El vestíbulo de Green Way estaba desierto. Bond supuso que Hydt (o Dunne, lo más probable) había concedido fiesta al personal, con el fin de que la reunión y el viaje inaugural del plan Gehenna procedieran sin ninguna interrupción.
Severan Hydt se dirigió hacia Bond y le saludó con cordialidad. Estaba de buen humor, incluso exaltado. Sus ojos oscuros brillaban.
¡Theron!
Bond le estrechó la mano.
—Quiero que presente a mis socios el proyecto de los campos de exterminio. Será su dinero el que lo financiará. No hace falta que sea algo muy formal. Limítese a indicar en un plano dónde están las tumbas más importantes, cuántos cuerpos contiene más o menos cada una, cuánto tiempo llevan enterrados y cuánto cree que sus clientes estarán dispuestos a pagar. Ah, por cierto, uno o dos de mis socios trabajan en algo similar a su profesión. Puede que se conozcan.
Bond pensó alarmado que tal vez aquellos hombres se estarían preguntando justo lo contrario por qué no habían oído hablar del despiadado mercenario de Durban Gene Theron, quien había sembrado el suelo africano de tantos cadáveres.
Mientras atravesaban el edificio de Green Way, Bond preguntó dónde podía trabajar, con la esperanza de que Hydt le condujera a Investigación y Desarrollo, ahora que ya era un socio de confianza.
—Le hemos reservado un despacho.
Pero el hombre pasó de largo de Investigación y Desarrollo y lo guió hasta una espaciosa habitación sin ventanas. Dentro había unas cuantas sillas, una mesa de trabajo y un escritorio. Le habían proporcionado material de oficina, como libretas y bolígrafos, docenas de detallados planos de África y un intercomunicador, pero no teléfono. En las paredes, unos tableros de corcho mostraban copias de las fotos de cuerpos descompuestos que Bond había facilitado. Se preguntó dónde estarían los originales.
¿En el dormitorio de Hydt?
—¿Le sirve? —preguntó el Ropavejero.
—Bien. Un ordenador me sería útil.
—Podría arreglarlo…, para el tratamiento de textos e impresión. Sin acceso a Internet, por supuesto.
—Nos preocupan los piratas y la seguridad. De momento, no se moleste en escribir nada muy formal. Con unas notas manuscritas bastará.
Bond mantuvo una fachada serena, mientras echaba un vistazo al reloj. En ese momento eran las ocho y veinte en York. Faltaban dos horas.
—Será mejor que me ponga manos a la obra.
—Estaremos en la sala de conferencias principal, siguiendo el pasillo. Vaya hasta el final y gire a la izquierda. Número 900. Reúnase con nosotros cuando le vaya bien, siempre que sea antes de las once y media. Veremos por la televisión algo que le parecerá interesante, creo.
Diez y media, hora de York.
Después de que Hydt se marchara, Bond se inclinó sobre d plano y dibujó círculos alrededor de algunas zonas que había elegido al azar como escenarios de batallas, cuando Hydt y él se había reunido en el Lodge Club. Anotó algunas cifras (el número de cadáveres), y después cogió los planos, una libreta y algunos bolígrafos. Salió al pasillo, que estaba vacío. Bond regresó hacia Investigación y Desarrollo.
El oficio de espía dicta que el mejor enfoque es decantarse por lo más sencillo, incluso en una operación a ciegas como ésta.
Por lo tanto, Bond llamó con los nudillos a la puerta.
«El señor Hydt me ha pedido que venga a buscarle unos papeles… Siento molestarlo, sólo será un momento…», diría.
Estaba preparado para abalanzarse sobre la persona que abriera la puerta y aplicarle una llave en la muñeca o el brazo para reducirla. Preparado también para un guardia armado. De hecho, esperaba que lo hubiera, con el fin de apoderarse de su arma.
Pero no hubo respuesta. También habrían concedido el día librea los empleados.
Bond adoptó el plan B, que era algo menos sencillo. Anoche había enviado a Sanu Hirani las fotos digitales que había tomado de la puerta de seguridad de Investigación y Desarrollo. El jefe de Rama Q había informado de que la cerradura era prácticamente inexpugnable. Tardaría horas en piratearla. Su equipo y él intentarían encontrar una solución.
