James Bond estaba sentado en una esquina de la terraza del restaurante del hotel Table Mountain.
Estufas de gas brillaban sobre su cabeza y derramaban una cascada de calor. El olor del propano resultaba curiosamente atrayente en el frío aire de la noche.
Sostenía una pesada copa de cristal que contenía bourbon Baker con hielo. El licor poseía el mismo ADN que el de Basil Hayden, pero era de mejor calidad. Por consiguiente, le daba vueltas para permitir que los cubitos suavizaran el impacto, aunque James Bond no estaba muy seguro de querer hacerlo, aquella noche no.
Por fin, dio un largo sorbo y miró las mesas cercanas, todas ocupadas por parejas. Manos que acariciaban manos, rodillas apretadas contra rodillas, mientras se susurraban secretos y promesas con aliento a vino. Velos de pelo sedoso remolineaban cuando las mujeres ladeaban la cabeza para escuchar las dulces palabras de su acompañante.
Bond pensó en Franschhoek y en Felicity Wilhing.
¿Cuál habría sido el programa del sábado? ¿Se proponía confesar a Gene Theron, despiadado mercenario, su carrera de corredora de bolsa del hambre y reclutarlo para su grupo?
Y, de haber sido la mujer que creyó al principio, la salvadora de África, ¿le habría confesado él que era un agente del Gobierno inglés?
Pero las especulaciones irritaban a Bond (puesto que suponían una pérdida de tiempo), y se sintió aliviado cuando su móvil zumbó.
—Bill.
—Ésta es la situación general, James —dijo Tanner—. Las tropas de los países que rodean el este de Sudán han retrocedido. Jartum hizo una declaración acerca de que «Occidente ha interferido una vez más en el proceso democrático de una nación soberana, en un intento de sembrar el feudalismo en toda la región».
—¿El Feudalismo?
Bond lanzó una risita.
—Sospecho que el redactor quería decir «imperialismo», pero se hizo un lío. No entiendo por qué Jartum no puede utilizar Google para localizar a un encargado de prensa decente, como hace todo el mundo.
—¿Y los chinos? Se han quedado privados de un montón de petróleo con descuento.
—No están en situación de quejarse, puesto que fueron responsables en parte de lo que habría sido una guerra muy desagradable. Pero el Gobierno regional de la Alianza Oriental está encantado de haberse conocido. Su gobernador sopló al primer ministro que van a votar para separarse de Jartum el año que viene, y que celebrarán elecciones democráticas. Quieren establecer relaciones comerciales a largo plazo con nosotros y con los Estados Unidos.
—Y tienen montones de petróleo.
—Pozos, James, a mansalva. Bien, casi toda la comida que Felicity Wilhing iba a repartir está volviendo a Ciudad del Cabo. El Programa Mundial de Alimentos se va a encargar del reparto. Es una buena organización. Lo enviarán a los lugares que la necesitan. Siento lo de Lamb.
—Se interpuso en la línea de fuego para salvarnos. Debería recibir una condecoración póstuma.
—Llamaré a Vauxhail Cross para decírselo. Ahora lo siento, James, pero necesito que vuelvas el lunes. Algo se está cociendo en Malasia. Existe una relación con Tokio.
—Extraña combinación.
—Ya lo creo.
—Llegaré a las nueve.
—Mejor a las diez. Has tenido una semana muy ocupada. Desconectaron y Bond tuvo tiempo de dar otro sorbo al whisky antes de que el teléfono volviera a zumbar. Miró la pantalla. Contestó al tercer zumbido.
—Philly.
—He estado leyendo los mensajes, James. Dios mío… ¿Te encuentras bien?
—Sí. Ha sido un día bastante movidito, pero da la impresión de que todo se ha solucionado.
—Eres el maestro del comedimiento. ¿Así que Gehenna y el Incidente Veinte eran dos cosas diferentes por completo? ¿Cómo lo averiguaste?
—Correlación de análisis y, por supuesto, hay que pensar en tres dimensiones —dijo muy serio Bond.
Una pausa.
—Me estás tomando el pelo, ¿verdad, James?
—Supongo.
Una leve carcajada.
—Bien, estoy segura de que estás rendido y de que necesitas descansar, pero he descubierto una pieza más del rompecabezas de Cartucho de Acero. Si te interesa.
«Relájate», se dijo.
Pero no pudo. ¿Su padre había sido un traidor o no?
—He identificado al topo del KGB en Seis, el que fue asesinado.
