A las siete de la mañana, después de tres horas y media de sueño, el tono electrónico del despertador del móvil despertó a James Bond en su piso de Chelsea. Sus ojos se concentraron en el techo blanco de su pequeño dormitorio. Parpadeó dos veces y, sin hacer caso de los dolores de hombro, cabeza y rodillas, saltó de la cama doble, azuzado por el ansia de seguir la pista del irlandés y de Noah.
Su ropa de la misión en Novi Sad estaba tirada sobre el suelo de parqué. Tiró la indumentaria táctica en una bolsa de entrenamiento, recogió el resto de su ropa y la depositó dentro de la lavadora, una cortesía para con May, su adorable ama de llaves escocesa que acudía tres veces a la semana para solucionar su vida doméstica. No quería que recogiera sus cosas.
Desnudo, Bond entró en el cuarto de baño, abrió al máximo el agua caliente de la ducha y se restregó con jabón sin perfume. Después, disminuyó la temperatura y permaneció bajo el agua helada hasta que ya no pudo aguantarla más, para luego salir y secarse. Examinó sus heridas de la noche pasada: dos grandes moratones de color berenjena en la pierna, algunos rasguños y un corte en el hombro debido a la metralla de la granada. Nada grave.
Se afeitó con una pesada maquinilla de afeitar de doble hoja, cuyo mango era de cuerno de búfalo. Utilizaba aquel elegante accesorio, no porque fuera más benigno con el medio ambiente que las desechables de plástico que utiliza la mayoría de los hombres, sino porque afeitaba mejor y exigía cierta destreza al manipularla. James Bond encontraba consuelo hasta en los retos más nimios.
A las siete y media estaba vestido: un traje Canali azul marino, una camisa Sea Island blanca y una corbata Grenadine de color burdeos, estos últimos complementos de Turnbull & Asser. Se calzó unos zapatos negros sin cordones. Nunca llevaba cordones, excepto en calzado de combate o cuando la misión exigía que enviara mensajes silenciosos a otro agente mediante nudos convenidos.
Se ciñó a la muñeca el Rolex Oyster Perpetual de acero, el modelo de 34 milímetros, cuya única complicación era la ventanilla de la fecha. Bond no necesitaba saber las fases de la luna, ni el momento exacto de la marea alta en Southampton. Además, sospechaba que a muy poca gente le importaba.
Casi todos los días desayunaba (su comida favorita del día) en un pequeño hotel ubicado cerca de Pont Street. De vez en cuando se preparaba una de las pocas cosas que sabía improvisar en la cocina: tres huevos suavemente revueltos con mantequilla irlandesa. La masa humeante iba acompañada de beicon y tostada crujiente de pan integral, con más mantequilla irlandesa y mermelada.
Aquel día, sin embargo, la urgencia del Incidente Veinte estaba en pleno apogeo, de modo que no había tiempo para desayunar. Se preparó un potente jamaica blue mountain, que bebió en una taza de porcelana mientras escuchaba Radio 4, con el fin de averiguar si el incidente del tren y las muertes posteriores habían saltado a los titulares de las noticias internacionales. No era así.
Guardó en el bolsillo el billetero y el dinero, y también la llave del coche. Cogió la bolsa de plástico con los objetos que había reunido en Serbia, así como la caja de acero cerrada con llave que contenía su arma y las municiones, algo que no podía transportar de manera legal en el Reino Unido.
Bajó a toda prisa la escalera de su piso, en otro tiempo dos espaciosas caballerizas. Abrió la puerta y entró en el garaje. En el apretado espacio cabían apenas los dos coches que guardaba, además de neumáticos de repuesto y herramientas. Subió al vehículo más nuevo, el Bentley Continental GT último modelo, con el exterior del gris granito característico de la marca, y el interior de suave cuero negro.
El motor turbo W12 cobró vida con un murmullo. Puso la primera y salió a la calle, dejando atrás su otro vehículo, menos potente y más temperamental, pero igual de elegante: un Jaguar tipo E de los años sesenta, que había pertenecido a su padre.
Bond se dirigió hacia el norte sorteando el tráfico, acompañado de decenas de miles de personas que se encaminaban a las oficinas de todo Londres al iniciarse la semana, aunque, por supuesto, en el caso de Bond, la imagen mundana desmentía la verdad.
Lo mismo podía afirmarse de su empleador.