Poco después, informaron a Bond de que Hirani había enviado a Gregory Lamb a tomar prestada otra herramienta del oficio. La entregaría aquella mañana, junto con instrucciones por escrito de cómo abrir la puerta. Eso era lo que el agente del MI6 había entregado a Bond en el despacho de Bheka Jordaan.
Bond miró hacia atrás de nuevo, y después puso manos a la obra. Sacó del bolsillo interior de la chaqueta lo que Lamb le había facilitado: un sedal que aguantaba noventa kilos, de nailon, que el detector de metales de Green Way no captaría. Bond pasó un extremo a través del pequeño hueco de encima de la puerta y continuó hasta que llegó al suelo de la otra parte. Cortó, en forma de J, un trozo de la cubierta de cartón de la libreta, un gancho rudimentario. Lo pasó por el hueco del suelo hasta que consiguió atrapar el sedal y acercarlo.
Ejecutó un nudo de cirujano triple para unir los extremos. Ahora tenía un lazo que rodeaba la puerta de arriba abajo. Utilizó un bolígrafo para convertirlo en un enorme torniquete y empezó a tensarlo.
El naylon se fue tensando poco a poco…, ejerciendo presión sobre la barra de salida del otro lado de la puerta. Por fin, tal como Hirani había dicho que sucedería «probablemente», la puerta se abrió con un chasquido, como si un empleado hubiera empujado la puerta desde dentro para abrirla. En caso de que se produjera un incendio, no podía haber en el interior un teclado de abertura.
Bond entró en la habitación a oscuras, desanudó el torniquete y guardó en el bolsillo las pruebas de su intrusión. Cerró la puerta hasta que encajó, encendió las luces y paseó la vista alrededor del laboratorio, en busca de teléfonos, radios o armas. No encontró ninguna. Había docenas de ordenadores, tanto modelos de mesa como portátiles, pero los tres que encendió estaban protegidos por contraseña. No perdió el tiempo con los demás.
Observó desalentado que los escritorios y las mesas de trabajo estaban cubiertos de miles de documentos y carpetas, y ninguna llevaba la etiqueta «Gehenna».
Investigó entre montones de planos, diagramas técnicos, hojas de especificaciones, y dibujos esquemáticos. Algunos estaban relacionados con armas y sistemas de seguridad, otros con vehículos. Ninguno contestaba a la pregunta vital de quién corría peligro en York y dónde estaba la bomba.
Entonces, por fin, encontró una carpeta con la inscripción «Serbia» y la abrió para examinar el contenido.
Bond se quedó de piedra, sin dar apenas crédito a lo que veían sus ojos.
Delante de él había fotografías de las mesas del depósito de cadáveres perteneciente al antiguo hospital militar de March. Sobre una descansaba un arma que, en teoría, no existía. El artilugio explosivo había sido bautizado extraoficialmente como «Cúter». El MI6 y la CIA sospechaban que el Gobierno serbio estaba desarrollando el arma, pero informadores locales no habían descubierto pruebas de que la hubieran fabricado. El Cúter era un arma antipersonal de hipervelocidad que utilizaba explosivos normales desarrollados con combustible sólido de cohete, capaz de disparar centenares de pequeñas hojas de titanio a casi cinco mil kilómetros por hora.
El Cúter era tan devastador que, aunque se rumoreaba que sólo se encontraba en fase de desarrollo, las Naciones Unidas y las organizaciones de derechos humanos ya lo habían condenado. Serbia se empecinaba en negar que lo estuvieran fabricando, y nadie, ni siquiera los traficantes de armas que gozaban de los mejores contactos, habían visto un invento semejante.
¿Cómo demonios lo había conseguido Hydt?
Bond continuó examinando las carpetas, y encontró detallados diagramas y planos, junto con instrucciones acerca de la fabricación de las hojas que constituían la metralla del arma, y sobre la programación del sistema de armamento, todo escrito en serbio, con traducción al inglés. Eso lo explicaba todo: Hydt había fabricado una. De alguna manera se había apoderado de estos planos y había ordenado a sus ingenieros que construyeran uno de aquellos malditos trastos. Los fragmentos de titanio que Bond había encontrado en la base militar de los Fens eran restos de las hojas mortíferas.
