Niall Dunne estaba descendiendo la cara del risco de los Doce Apóstoles por los senderos de excursionismo que conducían al hostal. Con la Beretta en la mano, se mantenía alejado de la vista del hombre que con tanta habilidad había adoptado la personalidad de Gene Theron, el hombre que, según le había contado Felicity una hora antes, era un agente británico llamado James.
Aunque ya no podía verle, Dunne había divisado al hombre unos minutos antes escalar la pared del risco. James había mordido el anzuelo y estaba asaltando la ciudadela, mientras que Dunne escapaba por la puerta de atrás, por decirlo de alguna manera, descendiendo con cautela por los senderos. Al cabo de cinco minutos llegaría al hostal, mientras que el agente inglés estaría ocupado en la pared del precipicio.
Todo de acuerdo con el proyecto…, bueno, con la versión revisada del proyecto.
Lo único que quedaba por hacer era huir del país, lo más deprisa posible y para siempre. Aunque no sólo eso, por supuesto. Se iría con la persona a la que más admiraba, la persona a quien amaba, la persona que era el motor de todas sus fantasías.
Su jefa, Felicity Wifling.
«Éste es Niall. Es brillante. Es mi delineante…».
Así lo había descrito varios años antes. Su rostro se había iluminado de placer, cuando oyó esas palabras, y las llevaba grabadas en su memoria, como un mechón de su pelo, tal como conservaba el recuerdo de su primer golpe juntos, cuando ella trabajaba en un banco de inversiones de la City y lo había contratado para inspeccionar las obras de unas instalaciones, para cuya conclusión le prestaba dinero un cliente. Dunne se había negado a dar su visto bueno al chapucero trabajo, con lo que había ahorrado varios millones de libras a ella y al cliente. Ella lo había invitado a cenar, él había bebido demasiado vino y perorado acerca de que la moralidad debería quedar excluida en la guerra o en los negocios o, maldita sea, en todo. La hermosa mujer le había dado la razón.
«Dios mío —pensó él—, he aquí a alguien a quien no le importan mis andares, que esté construido de partes sobrantes, que sea incapaz de contar un chiste o echar mano del encanto para salvar la vida».
Felicity era su pareja perfecta: su pasión por ganar dinero era idéntica a la de él por crear máquinas eficaces.
Esa noche acabaron ambos en su lujoso piso de Knights Bridge e hicieron el amor. Había sido, sin la menor duda, la mejor noche de su vida.
Habían empezado a trabajar juntos con más frecuencia, efectuando la transición a trabajos que eran, bien, por decirlo de alguna manera, más provechosos y mucho menos legales que llevarse un porcentaje de un crédito rotativo en el ramo de la construcción.
Los trabajos habían empezado a ser más osados, más oscuros y más lucrativos, pero lo otro, entre ellos, bien, eso había cambiado…, como había supuesto desde el primer momento. Ella, le había confesado, no pensaba en él de aquella manera. La noche que estuvieron juntos, sí, había sido maravillosa y se sintió muy tentada, pero le preocupaba que estropeara su asombrosa conexión intelectual, no, espiritual. Además, ya le habían hecho daño antes, y mucho. Era un pájaro con un ala herida que aún no había cicatrizado. ¿No podrían seguir siendo socios y amigos?
«Serás mi delineante…».
La historia no resultaba muy creíble, pero había preferido creer en ella, como solemos hacer cuando un amante inventa una historia menos dolorosa que la verdad.
Pero su negocio moría de éxito, con una malversación aquí y una extorsión allá, y Dunne esperaba, porque creía que Felicity volvería con él. Había fingido que él también había superado el romance. Consiguió mantener su pasión por ella enterrada, tan oculta y explosiva como una mina terrestre VS-50.
Ahora, sin embargo, todo había cambiado. Pronto estarían juntos para siempre.
Niall Dunne estaba convencido de esto a pies juntillas.
Mientras se acercaba al hostal, Dunne recordó que James había seducido a Hydt con su comentario sobre Isandlwana, la masacre zulú del siglo XIX. Ahora estaba pensando en la segunda batalla de aquel día de enero, la de Rorke’s Drift. Allí, una fuerza de cuatro mil zulús había atacado un pequeño puesto avanzado y un hospital defendido por 130 soldados ingleses. Aunque pareciera imposible, los ingleses habían logrado defenderlo con éxito, y sólo sufrieron unas bajas mínimas.
Lo más importante de la batalla para Niall Dunne era, no obstante, el comandante de las tropas británicas, el teniente John Çhard. Estaba en el cuerpo de Ingenieros Reales: un zapador, como Dunne. Chard había ideado un plan para la defensa, y lo había llevado a la práctica de manera brillante. Le habían distinguido con la Cruz Victoria. Ahora, Niall Dunne estaba a punto de lograr su propia condecoración: el corazón de Felicity Wilhing.
