Los guardias intercambiaron una mirada y, por lo visto, decidieron compartir la gloría de asesinar al hombre que había frustrado Gehenna y acabado con varios de sus compañeros.
Ambos alzaron sus armas negras hasta los hombros.
Pero justo cuando Bond estaba a punto de arrojarse al suelo con la vana esperanza de esquivar las balas, oyó un estruendo a su espalda. Una furgoneta blanca había atravesado la puerta, enviando por los aires tela metálica y alambre de espino. El vehículo frenó y las puertas se abrieron poco a poco. Un hombre alto trajeado, con chaleco antibalas debajo de la chaqueta, saltó al suelo y empezó a disparar contra los dos guardias.
Era Kwalene Nkosi, nervioso y tenso, pero sin retroceder ni un milímetro.
Los guardias devolvieron el fuego, aunque su único objetivo era cubrir su retirada hacia al este, hasta entrar en las instalaciones de Green Way. Desaparecieron entre la maleza. Bond vio a Dunne, quien estaba examinando la situación con calma. Se volvió y corrió en la misma dirección que los guardias.
Bond recogió el arma que había estado utilizando y corrió hacia el vehículo de la policía. Bheka Jordaan bajó y se paró al lado de Nkosi, quien miraba en busca de más objetivos. Gregory Lamb se asomó y bajó con cautela. Portaba un enorme Colt del 45 de 1911.
—Al final, decidió sumarse a la fiesta —dijo Bond a la mujer.
—Pensé que no iría mal que me acercara con otros agentes. Mientras esperábamos cerca de la carretera, escuchamos varios disparos y sospeché que podía tratarse de cazadores furtivos, lo cual es un delito. Motivo suficiente para entrar sin ninguna orden judicial en el recinto.
No daba la impresión de que estuviera hablando en broma. Bond se preguntó si habría preparado la frase en vistas a sus superiores. En tal caso, tendría que mejorar su interpretación para ser creíble.
—He traído conmigo un pequeño equipo —dijo Jordaan—. El sargento Mbalula y otros agentes están acordonando el edificio principal.
—Hydt está dentro, o lo estaba —explicó Bond—. Sus tres socios, también. Yo diría que, a estas alturas, van armados. Habrá más guardias.
Explicó dónde se hallaban los adversarios y describió por encima la distribución del edificio, así como el emplazamiento del despacho de Jessica. Añadió que la mujer le había ayudado y que no significaba ninguna amenaza.
A una señal de la capitana, Nkosi se dirigió hacia el edificio agachado.
Jordaan suspiró.
—Nos costó conseguir refuerzos. Alguien de Pretoria protege a Hydt. Pero llamé a un amigo de Recces, nuestra brigada de fuerzas especiales. Un equipo viene de camino. No les interesa demasiado la política, sólo buscan una excusa para entrar en acción. Pero pasarán veinte o treinta minutos antes de que lleguen.
De pronto, Gregory Lamb se puso tenso. Se agachó y caminó hacia un bosquecillo.
—Los rodearé.
¿Rodearles? ¿Rodear a quién?
—¡Espere! —gritó Bond—. Allí no hay nadie. ¡Vaya con Kwalene! Detengan a Hydt.
Pero fue como si el hombretón no le hubiera oído, porque corrió sobre el suelo como un búfalo del Cabo anciano y desapareció entre la maleza. ¿Qué demonios estaba haciendo?
Justo en aquel momento, algunos disparos sembraron el suelo cerca de ellos. Bond y Jordaan se tiraron al suelo. Bond se olvidó de Lamb y buscó un blanco.
A varios cientos de metros de distancia, Dunne y los dos hombres que le acompañaban se reagruparon y detuvieron un momento la huida para disparar contra sus perseguidores. Varias balas rozaron la furgoneta, pero sin causar daños ni heridas. Los tres hombres desaparecieron detrás de pilas de basura, al borde de la calle de la Desaparición, y la población de gaviotas disminuyó cuando las aves huyeron del tiroteo.