Y el tren de Serbia… Aquello explicaba el misterio de los peligrosos productos químicos. No tenía nada que ver con la misión de Dunne allí. Era probable que ni siquiera estuviera enterado. El propósito del viaje a Novi Sad había sido robar el titanio del tren para utilizarlo en la fabricación del artilugio: había dos vagones de chatarra detrás de la locomotora, que eran su verdadero objetivo. La mochila de Dunne no contenía armas ni bombas para abrir los bidones de productos químicos del vagón tres. La bolsa estaba vacía cuando llegó Dunne. La había llenado con los fragmentos de titanio, que después había llevado a March para fabricar el Cúter.
El irlandés había provocado el descarrilamiento de manera que pareciera un accidente, y nadie se diera cuenta de que habían robado el metal.
Pero ¿cómo se habían apoderado Dunne y Hydt de los planos? Los serbios habrían hecho todo lo posible por conservar en secreto los planos y las especificaciones.
Bond encontró la respuesta un momento después en una nota del ingeniero de Dubái, Mandi Al Fulan, que se remontaba a un año antes.
Severan:
He trabajado en tu solicitud de saber si es posible fabricar un sistema que reconstruya documentos secretos triturados. Me temo que, con las trituradoras modernas, la respuesta sea negativa. Pero te propongo lo siguiente: puedo crear un sistema de ojo electrónico que haga las veces de aparato de seguridad, capaz de impedir que alguien resulte dañado cuando intente buscar en el interior de una trituradora de documentos. De hecho, también funcionaría como escáner óptico de alta velocidad. Cuando los documentos se introducen en el sistema, el escáner lee toda la información de los documentos antes de ser destruidos. Los datos pueden almacenarse en un disco duro de 3 o 4 terabytes oculto en la trituradora, para luego descargarse en un móvil o una conexión vía satélite segura, o incluso recuperarse físicamente cuando tus empleados sustituyan las hojas o limpien los aparatos.
Recomiendo que ofrezcas a tus clientes unas trituradoras tan eficaces que conviertan en polvo sus documentos, con el fin de inspirarles la confianza suficiente como para contratarte y destruir los materiales más sensibles.
Además, tengo un plan para un aparato similar, que extraería datos de discos duros antes de destruirlos. Creo que es posible crear una máquina que despiece ordenadores de mesa o portátiles, identifique el disco duro por medios ópticos y lo envíe a una unidad especial donde los discos duros se conectarían temporalmente a un procesador de la máquina destructora. Copiarían la información clasificada antes de borrar y triturar los discos duros.
Recordó su recorrido por Green Way y el entusiasmo de Hydt por los aparatos de destrucción de ordenadores automatizados.
Dentro de unos años serán las instalaciones más lucrativas.
Bond continuó leyendo. Los escáneres de trituradoras de documentos ya se estaban utilizando en todas las ciudades donde Green Way tenía delegaciones, incluidos una instalación militar serbia de alto secreto y un contratista de armas en las afueras de Belgrado.
Otros informes proporcionaban detalles sobre planes para apoderarse de documentos menos secretos, aunque igualmente valiosos, utilizando equipos especiales de recogedores de desperdicios de Green Way que se encargaran de la basura de individuos concretos, la transportaran a lugares especiales y clasificaran su información personal y sensible.
Bond reparó en el valor de esto: encontró copias de recibos de tarjetas de crédito, algunas de ellas intactas, y otras reconstruidas a partir de trituradoras de documentos. Una factura, por ejemplo, era de un hotel de las afueras de Pretoria. El titular de la tarjeta recibía el título de «Muy Honorable». Las notas adjuntas advertían de que la relación extraconyugal del hombre se haría pública si no accedía a una lista de exigencias de un opositor político. Por lo tanto, se trataría de los «materiales especiales» que Bond había visto cómo transportaban hasta allí los camiones de Green Way.
