años de antigüedad.
—Deme su informe, 007
Bond ordenó sus pensamientos. M no toleraba un relato confuso ni andarse por las ramas. Los «hum» y los «eh» eran tan inaceptables como decir obviedades. Repitió lo que había sucedido en Novi Sad.
—Encontré algunas cosas en Serbia que tal vez nos aporten más detalles —añadió—. Philly las está investigando ahora, así como la sustancia peligrosa del tren.
—¿Philly?
Bond recordó que a M le desagradaba el uso de apodos, aunque él recibiera uno que utilizaba toda la organización.
—Ophelia Maidenstone —explicó—. Nuestro enlace con Seis. Si hay algo que descubrir, ella lo hará.
—¿Su tapadera en Serbia?
—Era una operación de bandera falsa. Los dirigentes de la BIA en Belgrado saben que trabajo para el ODG y cuál era mi misión, pero dijimos a sus dos agentes de campo que trabajaba para una organización ficticia dedicada a la defensa de la paz. Lo que el irlandés logró averiguar gracias al agente más joven no es comprometedor.
—El Yard y Cinco se están preguntando… Teniendo en cuenta lo del tren de Novi Sad, ¿cree que el Incidente Veinte está relacionado con el sabotaje de una línea férrea de aquí? ¿Que lo de Serbia era un ensayo?
—Yo también me lo he planteado, señor. Pero no sería el tipo de operación que necesita mucho ensayo. Además, el cómplice del irlandés preparó el descarrilamiento en tres minutos. Nuestros sistemas ferroviarios deben ser más sofisticados que una línea de mercancías de la Serbia rural.
Una poblada ceja se enarcó, tal vez para expresar su desacuerdo con aquella suposición.
—Tiene razón —dijo M—. No parece el preludio del Incidente Veinte.
—Bien —Bond se inclinó hacia delante—, lo que me gustaría hacer, señor, es volver de inmediato a la Estación Y. Entrar por Hungría y montar una operación de busca y captura del irlandés. Me llevaré un par de agentes 00. Podemos seguir el rastro del camión que robó. Será complicado, pero…
M estaba sacudiendo la cabeza, al tiempo que se balanceaba en su gastado trono.
—Parece que se ha armado un buen lío, 007. Le concierne a usted.
—Diga lo que diga Belgrado, el joven agente que murió…
M agitó la mano con impaciencia.
—Sí, sí, por supuesto que lo ocurrido fue culpa de él. No lo he dudado en ningún momento. Las explicaciones son una señal de debilidad, 007. No sé por qué me las da.
—Lo siento, señor.
—Estoy hablando de otra cosa. Anoche, Chelteriham consiguió una imagen por satélite del camión en el que escapó el irlandés.
—Muy bien, señor.
Por lo visto, su aplicación de rastreo había tenido éxito.
Pero el ceño fruncido de M sugería que la satisfacción de Bond era prematura.
—A unos veintidós kilómetros al sur de Novi Sad, el camión paró y el irlandés subió a un helicóptero. Ni matrícula ni identificación, pero la GCHQ logró un perfil MASINT del vehículo.
La inteligencia de reconocimiento y signatura era lo último en espionaje de alta tecnología. Si la información llegaba por fuentes electrónicas, como transmisiones de microondas o radio, era ELINT; de fotografías e imágenes de satélites, IMINT; de teléfonos móviles y correos electrónicos, SIGINT, y de fuentes humanas, HUMINT. Con MASINT, los instrumentos recogían y perfilaban datos como energía térmica, ondas de sonido, alteraciones de las corrientes de aire, vibraciones de rotores de hélices y helicópteros, gases de escape de motores a reacción, trenes y coches, pautas de velocidad y más.
—Anoche —continuó el director general—, Cinco registró un perfil MASINT que coincidía con el helicóptero en que el hombre escapó.
Maldita sea, si el MI5 había localizado el helicóptero, eso significaba que estaba en Inglaterra. El irlandés, la única pista que conducía a Noah y al Incidente Veinte, se encontraba en el único lugar donde James Bond carecía de autoridad para perseguirle.
—El helicóptero aterrizó al nordeste de Londres a eso de la una de la madrugada —añadió M—. Le perdieron la pista. —Meneó la cabeza—. No entiendo por qué Whitehall no nos concedió más libertad de acción para operar en casa cuando nos crearon. Habría sido fácil. ¿Qué pasaría si hubiera seguido al irlandés hasta el Ojo de Londres o el museo de Madame Tussaud? ¿Qué habría tenido que hacer, llamar al 999? ¡Por el amor de Dios, en estos tiempos de globalización, de Internet, de la Unión Europea, no podemos seguir pistas en nuestro propio país!