Bond saltó al asiento del conductor de la furgoneta. Observó complacido que en la parte de atrás había varios contenedores grandes de municiones. Puso en marcha el motor. Jordaan corrió al asiento del copiloto.
—Le acompaño —dijo.
—Será mejor que lo haga solo.
De pronto, recordó el verso de Kipling que Philly Maidenstone había recitado, y decidió que no era un mal grito de batalla:
«Ya sea descendiendo a Gehenna o subiendo al Trono quien viaja solo viaja más rápido…».
Pero Jordaan se sentó a su lado y cerró la puerta de golpe.
—Le dije que lucharía a su lado si la legalidad nos lo permitía. Ahora es el momento. ¡Vamos! Se van a escapar.
Bond vaciló sólo un momento, puso la primera y corrieron por las carreteras de tierra que atravesaban el enorme complejo, dejando atrás la calle del Silicio, la calle de la Resurrección y las centrales eléctricas.
Y basura, por supuesto, millones de toneladas: papel, bolsas de plástico, trozos de metal apagado y brillante, fragmentos de cerámica y restos de comida, sobre los cuales se estaba reagrupando el siniestro dosel de frenéticas gaviotas.
Era difícil conducir sorteando maquinaria pesada, contenedores y balas de desperdicios, pero al menos la ruta sinuosa no permitía que Dunne y sus secuaces gozaran de un blanco fácil. Los tres hombres se volvían y disparaban de vez en cuando, pero estaban concentrados sobre todo en escapar.
Jordaan llamó por radio e informó de su paradero y de a quiénes perseguían. El equipo de fuerzas especiales no llegaría hasta dentro de media hora, como mínimo, oyó Bond que contestaba la operadora.
Justo cuando Dunne y los demás llegaban a la valla que separaba la mugrienta extensión de la planta del jardín recuperado, un guardia giró en redondo y disparó todo un cargador. Las balas alcanzaron la parrilla delantera y los neumáticos. La furgoneta patinó de lado, sin control, y se estrelló contra una pila de balas de papel. Los airbags se abrieron, y Bond y Jordaan se quedaron aturdidos.
Al ver que su enemigo tenía problemas, Dunne y los demás guardias dispararon con mayor entusiasmo todavía.
Mientras las balas se estrellaban ruidosamente contra el metal, Bond y Jordaan bajaron del vehículo y se refugiaron en una zanja.
—¿Está herida?
—No… ¡Es ese ruido!
Su voz tembló, pero sus ojos comunicaron a Bond que estaba combatiendo su miedo con bastante éxito.
Desde debajo del guardabarros de la furgoneta, Bond veía bien a uno de sus adversarios, al que apuntó con la automática. Quedaba una bala.
Apretó el gatillo, pero en el momento en que el percutor golpeó el cebo, el hombre se agachó y la bala pasó de largo.
Bond cogió una caja de municiones y abrió la tapa. Contenía sólo balas de calibre 223 para rifles. La segunda contenía lo mismo. De hecho, todas eran iguales. No había balas para pistolas de 9 milímetros. Suspiró y rebuscó en la furgoneta.
—¿Tiene algo con lo que dispararlas?
Señaló la abundancia de balas inútiles.
—No llevamos rifles de asalto. Sólo tengo esto. —Desenfundó su arma—. Cójala.
El arma era un Colt Python de calibre magnum 357, potente, con un robusto bloqueo de cilindro y un disparador excelente. Un arma espléndida. Pero era un revólver y sólo llevaba seis balas.
No, se corrigió cuando la examinó. Jordaan era conservadora como propietaria de un arma, y la recámara bajo el percutor estaba vacía.
—¿Cargador rápido? ¿Balas sueltas?
—No.
De modo que contaban con cinco balas contra tres adversarios provistos de armas semiautomáticas.