También había interminables páginas de lo que parecían números telefónicos, junto con muchas otras cifras, seudónimos, contraseñas y extractos de correos electrónicos y mensajes de texto. Chatarra electrónica. Los empleados de la calle del Silicio investigaban teléfonos y ordenadores, extraían números de serie electrónicos de móviles, contraseñas, información bancaria, mensajes de texto, grabaciones de mensajes instantáneos y quién sabía cuántas cosas más.
Pero en ese momento la pregunta más urgente era, por supuesto: dónde iban a detonar el Cúter.
Volvió a repasar las notas. Ninguna información le aportaba pistas sobre dónde colocarían la bomba de York, que explotaría al cabo de poco más de una hora. Se inclinó hacia delante sobre una mesa de trabajo y fijó la vista en el diagrama del aparato, mientras las venas de sus sienes palpitaban.
«Piensa», se dijo, furioso.
«Piensa…».
Durante algunos minutos no se le ocurrió nada. Después, tuvo una idea. ¿Qué estaba haciendo Severan Hydt? Reunir información a partir de sobras y fragmentos.
«Haz lo mismo —se dijo Bond—. Ordena las piezas del rompecabezas».
¿Y de qué sobras disponía?
El objetivo estaba en York.
Un mensaje contenía las palabras «término» y «5 millones de libras».
Hydt quería provocar un acto de destrucción masiva para desviar la atención del verdadero delito que pretendía cometer, como en el descarrilamiento que se había producido en Serbia. El Cúter estaba escondido cerca de March, y acababa de salir hacía York.
Le habían pagado por el ataque, así que no actuaba al servicio de una ideología. Podría haber utilizado cualquier artilugio explosivo, pero se había tomado grandes molestias para fabricar un Cúter de diseño militar serbio, un arma que no está disponible en el mercado de armamento general.
Morirían miles de personas.
La explosión debía tener un radio de unos treinta metros, como mínimo. El Cúter sería detonado a una hora concreta: las diez y media de la mañana.
El ataque estaba relacionado con un «curso», una carretera u otra ruta.
Pero por más que reordenaba estos fragmentos, Bond sólo veía restos dispersos.
«Bien, insiste», se enfureció. Se concentró de nuevo en cada fragmento. Lo levantó en la imaginación y lo colocó en otro sitio.
Una posibilidad estaba clara: si Hydt y Dunne habían recreado un Cúter, los equipos forenses que se encargarían del análisis posterior al estallido descubrirían los diseños militares y creerían que el Gobierno o el ejército serbios se encontraban detrás del atentado, puesto que los aparatos todavía no estaban disponibles en el mercado negro. Hydt lo había hecho para desviar la atención de los verdaderos culpables: él y quienquiera que le hubiese pagado millones de libras por perpetrar el ataque. Sería una maniobra de distracción… como el descarrilamiento del tren.
Eso significaba que existían dos objetivos: el aparente tendría alguna relación con Serbia y, para el público en general y la policía, sería el propósito del ataque. Pero la víctima real sería alguien que quedase atrapado en la explosión, un teórico testigo inocente. Nadie sabría que era la persona a quien Hydt y su cliente deseaban eliminar…, y su muerte sería perjudicial para los intereses británicos ¿Quién? ¿Un funcionario del Gobierno en York? ¿Un científico? Y, maldita sea, ¿dónde tendría lugar el ataque?
Bond jugó de nuevo con las briznas de información. Nada…
Pero entonces, en su mente oyó un sonoro chasquido. «Término» había acabado al lado de «curso».
¿Y si la primera palabra no se refería a una cláusula del contrato, sino a un período del año académico? ¿Y si «curso» era sólo eso, unos estudios concretos?
Parecía lógico. Una gran institución, miles de estudiantes. Pero ¿dónde?
A Bond sólo se le ocurrió una institución donde fuera a celebrarse una carrera, una conferencia, una concentración, una exposición o algo relacionado con Serbia, a las diez y media de aquella mañana. Lo cual sugería una universidad.
¿Se sostenía su teoría?
No quedaba tiempo para especulaciones. Echó un vistazo al reloj digital de la pared, que había avanzado otro minuto. En York eran las nueve horas y cuarenta minutos.