—¡No! —gritó Bond. Quiso correr en su ayuda, pero la cantidad de sangre, huesos y tejido que había visto le avisó de que la mujer no habría podido sobrevivir a los devastadores disparos.
No…
Bond pensó en Ugogo, en el feroz brillo anaranjado en los ojos de Jordaan cuando habían abatido a los dos guardias en los Campos Elíseos, la tenue sonrisa.
Ellos tienen varias armas, y nosotros, sólo una. Eso no es justo. Tenemos que arrebatarles una…
—¡Capitana! —gritó Nkosi, apostado tras un contenedor cercano. Otros agentes estaban disparando al azar.
—¡Alto el fuego! —Gritó Bond—. Nada de disparar a ciegas. Vigilen el perímetro visible, estén atentos a destellos de disparos.
Las fuerzas especiales estaban más contenidas, en busca de blancos desde refugios seguros.
Así que el ingeniero sí tenía un plan de escape para su amado jefe. Eso era lo que Hydt estaba buscando. Dunne mantendría atrapados a los agentes mientras Hydt huía, tal vez al bosque, donde otros guardias de seguridad le estarían esperando con un coche, o tal vez incluso un helicóptero oculto en los terrenos. Hydt aún no había iniciado su carrera hacia la libertad. Continuaba escondido entre las hileras de palés donde Jordaan le había interrogado, a la espera de que el tiroteo aumentara de intensidad.
Bond, agachado, empezó a moverse hacia él. En cualquier momento, el hombre correría hacia los matorrales, protegido por Dunne, y tal vez por otros guardias leales.
Y James Bond no estaba dispuesto a permitir que eso sucediera.
—¿Estamos a salvo? —oyó que susurraba Gregory Lamb, pero no le vio. Comprendió que el hombre se había zambullido en un contenedor lleno.
Bond tenía que actuar. Aunque eso significara exponerse a la estupenda puntería de Dunne, no permitiría que Hydt escapara. Bheka Jordaan no habría muerto en vano.
Corrió hacia el espacio en sombras que se extendía entre los altos palés de bidones de aceite, con la pistola alzada.
Y se quedó petrificado. Severan Hydt no iba a escapar a ninguna parte: el Trapero, el visionario rey de la putrefacción, el señor de la entropía, estaba tendido de espaldas, con dos balas en el pecho y una tercera en la frente. Una parte importante del cráneo había desaparecido.
Bond guardó la pistola. Las fuerzas tácticas empezaron a levantarse a su alrededor. Un hombre anunció a gritos que el tirador había abandonado su posición y desaparecido entre la maleza.
Oyó detrás de él un ronco grito de mujer:
—¡Síhiama!
Bond giró en redondo y vio que Bheka Jordaan estaba saliendo de la zanja, mientras se secaba la cara y escupía sangre. ¡Estaba ilesa! O bien Dunne había errado el blanco, o bien el objetivo verdadero era su jefe. Los restos humanos que habían salpicado a Jordaan eran de Hydt.
Bond la llevó a cubierto detrás de los bidones de aceite y percibió el enfermizo olor cobrizo de la sangre.
—Dunne ha escapado.
—¿Se encuentra bien, capitana? —gritó Nkosi.
—Sí, sí —contestó la mujer como sin darle importancia—. ¿Qué pasa con Hydt?
—Ha muerto —dijo Bond.
—¡Masende! —exclamó ella.
Lo cual hizo que Nkosí sonriera.
Jordaan se quitó la camisa. Debajo llevaba un chaleco antibalas encima de una camiseta negra de algodón. Se secó la cara, el cuello y los pelos con ella.
Los agentes del promontorio anunciaron que el perímetro estaba despejado. A Dunne no le había interesado quedarse, por supuesto. Ya había logrado lo que deseaba.
Bond contempló de nuevo el cadáver. Decidió que las heridas tan juntas significaban que Hydt había sido el verdadero objetivo. Era lógico, por supuesto. Dunne tenía que matar a aquel hombre para asegurarse de que no hablara de él a la policía. Recordó varias miradas que Dunne había lanzado a Hydt durante los últimos días; eran unas miradas sombrías, que insinuaban… ¿el qué? ¿Irritación?, ¿resentimiento? Casi celos, daba la impresión. Quizás había algo personal detrás de la muerte del Trapero.
Fuera cual fuera el motivo, había llevado a cabo un trabajo de lo más profesional.