—Entiendo. —Respiró hondo—. ¿Quién era?
—Espera un momento… ¿Dónde lo tengo? Estaba por aquí. Qué agonía. Se esforzó por mantener la calma.
—Ah, aquí está. Su nombre falso era Robert Witherspoon. Reclutado por un adiestrador del KGB cuando estaba en Cambridge. Un agente de medidas activas del KGB lo empujó al metro de Piccadílly Circus en 1988.
Bond cerró los ojos. Andrew Bond no había ido a Cambridge. Su esposa y él habían muerto en 1990, en una montaña de Francia. Su padre no había sido un traidor. Ni un espía.
—Pero también encontré a otro agente freelance del MI6, que murió dentro de la operación Cartucho de Acero, y no era doble. Por lo visto, le consideraban un superagente que trabajaba en contraespionaje, investigando a los topos de Seis y la CIA.
Bond dio vueltas a la idea en la mente, como al whisky del vaso.
—¿Sabes cómo murió él?
—Todo está muy confuso. Sé que ocurrió alrededor de 1990, en Francia o Italia. También lo disfrazaron de accidente, y dejaron en el lugar de los hechos un cartucho de acero a modo de advertencia para los demás agentes.
Una sonrisa irónica cruzó los labios de Bond. De modo que tal vez su padre había sido espía, al fin y al cabo, aunque no un traidor. Al menos, a su país no. Pero, reflexionó, ¿había sido un traidor a su familia y a su hijo? ¿No había sido temerario Andrew al llevarle con él cuando iba a reunirse con agentes enemigos a los que pretendía engañar?
—Otra cosa, Bond. Has dicho «él».
—Acerca del agente de contraespionaje de Seis que fue asesinado en la década de 1990, has dicho «él». Un mensaje que encontré en los archivos insinúa que era una mujer.
Dios mío, pensó Bond… ¿Su madre una espía? ¿Monique Delacroix Bond? Imposible. Pero era fotoperiodista freelance, una profesión que se utilizaba con frecuencia como tapadera no oficial de los agentes. Además, era mucho más aventurera que su padre. Era ella quien había animado a su marido a escalar y esquiar. Bond también recordaba su educado pero firme rechazo a dejar que el pequeño James la acompañara en sus tareas fotográficas.
Una madre nunca pondría en peligro a su hijo, por supuesto, con independencia de lo que recomendaran las normas del oficio.
Bond desconocía las exigencias del reclutamiento en aquellos tiempos, pero el hecho de que fuera de nacionalidad suiza no habría sido un obstáculo para que trabajara de agente.
No obstante, era necesario llevar a cabo más investigaciones para confirmar las sospechas. Y si era cierto, descubriría quién había ordenado el asesinato y quién lo había ejecutado. Pero eso era responsabilidad exclusiva de Bond.
—Gracias, Philly. Creo que eso es todo cuanto necesito. Has estado magnífica. Te mereces la Orden del Imperio Británico.
—Un vale-obsequio de Selfridges será suficiente… Lo emplearé cuando celebren la semana de Bollywood en la sección de gastronomía.
Ah, otro ejemplo de su interés compartido por la cocina.
—En ese caso, todavía mejor, te llevaré a un indio que conozco en Brick Lane. El mejor de Londres. No tienen autorización para vender bebidas alcohólicas, pero nos llevaremos uno de esos burdeos de los que hablabas. El sábado que viene, ¿te parece bien?
Ella hizo una pausa. Debía estar consultando su agenda.
—Sí, James, será estupendo.
La imaginó de nuevo: el espeso pelo rojo, los ojos verde dorados centelleantes, y el crujido que producía cuando cruzaba las piernas.
—Tendrás que venir con pareja —añadió ella.
El whisky se detuvo a mitad de camino de sus labios.
—Por supuesto —dijo Bond como un autómata.
—Tú y tu chica, Tim y yo. Nos lo pasaremos en grande.
—Tim. Tu prometido.
—Te habrán dicho que pasamos una mala temporada. Pero rechazó la oportunidad de un magnífico empleo en el extranjero para quedarse en Londres.
—Era un buen tipo. Recobró la razón.
—No le culpo por pensárselo. No es fácil vivir conmigo. Pero decidimos probar otra vez. Tenemos una historia en común. Vamos a ver qué pasa el sábado. Tim y tú hablaréis de coches y motos. Sabe mucho de eso. Incluso más que yo.