Tres años antes, James Bond se había sentado ante un escritorio gris del barroco edificio del Ministerio de Defensa, en Whitehall. El cielo no era gris, sino del azul de un lago de las Tierras Altas en un día de verano. Después de abandonar la Real Reserva Naval, no deseaba trabajar gestionando cuentas en Saatchi & Saatchi, ni revisando hojas de balances para NatWest, de modo que había llamado a un excompañero de esgrima de Fettes, quien había sugerido que probara en la Inteligencia de Defensa.
Al cabo de una temporada en Inteligencia de Defensa, redactando análisis que habían sido descritos como contundentes y valiosos, había preguntado a su superior si existían posibilidades de poder ver un poco más de acción.
Poco después de aquella charla, había recibido una misteriosa misiva, escrita a mano en vez de enviada por correo electrónico, en la que se solicitaba su presencia en un almuerzo en Pali Mall, en el Travellers Club.
El día de marras, habían conducido a Bond a un comedor y lo habían acomodado en una esquina, delante de un hombre corpulento de unos sesenta y cinco años, identificado sólo como el «Almirante». Llevaba un traje gris que hacía juego con sus ojos. Era mofletudo y coronaba su cabeza una constelación de antojos, visibles a través del pelo gris y castaño, ralo y peinado hacia atrás. El almirante había mirado fijamente a Bond sin impertinencia, desdén o análisis excesivo. A Bond no le había costado nada sostenerle la mirada: un hombre que ha matado en combate y que ha estado a punto de morir no se acobarda ante la mirada de nadie. No obstante, se dio cuenta de que no tenía la menor idea de lo que estaba pensando el Almirante.
No se estrecharon la mano.
Llegaron las cartas. Bond pidió fletan a la espalda, con patatas hervidas a la holandesa y espárragos a la plancha. El Almirante eligió riñones a la plancha con beicon.
—¿Vino? —preguntó a Bond.
—Sí, por favor.
—Elija usted.
—Yo diría que un borgoña. ¿Cóte de beaune? ¿O quizás un chablis?
—¿Qué le parece el Mex Gambal Puligny? —le sugirió el camarero.
—Perfecto.
La botella llegó un momento después. El camarero exhibió la etiqueta con elegancia, y sirvió unas gotas en la copa de Bond. El vino era del color de la mantequilla, orgánico y excelente, y estaba a la temperatura exacta, no demasiado frío. Bond bebió, cabeceó en señal de aprobación, y llenaron a medias sus copas.
—Usted es un veterano, y yo también —gruñó el hombre de mayor edad cuando el camarero se alejó—. A ninguno de los dos nos interesa intercambiar trivialidades. He pedido que viniera para hablar de una oportunidad profesional.
—Eso pensaba, señor.
Bond no había querido añadir la última palabra, pero le resultó imposible.
—Tal vez esté familiarizado con la norma del Travellers, relativa a no exhibir documentos de trabajo. Me temo que será necesario quebrantarla. —El hombre extrajo un sobre del bolsillo superior, y se lo entregó—. Esto es algo parecido a la ley de Secretos Oficiales.
—He firmado una…
—Por supuesto…, para la Inteligencia de Defensa —replicó el Almirante, al tiempo que revelaba su impaciencia por abundar en algo que era evidente—. Ésta es más compleja. Lea.
Bond obedeció. Más compleja, por decirlo de una manera suave.
—Si no le interesa firmar —dijo el Almirante—, terminaremos nuestro almuerzo y hablaremos de las recientes elecciones, la pesca de la trucha en el norte, o cómo esos malditos neozelandeses nos derrotaron una vez más la semana pasada, y volveremos a nuestros despachos.
Arqueó una poblada ceja.
Bond vaciló sólo un momento, y después, con decisión, garabateó su nombre al final de la hoja y se la devolvió al Almirante. El documento se volatilizó.
Un sorbo de vino.
—¿Ha oído hablar del Ejecutivo de Operaciones Especiales? —preguntó el Almirante.
—Sí.
Por supuesto. Bond tenía pocos ídolos, pero en lo más alto de la lista se hallaba Winston Churchill. Durante su juventud, cuando era reportero y soldado en Cuba y Sudán, Churchill había concebido un gran respeto por las operaciones de guerrillas, y más adelante, tras estallar la Segunda Guerra Mundial, él y el ministro de Economía de la Guerra, Hugh Dalton, habían creado el SOE para armar a los partisanos detrás de las líneas alemanas y para lanzar en paracaídas a espías y saboteadores ingleses. Llamado también el Ejército Secreto de Churchill, causó incalculables daños a los nazis.