—¿No ha oído hablar de las Glock? —masculló, mientras introducía la pistola vacía bajo el cinto y sopesaba el Colt en la palma.
—Investigo crímenes —repuso la mujer con frialdad—. No tengo muchas ocasiones de disparar contra gente.
No obstante, cuando se produjera una de esas raras circunstancias, pensó Bond airado, sería útil contar con la herramienta adecuada.
—Vuelva —dijo—. Póngase a cubierto.
Ella lo miró a los ojos, con las sienes perladas de sudor, donde su lustroso pelo negro se ensortijaba.
—Si va a perseguirlos, voy con usted.
—Sin arma no podrá hacer nada.
Jordaan miró hacia el punto donde Dunne y los otros habían desaparecido.
—Ellos tienen varias armas, y nosotros, sólo una. Eso no es justo. Tenemos que arrebatarles una.
Bien, tal vez la capitana Bheka Jordaan tuviera sentido del humor, al fin y al cabo.
Compartieron una sonrisa, y en sus ojos feroces Bond vio el reflejo de las llamas anaranjadas del metano que ardía; Era una imagen impresionante.
Se internaron agachados en los Campos Elíseos, utilizando un espeso jardín de variedades de fynbos de agujas finas, watsonias, gramíneas, jacarandas y proteas rey como protección. También había árboles kigelia y algunos baobabs jóvenes. Incluso a finales de otoño, gran parte del follaje exhibía todo su colorido, gracias al clima de la Provincia Occidental del Cabo. Una bandada de pintadas les observó con irritación y continuó su camino con andares torpes, que a Bond le recordaron a Niall Dunne.
Jordaan y él se habían adentrado unos setenta y cinco metros en el parque, cuando el ataque empezó. El trío se había alejado, pero por lo visto sólo lo había hecho para atraer a Bond y a la agente del SAPS hacia el follaje… y una trampa. Los hombres se habían separado. Uno de los guardas se tumbó sobre una loma de blanda cubierta verde y empezó a disparar, mientras el otro (posiblemente Dunne, pensó Bond, aunque no podía verle) se abría paso entre la alta hierba en su dirección.
Bond tenía buena visibilidad y disparó, pero el guardia se protegió en cuanto oyó la detonación. Erró de nuevo. Calma, se dijo. Quedaban cuatro balas. Cuatro.
Jordaan y Bond se refugiaron en una hondonada cerca de un pequeño campo lleno de suculentas, y de un estanque que debía albergar majestuosas koí cuando llegase la primavera. Miraron por encima de la sabana herbácea en busca de objetivos. Entonces, lo que se les antojó un millar de disparos, aunque sólo debían ser cuarenta o cincuenta, llovió sobre ellos, muy cerca, haciendo añicos las rocas y levantando agua.
Los dos hombres de caqui, tal vez desesperados y frustrados por su fuga aplazada, intentaron un audaz ataque, de modo que cargaron contra Bond y Jordaan desde direcciones diferentes. Bond disparó dos veces contra el hombre que llegaba de la izquierda, y alcanzó el rifle y el brazo izquierdo del individuo. El guardia gritó de dolor y dejó caer el arma, que cayó al pie de la colina. Bond observó que, si bien había herido al hombre en el antebrazo, éste había desenfundado una pistola con la mano derecha y, por lo tanto, era capaz de combatir. El segundo guardia corrió a protegerse. Bond le disparó en el muslo, pero la herida debía ser superficial, porque el hombre desapareció en la maleza.
Una bala, una bala.
¿Dónde estaba Dunne?
¿Al acecho detrás de él?
Se hizo el silencio, aunque le zumbaban los oídos y resonaba en su interior el bajo de los latidos de su corazón. Jordaan estaba temblando. Bond echó un vistazo al Bushmaster, el rifle que el guardia herido había dejado caer. Se hallaba a diez metros de distancia.
Paseó la vista a su alrededor con cautela, examinó el paisaje, las plantas, los árboles.