Hablaba deprisa, demasiado deprisa. Ophelia Maidenstone era inteligente, además de lista, y era muy consciente de lo que había pasado entre ellos en el restaurante el lunes anterior. Había intuido la verdadera relación que compartían, y ahora estaría pensando en lo que habría podido suceder,…, si el pasado no se hubiera interpuesto.
El pasado, reflexionó Bond con ironía: la pasión de Severan Hydt.
Y su némesis.
—Me alegro mucho por ti, Philly —dijo con sinceridad.
—Gracias, James —contestó ella, con una pizca de emoción en la voz.
—Pero escucha, no quiero que te pases la vida paseando niños por Clapham en un cochecito. Eres el mejor agente de enlace que hemos tenido nunca, e insistiré en utilizarte en todas las misiones posibles.
—Siempre estaré a tu disposición, James.
Teniendo en cuenta las circunstancias, no era la mejor elección de palabras, reflexionó Bond, mientras sonreía para sí.
—Debo irme, Philly. Te llamaré la semana que viene para analizar el balance del Incidente Veinte.
Desconectaron.
Bond pidió otra copa. Cuando llegó, se bebió la mitad mientras contemplaba el puerto, aunque no apreciaba del todo su espectacular belleza. Y su distracción no tenía nada que ver (bueno, apenas nada que ver) con el compromiso recompuesto de Ophelia Maidenstone.
No, ahora sus pensamientos giraban en torno a un tema más importante.
Su madre, una espía…
Dios mío.
De pronto, una voz interrumpió sus turbulentas reflexiones.
—Llego tarde. Lo siento.
James Bond se volvió hacia Bheka Jordaan, que estaba sentada delante de él.
—¿Ugogo se encuentra bien?
—Ah, sí, pero en casa de mi hermana nos ha obligado a todos a ver la reposición de Sgudi’Snaysi.
Bond arqueó una ceja.
—Una sitcorn en idioma zulú de hace unos años. En conjunto, es divertida.
Hacía calor bajo la estufa de la terraza, y Jordaan se quitó la chaqueta azul marino. Su camisa roja era de manga corta, y observó que no se había aplicado maquillaje en el brazo. La cicatriz infligida por sus compañeros de trabajo se destacaba mucho. Se preguntó por qué esta noche no la ocultaba.
Jordaan le observaba con detenimiento.
—Me sorprendió que aceptaras mi invitación a cenar. Invito yo, por cierto.
—No es necesario.
—Yo tampoco lo veo así —respondió ella con el ceño fruncido.
—Gracias.
—No estaba segura de proponértelo. Me lo pensé un buen rato. No soy una persona que le de demasiadas vueltas a las cosas. Por lo general, decido enseguida, como creo que ya te dije. —Hizo una pausa y desvió la vista—. Lamento que tu cita en el país del vino no saliera bien.
—Bien, teniendo en cuenta lo sucedido, prefiero estar contigo aquí que en Franschhoek.
—Me lo imagino. Soy una mujer difícil, pero no una asesina múltiple. Pero no deberías flirtear conmigo —añadió en tono ominoso—. ¡No lo niegues! Recuerdo muy bien tu mirada en el aeropuerto el día en que llegaste.
—Flirteo mucho menos de lo que crees. Los psicólogos han encontrado una palabra para eso. Lo llaman proyectar. Proyectas tus sentimientos en mí.
—¡Ese comentario ya supone flirtear!
Bond rió y llamó con un gesto al sumiller. Exhibió la botella de vino espumoso sudafricano que Bond había pedido que trajera cuando llegara su acompañante. El hombre la abrió.
Bond la probó y cabeceó para indicar su aprobación.
—Te gustará —dijo a Jordaan—. Un Graham BeckCuvée Clive. Chardonnay y pinot noir. Cosecha de 2003. Es de Robertson, en la Provincia Occidental del Cabo.
Jordaan emitió una de sus raras carcajadas.
—Yo dándote conferencias sobre Sudáfrica, y parece que tú ya sabes algunas cosas.
—El vino es tan bueno como el que puedas encontrar en Reims.
—¿Dónde está eso?
—En Francia, la cuna del champán. Al este de París. Un hermoso lugar. Te gustaría.
—Estoy segura de que es encantador, pero no hace falta ir allí si nuestro vino es tan bueno como el de ellos.
Su lógica era implacable. Entrechocaron las copas.
—Khotso —dijo ella—. Paz.
—Khotso.
Bebieron y guardaron silencio unos momentos. Se encontraba muy a gusto en compañía de aquella «mujer difícil».
