Cinco minutos después, un equipo de noticias locales llegó y tomó fotos de la tragedia. El vídeo mostró un edificio semidestruido, humo, cristales y cascotes que cubrían el suelo, trabajadores de rescate que corrían, docenas de coches patrulla y camiones de bomberos que se acercaban. El letrero anunciaba: «Gigantesca explosión en la Universidad de York».
Hoy en día estamos inmunizados contra las terribles imágenes que muestra la televisión. Las escenas que consternan a un testigo ocular quedan mitigadas cuando se observan en dos dimensiones en el medio que nos lleva a casa Doctor Who y los anuncios de Ford Mondeo y modas.
Pero aquella imagen de la tragedia (un edificio universitario en ruinas, envuelto en humo y polvo, gente que vaga confusa e impotente) era sobrecogedora. Era imposible que cualquiera que estuviese en las aulas más cercanas a la bomba hubiera sobrevivido.
Bond sólo podía mirar la pantalla.
También Hydt, por supuesto, pero él estaba embelesado. Sus tres socios charlaban a voz en grito, como cabía esperar de gente que había ganado millones de libras en una milésima de segundo.
La presentadora informó de que la bomba iba cargada de fragmentos metálicos, como hojas de afeitar, que habían salido disparados a miles de kilómetros por hora. El explosivo había destruido casi todas las aulas y los despachos de los profesores de la planta baja y los primeros pisos.
La presentadora informó de que un periódico de Hungría acababa de encontrar una carta, que habían dejado en la zona de recepción, firmada por un grupo de oficiales serbios que reivindicaban la autoría de los hechos. La universidad, afirmaba la nota, «daba cobijo y apoyo» a un profesor a quien describían como un «traidor a la raza y al pueblo serbios».
—Eso también es obra nuestra —dijo Hydt—. Recuperamos el membrete del ejército serbio de un cubo de basura. Con él está impresa la declaración.
Miró a Dunne, y Bond comprendió que el irlandés había incorporado este adorno a la copia original.
Este hombre piensa en todo…
—Tenemos que planear una comida de celebración —continuó Hydt.
Bond miró de nuevo la pantalla y se encaminó hacia la puerta.
En aquel preciso momento, la presentadora ladeó la cabeza.
—Se han producido novedades en York. —Parecía confusa. Tocaba el auricular mientras escuchaba—. El jefe de policía de Yorkshire, Phil Pelham, está a punto de hacer unas declaraciones. Conectaremos con él en directo.
La cámara enfocó a un hombre preocupado de edad madura con uniforme de policía, pero sin gorra ni chaqueta, parado delante de un camión de bomberos. Había una docena de micrófonos apuntados hacia él. Carraspeó.
—Aproximadamente a las diez y media de esta mañana, un artefacto explosivo detonó en los terrenos de la Universidad de Yorkshire-Bradford. Aunque los daños han sido enormes, al parecer no se han producido víctimas mortales, tan sólo media docena de heridos de escasa consideración.
Los tres socios enmudecieron. Una emoción inusitada destelló en los ojos azules de Niall Dunne.
Hydt frunció el ceño y contuvo el aliento.
—Unos diez minutos antes de la explosión, se informó a las autoridades de que alguien había colocado una bomba en una universidad de York o en sus alrededores. Ciertos datos adicionales sugerían que la de Yorkshire-Bradford podía ser el objetivo, pero como medida cautelar se desalojaron todas las instituciones educativas de la ciudad, siguiendo los planes llevados a la práctica por las autoridades después de los ataques del 7-J en Londres.
»Las heridas, y debo hacer hincapié de nuevo en que éstas son de escasa consideración, fueron sufridas en su mayor parte por el profesorado, que se había quedado después de la evacuación de los estudiantes para supervisar que no quedara nadie. Además, un profesor, un investigador médico que estaba dando clase en el aula más próxima a la bomba, resultó herido leve mientras recuperaba expedientes de su despacho justo antes de la explosión.
»Sabemos que un grupo serbio ha reivindicado el ataque, y puedo asegurarles que la policía de Yorkshire, la Policía Metropolitana de Londres y los investigadores del Servicio de Seguridad están concediendo a este ataque la máxima prioridad…
Hydt apagó la pantalla apretando un botón.
—¿Uno de los nuestros de allí? —preguntó Huang—. ¡Cambió de opinión y les advirtió!
—¡Dijo que podíamos confiar en todo el mundo! —observó con frialdad el alemán, fulminando con la mirada a Hydt. La sociedad se estaba resquebrajando.
Los ojos de Hydt se posaron en Dunne, de cuyo rostro había desaparecido aquel asomo de emoción. El irlandés estaba concentrado, como un ingeniero que analizara con calma un fallo técnico. Mientras los socios discutían acaloradamente entre ellos, Bond avanzó hacia la puerta.
Se encontraba a mitad de camino de la libertad, cuando la puerta se abrió de par en par. Un guardia de seguridad le miró fijamente y le señaló con un dedo.
—Él. Ése es.
—¿Qué? —preguntó Hydt.
—Encontramos a Chenzira y a la señorita Barnes maniatados en el despacho de ella. Él estaba inconsciente, pero cuando recobró el conocimiento vio que el hombre metía la mano en el bolso de la señorita Barnes y sacaba algo. Una pequeña radio, pensó. A continuación, el hombre la utilizó para hablar con alguien.
Hydt frunció el ceño, intentando comprender lo que pasaba. No obstante, la expresión de Dunne revelaba que casi había estado esperando una traición por parte de Gene Theron. A una mirada del ingeniero, el gigantesco hombre de seguridad del traje negro desenfundó la pistola y la apuntó al pecho de Bond.