Entonces reparó en que la hierba alta oscilaba a unos cincuenta o sesenta metros de distancia. Los dos guardias, invisibles en el espeso follaje, estaban avanzando, manteniendo cierta distancia entre ellos. Al cabo de uno o dos minutos estarían por encima de Bond y Jordaan. Tal vez abatiera a uno con su última bala, pero el otro guardia tendría éxito.
—James —susurró Jordaan, y le apretó el brazo—, yo los distraeré. Me iré por ahí. —Señaló una llanura cubierta de hierba baja—. Si disparas, puede que alcances a uno, mientras que el otro se pone a cubierto. Eso te concederá la oportunidad de bajar a buscar el rifle.
—Es un suicidio. Estarás expuesta por completo.
—Tienes que dejar de flirtear de esa manera, James.
Él sonrió.
—Escucha, si alguien va a hacerse el héroe, ése debo ser yo. Voy a ir hacia ellos. Cuando te haga una señal, corre cuanto puedas y ve a buscar el Bushmaster. —Señaló el rifle negro tirado en el polvo—. ¿Sabrás utilizarlo?
Ella asintió.
Los guardias se acercaron más. Treinta metros.
—Quédate agachada hasta que yo te lo diga —susurró Bond—. Preparada.
Los guardias se encontraban a tan sólo veinticinco metros de distancia, y avanzaban con cautela entre la hierba alta. Bond inspeccionó el paisaje de nuevo, respiró hondo, se levantó con calma y caminó hacia ellos, con la pistola apuntando al suelo. Levantó la mano izquierda,
—¡No, James! —susurró Jordaan.
Bond no respondió.
—Quiero hablar con ustedes —gritó a los hombres—. Si me dicen los nombres de las demás personas implicadas, recibirán una recompensa. No se presentarán acusaciones contra ustedes ¿Comprendido?
Los dos guardias se detuvieron a unos diez metros de distancia. Estaban confusos. Eran conscientes de que no podía abatirlos antes de que uno de ellos le disparara, aunque estaba andando con lentitud en su dirección, con calma, sin levantar la pistola.
—¿Lo han entendido? La recompensa es de cincuenta mil rands.
Los hombres intercambiaron una mirada, y asintieron con excesivo entusiasmo. Bond sabía que no se habían tomado en serio la oferta. Estaban pensando que podían conseguir que se acercara más antes de disparar. Se volvieron hacia él.
En aquel momento, la potente pistola de Bond ladró una vez, todavía apuntada hacia abajo, y la bala se hundió en el suelo. Cuando los guardias se agacharon, asustados, Bond corrió veloz hacia su izquierda, interponiendo entre él y los guardias una hilera de árboles.
Se miraron confusos, y después corrieron hacia delante para ver mejor a Bond, quien se escondió detrás de una loma, justo cuando sus Bushmaster empezaban a disparar.
Fue entonces cuando todo el mundo estalló.
Los disparos de los rifles habían prendido fuego al metano que surgía de la falsa raíz de árbol, que transportaba gas desde el vertedero hasta el crematorio de Green Way. Bond la había reventado con su última bala.
Los hombres desaparecieron en una oleada de llamas, un remolino en forma de nube. Los guardias y el suelo que los sustentaba habían desaparecido, mientras el fuego se propagaba al tiempo que las aves alzaban el vuelo, y los árboles y arbustos estallaban en Ramas como si estuvieran empapados en un acelerante de incendios.
A veinte metros de distancia, Jordaan se levantó vacilante. Se encaminó hacia el Bushmaster, pero Bond corrió hacia ella.
—¡Cambio de planes! —gritó—. ¡Olvídalo!
—¿Qué tenemos que hacer?
Fueron arrojados al suelo de nuevo cuando otro hongo de llamas estalló no muy lejos. El estruendo fue tan potente que Bond apretó los labios contra el lustroso cabello de la Jordaan para hacerse oír.
—Tal vez sea mejor que nos marchemos.