Avanzó con lentitud bajo la noche otoñal y llegó al hostal, sin que el espía inglés pudiera verle desde la cara rocosa.
Meditó sobre su plan. Sabía que el agente obeso estaba muerto o agonizante. Recordó lo que había visto del comedor a través del visor del rifle, antes de que el hombre apagara las luces. El único otro agente presente en el hostal parecía la mujer del SAPS. Podría abatirla con facilidad. Lanzaría algo por la ventana para distraerla, y después la mataría y se iría con Felicity.
Los dos correrían a la playa para subir a la embarcación, y después se dirigirían al helicóptero que les conduciría a la libertad en Madagascar.
Juntos…
Se acercó con sigilo a una ventana del Sixth Apostie Inn. Se asomó con cuidado y vio al agente inglés al que había disparado tendido en el suelo. Tenía los ojos abiertos, vidriosos en la muerte.
Felicity estaba sentada cerca, en el suelo, con las manos esposadas a la espalda, y respiraba con fuerza.
Dunne se quedó conmovido al ver a su amor tan maltratada. Más ira. Esta vez, no se disolvería. Entonces oyó a la mujer policía en la cocina, llamando por radio para pedir refuerzos.
—Bien, ¿cuánto vais a tardar? —preguntó con brusquedad.
Bastante, pensó Dunne. Sus compinches habían volcado un camión grande, para luego prenderle fuego. Victoria Road estaba cerrada por completo.
Dunne se deslizó por la parte de atrás del hostal hasta el aparcamiento, abandonado e invadido de malas hierbas y sembrado de basura, y se encaminó hacia la puerta de la cocina. Con la pistola alzada delante de él, la abrió sin hacer el menor ruido. Oyó el sonido de la radio, una transmisión acerca de un camión de bomberos.
Bien, pensó. La agente del SAPS estaba concentrada en la llamada por radio. La sorprendería por detrás.
Se adentró más y avanzó por un estrecho pasadizo que conducía a la cocina. Podría…
Pero la cocina estaba vacía. Una radio descansaba sobre la encimera, mientras la voz deformada por la estática continuaba perorando. Se dio cuenta de que eran transmisiones aleatorias procedentes de la centralita de emergencias del SAPS, acerca de incendios, robos y quejas por ruidos.
La radio estaba conectada en modo de escaneo, no de comunicaciones.
¿Por qué había hecho eso la mujer?
No podía ser una trampa para atraerle hacia el interior. James no podía saber que Dunne había abandonado su atalaya y estaba aquí. Se acercó a la ventana y miró hacia la pared rocosa, donde vio al hombre subir poco a poco.
Su corazón dio un vuelco. La vaga forma seguía en el mismo punto exacto de diez minutos antes. Dunne cayó en la cuenta de que, tal vez, lo que había visto antes en la pared rocosa no era el espía, sino su chaqueta, colocada sobre una roca y que la brisa movía.
No, no…
Entonces, una voz masculina dijo, con suave acento inglés:
—Tire el arma. No se de la vuelta o dispararé.
Los hombros de Dunne se hundieron. Se quedó con la vista clavada en el pico de los Doce Apóstoles. Lanzó una breve carcajada.
—La lógica me dijo que subiría al nido de águilas. Estaba convencido.
—Y la lógica me dijo que me engañaría y vendría aquí —replicó el espía—. Subí lo suficiente para dejar la chaqueta en caso de que usted mirara.
Dunne miró hacia atrás. La agente del SAPS estaba parada al lado del espía. Ambos iban armados. Dunne vio los fríos ojos del hombre. La agente sudafricana parecía igual de decidida. A través de la puerta, en el vestíbulo, Dunne vio también a Felicity Wilhing, su jefa, su amor, que intentaba ver qué pasaba en la cocina.
—¿Qué sucede ahí? —preguntó Felícity—. ¡Que alguien me conteste!
Mi delineante…
—No se lo volveré a repetir —dijo con aspereza el agente inglés—. Dentro de cinco segundos le dispararé en los brazos.
No existía anteproyecto para aquello. Y por una vez, la inapelable lógica de la ingeniería y la ciencia de la mecánica fallaron a Niall Dunne. De repente, se sintió divertido, al pensar que aquélla sería la primera decisión irracional que iba a tomar en su vida. Lo cual no significaba que no pudiera salir bien.
A veces, la fe irracional funcionaba.
Saltó de lado sobre sus largas piernas, se acuclilló, dio media vuelta y disparó primero contra la mujer policía.
Dos pistolas hicieron añicos el silencio, voces similares pero de tono diferente, en armonías grave y aguda.