Así pues, el guardia del despacho de jessica había despertado antes de lo que Bond había previsto… y había presenciado lo sucedido después de que la atara. Había recuperado de su bolso los demás aparatos que Gregory Lamb le había facilitado, junto con el inhalador, el día anterior por la mañana.
El motivo de que Bond hubiera formulado unas preguntas tan poco delicadas a jessica cuando estaban aparcados delante de su casa consistía en disgustarla, distraerla y conseguir que llorara, con el fin de coger su bolso para sacar un pañuelo, y deslizar en un bolsillo lateral los objetos que Sanu Hirani le había proporcionado por mediación de Lamb. Entre ellos se encontraba un teléfono vía satélite en miniatura, del tamaño de un bolígrafo grueso. Como la valla doble que rodeaba Green Way imposibilitaba esconder el instrumento en la hierba o los arbustos diseminados en el interior del perímetro, y como Bond sabía que Jessica iba a volver hoy, había decidido introducirlo en su bolso, a sabiendas de que atravesaría el detector de metales sin problemas.
—Démelo —ordenó Hydt.
Bond introdujo la mano en el bolsillo y lo sacó. Hydt lo examinó, lo tiró al suelo y lo pisoteó.
—¿Quién es usted? ¿Para quién trabaja?
Bond sacudió la cabeza.
Hydt, que había perdido la serenidad, contempló los rostros airados de sus socios, quienes estaban preguntando enfurecidos qué medidas se habían tomado para ocultar su identidad. Querían sus teléfonos móviles. Mathebula exigió su pistola.
Dunne estudió a Bond como lo haría con un motor averiado. Habló en voz baja, como para sí.
—Usted tuvo que ser el de Serbia. Y el de la base del ejército en March. —Frunció el ceño bajo el flequillo rubio—. ¿Cómo escapó? ¿Cómo? —No parecía que deseara recibir una respuesta. Sólo estaba hablando para sí—. Y Midlands Disposal no estuvo implicada. Fue su tapadera allí. Después, los campos de exterminio aquí…
Su voz enmudeció. Una expresión cercana a la admiración apareció en su rostro, cuando decidió que tal vez Bond también era ingeniero por derecho propio, un hombre que también trazaba planos ingeniosos.
—Tiene contactos en Inglaterra —dijo a Hydt—. Es la única explicación de que hayan evacuado la universidad a tiempo. Debe de trabajar para alguna agencia de seguridad inglesa. Pero también debe de tener algún cómplice aquí. Londres tendrá que llamar a Pretoria, y tenemos suficiente gente en el bolsillo para ganar tiempo. Saca a los restantes trabajadores de la planta —dijo a uno de los guardias—. Que se queden sólo los de seguridad. Dispara la alarma de escape tóxico. Dirige a todo el mundo al aparcamiento. Eso provocará un buen atasco si el SAPS o la NIA deciden hacernos una visita.
El guardia se acercó a un intercomunicador y dio las instrucciones. Sonó una alarma, y los altavoces escupieron un anuncio en diversos idiomas.
—¿Y él? —preguntó Hydt, señalando a Bond.
—Ah —dijo Dunne, como si fuera evidente. Miró al hombre de seguridad—. Mátalo y tira el cuerpo a un horno.
El gigantesco hombre se mostró igualmente displicente cuando avanzó, apuntando cuidadosamente con la Glock.
—¡No, por favor! ¡Por favor! —gritó Bond, y levantó una mano implorante.
Un gesto natural, dadas las circunstancias.
Así pues, el guardia se quedó sorprendido por la navaja negra que apuntaba hacia su cara. Era el último objeto del paquete de Hirani, escondido en el bolso de Jessica.
Bond no había podido calcular la distancia para arrojar el cuchillo, arte en el que no era muy ducho, pero lo arrojó más que nada como maniobra de distracción. No obstante, el hombre de seguridad apartó de un manotazo el cuchillo, y el filo le produjo un corte profundo. Antes de que pudiera recuperarse, o de que alguien fuera capaz de reaccionar, Bond avanzó, le retorció la muñeca y se apoderó de su arma, que disparó contra la gruesa pierna, en primer lugar para comprobar que estaba preparada para disparar, y en segundo para neutralizarle. Mientras Dunne y el otro guardia armado sacaban sus pistolas y empezaban a disparar, Bond salió corriendo por la puerta.
El pasillo estaba desierto. Cerró la puerta, corrió veinte metros y se refugió, por esas ironías de la vida, detrás de un contenedor de reciclaje verde.
La puerta de la sala de conferencias se abrió con cautela. El segundo guardia armado salió y exploró el pasillo con ojos entornados. Bond no vio motivos para matar al joven, de modo que le disparó cerca del codo. Cayó al suelo con un grito.
Bond sabía que pedirían refuerzos, de modo que se levantó y continuó la huida. Mientras corría, sacó el cargador y echó un vistazo. Quedaban diez balas. Nueve milímetros, grano 110 y encamisadas. Proyectiles ligeros, y con esa envoltura de cobre debían tener menos poder de parada que los de punta hueca, pero disparaban con precisión y rapidez.