—Excelente organización —dijo el Almirante—. La finiquitaron después de la guerra. Rencores entre agencias, dificultades organizativas, luchas intestinas en el MI6 y Whitehall. —Tomó un sorbo del fragante vino y la conversación se temperó mientras comían. Los platos eran soberbios. Bond así lo manifestó—. El chef sabe lo que se lleva entre manos —dijo el Almirante con voz rasposa—. No aspira a cocinar en ninguna cadena de la televisión estadounidense. ¿Sabe cómo empezaron Cinco y Seis?
—Sí, señor. He leído mucho al respecto.
En 1909, en respuesta a las preocupaciones sobre una posible invasión alemana y la infiltración de espías en Inglaterra (preocupaciones alimentadas, curiosamente, por novelas de intriga muy populares), el Almirantazgo y el Ministerio de la Guerra habían formado la Oficina del Servicio Secreto (SBB). Poco después, el SSB se dividió en el Directorio de Inteligencia Militar Sección 5, o MI5, encargado de la seguridad nacional, y la Sección 6, o MI6, encargada del espionaje en el extranjero. Seis era la organización de espionaje en activo más antigua del mundo, pese a que China reivindicara para sí dicho titulo.
—¿Cuál es el elemento que destaca en ambas? —preguntó el Almirante.
Bond ni siquiera fue capaz de hacer conjeturas.
—La negativa plausible —murmuró el hombre—. Tanto Cinco como Seis fueron creados como cortafuegos, para que la Corona, el primer ministro, el gabinete y el Ministerio de la Guerra no tuvieran que ensuciarse las manos con el desagradable asunto del espionaje. Igual de mal que ahora. Todo el mundo fiscaliza las actividades de Cinco y Seis. Informes centrados en las relaciones sexuales, invasión de la intimidad, espionaje político, rumores de asesinatos ilegales… Todo el mundo clama en favor de la transparencia. Por supuesto, a nadie parece importarle que el rostro de la guerra está cambiando, y que el otro bando ya no se atiene a las normas. —Otro sorbo de vino—. En algunos círculos se opina que nosotros también debemos regirnos por un conjunto de normas diferente. Sobre todo después del 11-S y el 7-J.
—Si lo he entendido bien, está hablando de crear una nueva versión del SOE, pero que técnicamente no forme parte del Seis, el Cinco ni el Ministerio de Defensa.
El Almirante sostuvo la mirada de Bond.
—He leído los informes sobre su comportamiento en Afganistán, en la Real Reserva Naval, pero aun así logró que lo trasladaran a unidades de combate de infantería. Debió de costarle un poco. —Los ojos fríos le observaban con detenimiento—. Tengo entendido que también consiguió participar en algunas misiones detrás de las líneas enemigas, no demasiado oficiales. Gracias a usted, ciertos individuos que hubieran podido causar muchos estragos no gozaron de dicha oportunidad.
Bond estaba a punto de tomar un sorbo de puligny-montrachet, la encarnación perfecta de la uva chardonnay. Dejó la copa sobre la mesa sin hacerlo. ¿Cómo demonios había averiguado el viejo tantas cosas?
—No escasean tipos en el Special Air o el Boat Service que sepan manejar bien un cuchillo o un rifle —dijo el hombre en voz baja—. Pero tampoco son adecuados para situaciones, digamos, más sutiles. Además, hay muchos individuos con talento en Cinco y Seis que conocen la diferencia entre… —Echó un vistazo a la copa de Bond—… un cóte de beaune y un cóte de nuits, y que son capaces de hablar el francés con tanta fluidez como el árabe…, pero que se desmayarían al ver sangre, ya fuera de ellos o de otros. —Los ojos de acero lo taladraron—. Usted parece ser una rara combinación de ambos.
El Almirante dejó sobre la mesa el cuchillo y el tenedor.
—Su pregunta. Sobre una nueva versión del Ejecutivo de Operaciones Especiales. La respuesta es que sí. De hecho, ya existe. ¿Le interesaría incorporarse?
—Sí —contestó Bond sin la menor vacilación—. De todos modos, quisiera preguntarle algo: ¿a qué se dedica exactamente?
El Almirante pensó un momento, como si quisiera pulir su respuesta.
—Nuestra misión es sencilla —contestó—. Protegemos el reino… por todos los medios necesarios.