Ella dejó la copa sobre la mesa.
—¿Puedo preguntarte algo?
—Por favor.
—Cuando Gregory Lamb y yo estábamos en el remolque del hostal, grabando tu conversación con Felicity Wilhing, le dijiste que habías esperado que lo vuestro saliera bien. ¿Era cierto?
—Sí.
—Pues lo siento. Yo también he tenido mala suerte en lo tocante a las relaciones. Sé lo que pasa cuando el corazón se revuelve contra ti. Pero somos seres correosos.
—Ya lo creo. Contra viento y marea.
Jordaan desvió la vista y contempló un rato el puerto.
—Fue mi bala la que le mató, ¿sabes? Me refiero a Niall Dunne —dijo Bond.
—¿Cómo has sabido que estaba…? —preguntó ella sobresaltada. Su voz enmudeció.
—¿Era la primera vez que disparabas contra alguien?
—Sí, pero ¿por qué estás tan seguro de que fue tu bala?
—Decidí que, desde aquella distancia, mi vector de objetivo tenía que ser un disparo en la cabeza. Dunne tenía una herida en el antebrazo y otra en el torso. El disparo en la cabeza era mío. Fue fatal. La herida de más abajo, la tuya, fue superficial.
—¿Estás seguro de que fuiste tú quien le disparó en la cabeza?
—Sí.
—¿Por qué?
—No podía fallar en aquella situación de tiroteo —se limitó a explicar Bond.
Jordaan guardó silencio un momento.
—Supongo que tendré que creerte. Cualquiera que utilice las expresiones «vector de objetivo» y «situación de tiroteo» debe saber dónde metió la bala.
Antes, pensó Bond, lo habría dicho con burla (una referencia a su naturaleza violenta y al flagrante desprecio por la letra de la ley), pero ahora se limitaba a hacer una observación.
Estuvieron charlando un rato, sobre la familia de ella y la vida de él en Londres, y sus viajes.
La noche estaba cayendo sobre la ciudad, una agradable noche de otoño del tipo que adorna esta parte del hemisferio sur, y la vista refulgía de luces fijas en tierra y luces flotantes en los barcos. También estrellas, salvo en los vacíos negros cercanos, donde el rey y el príncipe de las formaciones rocosas de Ciudad del Cabo ocultaban el cielo: Table Mountain y Lion’s Head.
La quejumbrosa llamada de barítono de un claxon se oyó desde el puerto.
Bond se preguntó si sería uno de los barcos que transportaban comida.
O tal vez era de un barco que congregaba a los turistas desde la prisión situada en la cercana Robben Island, donde gente como Nelson Mandela, Kgalema Motlanthe y Jacob Zuma (todos los cuales habían llegado a ser presidentes de Sudáfrica) habían estado encerrados muchos años durante el apartheid.
O quizás era la bocina de un crucero que se preparaba para zarpar hacia otros puertos, y que llamaba a pasajeros cansados, cargados con bolsas de biltong envuelto en flim, vino pinotage y paños de cocina negros, verdes y amarillos del Congreso Nacional Africano, junto con sus impresiones turísticas de aquel complicado país.
Bond hizo un gesto al camarero, que trajo las cartas. Cuando la policía cogió una, su brazo herido rozó un momento el codo de Bond. Y compartieron una sonrisa, que fue algo menos breve.
No obstante, pese a la reconciliación, Bond sabía que, después de la cena, la dejaría en un taxi que la llevaría a Bo-Kaap, y él regresaría a su habitación para hacer la maleta en vistas a su viaje a Londres de la mañana siguiente.
Lo sabía, como diría Kwalene Nkosi, sin duda.
Oh, la idea de una mujer con la que se entendiera a la perfección, con la que pudiera compartir todos los secretos, compartir su vida, atraía a James Bond, y en el pasado le había resultado consoladora y vigorizante. Pero al final, comprendió ahora, esa mujer, en realidad cualquier mujer, sólo podía desempeñar un pequeño papel en la peculiar realidad en que vivía. Al fin y al cabo, era un hombre cuyo propósito le encontraba en movimiento constante, de un lugar a otro, y su supervivencia y tranquilidad de espíritu exigían que este tránsito fuera veloz, sin descanso, con el fin de que pudiera sorprender a su presa y dejar atrás al perseguidor.
Y, si recordaba bien el poema que Philly Maidenstone había recitado con tanta elegancia, viajar deprisa significaba viajar siempre solo.
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