Volvió a meter el cargador.
Diez balas.
Cuenta siempre…
Pero antes de que llegara más lejos, oyó un potente chasquido cerca de su cabeza y, casi al instante, el tronar de un rifle desde un pasillo lateral. Vio que se acercaban dos hombres con el uniforme caqui de seguridad, armados con rifles de asalto Bushmaster. Bond disparó dos veces, pero erró, aunque se dotó de suficiente cobertura para abrir de una patada la puerta del despacho que tenía detrás y entrar en el angosto espacio. No había nadie dentro. Una descarga de las balas del calibre 23 hicieron pedazos la jamba, la pared y la puerta.
Quedaban ocho balas.
Los dos guardias parecían conocer bien su oficio. Ex militares, pensó. Ensordecido por los disparos, no oía las voces, pero a juzgar por las sombras del pasillo tuvo la impresión de que más hombres se habían sumado a aquellos dos, tal vez Dunne entre ellos. También intuyó que estaban a punto de acometer una entrada dinámica. Bond no tendría nada que hacer contra una formación semejante.
Las sombras se acercaron.
Sólo le cabía realizar un movimiento, y éste no iba a ser ni muy sutil ni muy inteligente. Bond lanzó una silla contra la ventana y saltó tras ella, aterrizando en e1 suelo, dos metros más abajo. No se rompió ni torció nada, y entró corriendo en la planta de Green Way, que los trabajadores ya habían abandonado.
Se volvió de nuevo hacia sus perseguidores, y se tiró al suelo, protegido por la cuchilla desmontada de una excavadora tirada cerca de la calle de la Resurrección. Apuntó a la ventana y una puerta cercana.
Quedaban ocho balas, ocho balas, ocho…
Aplicó cierta presión sobre el gatillo sensible, a la espera, a la espera. Controló su respiración lo máximo posible.
Pero los guardias no iban a caer en su trampa. La puerta destrozada continuaba vacía. Eso significaba que estaban saliendo por otras vías de escape. Su intención era rodearle, por supuesto. Cosa que hicieron ahora, y con gran eficacia. En el extremo sur del edificio, Dunne y dos guardias de Green Way corrieron a protegerse detrás de unos camiones.
Bond miró hacia el otro lado guiado por su instinto y vio a los dos guardias que le habían disparado en el pasillo. Avanzaban desde el norte. Se protegieron también, detrás de una excavadora amarilla y verde.
La cuchilla de la niveladora sólo le protegía del ataque por la parte oeste, y los hostiles no llegaban de aquella dirección, sino del norte y del sur. Bond rodó sobre sí mismo justo cuando uno de los hombres empezaba a disparar desde el norte. El Bushmaster era un arma corta, pero aterradoramente precisa. Las balas se hundieron en el suelo y rebotaron con estrépito contra la niveladora. Bond recibió una lluvia de fragmentos de plomo y cobre.
Con Bond acorralado por los dos del norte, el otro grupo, con Dunne al frente, se acercó más desde el sur. Bond levantó unos centímetros la cabeza en busca de un objetivo, pero antes de que pudiera apuntar a alguno de sus atacantes, éstos avanzaron y se refugiaron entre las numerosas pilas de basura, bidones de petróleo y maquinaria. Bond volvió a mirar, pero no los vio.
De pronto, la tierra estalló a su alrededor cuando ambos grupos le atraparon en su fuego cruzado, con las balas cada vez más cerca de donde estaba aplastado contra el suelo. Los hombres del norte desaparecieron tras una loma, tal vez con la intención de coronarla, pues desde lo alto gozarían de un punto privilegiado para disparar sobre él.
Bond tenía que abandonar su posición de inmediato. Se volvió y gateó a la mayor celeridad posible entre las hierbas y los abrojos, internándose entre las plantas, cada vez más vulnerable. La loma estaba detrás de él y a la izquierda, y sabía que los dos tiradores no tardarían en llegar a la cima.
Intentó calcular a qué distancia se encontraban. ¿A cinco metros de la cima? ¿A tres? ¿A dos? Bond se los imaginó ascendiendo poco a poco el montículo, y apuntándole después.
«Ahora», se dijo.
Pero esperó cinco angustiosos segundos más, sólo para estar seguro. Se le antojaron horas. Después, rodó sobre su espalda y levantó la pistola por encima de los pies.
Un guardia estaba parado en lo alto, un objetivo perfecto, con su compañero acuclillado al lado.
Bond apretó el gatillo una vez, apuntó a la derecha y disparó de nuevo.
El hombre erguido se agarró el pecho y cayó rodando hasta la base de la colina. El Bushmaster le siguió. El otro guardia se había escondido, ileso.
Quedaban seis balas. Seis.
Y cuatro adversarios.
Mientras Dunne y los demás sembraban de balas el lugar donde se encontraba, Bond rodó entre bidones de aceite en una parcela de hierba alta, al tiempo que estudiaba la zona circundante. La única posibilidad que tenía de escapar era por la entrada principal, que se hallaba a unos treinta metros de distancia. El paso de peatones estaba abierto. Pero lo separaba de él una gran extensión de terreno desprotegido. Dunne y sus guardias gozarían de una buena posición de disparo, al igual que el guardia que seguía en lo alto de la colina situada hacia el norte.
