—¡Están cometiendo una terrible equivocación!
Una amenaza velada se transparentaba en la voz de Severan Hydt, pero la expresión de su largo y barbudo rostro revelaba un estado de ánimo muy diferente: horror por la destrucción de su imperio, tanto física, a juzgar por los incendios lejanos, como legal, debido a las tropas de fuerzas especiales y policía que habían invadido los terrenos y la oficina.
Ya no se mostraba imperioso.
Hydt, esposado, además de Jordaan, Nkosi y Bond, estaban parados entre un grupo de niveladoras en la zona que separaba la oficina de la calle de la Resurrección. Estaban cerca del lugar donde habrían matado a Bond…, de no ser por la oportuna y espectacular llegada de Bheka Jordaan para detener a los «cazadores furtivos».
El sargento Mbalula entregó a Bond su Walther, los cargadores extra y el teléfono móvil guardados en el Subaru.
—Gracias, sargento.
Agentes del SAPS y fuerzas especiales de Sudáfrica recorrían las instalaciones en busca de más sospechosos, al tiempo que iban recogiendo pruebas. A lo lejos, los bomberos luchaban (y se trataba de una verdadera batalla) para apagar las hogueras de metano, mientras que el límite occidental de los Campos Elíseos se transformaba en otra avanzadilla del infierno.
Al parecer, los políticos corruptos de Pretoria, los que Hydt tenía en el bolsillo, no ocupaban puestos tan importantes, al fin y al cabo. Funcionarios de alto rango intervinieron y ordenaron su detención, además de apoyar al cien por cien la operación de Jordaan en Ciudad del Cabo. Se envió a otros funcionarios a ocupar las oficinas de Green Way en todas las ciudades sudafricanas.
Los médicos iban de un lado a otro atendiendo a los heridos, todos ellos guardias de seguridad de Hydt.
Habían detenido a los tres socios de Hydt: Huang, Eberhard y Mathebula. Aún no estaba claro qué delitos habían cometido, pero no tardarían en descubrirlos Como mínimo, habían entrado armas de contrabando en el país, lo cual ya justificaba su detención.
También habían detenido a cuatro guardias supervivientes, y a un centenar aproximado de empleados de Green Way que deambulaban por el aparcamiento, con el fin de interrogarlos.
Dunne había escapado. Agentes de las fuerzas especiales habían encontrado pruebas de que habían ocultado una moto debajo de una lona recubierta de paja. El irlandés tenía preparado su salvavidas, por supuesto.
—¡Soy inocente! —Insistió Severan Hydt—. Me acosan porque soy inglés. Y blanco. Tienen prejuicios.
Jordaan no pasó por alto sus palabras.
—¿Prejuicios? He detenido a seis hombres negros, cuatro blancos y un asiático. Si eso no es un arco iris, ya me dirá usted.
Hydt era cada vez más consciente de la magnitud del desastre. Apartó la mirada de los incendios en dirección al resto de los terrenos. Debía de estar buscando a Dunne. Estaría perdido sin su ingeniero.
Miró a Bond, y después dijo a Jordaan, con voz preñada de desesperación:
—¿A qué clase de acuerdo podríamos llegar? Soy muy rico.
—Qué suerte. Sus minutas legales serán muy elevadas.
—No estoy intentando sobornarla.
—En eso confío. Es un delito muy grave. Quiero saber adónde ha ido Niall Dunne. Si me lo dice, informaré al fiscal de que me ayudó a localizarlo.
—Puedo darle la dirección de su piso de aquí…
—Ya he enviado agentes allí. Dígame otros lugares adónde puede haber ido.
—Sí… Seguro que se me ocurre algo.
Bond observó que Gregory Lamb se acercaba desde un lugar desierto de la planta, cargado con su pistolón como si jamás hubiera disparado un arma. Bond dejó a Jordaan y Hydt parados juntos entre hileras de palés que contenían bidones de aceite vacíos y se reunió con Lamb cerca de un contenedor abollado.
—Ah, Bond —saludó el agente de Seis, con la respiración entrecortada, y sudoroso pese al frío aire de otoño. Tenía la cara manchada de tierra, y un desgarrón en la manga de la chaqueta.
—¿Lo alcanzaron?
Bond indicó con un cabeceo el desgarrón, causado al parecer por una bala. Le había ido de poco. Manchas de pólvora rodeaban el agujero.
—Por suerte, no me produjo ningún daño. Salvo a mi gabardina favorita.
Era afortunado. Un centímetro a la izquierda, y la bala le habría destrozado el antebrazo.
—¿Qué ha sido de los individuos a quienes perseguía? —preguntó Bond—. No los vi.
—Lamento decirle que huyeron. Se separaron. Sabía que intentaban rodearme, pero de todos modos perseguí a uno. Así conseguí mi lord Nelson. —Se tocó la manga—. Pero, maldita sea, ellos conocían bien el terreno y yo no. No obstante, herí a uno de ellos.
—¿Quiere seguir el rastro de sangre?
Lamb parpadeó.
—Ah, lo hice. Pero desapareció.
Bond perdió el interés por la incursión del aventurero a través de los matorrales y se alejó para llamar a Londres. Estaba tecleando el número cuando, a unos metros de distancia, oyó una serie de crujidos fuertes que reconoció al instante como potentes balas que encontraban su blanco, seguidos por la detonación de un rifle lejano.
Bond giró en redondo y se llevó la mano a la Walther, mientras examinaba los terrenos. Pero no vio ni rastro del tirador, tan sólo a su víctima, Bheka Jordaan, con el rostro y la cara convertidas en una masa sanguinolenta, arañaba el aire mientras caía hacia atrás y se precipitaba a una zanja embarrada.