No obstante, la razón de esta norma era muy clara. El MI5 llevaba a cabo investigaciones brillantes. El MI6 era un maestro en el arte de recoger información del extranjero y en «acción perjudicial», como destruir una célula terrorista desde su interior diseminando información falsa. El Grupo de Desarrollo Exterior hacía bastante más, incluido, aunque en escasas ocasiones, ordenar a sus agentes de la Sección 00 que esperaran a los enemigos del Estado y les mataran a tiros. Pero hacerlo en el Reino Unido, aunque fuera justificable desde un punto de vista moral o conveniente desde un punto de vista táctico, caería bastante mal entre los blogueros y los plumíferos de la prensa.
Por no mencionar que los fiscales de la Corona tal vez quisieran decir algo también acerca del tema.
Pero, dejando aparte la política, Bond quería seguir sin la menor duda en el caso del Incidente Veinte. Había desarrollado una particular aversión por el irlandés. Habló a M en tono contenido.
—Creo que me encuentro en una situación inmejorable para encontrar a este hombre y a Noah, y para descubrir qué están tramando. Quiero continuar, señor.
—Ya me lo imaginaba. Y yo quiero que usted continúe, 007. Esta mañana he hablado por teléfono con Cinco y Operaciones Especiales del Yard. Ambos están de acuerdo en otorgarle un papel consultivo.
—¿Consultivo? —dijo con amargura Bond, pero después se dio cuenta de que M habría tenido que llevar a cabo negociaciones durísimas para lograr eso—. Gracias, señor.
M desechó las palabras con un ademán.
—Trabajará con alguien de la División Tres, un individuo llamado Osborne-Smith.
La División Tres… La seguridad británica y las operaciones policiales eran como los seres humanos: nacían, se casaban, se multiplicaban, morían, e incluso, había bromeado Bond en una ocasión, se sometían a operaciones de cambio de sexo. La División Tres era uno de los retoños más recientes. Tenía cierta relación con Cinco, del mismo modo que el QDG guardaba un levísimo parentesco con Seis.
Negación plausible…
Si bien Cinco contaba con amplios poderes de investigación y vigilancia, carecía de autoridad para practicar detenciones, y no contaba con agentes tácticos. No era el caso de la División Tres. Se trataba de un grupo hermético y solitario de magos de la tecnología, burócratas y antiguos chicos duros del SAS y del SBS armados hasta los dientes. Bond se había quedado impresionado por sus recientes éxitos en desarticular células terroristas de Oldham, Leeds y Londres.
M lo miró fijamente.
—Sé que está acostumbrado a gozar de carta blanca para manejar la situación tal como le parezca conveniente, 007. Tiene una vena independiente que le ha hecho grandes favores en el pasado. —Una mirada sombría—. Casi siempre. Pero en casa, su autoridad es limitada. De una manera significativa. ¿Me he expresado con claridad?
—Sí, señor.
«Por lo tanto, se acabó la carta blanca —reflexionó irritado Bond—. Más carta gris».
Otra adusta mirada de M.
—Ahora, una complicación. Esa conferencia de seguridad.
—¿Conferencia de seguridad?
—¿No ha leído el informe de Whitehall? —preguntó malhumorado M.
Se trataba de declaraciones administrativas sobre asuntos internos del Gobierno y, en consecuencia, Bond no las leía.
—Lo siento, señor.
Las mandíbulas de M se tensaron
—Tenemos trece agencias de seguridad en el Reino Unido. Tal vez más a partir de esta mañana. Los jefes de Cinco, Seis, SOCA, JTAC, SO Trece y DI, el equipo al completo, yo incluido, se recluirán en Whitehall durante tres días a finales de esta semana. Ah, también la CIA y algunos tipos del continente. Informes sobre Islamabad, Pyongyang, Venezuela, Beijing y Yakarta. Y probablemente algún joven analista con gafas de Harry Potter, pregonando su teoría de que los rebeldes chechenos son los responsables del maldito volcán de Islandia. En conjunto, un gran inconveniente. —Suspiró—. Estaré prácticamente incomunicado. El director ejecutivo estará al mando de la operación del Incidente Veinte.
—Sí, señor. Me coordinaré con él.
—Manos a la obra, 007. Y recuerde: está operando en el Reino Unido. Trátelo como un país en el que nunca ha estado. Lo cual significa, por el amor de Dios, que debe ser diplomático con los nativos.