Las ambulancias y los coches del SAIPS estaban llegando. Un helicóptero de las fuerzas especiales del Recces sobrevolaba la embarcación que albergaba a los mercenarios venidos para recoger a Dunne y Felicity. Potentes focos apuntaban hacia abajo, así como las bocas de dos cañones de 20 milímetros. Una breve descarga sobre la proa fue suficiente para que los ocupantes se rindieran.
Un coche camuflado de la policía frenó entre una nube de polvo justo delante del hotel. Kwalene Nkosi bajó y saludó a Bond con un cabeceo. Otros agentes se reunieron con él. Reconoció a algunos de la redada en la planta de Green Way.
Bheka Jordaan ayudó a Felicity Wilhing a ponerse en pie.
—¿Dunne ha muerto? —preguntó.
Sí. Bond y Jordaan habían disparado al mismo tiempo antes de que la boca de la Beretta se elevara hasta una posición amenazadora, Había muerto un momento después, con los ojos azules tan apagados en la muerte como lo habían estado en vida, aunque su última mirada había sido para la habitación donde estaba sentada Felicity, no para la pareja que le había disparado.
—Sí —dijo Jordaan—. Lo siento.
Lo dijo con cierta compasión, pues al parecer había deducido que existía entre ambos una relación tanto profesional como personal.
—Lo siente —respondió Felicity con cinismo—. ¿De qué me sirve muerto?
Bond comprendió que no estaba lamentando la muerte de una pareja, sino la de una moneda de cambio.
Felicity Willful…
—Escúcheme. No tiene ni idea de a qué se enfrenta —masculló a Jordaan—. Soy la Reina de la Ayuda Alimentaria. Yo soy la que salva a los bebés muertos de hambre. Si intenta detenerme, será mejor que entregue la placa ahora mismo. Y si eso no le impresiona, acuérdese de mis socios. Hoy le ha costado millones y millones de dólares a gente muy peligrosa. Le haré una oferta: clausuraré mí organización de aquí. Me iré a otra parte. Usted quedará a salvo. Se lo garantizo.
»Si no lo acepta, no vivirá ni un mes. Ni su familia. Tampoco crea que va a enviarme a una de esas prisiones secretas. Si existe la más mínima sospecha de que el SAPS ha tratado a un sospechoso de manera ilegal, la prensa y los tribunales los crucificarán.
—No te van a detener —dijo Bond.
—Estupendo.
—La historia oficial será que has huido del país después de estafar cinco millones de dólares a la tesorería de la IOAH. A tus socios no les va a interesar vengarse de la capitana Jordaan ni de nadie. Sólo les interesará encontraros a ti… y su dinero.
En realidad, iban a enviarla a un centro clandestino para «hablar» con ella largo y tendido.
—¡No puedes hacer eso! —rugió, con la ferocidad dibujada en sus ojos verdes.
En aquel momento, llegó una furgoneta negra. Dos hombres uniformados bajaron y se acercaron a Bond. Reconoció en sus mangas el emblema del Special Boat Service inglés, que consistía en una espada sobre un lema que a Bond siempre le había gustado: «Por la fuerza y la astucia».
Era el equipo clandestino que Bill Tanner había reunido. Uno de sus miembros saludó.
—Comandante.
Bond, vestido de paisano, se limitó a cabecear.
—Aquí está el paquete.
Señaló a Felicity Wilhing.
—¿Cómo? —Gritó la leona—. ¡No!
—Les autorizo a ejecutar la orden de nivel 2 del QDG con fecha del pasado domingo —dijo a los soldados.
—Sí, señor. Traemos la documentación. Nosotros nos encargaremos.
Se la llevaron por la fuerza. Desapareció en la furgoneta, que salió a toda velocidad por el camino de grava.
Bond se volvió hacia Bheka Jordaan, pero ella ya se estaba alejando hacia su coche a grandes zancadas. Subió sin mirar atrás, puso en marcha el motor y se fue.
Bond se acercó a Kwalene Nkosi y le entregó la Beretta de Dunne.
—Hay un rifle allí arriba, suboficial. Vayan a buscarlo. Señaló la zona donde Dunne se había apostado.
—Sí, ya lo creo. Mi familia y yo subimos de excursión muchos fines de semana. Conozco bien los Apóstoles. Yo lo recogeré.
Bond clavó los ojos en el coche de Jordaan, cuyos faros traseros se alejaban.
—Se ha ido bastante deprisa. No se habrá disgustado por lo de la operación clandestina, ¿verdad? Nuestra embajada contactó con su Gobierno. Un magistrado de Bloemfontein aprobó el plan.
—No, no. Esta noche, la capitana Jordaan tiene que llevar a su ugogo a casa de su hermana. Cuando va con su abuela, nunca llega tarde.
Nkosi estaba observando a Bond con atención, mientras éste seguía las luces del coche. Rió.
—Esa mujer es especial, ¿verdad?
—Ya lo creo. Bien, buenas noches, suboficial. Póngase en contacto conmigo si va a Londres alguna vez.
—Lo haré, comandante Bond. Creo que no soy un gran actor, al fin y al cabo. Pero me encanta el teatro. Tal vez podríamos ir al West End a ver alguna obra.
—Tal vez.
Siguió un apretón de manos tradicional. Bond asió la del suboficial con firmeza, mantuvo el ritmo de las tres partes y, lo más importante, procuró no soltar su presa demasiado pronto.