Jordaan entró corriendo en el edificio de la oficina. Salió diez minutos después. Había encontrado una ducha o un lavabo en algún sitio. Llevaba el pelo y la cara mojados, pero más o menos limpios de sangre.
La mujer estaba furiosa consigo misma.
—He perdido a mi prisionero. Tendría que haberlo custodiado mejor. Nunca pensé…
Un aullido estremecedor la interrumpió. Alguien estaba corriendo hacia ellos.
—No, no, no…
Jessica Barnes estaba corriendo hacia el cadáver de Hydt. Se arrojó al suelo, indiferente a las grotescas heridas, y acunó a su amante muerto.
Bond avanzó, asió sus estrechos y temblorosos hombros, y la ayudó a levantarse.
—No, Jessica. Venga conmigo.
Bond la llevó a cubierto tras una niveladora. Bheka Jordaan se reunió con ellos.
—Está muerto, está muerto…
Jessica apretó la cabeza contra el hombro de Bond.
Bheka Jordaan sacó las esposas de su funda.
—Intentó ayudarme —le recordó Bond—. No sabía lo que Hydt estaba haciendo. Estoy seguro.
Jordaan guardó las esposas.
—La llevaremos a la comisaría para tomarle declaración. Creo que ahí terminará todo.
Bond se separó de Jessica. La tomó por los hombros.
—Gracias por ayudarme. Sé que fue difícil.
La mujer respiró hondo.
—¿Quién lo hizo? —preguntó a continuación, más serena—. ¿Quién le disparó?
—Dunne.
Jessica no pareció sorprenderse.
—Nunca me cayó bien. Severan era apasionado, impulsivo. Nunca pensaba demasiado. Niall se dio cuenta y le sedujo con todos sus planes y su inteligencia. Yo creía que no debía confiar en él. Pero nunca tuve la valentía de decir nada.
Cerró los ojos un momento.
—Hizo un buen trabajo con las oraciones —comentó Bond.
—Demasiado bueno —susurró ella en tono sombrío.
Había manchas de la sangre de Hydt en la mejilla y el cuello de Jessica. Bond se dio cuenta de que era la primera vez que veía algo de color en su cara. La miró a los ojos.
—Conozco a algunas personas que podrán ayudarla cuando vuelva a Londres. Se pondrán en contacto con usted. Yo me encargaré.
—Gracias —murmuró Jessica.
Una mujer policía se la llevó.
Una voz masculina cercana sobresaltó a Bond.
—¿Está despejado?
Frunció el ceño, porque no veía al que hablaba. Después lo comprendió. Gregory Lamb seguía en el contenedor.
—Está despejado.
El agente salió de su escondite.
—Cuidado con la sangre —le advirtió Bond, pues estaba a punto de pisar un charco.
—¡Santo Cielo! —murmuró el hombre, con aspecto de ir a desmayarse.
—Tengo que saber todo lo que implica Gehenna —dijo Bond a Jordaan, sin hacer caso de Lamb—. ¿Puede ordenar a sus agentes que recojan todos los archivos y ordenadores de Investigación y Desarrollo? También necesitaré que el grupo de delitos informáticos descifre las contraseñas.
—Sí, por supuesto. Los llevaremos a la oficina del SAPS. Puede examinarlos allí.
—Yo me encargaré, comandante —dijo Nkosi.
Bond le dio las gracias. La cara redonda del hombre parecía menos irónica y risueña que antes. Bond supuso que habría sido su primer tiroteo. El incidente le cambiaría para siempre, pero, por lo que Bond estaba viendo, el cambio no debilitaría, sino que fortalecería, al joven agente. Nkosi hizo una seña a varios agentes de los Servicios Científicos Forenses y los guió hasta el interior del edificio.
Bond miró a Jordaan.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
Ella se volvió hacia él.
—¿Qué dijiste? Cuando saliste de la zanja, dijiste algo. Debido a su tez especial, era difícil saber sí se había ruborizado.
—No se lo digas a Ugogo.
—No lo haré.
—La primera palabra significa en zulú… Creo que en inglés dicen «mierda».
—Yo mismo utilizo diversas variantes. ¿Y la otra palabra? Jordaan entornó los ojos.
—Creo que eso no te lo voy a decir, James.
—¿Por qué?
—Porque se refiere a cierta parte de la anatomía masculina…, y no considero prudente alentarte a ese respecto.