Estalló una descarga cerrada. Bond apretó la cara contra el suelo polvoriento, hasta que se produjo una pausa. Inspeccionó la escena y la posición de los tiradores, se levantó a toda prisa y corrió hacia un árbol anémico, a cuyo pie había una protección decente: bidones de aceite y armazones de motores y transmisiones. Corrió a toda la velocidad de sus piernas, pero a mitad de camino se detuvo de repente y giró en redondo. Uno de los guardias que iba con Dunne supuso que iba a continuar corriendo y disparó con su rifle delante de Bond, para que las balas le alcanzaran unos metros más adelante. No se le había ocurrido que Bond estaba corriendo para obligar a un objetivo a desprotegerse. La doble descarga de balas de 9 milímetros de Bond abatió al guardia. Mientras los demás se agachaban, continuó corriendo y llegó al árbol, para luego esconderse tras un pequeño montículo de basura. A quince metros de la puerta. Una serie de disparos desde la posición de Dunne le obligaron a rodar hasta una parcela de vegetación baja.
Cuatro balas.
Tres hostiles.
Podía llegar a la puerta en diez segundos, pero eso significaría quedar al descubierto por completo.
No le quedaban muchas opciones. Pronto le acorralarían. Pero después, cuando miró al enemigo, vio movimiento a través de un hueco en dos pilas altas de cascotes. En el suelo, apenas visibles entre la hierba, había tres cabezas muy juntas. El guardia superviviente del norte se había sumado a Dunne y al otro guardia. No se dieron cuenta de que Bond los había descubierto, y daba la impresión de que susurraban ansiosos, como si estuvieran planificando su estrategia.
Los tres hombres se hallaban a tiro.
No era un disparo imposible, aunque Bond estaba en desventaja debido a las balas ligeras y a un arma con la que no estaba familiarizado.
De todos modos, no podía desaprovechar la oportunidad. Tenía que actuar ya. En cualquier momento, se darían cuenta de que eran vulnerables y se pondrían a cubierto.
Tendido boca abajo, Bond apuntó la voluminosa pistola. En la competición de tiro nunca eres consciente de que aprietas el gatillo. La precisión depende de controlar la respiración y mantener el brazo y el cuerpo inmóviles por completo, con la mira del arma posada en el blanco. El dedo se curva sobre el gatillo poco a poco, hasta que el arma dispara, al parecer por voluntad propia. Los tiradores de más talento siempre se quedan sorprendidos cuando su arma dispara.
En estas circunstancias, el segundo y el tercer disparo deben ser más rápidos, por supuesto. Pero el primero iba dirigido a Dunne, y Bond procuraría no fallar.
Y no lo hizo.
Un fuerte estampido, seguido de dos más en rapidísima sucesión.
En el tiro, como en el golf, sabes, en el mismo instante en que pierdes el control del proyectil, si has apuntado bien o has apuntado mal. Y esos veloces y relucientes proyectiles se estrellan donde habías apuntado, tal como Bond sabía.
Salvo que, comprendió desalentado, la precisión no fuera lo importante. Había dado en el blanco, pero no eran sus enemigos, sino un reluciente pedazo de cromo que uno de los hombres (el irlandés, sin duda) habría encontrado en un contenedor cercano y dispuesto en ángulo para reflejar sus imágenes y atraer el fuego de Bond. El metal reflectante cayó al suelo.
Maldita sea…
El hombre que pensaba en todo…
Los hombres se dividieron al instante, tal como Dunne había ordenado, y adoptaron posiciones, puesto que Bond había revelado la suya.
Dos corrieron a la derecha de Bond, con el fin de proteger la puerta, y Dunne fue hacia la izquierda.
Quedaba una bala. Una sola bala.
No sabían que apenas le quedaban municiones, aunque no tardarían en descubrirlo.
Bond estaba atrapado, y su única protección consistía en una pila de cartones y libros. Estaban formando un círculo a su alrededor, Dunne en una dirección, y los otros dos guardias en otra. Pronto quedaría atrapado en su fuego cruzado, sin protección eficaz.
Decidió que su única posibilidad residía en darles motivos para no matarlo. Les diría que tenía información que los ayudaría a huir, o les ofrecería una enorme cantidad de dinero. Cualquier cosa con tal de entretenerlos.
—¡Voy a salir! —gritó Bond, que se levantó, tiró el arma y alzó las manos.
Los dos guardias que se encontraban a su derecha se asomaron. Al ver que estaba desarmado, se acercaron acuclillados con cautela.
—¡No se mueva! —gritó uno—. Mantenga las manos en alto.
Le apuntaban con las bocas de sus armas.
—¿Qué demonios estáis haciendo? —dijo una voz cerca. No necesitamos ningún maldito prisionero. Matadlo.
Por supuesto, el acento era irlandés.